Ideas.
Sensaciones en el cuerpo
difíciles de describir. Casi como un mareo. La vista esta nublada, por momentos
toda la imagen parecía torcerse, o tal vez fuera que la señora se tambaleaba.
Contenía las lágrimas,
pero no eran de tristeza o miedo. Posiblemente fuesen de emoción, o conmoción.
Entre las construcciones
se alcanzaba a divisar aun la aeronave de los árabes que partían hacia la
guerra.
La
señora se había quedado sola en aquella habitación derruida. Se quedó mirando
con cierta melancolía como la nave se perdía entre los edificios.
El
vehículo atravesó una cortina humo, y luego viró hacia un recodo entre la
cordillera de rascacielos, y ya no volvió a verlo.
Su
vista se demoró en el interminable mar de edificaciones apagadas, la mayoría
derrumbadas. Tramas geométricas armando trípticos en todas direcciones, pero ya
no tenían uno orden matemático como en otros tiempos. Ahora el caos se había
vestido de decorador. Las líneas y las texturas coherentes eran interrumpidas
bruscamente por la violencia y la potencia de las voluntades fuera de control.
Y la luz del sol dándole a todo un tono brillante, con contrastes.
Sintió
una especie de escalofrío.
Aquello
se había vuelto un laberinto gigante.
Era
la primera vez que se percataba.
Un
laberinto que ya no tenía ningún tipo de lógica. Un laberinto del que había que
escapar. Un laberinto gobernado por un minotauro sádico, un emperador del mal,
un laberinto lleno de criaturas oscuras esperando en cada recodo para devorar,
para contagiar.
Un
laberinto lleno de cadáveres.
Se
quedó pensando en lo que le dijo Rabah antes de irse. ¿Una guerra había
comenzado?
No
lo sentía así.
Era
cierto, el mundo se había transformado de un día para el otro. Y ahora nuevos
actores habían entrado en juego. Pero no entendía los motivos.
Pero
tal vez así fuesen las guerras. Tal vez no todas viniesen con un gran titular
en los boletines informativos que dijese con letras gruesas bien negras “ES
OFICIAL: ESTAMOS EN GUERRA”.
Pensó
en Gorka. En su agonía. En sus súplicas. De su orina chorreando por su pierna antes
de que le disparasen, estancándose en sus zapatos. En el charco de sangre que
había quedado desparramado en el piso, en la sangre que tenía ella salpicada en
la ropa.
Unas
horas antes había imaginado una situación similar. Un gobernante corrupto
enfrentando el juicio por las acciones cometidas en contra de la patria. La
había imaginado como algo que no llegaría a ver jamás, como algo de una
naturaleza casi de ficción. Y ahora tenía la sangre de uno de los funcionarios
salpicada en el cuerpo, encharcada en el piso. Hasta había tenido en sus manos
la chance de jalar el gatillo, de ser ella misma la que ejecute la sentencia.
No
estaba segura de saber si se arrepentía o no. No estaba segura de nada. Era muy
extraño aun, muy reciente.
Se
sintió desesperar. La confusión era tan extensa que su cerebro no sabía por
dónde empezar.
Le
temblaba un parpado. Estaba haciendo un esfuerzo muy grande por dominar el
manojo de nervios que se le iban de las manos. ¿Realmente había empezado una
guerra? ¿Entre quiénes? ¿Entre naciones? ¿Entre clases? ¿O incluso entre
especies?
Les
habían enseñado a integrar a todas las nacionalidades dentro de un gran estado.
Fuesen descendientes de sudamericanos, de estados europeos o históricas
generaciones de Alemanes, fuesen de primera o de tercera clase, siempre les
habían dicho que todos formaban parte del Gran Imperio Alemán.
Pensó
en su familia, en sus conocidos, agazapados en los suburbios, sobreviviendo a
duras penas. Pensó en los cientos de conocidos que montaban guardia en el
refugio improvisado allá en Los Bajos, donde los tercera clase habían
demostrado la mayor resistencia y capacidad de sobrevivir en aquel escenario
hostil.
Pensó
en todo el caos que se había generado, solo para derrocar a un gobernante.
Todas las muertes. Todas las vidas arruinadas.
—Malditos
buitres. Son unos hijos de puta. ¡HIJOS DE PUTA! —Gritó a todo pulmón, con la
garganta quebrada. Su insulto resonó entre los escombros y las ruinas de los
edificios, haciendo eco en aquel valle desolado, como si alguien más le
respondiese.
Que
me escuchen, pensó, replicando al viejo temor de decir cosas inapropiadas y recibir
una notificación con un llamado a revisión o con una resta de puntos. ¿Quién la
iba a juzgar en una ciudad vacía? ¿Quién le iba a quitar más puntos? Ya no
tenía más nada. No podía estar peor de lo que estaba.
Acaso
la guerra era entre quienes abusaban del poder y quienes apostaban por la vida
como algo simple. Entre quienes tiranizaban y los que luchaban por sobrevivir.
Entre quienes mandaban y quienes se dejaban conducir.
El
caos había dejado todo demasiado expuesto. Las máscaras se habían caído, el
escenario se había descascarado, mostrando todo el montaje que había tras
bastidores. Los hilos del titiritero colgaban enredados. La docilidad luchaba
por mantenerse y le buscaba sentido a aquella triste imagen, como si pidiese
darle tiempo al embaucador para que reestablezca la imagen y pueda seguir el
show.
El
show.
En
el fondo, una parte quiere que el show se reestablezca. Quiere volver a la zona
de confort que es recostarse y dejar que alquilen más lo entretenga.
Todo
es entretenimiento. ¿Qué pasa cuando se acaba el espectáculo? ¿Qué pasa cuando
no hay más nada para ver? ¿Cuándo nos vemos obligados a vernos las manos, a
mirarnos a la cara? ¿A mirar a los ojos a quien tenemos al lado?
En
el interior de la señora de la limpieza, en medio de la conmoción, surgían
preguntas que hace tiempo estaban dormidas. Surgían deseos que habían quedado aletargados
por mucho tiempo, entre los incesantes estímulos. Era como si llevase en la
piel una canción silenciada, que constantemente pedía ser escuchada, pero nunca
había llegado al nivel de quietud suficiente como para sentirla. Aun sus sueños
estaban abarrotados por los estímulos que los distintos softwares del imperio
alimentaban, según su análisis de los comportamientos y la conducta esperada.
Era
triste. Hasta sus sueños habían perdido ese espacio de libertad y creación
pura. Ya casi no conservaba nada de algo que pudiese llamarse personal.
Su
sangre latía. Su sangre gritaba. El río marrón, inmemorial, pensó la señora. No
supo bien porque esa palabra apareció en su mente. Inmemorial.
Río
marrón, volvió a pensar. Recórreme cause abajo, se dijo espontáneamente. No
sabía que le estaba pasando. Río viejo, eres mi espejo, se dijo nuevamente,
incapaz de parar aquel impulso que dibujaba palabras en su interior. Río
marrón, lleva en un pez esta canción, que alguien me espera, de cara a las
estrellas, cause arriba. ¿Quién dictaba esas palabras? ¿Quién las había dicho?
¿En dónde? ¿En qué época?
Se
encontraba en una suerte de estado de gracia en donde su sangre se despertaba,
se revitalizaba, la recorría como un laberinto rojo en su interior, y cobraba
cada vez más presencia, más entidad, en cada recodo resonaba con más fuerza,
haciéndose claro en su mente.
¿Era
posible que su sangre trajese consigo historias pasadas? ¿Pulsiones?
¿Dictámenes de lo que tenía que hacer? Parecía absurdo, pero dentro de sí
despertaban sin parar una serie de secuencias sin nombre, pero las sentía tan
ridículamente presentes, como si cientos de personas estuviesen paradas
alrededor suyo, abrazándola en silencio.
Sentía
esa sangre hervir, como en el vórtice de una revelación, de un despertar, del
inicio de una serie de acciones irreversibles, pero al mismo tiempo,
inevitables.
Un
pincel enorme se remojó en su torrente y comenzó a pintar letras rojas. Las
palabras se mostraron claramente distinguibles, como consignas.
¿Sería
eso lo que sentía en el pecho? ¿Sería eso lo que hacía que sus manos temblasen?
¿La guerra que le estallaba en la cara?
Esto
es el fin, pensó la señora de la limpieza, salpicada de la sangre de su jefe,
en el vértice del abismo de una ciudad colapsada.
Esto
es el fin. O el fin de una era. Pero es de MI era. De MI tiempo. No voy a vivir
otro tiempo, siguió pensando la señora. Esta es la única era que voy a vivir.
No puedo seguir pensando en el pasado, o en tiempos mejores que vendrán. Las
batallas del pasado ya se pelearon, y decantaron en el mundo que tenemos hoy.
Las del futuro serán peleadas por otras generaciones. Este aire de guerra es lo
único que tengo y que voy a tener.
En
todo caso, todo aquello más bien parecía el “comienzo del fin”. Recordó lo que
pensaba al principio. Las palabras del abuelo de Argentina. Recuerdos de
inmigrantes. Recuerdos de otras guerras. ¿Quién recordaría los de ella?
Nadie,
y menos si se quedaba allí sin hacer nada.
Todo
había cambiado.
¿O
acaso había sido siempre así, y ahora mostraba su verdadera forma?
Sintió
bronca por la injusticia que obraba en el mundo. Ella era parte de esa
injusticia, pero sin embargo, ella la perpetraba.
Era
algo injusto exponerlo así. Pero era cierto. Ella era parte del problema. No
era solamente un síntoma. Era uno de los tantos engranajes que permitía que
aquella trama siguiese con su marcha de la explotación.
La
injusticia se había hecho cuerpo en su propia vida. Ella la había llevado
adelante. No por malicia, sino por el hábito, pero el peso de la estructura
cayendo sobre su vida, sobre su infancia indefensa. El mundo que la había
recibido había sido así, para ella había sido siempre así y no tenía motivos
para pensar que podía ser diferente.
Nació
en medio de una familia de inmigrantes de tercera clase en la gran ciudad de
Berlín. Desde pequeña fue mamando las distintas formas de injusticia como algo
normal, naturalizado. Había gente de primera, que podía respirar sin máscaras,
gente de segunda, que habitaba en las mejores zonas, y gente de tercera, que
luchaba siempre por mantener su frágil posición, y que soñaba con, tal vez,
algún día, subir de categoría y darle una mejor vida a sus hijos, lejos de las
máscaras, de Los Bajos, de los suburbios, lejos del beso del ángel de la muerte
que se llevaba a todos siempre demasiado pronto.
Toda
mi vida trabajando para otros, se dijo. Toda mi vida fue una ilusión. Todo fue
una fantasía. El colapso del torneo era acaso la prueba más clara de eso. La
manipulación sádica que habían hecho de la gente había sido descarada,
inhumana. Los habían tratado como ganado, alimentándolos para un show absurdo,
engordándolos de ansiedad y estrés con una gran carnada de sinsentido, de
explosiones, de tiros, persecuciones, espectacularidad desprovista de toda
intención, un show por el show en sí mismo, un entretenimiento burdo.
Podía
pensar. Dios mío, ¡podía pensar! ¡Podía pensar y decir lo que quisiera con
total libertad!
Se
descubrió pensando con un nivel de autonomía desconocido hasta el momento.
Cada
pensamiento libre traía uno nuevo. Se encadenaban, ¡se potenciaban!
La
emoción y el vértigo se mezclaban con un nivel
igualmente exuberante de la más absoluta rabia.
Los
habían usado. Los habían engañado. Toda su vida consumiendo lo que le daban de
comer sin preguntarse porqué. Nunca había tenido motivos para cuestionar el
sistema. Todo era injusto, sí, pero era así, las cosas siempre habían sido así,
y tan mal no estaban, eso era lo que siempre decían.
NO.
Ahora lo recordaba. Eso era lo que las máquinas decían. Lo que las
recomendaciones les daban como devolución de las confesiones diarias que hacían
vía video.
Si
nunca habían buscado un cambio, era porque la pereza y el derrotismo los habían
dominado. El acostumbramiento es la muerte. La comodidad es la muerte. Se
habían acomodado a aquella vida adulterada, cómoda, plena de entretenimientos.
Les daban las tareas, ellos las hacían, les daban una mísera recompensa que
servía para subsistir hasta la próxima evaluación, y luego el ciclo se
reproducía.
No
estaba tan mal. El sistema y la gran ciudad llena de estímulos y servicios les
daba todo para que no necesitaran nada, para que no hicieran preguntas. No
tenían motivos porque quejarse.
Pero
ahora sí tenían motivos para buscar un cambio. Ahora el caos había dominado la
ciudad, y les reptaba como gusanos negros sobre las plantas de los pies. Ahora
las máscaras se habían caído, y la injusticia era tan burda que ya no se podía
tolerar.
Nada
era permanente. Cada uno hace su propia historia. Y más en este momento, en
donde la tierra está caliente, la sangre hierve, inunda el suelo, las armas
queman pero es el momento de tomarlas.
Pensar,
se dijo. Es el momento de pensar. De tener un pensamiento autónomo. De elaborar
por primera vez evaluaciones propias sobre lo que debe hacerse y cómo, y luchar
por ellas, debatirlas hasta que se conviertan en una bandera más para el bien
común.
Suspiró
un segundo. Tenía en la boca del estómago ese vértigo, y esa satisfacción característica
de quien siente que ha elaborado e incorporado una idea importante, una lección
vital que costó elaborar pero que ya está sólida, ya está incorporada.
En
ese momento, se dio cuenta de que seguía barriendo.
En
medio de aquel caos en su cabeza, en medio de tantas reflexiones, de tantas
revelaciones, ella seguía barriendo.
Era increíble. El hábito la estaba consumiendo. El hábito la había convertido
en un robot que repetía todo sin pensar.
En
un primer momento, pensó en que era su deber. Pensó que alguien la regañaría.
Le haría perder los puntos.
Y
luego pensó: ¿Quién la regañaría?
Volvió
a pensar en Gorka. En su cabeza partida como una bola de cristal. En su cuerpo
despatarrado en una posición torpe. En la mancha de sangre que había en el
despacho.
Ya
no tenía sentido.
El
tiempo había llegado. La guerra le estallaba alrededor. No podía seguir
ignorando todo. No podía seguir atrapada en la sumisión. Era el momento de
actuar.
La
lucidez la inundaba. Su mano se abrió alrededor del mango de la escoba. La miró
caer hacia el costado, como el click final que terminaba de detonar toda su
estructura mental.
La
escoba caía en cámara lenta mientras ella saboreaba el aire fresco de la
libertad, junto con la tensión de la guerra, las pesadas botas de quien es
ahora responsable de sus propias decisiones.
La
escoba hizo un pequeño ruido al golpear el suelo. Claro y agudo, resonó en el
silencio de aquella oficina vacía.
Pero
la señora ya no limpiaba. Ya no estaba allí. Estaba indefinida, en plena
gestación. Abría y cerraba sus manos, como reconociéndose, comprobando que
tenía en sus manos el poder de cambiar las cosas.
Dio
una última mirada al cielo, por donde hacía unos instantes una nave se había
perdido por el cielo. Sacó su arma del cinturón, se volteó y se perdió por la
puerta derribada hacia el laberinto de corredores oscuros de aquella ciudad
muerta.
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