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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Epílogo: The land of the free

Epílogo: The land of the free



14 de Enero de 3024
197 días antes del Torneo
Locación: Buque militar, en algún lugar del Océano Atlántico Norte

Salté de la aeronave hasta el buque que hacía de base militar en la zona segura, a unos cien kilómetros del continente. Era lo máximo que se animaban acercarse. Una vez que hice pie en el barco, la nave dio media vuelta y se alejó a toda velocidad por los cielos, como si tuviese miedo de estar en aquel lugar más tiempo del necesario. Cuando me hube encontrado solo, parado en plena cubierta de aterrizajes, en medio de un mar embravecido, oscuro y crispado, sin que pudiera ver a mi alrededor algo más que tinieblas, me sentí encoger el corazón. Creo que fue uno de esos momentos en donde uno se pregunta “¿Quién me mandó a meterme en esto?”
A los pocos segundos comencé a ver como las personas encargadas de la seguridad del barco se acercaban.
La estancia en el buque no sería larga, pues desde allí tomaría el helicóptero hasta la base militar, donde asumiré mi nuevo rol como Encargado General de las Investigaciones en Epidemiología.
Como académico especializado, asumir este puesto de liderazgo en una investigación tan importante debía significar un gran ascenso, algo por lo que había luchado toda la vida; sin embargo, ahora se sentía más bien como un castigo, o una condena. El furioso rugido de las olas y la tormenta pareciera augurar malos presagios. O tal vez era mi mente interpretándolo así. Fuera como fuera, lo cierto era que algo no se sentía bien.
Los guardias rápidamente me rodearon, apuntándome con armas en actitud hostil, y me dirigieron con brusquedad hacia la zona de ingreso a las cabinas del buque, donde me hicieron pasar por todas las pruebas de seguridad conocidas. Descartaron que fuese un robot con el sistema Wibson, aun mejor que el teorema de Turing. Revisaron que no tuviese conectados a mí enlaces de realidad virtual, que mis sentidos no estuviesen transmitiendo información a los rusos, asiáticos, o a los innombrables, los salvajes del continente NewCity004.
Para sacármelos de encima, tuve que jugar la carta Jope Goldstein, aunque mucho antes de lo que pensaba. Evidentemente mi apariencia no ayudaba a dar la imagen del héroe que venía a resolver la situación, como les habían prometido. Últimamente mi aspecto no era el mejor. Meses enteros sin salir del laboratorio, sin hablar con nadie más que espectros, indudablemente termina teniendo un impacto en el semblante general. Hay gestos que valen por mil palabras, para quien sabe leerlos. Los que no, solo esperan que uno les diga todo, que baje la mano y les muestre las cartas porque de otra manera no saben cómo reaccionar. La empatía no es un commoditie en este mundo. La astucia se ha diluido, y la vagancia ha tomado su lugar. Nadie sabe interpretar. Todos quieren toda la información servida antes de empezar.
Lo cierto es que mis ojeras y mi barba rala, junto con mi tono de piel pálido y verdoso, me hacen parecer un sujeto bastante evitable. Y los que tienen el GPS-ID con ciertos permisos pueden ver que mi nivel de clearence está casi al nivel de Theron, Jope o Rabinowitz, lo cual es algo bastante inquietante para quienes se percatan.
—Si supieran quién me reclutó y envió aquí personalmente, probablemente se lo pensarían dos veces antes de revisarme— Dije con un tono misterioso e impasible.
Pero no tenía ganas de empezar haciéndome enemigos, así que les mostré el documento firmado por el mismo Jope Goldstein que validaba mi presencia allí.
—Vengo desde un centro especializado en plagas de Sudáfrica, donde estudiábamos fenómenos producidos por beber agua de la zona cercana a La Grieta. Pidió específicamente por mí, y no aceptó un no como respuesta.
Los guardias se quedaron helados al ver el nombre del productor general. Les forwardeé inmediatamente el correo de Goldstein validando lo que acababa de decir.

—Me mandó justo antes de partir a su expedición a Sudamérica,  con la misión de descubrir cuál es la naturaleza de la forma en que se contagia esta condición. — Continué — Dijo que era necesario entender el virus, para buscar una manera de neutralizar al Hombre Negro,  en caso de que fuese necesario reducirlo. De momento se ha comportado según las normas del acuerdo, pero es imperativo buscar un plan B.
Nadie respondió. No pude medir la reacción a través de sus expresiones; estaban cubiertos por los cascos. Me sentí ligeramente desprotegido con mi rostro al viento en aquella superficie militar en el medio del mar, casi como si estuviese en un planeta desconocido y desolado. Pero me recordé a mí mismo que la contaminación no se lograba concentrar en aquellos parajes, y que era inofensivo respirar el aire marino.
La ventisca era tan fuerte y fría que me lastimaba las mejillas. Por varios segundos nadie dijo nada. Solo el viento y su silbido sin nombre.
—Entiendo que hasta el momento no tenemos nada, por eso necesitamos avanzar.
Los guardias se mostraron contrariados. Finalmente, suspendieron la posición de combate y pasaron a una actitud pasiva.
—Disculpe la confusión, señor…
—Doctor Gordon Ignasevic, para servirles.
—Muy bien. Venga con nosotros, Doctor. Lo conduciremos a su camarote. El helicóptero partirá en treinta minutos rumbo a la base militar New Hope.
Me dirigí en silencio hacia el lugar donde me dejarían resguardado. El clima era opresivo, y sentía ganas de refugiarme, lejos de aquel panorama amenazador: nubes negras que no dejaban pasar nada de luz, al punto de que no podía distinguirse el día de la noche, llovizna constante y un viento intenso, lo que hacía mover mucho las olas, aunque el potente buque militar resistía las arremetidas de la tormenta.
Antes de entrar di un último vistazo al negro mar: el vendaval era tan fuerte, que podía verse con mucha profundidad olas crispándose hacia los horizontes, en alturas abrumadoras, calculé, si se percibían desde tal distancia. Me dio un escalofrío antes de entrar, pero nunca fui una de esas personas que se dejan amedrentar con un día tormentoso. Lo realmente terrorífico vendría después. No tenía dudas.
Me introdujeron a un minúsculo camarote, modesto como si estuviese destinado a un prisionero: una fría cama, un pequeño escritorio y una silla metálica. Nada más.
Mientras me acomodaba en la sencilla habitación, tuve tiempo para descansar y asentar mis ideas.
Todavía me shockeaba la imprudencia con la que se había manejado en todo el asunto. Este muchacho, Jope, creía que con poder se podía arreglar todo. Así me habían acorralado a esta misión. La invitación no había sido amable, podría decir. Cuanto menos, sentía como me daba vuelta con argumentos como un embaucador embelesa a su víctima con halagos y sutiles presiones.
Como el típico caso de personas con cargos altos que piensan que son una suerte de deidades, bravuconeaban a todo el mundo, y pidiendo soluciones a los temas como si estas debieran ejecutarse de cualquier manera, a cualquier costo. Y así las cosas comienzan a salirse de las manos. La gente con poder… tienen más capacidad de acción, y por lo tanto, más rango de daño. Siempre pensé que había dos tipos de personas: los ambiciosos y los simples. Los segundos mantienen una esfera de influencia pequeña y no se meten con nadie. Si la cagan, joden, como máximo, a cien personas. Pero la gente ambiciosa, con poder, comienza a escalar, a agrandar su sombra a medida que sube bien alto. Y cuando tiene los medios suficientes, su figura se magnifica, y de la misma manera, se magnifica su confusión, su forma de ser horrible y prepotente, toda su malignidad se hace exponencial, y es capaz de joderle la vida a millones de personas con sus decisiones.
Por eso me fastidiaba que se creyeran que podían con todo, que con dinero y poder podían forzar a cualquiera a hacer cualquier cosa. En cierto sentido, tenían razón. Y en otros, oh, cuan equivocados estaban.

Mi forma de ser serena, incluso fría, desapegada del mundo, me permitía tomarme estos tragos amargos con cautela. Sabía que reaccionar torpemente solo lo conducía a uno a lugares de vulnerabilidad, dejándolo expuesto ante esta gente peligrosa. Como en el ajedrez, mejor esperar, y como decía mi padre, si no sabes que hacer, siempre es mejor enrocarse.
Sobre la cama del camarote me habían dejado el traje de seguridad hermético, pues era uno de los requerimientos protocolares para entrar al complejo de exposición al virus.
Traté de poner mis sentidos en calma, de leer la situación.
Sabía que me estaba metiendo en un problema, pero debía ser precavido; en la situación en la que me encontraba, mi jugada más inteligente era seguir con la corriente y no negarme ni hacer un escándalo; dejaría que pensaran que habían ganado, que yo había aceptado el traslado por voluntad propia. Como un ratón que sabe que se mete en una trampa, me zambullí en esta misión con una curiosidad suicida. Sabía que este encargo tenía algo de funesto, huele a pescado podrido por todos lados. Pero, por un lado, no me dieron opción a elegir o negarme, y segundo, porque la intriga puede más que el realismo pesimista o la certeza de la oscuridad. O al menos es lo que a mí me pasa. Desde niño, tenía una especie de imán por la sombre y el misterio, y sentía una tentación constante por saber que pasaba al morir, incluso había planificado intentar morir y tratar de mantenerme con la mayor conciencia posible, para ver que había detrás del velo. Siempre fui así, no me asustaba lo desconocido, no sentía miedo. Las ganas de jugar nunca se van, aunque se sepa que las reglas del juego están trucadas. La casa siempre gana, y nadie sale vivo de aquí.
Pero mi mente es mi propio reino, donde soy consciente de todo mi reinado, todo pasa a través de mi lente, y al menos, en cierta medida, controlo eso.
En todo caso, se me viene un lindo desafío por delante, y quiero evaluar mi propia capacidad; quiero ver cómo me desenvuelvo en el infierno. Al fin y al cabo, soy bueno en lo que hago, estudié largamente este caso, y tendré a disposición todos los recursos que la ciencia puede conjurar, o al menos eso me prometieron. El tema es que tengo la leve sensación de que esta vez eso no será suficiente. Tal vez no esté de más volver a tener conversaciones de cerca con la muerte, poner mis papeles en orden, decir mis adioses en paz. Creo que esta vez mi curiosidad se encontrará con aquello que puede saciarla.

Era mi primera vez en el continente, en la tierra que “no existía”. Era inevitable estar un poco inquieto. No sabía exactamente con lo que me iba a encontrar. La experiencia me dice la teoría es enteramente distinta a la práctica.
De pronto, sonó mi puerta. Unos golpes metálicos agudos de un nudillo contra el hierro. Consulté mi GPS-ID y vi que era el capitán del buque. Me levanté, con mi traje anti polución a medio cerrar, y abrí.
Noté en su rostro cierta sensación de sorpresa o rechazo. Debe ser mi semblante de ultratumba. No soy un tipo alto o de aspecto fiero, pero hace tiempo que la gente se abre paso cuando me ve venir. Me han dicho que mis ojos asustan por ser abismos tan helados.
—Buenos días Doctor Ignasevic. Es un honor tenerlo con nosotros. Aunque sea por unos pocos minutos. Soy el capitán de este acorazado. Quería presentarme en persona para disculparme por el incidente de la seguridad en su llegada.
Tenía aspecto desalineado y cansado. Se notaba el estrés en sus ojos.
—No hay de qué —respondí, algo contrariado. No quería hablar más de aquello. Me di cuenta de pronto que estaba algo fastidiado y no quería demorarme con charlas innecesarias.
—Verá, estos días vienen siendo algo turbulentos, si usted me entiende. Mucha confusión, mucho caos Post Grieta y la ansiedad por los días previos al Torneo. Las ordenes desde arriba viajan para todos lados, algo contradictorias a veces. Muchas veces tengo la sensación de que no damos abasto. Y los preparativos para el Torneo de este año han sido de pesadilla.
—Entiendo. No tiene por qué preocuparse.
—De todas maneras, es un honor, y confiamos en usted. Yo personalmente vengo estudiando su trabajo hace años, sobre todo sus disertaciones sobre el virus negro. Realmente espero que pueda encontrar algún breakthrough, hace años que la investigación está estancada. Igual, qué más da, todo el continente está perdido. Del muro hacia dentro, al menos.
Yo lo miraba perplejo. No era normal aquella manera de expresarse tan franca, y menos para alguien de su rango. Debía estar recibiendo decenas de notificaciones.
—Es difícil mantener la cordura —prosiguió, nerviosamente. —Después de las cosas que hemos visto. Ya sabe, información clasificada como la que manejamos nosotros, engaños, traslado de criaturas peligrosas. Operaciones de encubrimiento. Joder, ¡negar la existencia de casi un continente entero! Es como que para nosotros los militares y políticos de alto rango no existiera la ley. Somos los que hacen las leyes, y las cambiamos según nos convenga.
—No debería hablar así de nuestros dirigentes —dije, cortante, tratando de mirarlo de manera tal que entendiese que estaba cavando su propia fosa. Pero el capitán parecía estar fuera de sus cabales.
—Lo siento, señor Ignasevic, ¡lo siento de veras! Me apena mucho hablarle así. Quiero que entienda, necesito vacaciones. Tal vez definitivas. Necesito… —dijo susurrándome, como si no quisiera que nadie lo escuchara, olvidando que todo lo que veíamos y oíamos era transmitido a las computadoras centrales —Necesito absolución.
Tenía su rostro a escasos centímetros de mi oreja derecha. Me tomaba por los hombros. Mantuve aquella posición el tiempo suficiente como para que se serenase, y luego, con unas palmaditas sobre sus brazos, le indiqué que se separase.
—Todos nos dirigimos hacia nuestra absolución. Inexorablemente. Pero cada uno a su propio ritmo. Yo, por mi parte — dije —espero poder hacer aportes sustanciales a la epidemia del continente muerto, y poder cumplir con la misión que se me asignó: desarrollar un antídoto que inmunice el virus, en caso de que se necesite reducir al Participante Dos.
—Si… entiendo. Disculpe mi indiscreción Doctor. Le repito… ha sido un honor…
Y habiendo dicho eso, se volteó torpemente y se perdió entre los corredores del buque.

En cuanto se hubo retirado, me volví hacia mi habitación y cerré la puerta. Me senté en el discreto escritorio mientras me pasaba las manos sobre la frente y el pelo, tratando de no perder la calma.
Aquella conversación con el mismísimo capitán de un buque militar de máxima seguridad era definitivamente perturbadora.
Me llamó la atención, sin embargo, poder hablar con alguien con tanta naturalidad sobre información clasificada.
Había sido difícil, durante todos estos años como investigador, guardar el secreto de todo lo que sabía, cuando hablaba con gente que no tenía los mismos permisos que yo. La cantidad de mentiras que tuve que fingir había sido abrumadora, y era angustiante hablar con otros y no poder decirles la verdad. Por eso me resultaba extraño hablar con tanta naturalidad sobre estos temas descatalogados.
Mi GPS-ID me marcaba el nivel de clearence de las otras personas, y todo el mundo en el buque estaba marcado con permisos Nivel Cinco, incluso superiores al personal militar con el que me codeaba regularmente en el centro de investigaciones militares en Sudáfrica. Evidentemente aquel buque estaba en conocimiento de algo más. “El barco de la muerte”, se me ocurrió de pronto.

Terminé de vestirme, alisté mis cosas y esperé en silencio durante unos minutos.
Durante ese tiempo, nadie me trajo nada para comer ni beber. Ni una cortesía. Tal vez en el barco de la muerte los tripulantes no comían, o habían perdido el apetito. Me había acostumbrado a que me trataran con deferencia como investigador superestrella en el centro de estudios epidemiológicos, pero debía recordar, estaba entrando en una zona altamente militarizada; esto ya no era la universidad, el laboratorio. Esto era el mismísimo epicentro de la enfermedad, esta era la pura verdad. Nada de cuentos, nada de cortesías. La peste y los campos arrasados.
Luego de unos minutos muertos en donde tuve la mente en blanco, volvieron a llamarme.
Cuatro sujetos de aspecto duro e infeliz me rodearon y escoltaron hasta el helicóptero.
En cuanto hube puesto pie nuevamente en la cubierta, una tromba de viento y agua me arreciaron, sumadas al estruendo del enorme helicóptero militar batiendo sus aspas a todo motor.
Volví a ver el furioso batir de las  olas y el oscuro escenario de las nubes pesadas, cargadas de un gris azulado, pero esta vez sin tanta aprehensión; en cambio, miraba a la tormenta como si fuese un viejo amigo, de esos que no hacen falta las palabras para saber cómo están.
Atravesé la ventisca hasta el helicóptero. Los guardias me ayudaron a subir para que no perdiera la estabilidad.
Me tomé de las barandas, me senté en el asiento trasero, y me coloqué el cinturón de seguridad y los arneses.
Estaba solo. A mi nuevo equipo, lo conocería en el centro de operaciones. Tenía entendido que el grupo anterior al mío había sido asesinado por una fuga de una partida de espectros hacía no mucho.
Cuando la puerta se hubo cerrado, uno de los guardias dio unas órdenes y se dispersaron, permitiendo la partida de la aeronave.
El despegue fue estruendoso, sobre todo mezclándose con la tormenta que azotaba, mientras nos metíamos más y más entre las nubes y la lluvia.
Yo miraba por la ventana mientras el vehículo se elevaba, y el buque se hacía cada vez más pequeño, llenándome de una sensación de vacío, incluso nostalgia, acaso una especie de nerviosismo, como el primer día de clases, pero en una escuela en donde podías morir, una escuela a la que nadie quería ir, donde tus compañeritos eran humanos carbonizados y viscosos de ojos podridos.
Mientras el helicóptero se elevaba aun más, la imagen del barco era sobrecogedora, un único punto gris en medio de un océano terrible, y nada más a nuestro alrededor, con lúgubres nubes cubriendo todo el ancho del cielo hasta donde alcanzaba la vista.
Tal vez no fuese una imagen que nunca hubiese visto en mi vida, pero el estado  de aprehensión en el que estaba me hacía sentirme sobrecogido por este tipo de cuestiones.
El conductor del helicóptero se volvió hacia mí: —Estamos a cien kilómetros del continente, porque es la máxima distancia a la que se atreven a estacionar el buque, por motivos de seguridad, por lo que tenemos aproximadamente treinta minutos de viaje.
—Muchas gracias — dije con voz queda. Bellas y esperanzadoras palabras.
La vida nos lleva por derroteros extraños, como si nos pusiera a prueba, o como si se burlase de nosotros.
Mi historia era otra prueba de ello. No sé por qué me puse a recordar estas cosas en medio del vuelo.
Mi familia fue inmigrante de aquella nación, donde los trataron como perros, donde en el momento de la enfermedad se tuvieron que volver a la tierra de nuestros antepasados, la “madre Rusia”, que tampoco estaba tan maternal en aquellos años de terrorismo y espionaje. Ahora, después de tantos siglos, generaciones, familias, el hijo más pequeño de los Ignasevic volvía para redimirse a la tierra de los sueños… o de las pesadillas.
Todas esas imágenes se me vinieron a la mente sin que pudiera evitarlo. ¿Solo vuelvo a esta tierra para morir? ¿Cuál es el sentido de esta extraña vuelta del destino?
No debería pensar mucho más en esto. Quién sabe si no es ésta una historia de redención.

Volvía a estar en el aire. Mi viaje hasta aquí fue extraño. Recordé el intenso momento de pasar por arriba del continente Titánica, pero sin ver mucho afuera. Algunas tierras desaparecen, otras emergen. Al ser yo especialista en todos los fenómenos surgidos de La Grieta, realmente esperaba poder ver el primer nuevo continente emergido desde las profundidades, a pocos quilómetros de Reino Unido. Pero no hubo tiempo, y la nave tuvo que moverse con total secretismo.
Como para poner mi mente ocupada en algo, traté de ordenar los hechos que recordaba sobre el desastre.
Según los libros de historia clasificados del nivel de Clearence Bronce que había leído como parte de mi entrenamiento, el primer brote había sido a finales del año 2104.
Los hechos que allí se relataban eran muy distintos a lo que se comentaba en las publicaciones populares, pero en el inicio de los manuales se aclaraba específicamente que estábamos accediendo a información privilegiada, y que revelarla implicaba la pena capital.
Después del primer brote, cuyo origen aun hoy está envuelto en misterio, el virus se empezó a propagar con rapidez brutal.
El gobierno local, imprudentemente, trató de tapar a toda costa la gravedad de la epidemia, buscando manejarlo internamente. Se intervinieron teléfonos celulares, los dispositivos personales más populares en aquel entonces, se bloquearon accesos a la red, entradas y salidas de gente y de información. Un caso más de negligencia de las autoridades gubernamentales en pos de alguna ventaja estratégica o de opinión pública.
Lo cierto es que, a pesar de todas aquellas tareas de encubrimiento, el desastre era mayor de lo que todo el mundo suponía, y las soluciones que en un principio se prometieron tan confiadamente no estaban siendo efectivas, al tiempo que la plaga crecía y crecía. Llegó un punto en que era imposible seguir tapando aquel desastre.
Los países limítrofes, al enterarse, cerraron todo tipo de fronteras, montaron vigilancia aérea, y construyeron muros para evitar la propagación del virus. En principio, lo único que se sabía era que el contagio se producía cuando uno de los individuos infectados hacía contacto con el torrente sanguíneo de una persona sin contagiar, es decir, cuando un infectado hería a otro, pero solo se ponía en actividad cuando las personas fallecían.
Se comenzó una operación de inteligencia para lidiar con la opinión pública de la manera más conveniente. Cada estado decía que era un caso que solo estaba ocurriendo en aquel departamento, y que el resto del país estaba bien. Decían eso para ganar tiempo mientras trataban de solucionarlo, pero antes de que se dieran cuenta, el 50% de cada estado ya estaba contaminado.
Limitados por el bloqueo que le habían hecho las otras naciones, el país que incubaba el virus no tuvo más remedio que tratar de solucionarlo internamente. A nivel físico y militar, se rodeó toda la frontera, a la vez que se cerraron todos los aeropuertos. De esa manera, el virus quedó solo puertas adentro, mientras el gobierno hacía todo lo posible por detectar un antídoto antes de que fuera demasiado tarde.
El resto de los países limítrofes ya había cerrado las fronteras incluso antes de que el país que incubaba el virus iniciara el aislamiento, haciendo los muros más altos, más inexpugnables, sumando a ello fosas alrededor de las fronteras.
Al poco tiempo, alrededor del año 2110, diversos estudios a través de satélites determinaron que la población total del país en cuestión había quedado contaminada, y no se podía distinguir por vía satelital si quedaban sobrevivientes. Si los había, estaban escondidos, fuera de la vista.
La infraestructura del país comenzó un deterioro notable, irreversible, en la medida que no parecía quedar capacidad productiva capaz de luchar contra el virus.
El resto de los países se juntó en reuniones secretas para decidir cómo lidiar con aquel desastre. Para que no cundiera el pánico a nivel global, optaron por la opción de decir que en aquel país se había instaurado una violenta dictadura, que tiranizaba a la gente, y que no permitía el ingreso ni egreso de personas. Mediante una serie de noticias falsas y videos montados en estudios de grabación, comenzaron una delicada maniobra ejecutada con precisión milimétrica, para borrar progresivamente del mapa a aquel país, y de desterrarlo también del imaginario de la gente. A la noticia del dictador inventado, le sumaron la técnica de una operación propagandística publicando un ataque nuclear con serie de bombas nucleares y químicas que volvieron al país inhabitable, todo esto en medio de una violenta guerra civil.
Todo el mundo veía las imágenes en los distintos portales con horror y estremecimiento. Ni se les ocurría dudar de ellas. Pero ninguno había estado allí como para constatarlo. ¿Para qué entregarse a la duda? Mejor era creer aquella tragedia, y esperar que nada malo sucediese en el país donde ellos vivían.
¿Qué era de la vida de los verdaderos damnificados? Nadie lo sabía. Probablemente estuviesen todos muertos, infectados, esperando una cura que nunca llegó.
La primer generación vivió con horror aquellos años. La segunda ya no lo recordaba tanto, los nuevos conflictos que se habían generado con la exclusiva finalidad de poner la atención de la plebe en otros puntos se había encargado de ello, en suma con un completo silencio por parte de los medios de comunicación, que evitaban cualquier tipo de mención o información detallada sobre el destino de aquella nación. La generación que vino después ya directamente no tenía registro de que hubiera un país allí.
En el mientras tanto, todos los recursos militares se dedicaron a salvaguardar al resto de la población mundial, empezando por los países limítrofes, y así evitar que aquel virus se propagara, principalmente asegurando el tránsito aéreo.
Para después dejaron el estudio científico de aquel virus, pues el acceso al continente todavía era riesgoso.
Las respuestas les resultaron esquivas desde aquel lejano año 2200 hasta hoy. Nadie sabe qué les pasa a estos humanos, nadie sabe porque no mueren, porqué se mantienen para siempre en ese estado de putrefacción, ni qué tipo de energía los mueve a seguir deambulando.

Yo me había especializado en la extraña mutación que sufrían los hombres y mujeres afectados con el virus, aunque nunca había estudiado un caso en persona. Me bastaba con las imágenes vistas en los videos para sentir asco y pena por aquellos humanos que sufrían tal degeneración.
La transformación era horrorosa: los sujetos no perdían la inteligencia, aunque sí algo de fuerza. Sus músculos y funciones biológicas se deforman, incluso la visión, pero su vitalidad se veía alimentada por una fuerza difícil de precisar. Había algo profundamente inquietante en aquella metamorfosis, algo que era esquivo a la ciencia, a los estudios, al conocimiento detentado por la humanidad.
Me preguntaba a veces como hacía para convivir con lo que sabía, para seguir día a día en aquel contexto de caos, de mentira, de opresión y sufrimiento. Lo cierto es que en el mundo hay belleza. Es parte del escenario. Parte de combo. Aun a mi edad, e incluso siendo yo un hombre de ciencia, me maravilla el hecho de estar vivo. Hay algo muy mágico en esto. Mágico y macabro. La curiosidad aun hoy me deslumbra, me desvela. Me hace sobreponer al horror. Quiero saber. Quiero entender. Tal vez esa sea parte esencial de la maldición, de nuestra condición como humanos. No querer soltar el hilo de Ariadna.
El tiempo pasa y uno se va acostumbrando al laberinto. Tal vez uno se resigna a no salir, pero eso no quiere decir que deje de buscar pistas y esbozar estrategias y teorías de escape. La curiosidad siempre está, nunca se detiene, no se puede desactivar como un switch. La voluntad de seguir jugando el juego es tremenda, indómita, no tiene una lógica racional.
Mi mente se mantuvo en una suerte de niebla, mientras atravesaba aquel mar de nubes cargadas, en soledad. Acertijos en la oscuridad, muchas preguntas sin respuesta. ¿Cuál era el verdadero origen de toda esta desgracia? ¿Podría dar yo con la llave de aquel baúl de secretos, con todas las adversidades en mi contra?

Entre tanto deambular y rememorar, de pronto noté que el helicóptero iniciaba un descenso, y una serie de tierras aparecían en el lejano horizonte.
La base militar ya podía verse, situada en el borde del mar. Me asomé  a la ventana para mirar. Ya se divisaba el continente: La tierra negra.
A un costado, hacia el norte, se veía una figura enorme, algo inclinada, de una mujer con una toga, una corona y una antorcha en su mano. La estatua estaba totalmente oscura, como corroída.
Todo el panorama estaba en tinieblas, tanto el mar como la tierra, al punto de que no se distinguían.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo ante aquella imagen. Me había preparado para el horror, pero aun así no pude evitar estremecerme al ver la real dimensión de aquella tragedia.
Por fortuna para mis asqueados ojos, el helicóptero hizo una maniobra de descenso veloz, aterrizando en el helipuerto de la base militar New Hope.
Aquella edificación era similar a un bastión de tormentas, aguantando en un costado de la costa frente a un mar negro, que azotaba desde los dos frentes: el bramar de las holas de un lado, y la insondable enfermedad del otro.
Era una estructura amplia, aunque no muy alta. Era más bien ancha, como un rascacielos acostado, en forma hexagonal, para poder explorar distintos frentes.
Cuando el helicóptero aterrizó en la terraza, pude divisar una discreta partida que nos aguardaba para recibirnos. Al hacer pie en la superficie, una inmensa e inconfundible sensación de predestinación me abrasó el pecho, atontándome. Vino hacia mí el comandante en jefe a cargo de toda la operación. Él sería la única persona que estaría en un rango superior al mío en todo el destacamento.
Lo saludé de forma queda, aun paralizado por ese advenimiento funesto que me había inmovilizado, y de pronto una curiosidad irresistible se apoderó de mí.
Rompiendo todo protocolo y formalidad, me dirigí hacia el borde occidental de la barandilla para observar. Lo que vi me aterrorizó pero creo que de alguna manera necesitaba verlo con desesperación lo antes posible: el mar de gente con la piel renegrida, pútrida, con un tono incluso verdoso y violáceo, agolpándose monstruosamente contra la pared de la base militar.
La visión me generó instantáneamente nauseas, y la sensación involuntaria de volverme atrás, de retroceder. Por más que los había estudiado toda mi vida, estar frente a ellos cara a cara, verlos amontonados, moviéndose torpemente como se movería una repugnante araña de patas largas y gruesas, me generó una sensación indescriptible, como de apocalipsis, de absolución, de furia divina. Nunca imaginé algo así.
—Así que es cierto... esto... ¿es Estados Unidos? —pregunté.
—Si — me confirmó el comandante que me escoltaba.
—Todo... ¿todo contaminado? ¿Todo corrompido?
 —Todo. Desde Washington hasta San Francisco. Desde Texas hasta Minnesota. Todo cercado con el gran muro. Nada entra. Nada sale. Excepto nosotros.

Me quedé sin palabras durante un tiempo.
Hay cosas más grandes que el humano, que la ciencia ignora. Lo supe entonces.
Me sentí absolutamente conmovido por esta visión, por las cosas que pasan en éste mundo.
El respeto por lo desconocido. El tamaño minúsculo del hombre.
Más que nada, porque la visión de que éste infierno es real y está sucediendo ahora mismo en ésta tierra es la confirmación cabal de que existen cosas fuera de nuestra comprensión, y que esas cosas se encuentran y participan en el mismo laberinto que nosotros, abriéndose paso.
Es un juego de supervivencia, en el que hay que ser impecable para subsistir. Aunque, ¿se puede sobrevivir? ¿O el objetivo es “vivir el mayor tiempo posible, de la mejor manera posible”? ¿Cuál es la perspectiva para el humano?
No soy nada. Qué más da, vivir, morir, salvar al mundo. Eso es cosa de cuentos infantiles. Nadie salva a nadie.
Soy solo otro personaje más en el laberinto… ¿o soy otro muro? ¿Soy acaso uno de los tantos muros que conforman el entramado, muros móviles, de sangre y carne, imposibles de mapear?
Puede ser. Ya lo dije antes, no hay salida en este juego. Si la hay, yo no la he encontrado… Aun.
             

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