Celda Cinco: Elfos, Enanos
y un Viper
Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
20:29 P.M.
0:31 minutos para el inicio
—Enterado. Iniciando Control Final de Celda
Cinco. — ¡Clanck! El sonido de la maza contra el yunque. ¡Clanck! De nuevo.
Verlos trabajar era hipnótico. ¡Clanck! El metal se fundía, se plegaba, se
comprimía. Eran artistas. ¡Clanck! ¡Clanck! ¡Clanck!
Cuatro
enormes mazas subían, bajaban, machacaban; ocho gruesos brazos trabajaban con
ritmo incansable; dos pares de Enanos trabajaban estoicamente en los
preparativos finales de las estrategias que su equipo tenia preparadas para el
combate.
Ya
habían alistado las armas y armaduras, y ahora ponían a punto al vehículo con
el cual se lanzarían a la batalla, aunque llamarlo así era faltarle
completamente el respeto; era una máquina maravillosa. Un Dodge Viper GTS 1996,
de color azul cobalto, con dos líneas blancas que lo cruzaban de punta a punta,
estaba siendo trabajado por los fantásticos seres.
Cuando
terminaron de fundir la última pieza a base de mazazos, uno de los Enanos la
tomó con un par de pinzas y la llevó a la parte trasera del auto, mientras el resto
se volvió para ajustar distintas partes del vehículo.
El
capó estaba levantado; dos de los Enanos se centraron en el motor, un tercero
se encargaba del revestimiento de los bajos y la suspensión trasera, y el
cuarto en los alerones.
El
motor estaba en la etapa final del ensamblado. De más está decir que no era un
motor de un tamaño normal. Cuanto menos, se veía monstruoso, y sonaba como una
estampida de caballos furiosos bajando por una pendiente, dispuestos a llevarse
todo por delante. Unas letras rúnicas rojas recorrían su metálica textura, y el
fuego brotaba por las bocas como un violento volcán; las runas parecían cobrar
vida y destellaban cuando el fuego brotaba por las cavidades de los pistones.
Estábamos
presenciando una magia que no entendíamos. Los Enanos canturreaban al trabajar,
desarrollando su ritual rítmico con una perfección coreográfica.
El
resto del auto estaba modificado para un combate brutal: las ruedas delanteras
estaban bajas, mientras que las traseras estaban en una altura considerable,
con la suspensión a la vista; los alerones habían sido agrandados y reforzados,
de manera de poder llevar gente parada o colgada allí. El resto de la
carrocería estaba poblada de ganchos, tachas y refuerzos; también las ruedas
estaban cubiertas con pinchos y cobertores, de un color cromado que quedaba
perfecto con las gruesas ruedas negras.
En
el fondo de la sala, el Príncipe Elfico estaba sentado en un trono, luciendo
muy señorial y poderoso. Su rostro era frío y claro, desprovisto de toda
emoción. O acaso tenía una seriedad muy cercana a la presión, la tensión de un
momento clave. Tenía la nobleza cincelada en el rostro.
En
sus manos destacaban dos anillos mágicos, uno en cada mano. Eran de una forja
delicada, obra de un artista, o de un brujo.
Por
lo que sabíamos, se llamaba Sigurthiel, y era el hijo directo del Rey de los
Elfos, Ilirioth, quien también había enviado a combatir a sus dos hijas, las
princesas Lorelian y Lithil. No tendrían menos de seis mil años. No lo parecían
en sus rostros, aunque tal vez si en las miradas y gestos. Había algo milenario
en la forma en que se movían, como si el cuerpo actuase de memoria a base de
repetición.
Lorelian,
la princesa mayor, alta y curvilínea, tenía ondeados cabellos largos hasta la
cintura, tan rubios que eran casi blancos, y dos ojos celestes como zafiros,
alargados, con un dejo felino. Tenía el pelo de la frente recogido en una bella
tiara de diamantes, engarzada en el nacimiento del cabello, lo que le resaltaba
aún más los vibrantes ojos azules.
A
un costado del trono de su hermano, Lorelian afilaba su espada milenaria, y
cada tanto practicaba dar estocadas y movimientos. La espada era magnífica,
también de un azul profundo, y parecía estar recubierta por un aura turquesa,
como si una energía la rodeara. En el mango destellaban grandes piedras
preciosas y diamantes; era fina y ligera, de un ancho modulado y curvo, como
una llama congelada.
A
unos metros, apartada, estaba Lithil, la pequeña princesa, más menuda y de
mediana estatura. Ajustaba el carcaj lleno de flechas y revisaba el resto de su
equipamiento. De un delicado cinturón pendían dos largas cuchillas curvas.
Tenía el pelo castaño lacio, peinado en dos mitades hacia los costados, y dos
enormes ojos verde oliva con expresión melancólica. A lo largo de su cabello,
tenía una hermosa matriz de trenzas. Calzaba un pequeño yelmo de bella
construcción, que le dejaba a la vista la clara frente y los dos
resplandecientes ojos verdes.
A
pesar de que la hermana mayor era de una belleza exuberante, la pequeña Lithil
era de una hermosura tan delicada y pura que derretía todas las durezas del
mundo en dulce miel. Me siento extraño usando estas palabras para definirla,
pero algo en ella me invade, me cambia. Su presencia genera una atracción tal
que lo hace entrar a uno en un estado de ensueño. Era imposible resistirse.
Era
inhumano pensar que sería enviada al implacable Domo a combatir con las otras
espeluznantes bestias; una delicada diosa milenaria, en un pozo infernal, a
jugar con espectros y dragones.
Sacó
algunas flechas de su funda. Largas varas negras con punta de diamante. Les
miró el balance y probó estirar. La velocidad con la que calzaba la flecha en
el arco era sorprendente. Lo hacía con la misma naturalidad con la que uno
respira.
Tenían
las armaduras puestas, y estaban practicando los movimientos, ultimando
preparativos. Sigurthiel tenía una armadura roja, imponente y poderosa, con
líneas marmoladas, negras y naranjas, acaso como lava fresca de volcán. Su
traje tenía enormes hombreras, y a pesar de su tamaño, parecía ligera, o el
Principie tenía una fuerza descomunal.
Llevaba
dos espadas cruzadas en la espalda en forma de cruz, un arco en medio, y un
imponente escudo enchapado en oro, con bellas inscripciones élficas.
Lorelian,
en cambio, tenía una armadura muy descubierta. O deseaba mostrarse, o confiaba
mucho en su rapidez. Se componía de piezas de plata blanca, principalmente en
brazos y piernas. Calzaba guanteletes, antebrazos, codales, sin hombreras, y
cubría sus piernas hasta las rodillas con greba y rodilleras de plata. Luego
una simple falda que mostraba sus muslos blancos y tersos, que se cerraban en
una curva delicada y sugestiva.
El
peto era pequeño, un simple sostén para sus exuberantes pechos cubiertos por
dos pequeñas placas de armadura.
La
princesa Lithil, por otro lado, tenía un estilo distinto. La armadura era
discreta, o tan discreta como podía ser la armadura de una Princesa élfica.
Tenía un color oscuro, opaco, sin brillo. Le cubría casi todo el cuerpo, salvo
parte del escote, en donde se insinuaban sus pequeños pechos redondeados. Era
alta en el cuello, y muy articulada; cada parte se enchanchaba con las otras,
armando una coraza flexible pero casi impenetrable.
Los
cuatro Enanos, por su parte, tenían una complexión casi idéntica. El registro
dictaba sus nombres: Dinkil, Tork, Fhunt, Fhum. Eran de gruesos brazos y
piernas, como troncos de árboles. Resaltaban sus grandes narices, sus tupidas
barbas, prominente frente, pobladas cejas y ojos pequeños, hundidos y ocultos.
De su barba y bigotes se formaban todo tipo de trenzas, adornadas con anillos y
joyas. Estaban ataviados con enormes piezas de armadura que casi parecían
demasiado grandes para ellos, y los dejaban semi enterrados entre las partes.
Las armaduras no eran tan vistosas y resplandecientes como las que calzaban los
Elfos, aunque no escatimaban en adornos y embelesados detalles, y se veían más
duras y sólidas.
Los
Enanos y Elfos, personajes de la mitología fantástica, alguna vez creídos
producto de la imaginación de escritores o cuentistas, eran tan reales como yo
o mi arma. Estaban allí. Participarían del Torneo. Supongo que allí veremos de
que están hechos.
Aparentemente
habían permanecido escondidos muchos años, sin ningún interés de compartir su
mundo con el nuestro. Sabedores de un conocimiento que nos es ajeno, tenían la
capacidad de vivir una realidad paralela sin que nuestros mundos se tocasen. Tal
vez, en algún remoto momento de nuestras historias, simplemente decidieron
tomar un camino apartado, y luego de desaparecer de nuestra vista, las
anécdotas se volvieron cuentos, los cuentos rumores, y finalmente los rumores
se convirtieron en leyendas, las cuales muchos deciden tomar como ficción, y así descreen de todo lo
que no puedan tocar y entender.
No
cabe duda que hay muchas cosas que ignoramos. Durante un tiempo estuve
consumido por las dudas a raíz de este descubrimiento y de todo lo que ello
implicaba, la infinidad de posibilidades que albergaba, obligándome a repensar
mi pasado, presente y futuro, pero el sistema me recomendó no hacer demasiadas
preguntas. Están ahí. No sé si existieron siempre. Pero están ahí.
Este
grupo no ha dado ningún tipo de problemas hasta ahora. No parecen estar
enterados que en menos de media hora tendrán que salir al gran Domo de batalla.
Se juntaron de pronto en medio de la sala de práctica-taller para ultimar
detalles.
—Dante,
habilítame el audio, quiero oír que dicen. —dije al operador de controles.
—Ya
mismo señor. —Dante tocó unas teclas en su pantalla, y el audio comenzó a salir
de los parlantes.
—Parece
que Padre va a estar mirando. —Dijo la hermana menor.
—Motivo
de más para dejarme a mí encargarme de lo más espectacular —dijo el Príncipe
Sigurthiel —No sabemos que nos vamos a enfrentar allá afuera. Lo mejor será
dividirnos, cuando el momento sea oportuno. Pero déjenme a mí lidiar con el
verdadero rival. Quiero ser yo el que lo haga. Quiero ser yo quien quede para
siempre inmortalizado como el Elfo que recuperó la joya. Debo ser yo.
—No
si yo me lo encuentro primero —Dijo Lorelian, altiva. —No podemos anticipar el
curso de la batalla. Si tengo la gloria en frente de mis narices, voy a
tomarla.
—Ni
se te ocurra. Hablo en serio. No tenemos tiempo para bromas y ridiculeces.
Padre fue claro. Debo ser yo el indicado. Así estaba escrito. El primogénito
debe recuperar la luz del alba y la noche. La joya de oro y plata. Es mi
destino. No te entrometas. No voy a dejar que nadie se interponga entre mi
destino y yo. Ni siquiera alguien de mi propia sangre.
—Me
gustaría verte intentarlo, hermanito. Hay más de una cosa con la que podría sorprenderte.
—No
llegarías ni a mostrármelo, Lorelian. Basta ya. Soy yo quien porta la armadura
que con orgullo calzaron nuestros ancestros desde el oeste, bendecida con la
sangre de los antiguos dioses. Dile algo, Lithil. No tenemos tiempo para esto.
—
¿Qué quieres que le diga? Ella es grande. También es la Princesa. Puede que su
destino sea más grande que el tuyo —Dijo Lithil con aire melancólico. —No a
todos nos espera la gloria.
—Deberías
escuchar a tu hermano —dijo una voz ronca desde el fondo. Dinkil, el Enano,
también Príncipe, hijo del Rey Enano Din. —Es el heredero del rey el encargado
de la gloria. Esta escrito.
—
¿Tú también quieres besar mi espada, Enano? Tengo un poco de hielo para todos,
no hace falta que se peleen. —Lorelian desenvainó la espada con una rapidez
felina, y su fulgor azulino resaltó en los rostros de los Enanos y el Príncipe.
—No
seas insolente, chiquilla —Rugió otro Enano. —Es con Dinkil, hijo de Din, con quien
estás hablando. Un Príncipe Enano no se deja insultar por nadie, por más
alianza que haya entre nuestras familias. Hemos roto mejores alianzas en el
pasado, créeme.
—
¡Basta ya todos! —Dijo Lithil —Procuraremos que Sigurthiel mate al último
contrincante. Pero las palabras no sirven de nada allá en la pista. El
desempeño se demuestra en batalla. Aparte, vamos a necesitar trabajo en equipo
si queremos sobrevivir todos. No creo que Padre se contente con la joya, si el
resto de su progenie regresa a él envuelto en mantas ensangrentadas.
Se
hizo un silencio tenso. Evidentemente no todos compartían esa idea. Se atacaban
con la mirada, sin decir nada. De pronto, un estruendo estalló en la sala.
Sorprendidos, se dieron vuelta rápidamente para ver qué lo había generado.
Era
el motor. El auto ya estaba ensamblado.
—
¿Quién quiere probar este bebe? —Dijo uno de los Enanos desde dentro del auto,
con la locura hirviendo en sus ojos. Puso su pie en el acelerador, y las
llantas empezaron a girar en seco, generando un torbellino de un humo denso.
Dos grandes llamaradas resoplaban por los costados del motor, que sobresalía, y
por los caños de escape.
Luego
soltó el freno de mano, y la hermosa máquina salió despedida a una velocidad
ridícula, como si un resorte la hubiese liberado repentinamente. Estaba a punto
de estrellarse contra el final de la sala, y en cuestión de milésimas de
segundo, viró en ciento ochenta grados; ahora se dirigía hacia los Elfos y
Enanos que estaban en medio de la sala.
El
conductor se había vuelto loco. Iba a matarlos. Los atropellaría. No había
tiempo de frenar a la velocidad que llevaba el Viper.
En
una proeza fantástica, los Elfos se elevaron en el aire como plumas; no pude
ver bien que fue lo que hicieron, pero cuando mis ojos volvieron a localizar el
auto, el Príncipe Elfo estaba en el techo, sujeto por una agarradera; la
pequeña Princesa estaba dentro, en la cabina, y con su arco estirado apuntaba a
través de unas ranuras que tenía el vidrio frontal; la Princesa mayor estaba
parada en los alerones, haciendo equilibrio con sus dos pies, y sujetaba la espada con ambas manos. Era
increíble.
El
auto parecía una máquina imbatible. Los Enanos hicieron un trabajo estupendo
para prepararlo para la batalla.
El
conductor hizo una maniobra final y detuvo el vehículo. Los Elfos se bajaron de
un salto.
—Y
pensar que ese ridículo vigilante fronterizo decía que hoy era el día de la
profecía y no sé qué otras estupideces. —dijo el Príncipe, caminando con su
porte señorial hacia el centro de la sala. —Que hoy iniciaba el fin del mundo,
con la guerra de dioses. Esas bobadas de las antiguas tradiciones son solo para
crédulos y retrógrados.
En
el momento en que Sigurthiel dijo eso, Lithil se apartó hacia un costado, en silencio.
Lorelian
lo miraba y sonreía, pícara, maliciosa. —Según la tradición, el ganador del
Torneo sería el encargado de dar muerte al espectro que amenazaba con dar fin
al mundo. Apuesto a que gustaría ese título, ¿no, hermanito?
—En
tal caso, me agrada la idea. Sigurthiel, el
exterminador. El justiciero. —El
Príncipe le dirigió una mirada seria a su hermana. Aparentemente no lo
encontraba gracioso.
El
auto estaba ya dispuesto para la salida, de frente a la puerta que, al abrirse,
significaría el acceso al Domo.
Habían
redondeado las paredes del Domo como un gran velódromo, para que el auto
pudiese circular por las mismas. Me intriga saber cuán rápido puede ir. O que
resistencia tiene a la mordida de un Dinosaurio.
En
media hora lo sabremos. —Celda Cinco Clear. —Dije en el comunicador grupal.
Dispuse
mi equipo a la salida, pero no pude evitar demorarme. La pequeña Princesa se
hallaba cerca de la ventana de los controles. Al verla de cerca, sentí una
atracción irresistible hacia ella y su belleza simple y pura.
Lithil
miraba hacia abajo, en silencio. Dos mechones de su pelo oscuro le cubrían el
rostro. En su pecho, una luz, un destello ambarino, parpadeó un segundo, como
una estrella fugaz. Cobraba cada vez más intensidad, e iluminaba el rostro de
la Princesa desde abajo. La luz provenía de una joya que colgaba de un collar
en su pecho. Los bordes de su armadura también parecían cobrar vida, en forma
de resplandor.
Súbitamente,
la luz dorada se tornó blanca, con una energía impresionante. Parte de ese brillo
creció también desde sus hermosos ojos, ahora claros, casi transparentes,
embelleciéndola a un nivel exorbitante. Vi rodar por su mejilla un simple par
de gruesas lágrimas, como cristales.
Era
una imagen tierna, desgarradora, insoportable; una tristeza insondable me
inundó, y sin embargo no podía quitar mis ojos de ella. El colgante flotaba
ante su rostro, como un capullo que súbitamente florece en un instante lleno de
magia, que dura tan solo un segundo, solo para los dichosos espectadores, y
luego se apaga.
Un
momento después, Lithil se agachó, presa de una emoción tan grande que la
partía al medio. Sostuvo el collar entre sus dos palmas mientras levitaba, con
sumo cuidado, como se recogería una mariposa divina encontrada en medio de un
paseo por un bosque sagrado. Finalmente, acercó la joya con delicadeza hacia
sus labios, la besó, y se puso en cuclillas,
como si contrayéndose pudiese contener para sí esa luz, esa energía que
le acompañaba, pero que sin embargo le era imposible retener.
Con
un esfuerzo descomunal, me obligué a voltearme para continuar mi trabajo.
Al
volverme sentí mi rostro húmedo: yo también había llorado.
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