Capítulo IX. Matt tiene fiebre
Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
16:01 P.M.
4:59 Horas para el inicio
Un grupo de personas rodeaba a un cuerpo
inerte. El ser postrado estaba bañado en sudor, con el rostro pálido y una
expresión funesta. La vida le abandonaba.
Estaban en una sala amplia, sin ventanas.
Había varios sillones modernos y una mesa con vasos, bebidas y aperitivos. De
fondo, en una gran pantalla, la transmisión del Torneo sonaba a todo volumen.
El presentador estaba por salir al estadio para el cierre oficial de la previa.
El enfermo había perdido el conocimiento hace
unas horas, presa de un temblor nervioso por la ansiedad de la Gran Final, y
desde entonces no había vuelto en sí. Las personas que le rodeaban trataban de
asistirlo, obligándole a ingerir pastillas, jugos, frotándole ungüentos,
abanicándolo con sofisticados artefactos, prendiendo velas aromatizantes y
curativas a su alrededor, pero nada parecía revivirlo.
Uno de los comensales tuvo la genial idea de
hacerlo reír. Decía que lo había visto en una película. Intentó una serie de absurdas
morisquetas que terminaron con el sujeto perdiendo el equilibrio y cayendo encima
del enfermo, que seguía en un estado catatónico.
Una respiración agitada y entrecortada era la
única expresión de vida que se le apreciaba, aparte de unos ligeros e
imperceptibles temblores, producto de la fiebre.
Los presentes se miraban con preocupación, y
atisbaban nerviosos los distintos relojes en la habitación. En el fondo, dos personas disfrazadas de
conejos jugaban tranquilamente al ping-pong. Rosa el uno, gris el otro. Cuando
la pelotita se caía, no se agachaban a buscarla; sacaban nuevas pelotitas de
los bolsillos y seguían jugando. El piso estaba repleto de pelotitas amarillas que
hacían que el resto tuviese dificultades para caminar.
Una de las mujeres presentes se mantenía
acuclillada, al costado del enfermo, y le susurraba constantemente al oído,
como un ruego: —Aguanta Matt, aguanta, no falta tanto, no falta tanto. —Una
pantalla en el fondo mantenía un murmullo constante.
Desde el edificio se escuchaban disturbios. Debía
ser el vecino de arriba. Era un ser detestable, repugnante, un idiota completo.
Se la pasaba haciendo los ruidos más molestos del universo, día y noche, a
todas horas. Matt lo odiaba. Con toda su alma. Era posible que la molestia de
sus ruidos tuviese que ver con su repentina enfermedad. Siempre ponía música a
todo volumen, música horrible, cantaba a los gritos, saltaba y hacía sonidos
detestables. Y lo más molesto de todo: su
risa. Tenía la risa más odiosa de todo el imperio. Era como un largo
cacareo de cabra, como una tos enferma, arrogante y presuntuosa.
En esos momentos la odiosa risa volvió a
resonar, más fuerte que nunca. ¿De qué mierda se reía? Nada podía ser tan
gracioso. Nada podía justificar semejante carcajada. Y menos en ese momento de
dolor y enfermedad. Era una desconsideración sin parangón. Era cruzar los
límites. Uno de amigos que cuidaba al convaleciente, llamado Hans, simplemente
no pudo soportarlo más. Atravesó la habitación llena de pelotitas, abrió la
puerta, subió las escaleras y tocó el timbre de la puerta del sujeto.
Un espécimen sucio y despeinado apareció por
la rendija de la puerta entreabierta.
Apenas la puerta se retiró Hans le dio una
fortísima patada y se adentró en su casa. El sujeto cayó al suelo de espaldas
por el impacto de la puerta. Lucía una barba larga y desalineada, y unos ojos
insulsos con expresión de creerse un genio. Sonaba a todo volumen la música de
la nueva banda de moda, Rashabillies. No había más que mirarle la cara para
darse cuenta de que era un ser estúpido, un ser despreciable, un completo
cretino, un verdadero forro.
—Wow wow wow. Cálmate man —dijo el malnacido.
Hans lo acorraló contra el piso con una furia
animal, sujetándolo con las piernas, y comenzó a golpearlo. Mientras sus manos
se estrellaban contra su rostro, haciéndole brotar el líquido rojo de la alegría
y la justicia del mundo, le gritaba, después de cada golpe: — ¡Imbécil!
¡Malnacido! ¡No te das cuenta del ruido que estás haciendo! ¡No te das cuenta
lo mucho que estas molestando! ¡No te podes ubicar un poco! ¿¡No ves que
nuestro amigo está por morir esta tarde, y se va a perder el Torneo!?
Lo golpeó hasta que simplemente dejó de
reaccionar. Y después lo golpeó un poco más. Las personas que cuidaban al
enfermo se habían juntado cerca de la puerta para mirar. La cara del energúmeno
se había vuelto blanda, y sus elementos estaban desordenados, como un rostro
dibujado por un niño de 2 años.
Cuando hubo terminado de descargarse, Hans se
levantó, se abrió paso entre sus amigos, con la mirada perdida y las manos
ensangrentadas, bajó y volvió a entrar en el departamento de Matt, mientras el
resto le seguía en silencio, con gesto de consternación. Se arrodilló de vuelta
junto al enfermo, y comenzó a pasarle la sangre de sus nudillos por la cara. —Ya
está Matt, sé que es lo que hubieras querido. Si pudieras ver lo bien que lo
golpeé, lo pertrecho que lo dejé. Esta es su sangre. Resiste amigo, resiste.
Matt pareció reaccionar. Murmuró algo
inteligible. Sus ojos se movían detrás de sus parpados.
Repentinamente, un robot antropomorfo ingresó
en la habitación rápido como en una ráfaga. Todas las personas se apartaron
para dejarle pasar. Iba vestido de un guardapolvo blanco, y se movilizaba con
unas minúsculas ruedas en la base de sus “pies”. Luego de un vertiginoso escaneo
del enfermo, comenzó a rodearle distintas partes de su cuerpo con unas vendas
color lila, mientras cantaba una canción extraña; al principio parecía odiosa y
chillona, pero lentamente se volvió melodiosa, armoniosa, necesaria. Las vendas
que cubrían el cuerpo del enfermo despedían un aroma dulzón, adormecedor.
Súbitamente, los presentes se sintieron como si un millón de flores de colores
pastel hubiesen comenzado a florecer en el suelo de la habitación, dando
vueltas en espiral mientras subían y subían hasta llegar al techo, para luego
estallar en mariposas, globos y esferas coloridas, que caían bamboleándose como
amapolas flotantes.
Y entonces, en medio de aquel extraño trance
colectivo, el convaleciente comenzó a despertar, aunque aparentaba estar desorientado
y aturdido.
Era evidente que se encontraba en un estado
febril que le alteraba los sentidos y la percepción. Sus ojos palpitaban como
las alitas de una mosca borracha, extasiada, hasta que, finalmente, se
mantuvieron arriba. Sus pupilas bailaban, desorbitadas, tratando de encontrar
el norte.
Con mucha dificultad logró recomponerse, su
rostro recobró un tono relativamente normal, y cuando su boca dejó de balbucear
y babear, articuló torpemente —Ee eel to.. tto.. torneo... . . ... ¿Cuánto
falta?
Las personas a su alrededor se miraron
nerviosas. Miraron al robo-doctor, buscando consejo, pero este levantó sus
hombros y puso sus palmas hacia arriba, sin respuesta. Por último, una de las
personas se acercó a Matt y susurró —Tranquilo, Matt, solo faltan cuatro horas.
Como un trueno, el cuerpo de Matt dio un
salto y sus piernas se pusieron rígidas, como si un shock eléctrico las
recorriese; sus pies se tensaron, su columna se arqueó violentamente mientras
sus brazos giraban en ángulos imposibles y sus dedos se transformaban en garras
crueles que aplastaban cráneos de bebes invisibles.
El enfermo entró en un estado de furiosas
convulsiones, y todas las personas a su alrededor trataron, en vano, de
retenerlo.
Estaba fuera de control.
El robo-doctor se dio media vuelta, se agachó
y se puso a juntar las pelotitas de ping-pong que estaban en el suelo, mientras
cantaba canciones sin demasiada afinación. Se iba metiendo las pelotitas en una
bolsa que tenía en la parte frontal del delantal. El resto de las personas
gritaba, alterados ante el cuerpo eléctrico del convulso.
Los dos conejos seguían jugando al ping-pong
displicentemente, como si nada estuviese pasando. —Nada pasa realmente —dijo en
voz alta uno de los conejos.
La habitación entera había sucumbido a la
histeria. El toque final lo daba el ruido de la pantalla, cada vez más fuerte.
En ella seguía la transmisión del Torneo, en donde el conductor, un ciborg de
forma humana, transmitía en vivo desde el estadio, llorando.
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