Las entradas de este blog son enlaces relacionados con la saga de libros "Laberinto de Sangre".
No se preocupen, que nada spoilea partes futuras de la trama. Pueden investigar tranquilos. Tómenlo como pistas e información adicional que les ayudará a encontrar la salida al laberinto…
No hay una única forma de leerlos o seguirlos, no están directamente relacionados a la trama, ni son necesariamente correlativos. Simplemente funcionan como estímulos adicionales, para detallar, caracterizar y alimentar la historia original, pero puede prescindir de estas entradas.
Asemeja un poco a las versiones extendidas de las películas: ¿La película original se entiende y disfruta sin ellas? Claro que sí. Pero si hay más material que explica y detalla algunas partes, ¿Por qué no tomarlo?
"Laberinto de Sangre" nació con la idea de ser un libro interactivo, con links y entradas que van sumando información, como un “Silmarillion-on-going” que va creciendo y creciendo junto con la saga.
Quien quiera recorrerlos de manera correlativa puede hacer click en "Guía de Anexos" para ver el orden oficial.
Laberinto de Sangre - Blog
¡Bienvenidos a Laberinto de Sangre!
Este blog es el soporte digital a la Saga de Fantasía/Ciencia Ficción “Laberinto de Sangre”. Aquí encontrarán COMPLETO el Tomo 1: “Showtime” (pueden leerlo o descargarlo entrando a 'LIBRO COMPLETO'), así como acceder a material adicional que NO ESTÁ EN EL LIBRO, como ilustraciones, videos, textos, música, colaboraciones y más.
jueves, 20 de diciembre de 2018
miércoles, 19 de diciembre de 2018
Arte de Tapa
Les dejo algunas imágenes que utilicé para el arte de tapa de las ediciones impresas.
No tengo los créditos de dos de las obras, pero voy a tratar de conseguirlos.
No tengo los créditos de dos de las obras, pero voy a tratar de conseguirlos.
Arte de Zdzislaw Beksinski.
Epílogo: The land of the free
Epílogo: The land of the free
14 de Enero de 3024
197 días antes del
Torneo
Locación: Buque
militar, en algún lugar del Océano Atlántico Norte
Salté
de la aeronave hasta el buque que hacía de base militar en la zona segura, a
unos cien kilómetros del continente. Era lo máximo que se animaban acercarse.
Una vez que hice pie en el barco, la nave dio media vuelta y se alejó a toda
velocidad por los cielos, como si tuviese miedo de estar en aquel lugar más
tiempo del necesario. Cuando me hube encontrado solo, parado en plena cubierta
de aterrizajes, en medio de un mar embravecido, oscuro y crispado, sin que
pudiera ver a mi alrededor algo más que tinieblas, me sentí encoger el corazón.
Creo que fue uno de esos momentos en donde uno se pregunta “¿Quién me mandó a
meterme en esto?”
A
los pocos segundos comencé a ver como las personas encargadas de la seguridad
del barco se acercaban.
La
estancia en el buque no sería larga, pues desde allí tomaría el helicóptero
hasta la base militar, donde asumiré mi nuevo rol como Encargado General de las
Investigaciones en Epidemiología.
Como
académico especializado, asumir este puesto de liderazgo en una investigación tan
importante debía significar un gran ascenso, algo por lo que había luchado toda
la vida; sin embargo, ahora se sentía más bien como un castigo, o una condena.
El furioso rugido de las olas y la tormenta pareciera augurar malos presagios.
O tal vez era mi mente interpretándolo así. Fuera como fuera, lo cierto era que
algo no se sentía bien.
Los
guardias rápidamente me rodearon, apuntándome con armas en actitud hostil, y me
dirigieron con brusquedad hacia la zona de ingreso a las cabinas del buque,
donde me hicieron pasar por todas las pruebas de seguridad conocidas.
Descartaron que fuese un robot con el sistema Wibson, aun mejor que el teorema
de Turing. Revisaron que no tuviese conectados a mí enlaces de realidad
virtual, que mis sentidos no estuviesen transmitiendo información a los rusos,
asiáticos, o a los innombrables, los salvajes del continente NewCity004.
Para
sacármelos de encima, tuve que jugar la carta Jope Goldstein, aunque mucho
antes de lo que pensaba. Evidentemente mi apariencia no ayudaba a dar la imagen
del héroe que venía a resolver la situación, como les habían prometido.
Últimamente mi aspecto no era el mejor. Meses enteros sin salir del
laboratorio, sin hablar con nadie más que espectros, indudablemente termina
teniendo un impacto en el semblante general. Hay gestos que valen por mil
palabras, para quien sabe leerlos. Los que no, solo esperan que uno les diga
todo, que baje la mano y les muestre las cartas porque de otra manera no saben
cómo reaccionar. La empatía no es un commoditie en este mundo. La astucia se ha
diluido, y la vagancia ha tomado su lugar. Nadie sabe interpretar. Todos
quieren toda la información servida antes de empezar.
Lo
cierto es que mis ojeras y mi barba rala, junto con mi tono de piel pálido y
verdoso, me hacen parecer un sujeto bastante evitable. Y los que tienen el
GPS-ID con ciertos permisos pueden ver que mi nivel de clearence está casi al
nivel de Theron, Jope o Rabinowitz, lo cual es algo bastante inquietante para
quienes se percatan.
—Si
supieran quién me reclutó y envió aquí personalmente, probablemente se lo
pensarían dos veces antes de revisarme— Dije con un tono misterioso e
impasible.
Pero
no tenía ganas de empezar haciéndome enemigos, así que les mostré el documento
firmado por el mismo Jope Goldstein que validaba mi presencia allí.
—Vengo
desde un centro especializado en plagas de Sudáfrica, donde estudiábamos
fenómenos producidos por beber agua de la zona cercana a La Grieta. Pidió
específicamente por mí, y no aceptó un no como respuesta.
Los
guardias se quedaron helados al ver el nombre del productor general. Les
forwardeé inmediatamente el correo de Goldstein validando lo que acababa de
decir.
—Me
mandó justo antes de partir a su expedición a Sudamérica, con la misión de descubrir cuál es la naturaleza
de la forma en que se contagia esta condición. — Continué — Dijo que era
necesario entender el virus, para buscar una manera de neutralizar al Hombre
Negro, en caso de que fuese necesario
reducirlo. De momento se ha comportado según las normas del acuerdo, pero es
imperativo buscar un plan B.
Nadie
respondió. No pude medir la reacción a través de sus expresiones; estaban
cubiertos por los cascos. Me sentí ligeramente desprotegido con mi rostro al
viento en aquella superficie militar en el medio del mar, casi como si
estuviese en un planeta desconocido y desolado. Pero me recordé a mí mismo que
la contaminación no se lograba concentrar en aquellos parajes, y que era
inofensivo respirar el aire marino.
La
ventisca era tan fuerte y fría que me lastimaba las mejillas. Por varios
segundos nadie dijo nada. Solo el viento y su silbido sin nombre.
—Entiendo
que hasta el momento no tenemos nada, por eso necesitamos avanzar.
Los
guardias se mostraron contrariados. Finalmente, suspendieron la posición de
combate y pasaron a una actitud pasiva.
—Disculpe
la confusión, señor…
—Doctor
Gordon Ignasevic, para servirles.
—Muy
bien. Venga con nosotros, Doctor. Lo conduciremos a su camarote. El helicóptero
partirá en treinta minutos rumbo a la base militar New Hope.
Me
dirigí en silencio hacia el lugar donde me dejarían resguardado. El clima era
opresivo, y sentía ganas de refugiarme, lejos de aquel panorama amenazador:
nubes negras que no dejaban pasar nada de luz, al punto de que no podía
distinguirse el día de la noche, llovizna constante y un viento intenso, lo que
hacía mover mucho las olas, aunque el potente buque militar resistía las
arremetidas de la tormenta.
Antes
de entrar di un último vistazo al negro mar: el vendaval era tan fuerte, que
podía verse con mucha profundidad olas crispándose hacia los horizontes, en
alturas abrumadoras, calculé, si se percibían desde tal distancia. Me dio un
escalofrío antes de entrar, pero nunca fui una de esas personas que se dejan
amedrentar con un día tormentoso. Lo realmente terrorífico vendría después. No
tenía dudas.
Me
introdujeron a un minúsculo camarote, modesto como si estuviese destinado a un
prisionero: una fría cama, un pequeño escritorio y una silla metálica. Nada
más.
Mientras
me acomodaba en la sencilla habitación, tuve tiempo para descansar y asentar
mis ideas.
Todavía
me shockeaba la imprudencia con la que se había manejado en todo el asunto.
Este muchacho, Jope, creía que con poder se podía arreglar todo. Así me habían
acorralado a esta misión. La invitación no había sido amable, podría decir.
Cuanto menos, sentía como me daba vuelta con argumentos como un embaucador
embelesa a su víctima con halagos y sutiles presiones.
Como
el típico caso de personas con cargos altos que piensan que son una suerte de
deidades, bravuconeaban a todo el mundo, y pidiendo soluciones a los temas como
si estas debieran ejecutarse de cualquier manera, a cualquier costo. Y así las
cosas comienzan a salirse de las manos. La gente con poder… tienen más
capacidad de acción, y por lo tanto, más rango de daño. Siempre pensé que había
dos tipos de personas: los ambiciosos y los simples. Los segundos mantienen una
esfera de influencia pequeña y no se meten con nadie. Si la cagan, joden, como
máximo, a cien personas. Pero la gente ambiciosa, con poder, comienza a
escalar, a agrandar su sombra a medida que sube bien alto. Y cuando tiene los
medios suficientes, su figura se magnifica, y de la misma manera, se magnifica
su confusión, su forma de ser horrible y prepotente, toda su malignidad se hace
exponencial, y es capaz de joderle la vida a millones de personas con sus
decisiones.
Por
eso me fastidiaba que se creyeran que podían con todo, que con dinero y poder
podían forzar a cualquiera a hacer cualquier cosa. En cierto sentido, tenían
razón. Y en otros, oh, cuan equivocados estaban.
Mi
forma de ser serena, incluso fría, desapegada del mundo, me permitía tomarme
estos tragos amargos con cautela. Sabía que reaccionar torpemente solo lo
conducía a uno a lugares de vulnerabilidad, dejándolo expuesto ante esta gente
peligrosa. Como en el ajedrez, mejor esperar, y como decía mi padre, si no
sabes que hacer, siempre es mejor enrocarse.
Sobre
la cama del camarote me habían dejado el traje de seguridad hermético, pues era
uno de los requerimientos protocolares para entrar al complejo de exposición al
virus.
Traté
de poner mis sentidos en calma, de leer la situación.
Sabía
que me estaba metiendo en un problema, pero debía ser precavido; en la
situación en la que me encontraba, mi jugada más inteligente era seguir con la
corriente y no negarme ni hacer un escándalo; dejaría que pensaran que habían
ganado, que yo había aceptado el traslado por voluntad propia. Como un ratón
que sabe que se mete en una trampa, me zambullí en esta misión con una
curiosidad suicida. Sabía que este encargo tenía algo de funesto, huele a
pescado podrido por todos lados. Pero, por un lado, no me dieron opción a
elegir o negarme, y segundo, porque la intriga puede más que el realismo
pesimista o la certeza de la oscuridad. O al menos es lo que a mí me pasa.
Desde niño, tenía una especie de imán por la sombre y el misterio, y sentía una
tentación constante por saber que pasaba al morir, incluso había planificado
intentar morir y tratar de mantenerme con la mayor conciencia posible, para ver
que había detrás del velo. Siempre fui así, no me asustaba lo desconocido, no
sentía miedo. Las ganas de jugar nunca se van, aunque se sepa que las reglas
del juego están trucadas. La casa siempre gana, y nadie sale vivo de aquí.
Pero
mi mente es mi propio reino, donde soy consciente de todo mi reinado, todo pasa
a través de mi lente, y al menos, en cierta medida, controlo eso.
En
todo caso, se me viene un lindo desafío por delante, y quiero evaluar mi propia
capacidad; quiero ver cómo me desenvuelvo en el infierno. Al fin y al cabo, soy
bueno en lo que hago, estudié largamente este caso, y tendré a disposición
todos los recursos que la ciencia puede conjurar, o al menos eso me
prometieron. El tema es que tengo la leve sensación de que esta vez eso no será
suficiente. Tal vez no esté de más volver a tener conversaciones de cerca con
la muerte, poner mis papeles en orden, decir mis adioses en paz. Creo que esta
vez mi curiosidad se encontrará con aquello que puede saciarla.
Era
mi primera vez en el continente, en la tierra que “no existía”. Era inevitable
estar un poco inquieto. No sabía exactamente con lo que me iba a encontrar. La
experiencia me dice la teoría es enteramente distinta a la práctica.
De
pronto, sonó mi puerta. Unos golpes metálicos agudos de un nudillo contra el
hierro. Consulté mi GPS-ID y vi que era el capitán del buque. Me levanté, con
mi traje anti polución a medio cerrar, y abrí.
Noté
en su rostro cierta sensación de sorpresa o rechazo. Debe ser mi semblante de
ultratumba. No soy un tipo alto o de aspecto fiero, pero hace tiempo que la
gente se abre paso cuando me ve venir. Me han dicho que mis ojos asustan por
ser abismos tan helados.
—Buenos
días Doctor Ignasevic. Es un honor tenerlo con nosotros. Aunque sea por unos
pocos minutos. Soy el capitán de este acorazado. Quería presentarme en persona
para disculparme por el incidente de la seguridad en su llegada.
Tenía
aspecto desalineado y cansado. Se notaba el estrés en sus ojos.
—No
hay de qué —respondí, algo contrariado. No quería hablar más de aquello. Me di
cuenta de pronto que estaba algo fastidiado y no quería demorarme con charlas
innecesarias.
—Verá,
estos días vienen siendo algo turbulentos, si usted me entiende. Mucha
confusión, mucho caos Post Grieta y la ansiedad por los días previos al Torneo.
Las ordenes desde arriba viajan para todos lados, algo contradictorias a veces.
Muchas veces tengo la sensación de que no damos abasto. Y los preparativos para
el Torneo de este año han sido de pesadilla.
—Entiendo.
No tiene por qué preocuparse.
—De
todas maneras, es un honor, y confiamos en usted. Yo personalmente vengo
estudiando su trabajo hace años, sobre todo sus disertaciones sobre el virus
negro. Realmente espero que pueda encontrar algún breakthrough, hace años que
la investigación está estancada. Igual, qué más da, todo el continente está
perdido. Del muro hacia dentro, al menos.
Yo
lo miraba perplejo. No era normal aquella manera de expresarse tan franca, y
menos para alguien de su rango. Debía estar recibiendo decenas de notificaciones.
—Es
difícil mantener la cordura —prosiguió, nerviosamente. —Después de las cosas
que hemos visto. Ya sabe, información clasificada como la que manejamos
nosotros, engaños, traslado de criaturas peligrosas. Operaciones de
encubrimiento. Joder, ¡negar la existencia de casi un continente entero! Es
como que para nosotros los militares y políticos de alto rango no existiera la
ley. Somos los que hacen las leyes, y las cambiamos según nos convenga.
—No
debería hablar así de nuestros dirigentes —dije, cortante, tratando de mirarlo
de manera tal que entendiese que estaba cavando su propia fosa. Pero el capitán
parecía estar fuera de sus cabales.
—Lo
siento, señor Ignasevic, ¡lo siento de veras! Me apena mucho hablarle así.
Quiero que entienda, necesito vacaciones. Tal vez definitivas. Necesito… —dijo
susurrándome, como si no quisiera que nadie lo escuchara, olvidando que todo lo
que veíamos y oíamos era transmitido a las computadoras centrales —Necesito
absolución.
Tenía
su rostro a escasos centímetros de mi oreja derecha. Me tomaba por los hombros.
Mantuve aquella posición el tiempo suficiente como para que se serenase, y
luego, con unas palmaditas sobre sus brazos, le indiqué que se separase.
—Todos
nos dirigimos hacia nuestra absolución. Inexorablemente. Pero cada uno a su
propio ritmo. Yo, por mi parte — dije —espero poder hacer aportes sustanciales
a la epidemia del continente muerto, y poder cumplir con la misión que se me
asignó: desarrollar un antídoto que inmunice el virus, en caso de que se necesite
reducir al Participante Dos.
—Si…
entiendo. Disculpe mi indiscreción Doctor. Le repito… ha sido un honor…
Y
habiendo dicho eso, se volteó torpemente y se perdió entre los corredores del
buque.
En
cuanto se hubo retirado, me volví hacia mi habitación y cerré la puerta. Me
senté en el discreto escritorio mientras me pasaba las manos sobre la frente y
el pelo, tratando de no perder la calma.
Aquella
conversación con el mismísimo capitán de un buque militar de máxima seguridad
era definitivamente perturbadora.
Me
llamó la atención, sin embargo, poder hablar con alguien con tanta naturalidad
sobre información clasificada.
Había
sido difícil, durante todos estos años como investigador, guardar el secreto de
todo lo que sabía, cuando hablaba con gente que no tenía los mismos permisos
que yo. La cantidad de mentiras que tuve que fingir había sido abrumadora, y
era angustiante hablar con otros y no poder decirles la verdad. Por eso me
resultaba extraño hablar con tanta naturalidad sobre estos temas descatalogados.
Mi
GPS-ID me marcaba el nivel de clearence de las otras personas, y todo el mundo
en el buque estaba marcado con permisos Nivel Cinco, incluso superiores al
personal militar con el que me codeaba regularmente en el centro de
investigaciones militares en Sudáfrica. Evidentemente aquel buque estaba en
conocimiento de algo más. “El barco de la muerte”, se me ocurrió de pronto.
Terminé
de vestirme, alisté mis cosas y esperé en silencio durante unos minutos.
Durante
ese tiempo, nadie me trajo nada para comer ni beber. Ni una cortesía. Tal vez
en el barco de la muerte los tripulantes no comían, o habían perdido el
apetito. Me había acostumbrado a que me trataran con deferencia como
investigador superestrella en el centro de estudios epidemiológicos, pero debía
recordar, estaba entrando en una zona altamente militarizada; esto ya no era la
universidad, el laboratorio. Esto era el mismísimo epicentro de la enfermedad,
esta era la pura verdad. Nada de cuentos, nada de cortesías. La peste y los
campos arrasados.
Luego
de unos minutos muertos en donde tuve la mente en blanco, volvieron a llamarme.
Cuatro
sujetos de aspecto duro e infeliz me rodearon y escoltaron hasta el
helicóptero.
En
cuanto hube puesto pie nuevamente en la cubierta, una tromba de viento y agua
me arreciaron, sumadas al estruendo del enorme helicóptero militar batiendo sus
aspas a todo motor.
Volví
a ver el furioso batir de las olas y el
oscuro escenario de las nubes pesadas, cargadas de un gris azulado, pero esta
vez sin tanta aprehensión; en cambio, miraba a la tormenta como si fuese un
viejo amigo, de esos que no hacen falta las palabras para saber cómo están.
Atravesé
la ventisca hasta el helicóptero. Los guardias me ayudaron a subir para que no
perdiera la estabilidad.
Me
tomé de las barandas, me senté en el asiento trasero, y me coloqué el cinturón
de seguridad y los arneses.
Estaba
solo. A mi nuevo equipo, lo conocería en el centro de operaciones. Tenía
entendido que el grupo anterior al mío había sido asesinado por una fuga de una
partida de espectros hacía no mucho.
Cuando
la puerta se hubo cerrado, uno de los guardias dio unas órdenes y se
dispersaron, permitiendo la partida de la aeronave.
El
despegue fue estruendoso, sobre todo mezclándose con la tormenta que azotaba,
mientras nos metíamos más y más entre las nubes y la lluvia.
Yo
miraba por la ventana mientras el vehículo se elevaba, y el buque se hacía cada
vez más pequeño, llenándome de una sensación de vacío, incluso nostalgia, acaso
una especie de nerviosismo, como el primer día de clases, pero en una escuela
en donde podías morir, una escuela a la que nadie quería ir, donde tus
compañeritos eran humanos carbonizados y viscosos de ojos podridos.
Mientras
el helicóptero se elevaba aun más, la imagen del barco era sobrecogedora, un
único punto gris en medio de un océano terrible, y nada más a nuestro
alrededor, con lúgubres nubes cubriendo todo el ancho del cielo hasta donde
alcanzaba la vista.
Tal
vez no fuese una imagen que nunca hubiese visto en mi vida, pero el estado de aprehensión en el que estaba me hacía
sentirme sobrecogido por este tipo de cuestiones.
El
conductor del helicóptero se volvió hacia mí: —Estamos a cien kilómetros del
continente, porque es la máxima distancia a la que se atreven a estacionar el
buque, por motivos de seguridad, por lo que tenemos aproximadamente treinta
minutos de viaje.
—Muchas
gracias — dije con voz queda. Bellas y esperanzadoras palabras.
La
vida nos lleva por derroteros extraños, como si nos pusiera a prueba, o como si
se burlase de nosotros.
Mi
historia era otra prueba de ello. No sé por qué me puse a recordar estas cosas
en medio del vuelo.
Mi
familia fue inmigrante de aquella nación, donde los trataron como perros, donde
en el momento de la enfermedad se tuvieron que volver a la tierra de nuestros
antepasados, la “madre Rusia”, que tampoco estaba tan maternal en aquellos años
de terrorismo y espionaje. Ahora, después de tantos siglos, generaciones,
familias, el hijo más pequeño de los Ignasevic volvía para redimirse a la
tierra de los sueños… o de las pesadillas.
Todas
esas imágenes se me vinieron a la mente sin que pudiera evitarlo. ¿Solo vuelvo
a esta tierra para morir? ¿Cuál es el sentido de esta extraña vuelta del
destino?
No
debería pensar mucho más en esto. Quién sabe si no es ésta una historia de
redención.
Volvía
a estar en el aire. Mi viaje hasta aquí fue extraño. Recordé el intenso momento
de pasar por arriba del continente Titánica, pero sin ver mucho afuera. Algunas
tierras desaparecen, otras emergen. Al ser yo especialista en todos los
fenómenos surgidos de La Grieta, realmente esperaba poder ver el primer nuevo
continente emergido desde las profundidades, a pocos quilómetros de Reino
Unido. Pero no hubo tiempo, y la nave tuvo que moverse con total secretismo.
Como
para poner mi mente ocupada en algo, traté de ordenar los hechos que recordaba
sobre el desastre.
Según
los libros de historia clasificados del nivel de Clearence Bronce que había
leído como parte de mi entrenamiento, el primer brote había sido a finales del
año 2104.
Los
hechos que allí se relataban eran muy distintos a lo que se comentaba en las
publicaciones populares, pero en el inicio de los manuales se aclaraba
específicamente que estábamos accediendo a información privilegiada, y que
revelarla implicaba la pena capital.
Después
del primer brote, cuyo origen aun hoy está envuelto en misterio, el virus se
empezó a propagar con rapidez brutal.
El
gobierno local, imprudentemente, trató de tapar a toda costa la gravedad de la
epidemia, buscando manejarlo internamente. Se intervinieron teléfonos
celulares, los dispositivos personales más populares en aquel entonces, se
bloquearon accesos a la red, entradas y salidas de gente y de información. Un
caso más de negligencia de las autoridades gubernamentales en pos de alguna ventaja
estratégica o de opinión pública.
Lo
cierto es que, a pesar de todas aquellas tareas de encubrimiento, el desastre
era mayor de lo que todo el mundo suponía, y las soluciones que en un principio
se prometieron tan confiadamente no estaban siendo efectivas, al tiempo que la
plaga crecía y crecía. Llegó un punto en que era imposible seguir tapando aquel
desastre.
Los
países limítrofes, al enterarse, cerraron todo tipo de fronteras, montaron
vigilancia aérea, y construyeron muros para evitar la propagación del virus. En
principio, lo único que se sabía era que el contagio se producía cuando uno de
los individuos infectados hacía contacto con el torrente sanguíneo de una
persona sin contagiar, es decir, cuando un infectado hería a otro, pero solo se
ponía en actividad cuando las personas fallecían.
Se
comenzó una operación de inteligencia para lidiar con la opinión pública de la
manera más conveniente. Cada estado decía que era un caso que solo estaba
ocurriendo en aquel departamento, y que el resto del país estaba bien. Decían
eso para ganar tiempo mientras trataban de solucionarlo, pero antes de que se
dieran cuenta, el 50% de cada estado ya estaba contaminado.
Limitados
por el bloqueo que le habían hecho las otras naciones, el país que incubaba el
virus no tuvo más remedio que tratar de solucionarlo internamente. A nivel
físico y militar, se rodeó toda la frontera, a la vez que se cerraron todos los
aeropuertos. De esa manera, el virus quedó solo puertas adentro, mientras el
gobierno hacía todo lo posible por detectar un antídoto antes de que fuera
demasiado tarde.
El
resto de los países limítrofes ya había cerrado las fronteras incluso antes de
que el país que incubaba el virus iniciara el aislamiento, haciendo los muros
más altos, más inexpugnables, sumando a ello fosas alrededor de las fronteras.
Al
poco tiempo, alrededor del año 2110, diversos estudios a través de satélites
determinaron que la población total del país en cuestión había quedado
contaminada, y no se podía distinguir por vía satelital si quedaban
sobrevivientes. Si los había, estaban escondidos, fuera de la vista.
La
infraestructura del país comenzó un deterioro notable, irreversible, en la
medida que no parecía quedar capacidad productiva capaz de luchar contra el
virus.
El
resto de los países se juntó en reuniones secretas para decidir cómo lidiar con
aquel desastre. Para que no cundiera el pánico a nivel global, optaron por la
opción de decir que en aquel país se había instaurado una violenta dictadura,
que tiranizaba a la gente, y que no permitía el ingreso ni egreso de personas.
Mediante una serie de noticias falsas y videos montados en estudios de
grabación, comenzaron una delicada maniobra ejecutada con precisión
milimétrica, para borrar progresivamente del mapa a aquel país, y de desterrarlo
también del imaginario de la gente. A la noticia del dictador inventado, le
sumaron la técnica de una operación propagandística publicando un ataque
nuclear con serie de bombas nucleares y químicas que volvieron al país
inhabitable, todo esto en medio de una violenta guerra civil.
Todo
el mundo veía las imágenes en los distintos portales con horror y
estremecimiento. Ni se les ocurría dudar de ellas. Pero ninguno había estado
allí como para constatarlo. ¿Para qué entregarse a la duda? Mejor era creer aquella
tragedia, y esperar que nada malo sucediese en el país donde ellos vivían.
¿Qué
era de la vida de los verdaderos damnificados? Nadie lo sabía. Probablemente
estuviesen todos muertos, infectados, esperando una cura que nunca llegó.
La
primer generación vivió con horror aquellos años. La segunda ya no lo recordaba
tanto, los nuevos conflictos que se habían generado con la exclusiva finalidad
de poner la atención de la plebe en otros puntos se había encargado de ello, en
suma con un completo silencio por parte de los medios de comunicación, que
evitaban cualquier tipo de mención o información detallada sobre el destino de
aquella nación. La generación que vino después ya directamente no tenía
registro de que hubiera un país allí.
En
el mientras tanto, todos los recursos militares se dedicaron a salvaguardar al
resto de la población mundial, empezando por los países limítrofes, y así
evitar que aquel virus se propagara, principalmente asegurando el tránsito
aéreo.
Para
después dejaron el estudio científico de aquel virus, pues el acceso al
continente todavía era riesgoso.
Las
respuestas les resultaron esquivas desde aquel lejano año 2200 hasta hoy. Nadie
sabe qué les pasa a estos humanos, nadie sabe porque no mueren, porqué se
mantienen para siempre en ese estado de putrefacción, ni qué tipo de energía
los mueve a seguir deambulando.
Yo
me había especializado en la extraña mutación que sufrían los hombres y mujeres
afectados con el virus, aunque nunca había estudiado un caso en persona. Me
bastaba con las imágenes vistas en los videos para sentir asco y pena por
aquellos humanos que sufrían tal degeneración.
La
transformación era horrorosa: los sujetos no perdían la inteligencia, aunque sí
algo de fuerza. Sus músculos y funciones biológicas se deforman, incluso la
visión, pero su vitalidad se veía alimentada por una fuerza difícil de
precisar. Había algo profundamente inquietante en aquella metamorfosis, algo
que era esquivo a la ciencia, a los estudios, al conocimiento detentado por la
humanidad.
Me
preguntaba a veces como hacía para convivir con lo que sabía, para seguir día a
día en aquel contexto de caos, de mentira, de opresión y sufrimiento. Lo cierto
es que en el mundo hay belleza. Es parte del escenario. Parte de combo. Aun a
mi edad, e incluso siendo yo un hombre de ciencia, me maravilla el hecho de
estar vivo. Hay algo muy mágico en esto. Mágico y macabro. La curiosidad aun
hoy me deslumbra, me desvela. Me hace sobreponer al horror. Quiero saber.
Quiero entender. Tal vez esa sea parte esencial de la maldición, de nuestra
condición como humanos. No querer soltar el hilo de Ariadna.
El
tiempo pasa y uno se va acostumbrando al laberinto. Tal vez uno se resigna a no
salir, pero eso no quiere decir que deje de buscar pistas y esbozar estrategias
y teorías de escape. La curiosidad siempre está, nunca se detiene, no se puede
desactivar como un switch. La voluntad de seguir jugando el juego es tremenda,
indómita, no tiene una lógica racional.
Mi
mente se mantuvo en una suerte de niebla, mientras atravesaba aquel mar de
nubes cargadas, en soledad. Acertijos en la oscuridad, muchas preguntas sin
respuesta. ¿Cuál era el verdadero origen de toda esta desgracia? ¿Podría dar yo
con la llave de aquel baúl de secretos, con todas las adversidades en mi
contra?
Entre
tanto deambular y rememorar, de pronto noté que el helicóptero iniciaba un
descenso, y una serie de tierras aparecían en el lejano horizonte.
La
base militar ya podía verse, situada en el borde del mar. Me asomé a la ventana para mirar. Ya se divisaba el continente:
La tierra negra.
A
un costado, hacia el norte, se veía una figura enorme, algo inclinada, de una
mujer con una toga, una corona y una antorcha en su mano. La estatua estaba
totalmente oscura, como corroída.
Todo
el panorama estaba en tinieblas, tanto el mar como la tierra, al punto de que
no se distinguían.
Un
escalofrío me recorrió el cuerpo ante aquella imagen. Me había preparado para
el horror, pero aun así no pude evitar estremecerme al ver la real dimensión de
aquella tragedia.
Por
fortuna para mis asqueados ojos, el helicóptero hizo una maniobra de descenso
veloz, aterrizando en el helipuerto de la base militar New Hope.
Aquella
edificación era similar a un bastión de tormentas, aguantando en un costado de
la costa frente a un mar negro, que azotaba desde los dos frentes: el bramar de
las holas de un lado, y la insondable enfermedad del otro.
Era
una estructura amplia, aunque no muy alta. Era más bien ancha, como un
rascacielos acostado, en forma hexagonal, para poder explorar distintos frentes.
Cuando
el helicóptero aterrizó en la terraza, pude divisar una discreta partida que
nos aguardaba para recibirnos. Al hacer pie en la superficie, una inmensa e
inconfundible sensación de predestinación me abrasó el pecho, atontándome. Vino
hacia mí el comandante en jefe a cargo de toda la operación. Él sería la única
persona que estaría en un rango superior al mío en todo el destacamento.
Lo
saludé de forma queda, aun paralizado por ese advenimiento funesto que me había
inmovilizado, y de pronto una curiosidad irresistible se apoderó de mí.
Rompiendo
todo protocolo y formalidad, me dirigí hacia el borde occidental de la
barandilla para observar. Lo que vi me aterrorizó pero creo que de alguna
manera necesitaba verlo con desesperación lo antes posible: el mar de gente con
la piel renegrida, pútrida, con un tono incluso verdoso y violáceo, agolpándose
monstruosamente contra la pared de la base militar.
La
visión me generó instantáneamente nauseas, y la sensación involuntaria de
volverme atrás, de retroceder. Por más que los había estudiado toda mi vida,
estar frente a ellos cara a cara, verlos amontonados, moviéndose torpemente
como se movería una repugnante araña de patas largas y gruesas, me generó una
sensación indescriptible, como de apocalipsis, de absolución, de furia divina.
Nunca imaginé algo así.
—Así
que es cierto... esto... ¿es Estados Unidos? —pregunté.
—Si
— me confirmó el comandante que me escoltaba.
—Todo...
¿todo contaminado? ¿Todo corrompido?
—Todo. Desde Washington hasta San Francisco.
Desde Texas hasta Minnesota. Todo cercado con el gran muro. Nada entra. Nada
sale. Excepto nosotros.
Me
quedé sin palabras durante un tiempo.
Hay
cosas más grandes que el humano, que la ciencia ignora. Lo supe entonces.
Me
sentí absolutamente conmovido por esta visión, por las cosas que pasan en éste
mundo.
El
respeto por lo desconocido. El tamaño minúsculo del hombre.
Más
que nada, porque la visión de que éste infierno es real y está sucediendo ahora
mismo en ésta tierra es la confirmación cabal de que existen cosas fuera de
nuestra comprensión, y que esas cosas se encuentran y participan en el mismo
laberinto que nosotros, abriéndose paso.
Es
un juego de supervivencia, en el que hay que ser impecable para subsistir.
Aunque, ¿se puede sobrevivir? ¿O el objetivo es “vivir el mayor tiempo posible,
de la mejor manera posible”? ¿Cuál es la perspectiva para el humano?
No
soy nada. Qué más da, vivir, morir, salvar al mundo. Eso es cosa de cuentos
infantiles. Nadie salva a nadie.
Soy
solo otro personaje más en el laberinto… ¿o soy otro muro? ¿Soy acaso uno de
los tantos muros que conforman el entramado, muros móviles, de sangre y carne,
imposibles de mapear?
Puede
ser. Ya lo dije antes, no hay salida en este juego. Si la hay, yo no la he
encontrado… Aun.
Capítulo IV. Una nave se pierde por el cielo
Capítulo IV. Una nave se pierde por el cielo
Ideas.
Sensaciones en el cuerpo
difíciles de describir. Casi como un mareo. La vista esta nublada, por momentos
toda la imagen parecía torcerse, o tal vez fuera que la señora se tambaleaba.
Contenía las lágrimas,
pero no eran de tristeza o miedo. Posiblemente fuesen de emoción, o conmoción.
Entre las construcciones
se alcanzaba a divisar aun la aeronave de los árabes que partían hacia la
guerra.
La
señora se había quedado sola en aquella habitación derruida. Se quedó mirando
con cierta melancolía como la nave se perdía entre los edificios.
El
vehículo atravesó una cortina humo, y luego viró hacia un recodo entre la
cordillera de rascacielos, y ya no volvió a verlo.
Su
vista se demoró en el interminable mar de edificaciones apagadas, la mayoría
derrumbadas. Tramas geométricas armando trípticos en todas direcciones, pero ya
no tenían uno orden matemático como en otros tiempos. Ahora el caos se había
vestido de decorador. Las líneas y las texturas coherentes eran interrumpidas
bruscamente por la violencia y la potencia de las voluntades fuera de control.
Y la luz del sol dándole a todo un tono brillante, con contrastes.
Sintió
una especie de escalofrío.
Aquello
se había vuelto un laberinto gigante.
Era
la primera vez que se percataba.
Un
laberinto que ya no tenía ningún tipo de lógica. Un laberinto del que había que
escapar. Un laberinto gobernado por un minotauro sádico, un emperador del mal,
un laberinto lleno de criaturas oscuras esperando en cada recodo para devorar,
para contagiar.
Un
laberinto lleno de cadáveres.
Se
quedó pensando en lo que le dijo Rabah antes de irse. ¿Una guerra había
comenzado?
No
lo sentía así.
Era
cierto, el mundo se había transformado de un día para el otro. Y ahora nuevos
actores habían entrado en juego. Pero no entendía los motivos.
Pero
tal vez así fuesen las guerras. Tal vez no todas viniesen con un gran titular
en los boletines informativos que dijese con letras gruesas bien negras “ES
OFICIAL: ESTAMOS EN GUERRA”.
Pensó
en Gorka. En su agonía. En sus súplicas. De su orina chorreando por su pierna antes
de que le disparasen, estancándose en sus zapatos. En el charco de sangre que
había quedado desparramado en el piso, en la sangre que tenía ella salpicada en
la ropa.
Unas
horas antes había imaginado una situación similar. Un gobernante corrupto
enfrentando el juicio por las acciones cometidas en contra de la patria. La
había imaginado como algo que no llegaría a ver jamás, como algo de una
naturaleza casi de ficción. Y ahora tenía la sangre de uno de los funcionarios
salpicada en el cuerpo, encharcada en el piso. Hasta había tenido en sus manos
la chance de jalar el gatillo, de ser ella misma la que ejecute la sentencia.
No
estaba segura de saber si se arrepentía o no. No estaba segura de nada. Era muy
extraño aun, muy reciente.
Se
sintió desesperar. La confusión era tan extensa que su cerebro no sabía por
dónde empezar.
Le
temblaba un parpado. Estaba haciendo un esfuerzo muy grande por dominar el
manojo de nervios que se le iban de las manos. ¿Realmente había empezado una
guerra? ¿Entre quiénes? ¿Entre naciones? ¿Entre clases? ¿O incluso entre
especies?
Les
habían enseñado a integrar a todas las nacionalidades dentro de un gran estado.
Fuesen descendientes de sudamericanos, de estados europeos o históricas
generaciones de Alemanes, fuesen de primera o de tercera clase, siempre les
habían dicho que todos formaban parte del Gran Imperio Alemán.
Pensó
en su familia, en sus conocidos, agazapados en los suburbios, sobreviviendo a
duras penas. Pensó en los cientos de conocidos que montaban guardia en el
refugio improvisado allá en Los Bajos, donde los tercera clase habían
demostrado la mayor resistencia y capacidad de sobrevivir en aquel escenario
hostil.
Pensó
en todo el caos que se había generado, solo para derrocar a un gobernante.
Todas las muertes. Todas las vidas arruinadas.
—Malditos
buitres. Son unos hijos de puta. ¡HIJOS DE PUTA! —Gritó a todo pulmón, con la
garganta quebrada. Su insulto resonó entre los escombros y las ruinas de los
edificios, haciendo eco en aquel valle desolado, como si alguien más le
respondiese.
Que
me escuchen, pensó, replicando al viejo temor de decir cosas inapropiadas y recibir
una notificación con un llamado a revisión o con una resta de puntos. ¿Quién la
iba a juzgar en una ciudad vacía? ¿Quién le iba a quitar más puntos? Ya no
tenía más nada. No podía estar peor de lo que estaba.
Acaso
la guerra era entre quienes abusaban del poder y quienes apostaban por la vida
como algo simple. Entre quienes tiranizaban y los que luchaban por sobrevivir.
Entre quienes mandaban y quienes se dejaban conducir.
El
caos había dejado todo demasiado expuesto. Las máscaras se habían caído, el
escenario se había descascarado, mostrando todo el montaje que había tras
bastidores. Los hilos del titiritero colgaban enredados. La docilidad luchaba
por mantenerse y le buscaba sentido a aquella triste imagen, como si pidiese
darle tiempo al embaucador para que reestablezca la imagen y pueda seguir el
show.
El
show.
En
el fondo, una parte quiere que el show se reestablezca. Quiere volver a la zona
de confort que es recostarse y dejar que alquilen más lo entretenga.
Todo
es entretenimiento. ¿Qué pasa cuando se acaba el espectáculo? ¿Qué pasa cuando
no hay más nada para ver? ¿Cuándo nos vemos obligados a vernos las manos, a
mirarnos a la cara? ¿A mirar a los ojos a quien tenemos al lado?
En
el interior de la señora de la limpieza, en medio de la conmoción, surgían
preguntas que hace tiempo estaban dormidas. Surgían deseos que habían quedado aletargados
por mucho tiempo, entre los incesantes estímulos. Era como si llevase en la
piel una canción silenciada, que constantemente pedía ser escuchada, pero nunca
había llegado al nivel de quietud suficiente como para sentirla. Aun sus sueños
estaban abarrotados por los estímulos que los distintos softwares del imperio
alimentaban, según su análisis de los comportamientos y la conducta esperada.
Era
triste. Hasta sus sueños habían perdido ese espacio de libertad y creación
pura. Ya casi no conservaba nada de algo que pudiese llamarse personal.
Su
sangre latía. Su sangre gritaba. El río marrón, inmemorial, pensó la señora. No
supo bien porque esa palabra apareció en su mente. Inmemorial.
Río
marrón, volvió a pensar. Recórreme cause abajo, se dijo espontáneamente. No
sabía que le estaba pasando. Río viejo, eres mi espejo, se dijo nuevamente,
incapaz de parar aquel impulso que dibujaba palabras en su interior. Río
marrón, lleva en un pez esta canción, que alguien me espera, de cara a las
estrellas, cause arriba. ¿Quién dictaba esas palabras? ¿Quién las había dicho?
¿En dónde? ¿En qué época?
Se
encontraba en una suerte de estado de gracia en donde su sangre se despertaba,
se revitalizaba, la recorría como un laberinto rojo en su interior, y cobraba
cada vez más presencia, más entidad, en cada recodo resonaba con más fuerza,
haciéndose claro en su mente.
¿Era
posible que su sangre trajese consigo historias pasadas? ¿Pulsiones?
¿Dictámenes de lo que tenía que hacer? Parecía absurdo, pero dentro de sí
despertaban sin parar una serie de secuencias sin nombre, pero las sentía tan
ridículamente presentes, como si cientos de personas estuviesen paradas
alrededor suyo, abrazándola en silencio.
Sentía
esa sangre hervir, como en el vórtice de una revelación, de un despertar, del
inicio de una serie de acciones irreversibles, pero al mismo tiempo,
inevitables.
Un
pincel enorme se remojó en su torrente y comenzó a pintar letras rojas. Las
palabras se mostraron claramente distinguibles, como consignas.
¿Sería
eso lo que sentía en el pecho? ¿Sería eso lo que hacía que sus manos temblasen?
¿La guerra que le estallaba en la cara?
Esto
es el fin, pensó la señora de la limpieza, salpicada de la sangre de su jefe,
en el vértice del abismo de una ciudad colapsada.
Esto
es el fin. O el fin de una era. Pero es de MI era. De MI tiempo. No voy a vivir
otro tiempo, siguió pensando la señora. Esta es la única era que voy a vivir.
No puedo seguir pensando en el pasado, o en tiempos mejores que vendrán. Las
batallas del pasado ya se pelearon, y decantaron en el mundo que tenemos hoy.
Las del futuro serán peleadas por otras generaciones. Este aire de guerra es lo
único que tengo y que voy a tener.
En
todo caso, todo aquello más bien parecía el “comienzo del fin”. Recordó lo que
pensaba al principio. Las palabras del abuelo de Argentina. Recuerdos de
inmigrantes. Recuerdos de otras guerras. ¿Quién recordaría los de ella?
Nadie,
y menos si se quedaba allí sin hacer nada.
Todo
había cambiado.
¿O
acaso había sido siempre así, y ahora mostraba su verdadera forma?
Sintió
bronca por la injusticia que obraba en el mundo. Ella era parte de esa
injusticia, pero sin embargo, ella la perpetraba.
Era
algo injusto exponerlo así. Pero era cierto. Ella era parte del problema. No
era solamente un síntoma. Era uno de los tantos engranajes que permitía que
aquella trama siguiese con su marcha de la explotación.
La
injusticia se había hecho cuerpo en su propia vida. Ella la había llevado
adelante. No por malicia, sino por el hábito, pero el peso de la estructura
cayendo sobre su vida, sobre su infancia indefensa. El mundo que la había
recibido había sido así, para ella había sido siempre así y no tenía motivos
para pensar que podía ser diferente.
Nació
en medio de una familia de inmigrantes de tercera clase en la gran ciudad de
Berlín. Desde pequeña fue mamando las distintas formas de injusticia como algo
normal, naturalizado. Había gente de primera, que podía respirar sin máscaras,
gente de segunda, que habitaba en las mejores zonas, y gente de tercera, que
luchaba siempre por mantener su frágil posición, y que soñaba con, tal vez,
algún día, subir de categoría y darle una mejor vida a sus hijos, lejos de las
máscaras, de Los Bajos, de los suburbios, lejos del beso del ángel de la muerte
que se llevaba a todos siempre demasiado pronto.
Toda
mi vida trabajando para otros, se dijo. Toda mi vida fue una ilusión. Todo fue
una fantasía. El colapso del torneo era acaso la prueba más clara de eso. La
manipulación sádica que habían hecho de la gente había sido descarada,
inhumana. Los habían tratado como ganado, alimentándolos para un show absurdo,
engordándolos de ansiedad y estrés con una gran carnada de sinsentido, de
explosiones, de tiros, persecuciones, espectacularidad desprovista de toda
intención, un show por el show en sí mismo, un entretenimiento burdo.
Podía
pensar. Dios mío, ¡podía pensar! ¡Podía pensar y decir lo que quisiera con
total libertad!
Se
descubrió pensando con un nivel de autonomía desconocido hasta el momento.
Cada
pensamiento libre traía uno nuevo. Se encadenaban, ¡se potenciaban!
La
emoción y el vértigo se mezclaban con un nivel
igualmente exuberante de la más absoluta rabia.
Los
habían usado. Los habían engañado. Toda su vida consumiendo lo que le daban de
comer sin preguntarse porqué. Nunca había tenido motivos para cuestionar el
sistema. Todo era injusto, sí, pero era así, las cosas siempre habían sido así,
y tan mal no estaban, eso era lo que siempre decían.
NO.
Ahora lo recordaba. Eso era lo que las máquinas decían. Lo que las
recomendaciones les daban como devolución de las confesiones diarias que hacían
vía video.
Si
nunca habían buscado un cambio, era porque la pereza y el derrotismo los habían
dominado. El acostumbramiento es la muerte. La comodidad es la muerte. Se
habían acomodado a aquella vida adulterada, cómoda, plena de entretenimientos.
Les daban las tareas, ellos las hacían, les daban una mísera recompensa que
servía para subsistir hasta la próxima evaluación, y luego el ciclo se
reproducía.
No
estaba tan mal. El sistema y la gran ciudad llena de estímulos y servicios les
daba todo para que no necesitaran nada, para que no hicieran preguntas. No
tenían motivos porque quejarse.
Pero
ahora sí tenían motivos para buscar un cambio. Ahora el caos había dominado la
ciudad, y les reptaba como gusanos negros sobre las plantas de los pies. Ahora
las máscaras se habían caído, y la injusticia era tan burda que ya no se podía
tolerar.
Nada
era permanente. Cada uno hace su propia historia. Y más en este momento, en
donde la tierra está caliente, la sangre hierve, inunda el suelo, las armas
queman pero es el momento de tomarlas.
Pensar,
se dijo. Es el momento de pensar. De tener un pensamiento autónomo. De elaborar
por primera vez evaluaciones propias sobre lo que debe hacerse y cómo, y luchar
por ellas, debatirlas hasta que se conviertan en una bandera más para el bien
común.
Suspiró
un segundo. Tenía en la boca del estómago ese vértigo, y esa satisfacción característica
de quien siente que ha elaborado e incorporado una idea importante, una lección
vital que costó elaborar pero que ya está sólida, ya está incorporada.
En
ese momento, se dio cuenta de que seguía barriendo.
En
medio de aquel caos en su cabeza, en medio de tantas reflexiones, de tantas
revelaciones, ella seguía barriendo.
Era increíble. El hábito la estaba consumiendo. El hábito la había convertido
en un robot que repetía todo sin pensar.
En
un primer momento, pensó en que era su deber. Pensó que alguien la regañaría.
Le haría perder los puntos.
Y
luego pensó: ¿Quién la regañaría?
Volvió
a pensar en Gorka. En su cabeza partida como una bola de cristal. En su cuerpo
despatarrado en una posición torpe. En la mancha de sangre que había en el
despacho.
Ya
no tenía sentido.
El
tiempo había llegado. La guerra le estallaba alrededor. No podía seguir
ignorando todo. No podía seguir atrapada en la sumisión. Era el momento de
actuar.
La
lucidez la inundaba. Su mano se abrió alrededor del mango de la escoba. La miró
caer hacia el costado, como el click final que terminaba de detonar toda su
estructura mental.
La
escoba caía en cámara lenta mientras ella saboreaba el aire fresco de la
libertad, junto con la tensión de la guerra, las pesadas botas de quien es
ahora responsable de sus propias decisiones.
La
escoba hizo un pequeño ruido al golpear el suelo. Claro y agudo, resonó en el
silencio de aquella oficina vacía.
Pero
la señora ya no limpiaba. Ya no estaba allí. Estaba indefinida, en plena
gestación. Abría y cerraba sus manos, como reconociéndose, comprobando que
tenía en sus manos el poder de cambiar las cosas.
Dio
una última mirada al cielo, por donde hacía unos instantes una nave se había
perdido por el cielo. Sacó su arma del cinturón, se volteó y se perdió por la
puerta derribada hacia el laberinto de corredores oscuros de aquella ciudad
muerta.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)