Celda Dos: Zombie
Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
19:59 P.M.
1:01 Horas para el inicio
—Celda Uno, Clear. —dijo Schwartz.
—Recibido. Control de la Celda Dos en
progreso.
Nuestros
propios pasos resonaban en un largo pasillo. El silencio era aterrador. Aun
para profesionales con las mejores armas que el imperio podía conseguir. A
medida que avanzábamos, la luz y el sonido comenzaban a enturbiarse, como si un
agujero negro succionase la materia, estrujándola.
Flexionaba
los dedos de la mano en torno a la empuñadura de mi arma para no sentirme tan
paralizado, buscando una seguridad y confianza que no tenía.
Hubiese
dado un brazo por no tener que volver a acercarme a la Celda Dos. Pero como
Jefe de División tenía que demostrar fortaleza, sobre todo en estos momentos.
—Mostrémosle
a este desgraciado quien manda. Hagámoslo rápido, y que lo destrocen en el
campo de batalla como el engendro que es.
—Señor,
si señor —Respondieron al unísono sus
cinco soldados.
Puerta
tras puerta, las barreras se abrían y cerraban, acercándonos más y más a la
celda… aunque la sensación era como si una espiral nos absorbiera. El desamparo
me inundaba sin que pudiera controlarlo.
Llegamos
a la zona de máxima seguridad que rodeaba a la Celda Dos. Los encargados del
monitoreo y control general estaban pálidos, con expresiones de ultratumba en
el rostro. No se oía ni un ruido, ni siquiera una respiración leve. Quise
preguntarles que les sucedía, pero las palabras no lograron atravesar mi
garganta. No era un nudo; era más bien un vacío. Un espanto.
En
el fondo de la celda, que se conectaba
directamente con la superficie del Domo, reinaba un silencio oscuro. La negrura
era tan densa que el sonido no penetraba a través de ella, como si una pluma
intentara atravesar un pozo de barro.
Una
imagen sublime y desoladora se presentó ante nosotros. Como esos sueños en los
que te sientes un niño solo y asustado, rodeado de sombras, una sensación de
desconsuelo atravesó nuestros cuerpos. Ante ese tipo de sensaciones, hasta las
mejores armaduras eran obsoletas; no te protegían del terror. En el centro de
la estancia, un ser, así es como lo llamaré, aguardaba recto, quieto, en
silencio. Su altura rondaba los dos metros y medio. Las luces rojas de
seguridad que estaban ubicadas en lo alto de la celda iluminaban apenas los
bordes de su armadura: unas finas líneas rojas le iban recorriendo la silueta, armando
una trama cruel, llena de pinches y picos.
El
yelmo se componía de dos fauces demoníacas y rabiosas cerrándose sobre el
rostro, arremolinándose en espiral hacia delante. En las hombreras, dos
escabrosos pulpos con brazos cruentos parecían surgir de un mar revuelto. El
resto de las partes de su traje tenía extrañas inscripciones en un idioma desconocido.
La
armadura estaba cubierta por un barro pútrido, o acaso una inmundicia etérea.
Un espadón grueso y grotesco, del mismo tamaño del espectro, se erguía a su
costado. Por el tamaño del ser, realmente dudaba que pudiera levantarlo. Era
pesado, rústico, y hasta parecía desafilado, pero no me gustaría averiguarlo.
Una
esencia negra, emanada desde el cuerpo muerto, se apoderaba del aire y lo
corrompía, se expandía como un cáncer por toda la materia; un corazón oscuro y
podrido que con cada latido exhalaba destrucción entre los resquicios del
recinto.
Frente
a la puerta, una respiración pesada, cargada de un odio demoniaco, aguardaba,
como aguardaría la muerte en el fragor de una guerra a punto de desatarse.
¿Han
escuchado alguna vez un grito invertido? Esa es la sensación que sentí al
acercarme a la celda.
A
pocos metros del espectro, también con un fulgor rojo infernal, se hallaba el
colmo del horror. Un unicornio acorazado y preparado para la guerra aguardaba
en silencio, expectante. Era un ser torturado, de carne negra y viscosa, igual
que su amo. Picaba contra el suelo las puntas de sus sangrientos cascos,
nervioso. Una baba rabiosa mezclada con sangre y pus brotaba de su boca.
Cuando
los ojos se acostumbraban a la penumbra, nuevos relieves aparecían a los
costados. La estancia estaba llena de seres agonizantes, pero estaban todos callados,
aterrorizados, atormentados por la idea del dolor que vendría si por alguna
razón hacían enojar a su amo.
Había
exigido traer consigo una compañía infernal. Tenían forma de humanos, y tal vez
lo habían sido, mucho tiempo atrás; ahora estaban más cerca de ser arañas
negras de cuatro patas, abominables criaturas malditas que no podían morir.
Se
apartaban de su inquisidor como el aceite del agua, manteniéndose en los bordes
de la celda, tratando de fundirse contra las paredes, ante la imposibilidad de desaparecer
o suicidarse.
Si
tenían ojos, no veían; avanzaban a tientas en la oscuridad, y no resistían la
luz.
Era
difícil saber si la seguridad de la celda era suficiente para contener a ese
ser perverso. Envestido en su armadura, caminaba lentamente de un lado a otro
de la celda, impaciente.
—Kogan,
dale una última inspección a la doble barrera de vidrio y a la presurización.
Si los controles se mantienen óptimos, dale el OK al equipo de la Celda Tres —dije
a mi segundo.
Había
un misterio, entre los guardias, acerca del origen de esta criatura. Se decía
que uno de los productores lo había encontrado en una tierra marchita, al Oeste
del Nuevo-Continente-1, en un país llamado Estados Unidos. Se decía que nadie,
salvo el mismo productor, había vuelto vivo de aquella expedición. Nunca habíamos
escuchado ningún país con ese nombre. Por lo que sabía todo el mundo, al Oeste
del Nuevo Continente no había más que agua. Kilómetros y kilómetros de agua, en
donde se conectaban el Océano Atlántico con el Pacífico, hasta llegar a Japón.
No
sé si fue morbo. No sé si fue masoquismo. Un impulso suicida parecido al valor
me sofocó. Una especie de necesidad de que la vida prevaleciera. No puedo
explicarlo bien. Me acerqué a la ventanilla de la celda para darle un último
vistazo al señor de los muertos.
Me
quité el visor de mi casco para tratar de ver mejor. Ante la falta de
movimiento, golpeé ligeramente el vidrio con la punta de mi arma, como un niño
al que llevan al zoológico pero encuentra al león dormido.
De
la nada, una serie de tentáculos negros empezaron a colarse por las rendijas de
las barreras de seguridad. Lo que eran finas hebras al atravesar las ranuras,
se convirtieron en gruesos tentáculos, viscosos, fríos, muertos. Reptaban hacia
mí como cuerdas del diablo, trepando por el aire. Era imposible; nada podía
salir de aquella celda, pero allí estaban, arrastrándose hacia mí. El terror, o
acaso el asco, me paralizaron.
De
pronto sentí un firme agarre en el tobillo, y antes de que me diera cuenta
estaba dado vuelta, patas para arriba, a merced de ese pulpo de ultratumba.
Otros brazos, incontables, comenzaron a asfixiarme, a tensarse sobre mi cuello.
Oí algunos gritos, algunos disparos, y luego un tentáculo se posó sobre mis
ojos, y la negrura me envolvió.
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