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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo III. Tres segundos

Capítulo III. Tres segundos



Nadie podría negar, de las dos mil millones de personas que habitaban el Imperio Alemán, que habían puesto en escena un impresionante show a la altura de la propaganda y expectativa que habían generado. Por lo menos la Administración del Gran Imperio podía quedarse tranquila en ese aspecto. Esta vez sí se pasaron. Solo que, esta vez, ya nadie quedaba para verlo. Ni nadie querría, dicho sea de paso, seguir viendo semejante monstruosidad.
Otro detalle, tal vez más importante, es que ya nadie podía verlo. No había nada que ver en aquellas pantallas omnipresentes, primero cubiertas por humo y fuego, y ahora directamente pobladas por el más absoluto negro. No se veía nada. La transmisión nunca fue cortada oficialmente, pero hacía rato que desde la pantalla no se distinguía nada claro.
El morbo había sido demasiado, los había llevado demasiado lejos, y en esa lejanía, les soltó la mano. Cada habitante del Gran Imperio Alemán de pronto se encontró solo y asustado, con una pantalla mostrando cosas fuera de toda imaginación, cosas imprevistas, tan impensadas como la muerte de un Dios, o como la irrupción de un nuevo Dios en medio de un servicio religioso.
El choque entre las exceptivas y la realidad fue demasiado para el público. Las entradas que llegaban a la Base de Cómputos del Sistema de Registros de comportamiento social estaban colapsando. Quejas y más quejas, pedidos de asistencia, convulsiones, suicidios en masa, histeria colectiva, de la buena.
Nadie tenía un preset para la situación que estaban viviendo. Nadie sabía qué hacer. Ni siquiera las computadoras, procesadores y sistemas de seguridad predictiva podían dar respuesta a aquel caos.
No solo que nada había salido como esperaba la Administración, sino que además se había cortado la luz en media ciudad, algo absolutamente inédito para aquella megápolis. Y sin dudas era algo que, debido al contexto, al nivel de dependencia de aquel recurso, era exponencialmente catastrófico.
La cantidad de colapsos en cuestión de segundos que experimentaron los ciudadanos de Berlín fue tan parecida a una pérdida total del sentido de la realidad que se pareció mucho a la libertad, a una libertad que significa ya no ser, o ser en un contexto sin precedentes, donde a pesar del terror de la indefinición nada está pautado, donde todo está aún por hacerse.
La situación se había tornado visceral. Fuera y dentro del Domo. Las vísceras expuestas fuera de la piel. Ya no quedaban caretas, disfraces, no quedaba ni siquiera la propia piel. No había nada que escondiera o camuflara la esencia de cada uno. Supervivencia. Violencia. Animalidad. Perdida de todo tipo de compasión, mesura y raciocinio.
En la arena de combate la oscuridad era total. No se distinguía la pared vidriada de la jaula mortal con las gradas y el exterior del estadio.
El silencio también era espectral, solo cortado por la risa del Hombre Negro.
Era una risa demoníaca, en nada parecida a la risa humana, ni siquiera parecida a la carcajada maliciosa de un villano, de esos de las películas, que disfrutan de una victoria parcial antes de que el héroe ponga las cosas en su lugar sobre el final. Era una especie de veloz repiqueteo agudo, con un octavado grave, grotesco, como gorgoteando. Algo en ella hacía acordar al oxido, a la herrumbre.
La sensación era abismal, como un sonido macabro que penetraba en el escondite del niño asustado, vulnerando todas sus barreras hasta encontrarlo, indefenso, y lo rodeaba sin tocarlo, lo asfixiaba solo con el sonido que ingresaba por los poros hasta resonar dentro del propio cuerpo, de donde no se puede ya escapar.
Luego se sumaron algunos gritos aislados. Se oían lejanos, desesperados. La desolación era total.
Los alaridos venían de todas las direcciones. Desde afuera del Domo. Gritos de terror. Gritos ahogados por la muerte. El caos había inundado aquel mundo, pero el silencio definitivo absorbía esos gritos de desesperación, los iba recolectando como trofeos.
El cuerpo del Hombre Negro fulguraba en la oscuridad. El horror seguía las finas líneas de la circunferencia de aquella figura hasta arriba, adivinando en la oscuridad un Golem escapado de las pesadillas de un loco.
Extrañamente, otra fuente de luz se percibía, aunque tenue. Las runas del Superhéroe, que se arrastraba por el piso, parpadeaban débilmente en su cuerpo, de un color verde fosforescente.
Era increíble que aún se encontrase con vida, que hubiese sobrevivido hasta el final, pero era innegable su capacidad, su resiliencia, y su sagacidad para moverse con prudencia en los distintos embates y momentos de caos.
De pronto, una fuerza indomable se alzó en esa oscuridad. Desde las mínimas fuentes de luz se adivinaba un contraste oscuro, una sombra negra que se elevaba. Una estridente llama partió la pista como un rayo. Provenía desde lo alto. La magnífica criatura alada tampoco se había rendido.
La irrupción de tanta luz en medio de aquella impenetrable oscuridad tuvo un efecto cegador, como un destello que atonta los sentidos.
Las llamaradas del Dragón generaban iluminaciones esporádicas. Relámpagos de fuego mostrando de a ráfagas, como impresiones fotográficas con mucho flash, un campo derretido, devastado, arrasado, con montañas de muerte a los costados, amontonadas. Cuerpos de guardias, de Príncipes Elfos, Enanos, de un titánico Dinosaurio, acumulados entre la escoria. En medio, cada llamarada mostraba a un Gigante Negro, y una horda de tentáculos reptando lentamente, derramándose por el suelo del Domo en busca de alimento.
El escenario era aterrador. Infernal. Aquellos brazos negros expandiéndose cada vez más, ilustrados lentamente por las llamas, eran como una proyección accidentada de una película de terror cósmico y espectral.
El caos había dado lugar a un infierno en la tierra. Nada estaba sucediendo como debía. Había una sensación de espanto, de irrealidad. Era demasiado como para procesarlo. ¿Era posible que el juicio final se materializase en la tierra de esta forma, por accidente, en medio de un show mediático?
El escenario en donde ahora todo se desarrollaba era como sacado de un contexto muy oscuro y retorcido. La luz mortecina, el estadio vacío, el silencio sepulcral recortado por los gritos de terror en las gradas, que hasta hacía un rato eran la mayor algarabía, la ilusión de un espectáculo épico, y ahora eran la desolación, la agonía, el atasco.
En un momento se había percibido un gran alboroto afuera. Griteríos y corridas. Ahora reinaba una aridez de ultratumba, como si todas las personas del mundo hubiesen escapado.
Y cada tanto, las furiosas llamaradas del Dragón se estrellaban contra las paredes del Domo  como relámpagos furiosos y estremecedores. El Dragón buscaba la salida.
Sin embargo, con la abertura del costado sellada, no había forma de abrirse camino. Desde dentro, la estructura vidriada se mostraba igual de inmaculada que al comienzo de la batalla.
Cuando el Dragón no llameaba, la imagen volvía a la negrura, iluminada apenas con el resplandor metálico y opaco del fulgurar del Espectro Negro.
De pronto, éste alzó sus manos, emitiendo un sonido grabe y deforme con la boca. Los cuerpos que yacían a los costados comenzaron a temblar. Como si un cáncer les creciera desde dentro, sus carnes se volvieron negras, viscosas como un cuerpo de brea, de petróleo pútrido.
Los ojos de los cadáveres ardían velozmente, como llamas desesperadas, de colores rojizos, violáceos, como un sol estallando. Luego se apagaban, cuando la carne se terminaba de tornar negra, y los ojos quedaban vacíos y secos. Pero los cuerpos comenzaban a moverse nuevamente.
El Hombre Desintegrado, que se arrastraba entre aquel caos, con sus tatuajes verdes fluorescentes aun en constante movimiento, se asqueó al sentir como los cuerpos muertos cobraban vida a su lado, e intentaban tomarlo, cual ebrios que intentan sujetarse a algo antes de caer.
A pocos metros del Hombre Desintegrado, el T-Magnus empezó también a reaccionar. Temblaba como un poseso. En medio de la pista oscura, su cuerpo descascarado también comenzó a fulgurar, como una brasa que no está completamente apagada, y que con el contacto con el viento comienza a brillar de nuevo. Le faltaba media mandíbula y tenía un hueco en la barriga. Su cola estaba partida, y solo le quedaba un ojo y un brazo.
Tenía un aspecto gutural.
Terminó de incorporarse de manera fantasmal, como halado por un titiritero zombie que revive y vuelve a dar vida a sus creaciones olvidadas para desempolvar su viejo teatro de las pesadillas.
Se movía con lentitud al principio, pero de pronto se espabilaba y hacía movimientos bruscos, casi espasmódicos, similares al gesto abdominal de alguien que vomita.
De pronto se volteó hacia el Superhéroe, como si alguien le hubiese revelado que alguien aún seguía con vida. Los cuerpos muertos también parecieron volverse hacia él.
El Hombre Desintegrado hizo un esfuerzo sobrehumano para poder levantarse y evitar que estos espectros terminaran de sujetarlo. Se elevó a la parte alta del Domo justo a tiempo de esquivar un zarpazo del Dinosaurio, donde también el Dragón daba vueltas, a oscuras, chocándose con las paredes invisibles de la cúpula, en total oscuridad.
El Hombre Negro, a ciegas, se dirigió hacia la Bestia. Ésta no intentó escapar, pero no buscaba el combate. Esperaba, agazapada, juntando fuerzas. Se sentía una extraña rivalidad entre estos dos personajes, que se medían en silencio, hacia el final.
Los tentáculos del Zombie comenzaron a reptar hacia la criatura mitológica. Eran más de diez, de distintos tamaños, partiendo de varias direcciones a la vez.
Cuando llegaron hasta la Criatura Mitológica tomaron forma de puños y comenzaron a golpearla, con una velocidad y potencia tal que apenas podía defenderse.
La Bestia se resistía como un toro moribundo y ensartado, rodeado por sádicos e inhumanos toreros, desprovistos de todo sentido de humanidad, piedad y decencia.
El Zombie estaba derrotando a la Bestia, que estaba tan debilitada que ya no podía casi defenderse.
En lo alto, el Superhéroe hacía uso de lo poco que quedaba de energía en su ser para tratar de entender lo que estaba pasando. La oscuridad no lo dejaba pensar. O acaso era el agotamiento extremo, mental y físico.
Su mente trabajaba, torpemente, como un caballo extenuado, pero aún no se rendía.
Las piezas del rompecabezas estaban ahí. Chamuscadas, bañadas en sangre, pero estaban. Solo un poco más. Un poco más.
Pensó en el corte de luz. ¿Qué lo había provocado? No tenía sentido algo así en medio de una gran ciudad, tan automatizada como esta. Pero, de nuevo, ¿Cuáles de todas las cosas que habían sucedido en las últimas horas tenían realmente sentido?
Mientras seguía suspendido en el aire, tuvo que esquivar una llamarada. La ráfaga de fuego iluminó por un segundo todo a su alrededor, dotándolo de una súbita revelación. Pensó en el Ninja, aquel infiltrado seguido por una horda de guardias. Pensó en la abertura. ¿Cómo se había abierto camino hacia el Domo?
No lograba descifrarlo, pero sentía que estaba cerca. Repasó, como pudo, en medio de la oscuridad, los eventos recientes que lo agobiaban. Repasó el agujero en la estructura, y la compuerta metálica electrificada que había sellado la salida luego de que él mismo lo ayudara a escapar.
Lo que sí era seguro es que el Domo no era tan invulnerable como les habían dicho.
Recordó cuando quiso salir por la abertura lateral y un sistema de seguridad eléctrico le había impedido tocar los bordes. Recordó como una radiación eléctrica rodeaba toda la zona con un ruido de tensión insoportable, y como el Hombre Negro salió disparado hacia atrás al querer golpearla.
En medio de un clima de desolación, de oscuridad total, solo con los destellos del fuego del Dragón desbocado, el Hombre Desintegrado se activaba una vez más: se la jugaba el todo por el todo.
Entre gritos, su energía refulgió una última vez. Las runas de sus tatuajes se movían con lenta maquinalidad, variando su intensidad, pero traqueteando, haciendo conexiones, despertando.
Ungió su puño derecho en energía, esperando que fuese suficiente. Cuando el Dragón lanzó una llamarada, iluminando súbitamente la pista, aprovechó el destello y el estruendo para golpear la parte más alta del Domo.
Cuando el fuego volvió a alumbrar, su puño golpeó otra vez la superficie, exactamente en el mismo lugar del primer impacto.
Al principio sintió que era en vano. Pero siguió golpeando una vez, y otra vez, y otra vez.
Haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, en una llamarada especialmente rabiosa del Dragón, un golpe perfecto impactó en la superficie del Domo, y una fina línea apareció detrás de su mano: el vidrio se rajó.
Aquel sonido agudo, chirriante, corto pero concretamente perceptible, fue el sonido más dulce que había escuchado en décadas.
El Domo se quebraba.
Casi con lágrimas en los ojos, el Superhéroe miraba esa pequeña rajadura en esa cárcel de vidrio, que auguraba infinitas posibilidades, iniciando por una situación clave, la llave de todas las posibilidades: el cristal partiéndose, abriendo una puerta que lo dejaría escapar al mundo exterior.
Alimentado por esa nueva esperanza, su puño comenzó a golpear con renovada energía la superficie vidriada. Atacaba con frenesí, sin esperar a las llamaradas del Dragón, movido por la ansiedad. A cada nuevo impacto, un leve sonido de resquebrajamiento crecía por el vidrio como una raíz.
Mientras más se expandían las grietas del vidrio roto, más se debilitaba la estructura: la rotura comenzó a expandirse cada vez más, hasta las partes laterales del Domo.
Finalmente, cuando algunas grietas se conectaron entre sí, el primer trozo de cristal se desprendió de la superficie y cayó.
En la parte baja, el Hombre Negro detuvo la sumisión de la Bestia para mirar hacia arriba. El sonido del Domo rompiéndose le llamó poderosamente la atención.
El sonido también llamó la atención del Dragón, que detuvo sus llamaradas y volvió su cabeza hacia arriba, donde se encontraba el Superhéroe. Mientras el Hombre Desintegrado continuaba golpeando estratégicamente el mismo lugar en donde se producía el centro de la grieta, el Dragón le lanzó una llamarada, mientras volaba acercándose hacia él.
El Hombre Desintegrado, contrariado en medio de su excitación por querer escapar, sintió como el calor lo envolvía, presa del pánico. Con gran rapidez usó su energía para protegerse de la llamarada del Dragón, creando una especie de traje de luz, pero su agotamiento era tal que la parte que cubría su espalda estaba debilitándose, permitiéndole quemaduras en el torso. Sin embargo, la ansiedad por salir hacía que no pudiera abandonar ahora el ataque, cuando estaba a punto de romper el vidrio del Domo.
Embriagado por la desesperación de romper la jaula de cristal, continuó ese doble esfuerzo de golpear la superficie y mantener la protección de energía que lo protegía de la llamarada, soportando las quemaduras que cada vez más arreciaban su espalda.
Por cada golpe que daba, más se quemaba. Las llamas le iban destrozando la piel, pero lo mismo él golpeaba y golpeaba el vidrio, casi fuera de sí.
Cuando el Superhéroe estaba por desfallecer, golpeando ya con debilidad el cristal, la llamarada desapareció.
El Dragón se dio cuenta de que el Superhéroe no intentaba atacarlo, sino que buscaba romper la superficie del Domo.
En ningún momento buscó volverse para contratacar o defenderse. Solo intentaba escapar. Y si abría una vía de escape, él también podría salir.
Fue entonces cuando, por primera vez desde que estaba libre de su sometimiento, el Dragón suspendió su ataque y su comportamiento frenético. Las llamas cesaron, trayendo nuevamente la oscuridad.
Ahora solo volaba a un costado, con una mirada casi solemne, expectante.
Comenzó a rodear al Superhéroe, para ver exactamente dónde estaba desgarrando el Domo. La luz era mínima, pero alcanzaba para ver como cada vez más trozos de vidrio caían por el aire, mostrando la vulnerabilidad del vidrio de aquel infernal coliseo.
El Hombre Desintegrado se volteó y apreció, con una mezcla de alivio y alerta, como el Dragón aguardaba a su lado, dándose cuenta de que ya no iba a atacarlo. El porte, e incluso la mirada de esa magnífica criatura infundía un enorme respeto.
Entonces, para su sorpresa, el Dragón comenzó a lanzar su fuego al punto exacto donde él estaba generando la abertura.
Al ver que el Dragón estaba ayudándolo, el Hombre Desintegrado sintió una ligera emoción. Era la primera muestra de cooperación en toda aquella demencial jornada de muerte encarnizada. El esfuerzo que estaba haciendo para vulnerar la materialidad del vidrio de pronto cedió muchísimo, al ser ablandado por el fuego colosal.
Sin embargo, la llama se cortó súbitamente. El Dragón sintió como algo firme se enredaba en su cola, halándolo hacia abajo.
Con horror, el Hombre Desintegrado vio como las manos negras en forma de tentáculo del Gigante Negro se enredaban en el Dragón, tirándolo hacia la superficie.
Sin embargo, el Dragón se movió con una furia tan indomable, que voló hacia arriba con fuerza brutal resistiéndose al agarre, y chocó con el Domo, astillando toda la superficie como una estrella, que trepó con un sonido agudo hacia múltiples direcciones sobre el vidrio oval que recubría la pista.
El agarre del Espectro Negro se mantuvo durante el mayor tiempo posible, pero fue despedido por el aire como una cometa arrastrada por un tornado, y finalmente se soltó, volando hacia un costado.
Sin embargo, se recuperó rápidamente, y nuevamente los tentáculos surcaron el aire en busca del Dragón.
Sabiendo que no tenían mucho tiempo con el Espectro Negro asediándolos, el Superhéroe y el Dragón aceleraron los ataques sobre el orificio del vidrio en la parte superior, buscando esa premisa que todo el tiempo les había sido negada, ya desde el origen, desde las condiciones fundamentales de su mundo, una opción que no estaba dentro de las reglas del juego, y sin embargo ahora estaba tan cerca, era tan latente, tan posible que casi podía tocarse con las manos, casi podía olerse el aire limpio de la libertad que corría del otro lado.
Cada nuevo golpe hacía caer trozos de vidrio, liberando cada vez más la zona. Entre golpe y golpe, las llamas del Dragón ablandaban la zona y socavaban los espacios que ya no eran cubiertos por el impenetrable material.
Al final, trabajando juntos, pudieron abrir un portal el vidrio. Una placa de dos metros de largo de aquel material irrompible se desprendió de la superficie, cayendo al vacío silenciosamente, ante la atónita mirada del Superhéroe y el Dragón, que seguían su trayectoria hacia el vacío, viendo como el vidrio resplandecía al recibir la leve luz del Espectro Negro.
No podían creerlo. Una nueva puerta volvía a abrirse.
Desde abajo, la Bestia y el Espectro también miraban con cierta ansiedad aquella ventana que se abría en el punto más alto del Domo.
En cuanto se liberó el camino, el Superhéroe se adentró en la estructura del estadio, en medio de aquella negrura cargada de materiales y circuitos mecánicos y eléctricos, desgarrándola como un poseso, embriagado de una angustia rabiosa.
Luego de atravesar la primera capa, el resto de los materiales, aunque rígidos, no eran nada en comparación. Escarbaba como un topo desesperado, obnubilado por la idea de poder salir de aquel infierno, espantado como si el mismísimo demonio le pisase los talones, lo cual, pensándolo bien, no era del todo falso.
Cuando se topaba con algo duro, se retiraba, dejando el espacio libre para que el Dragón bañara todo de fuego, derritiendo los materiales.
Se coordinaban con asombrosa armonía, sin mediar palabra ni cruzar miradas, motivados por el mismo fin, entendiendo que sus habilidades se complementaban. Tal vez no había sido del todo casualidad que ambos personajes hubiesen sobrevivido hasta aquella instancia.
Los tentáculos del Gigante Negro seguían intentando apresar al Dragón, como un niño caprichoso que trata de asir el hilo del globo que se le escapó de las manos, pero la Bestia Alada se negaba a doblegarse, indómita, moviéndose rebelde y girando, mientras continuaba bañando de fuego la apertura que estaban abriendo con el Superhéroe, agrandándola cada vez más.
El Hombre Desintegrado, ya en el límite de sus fuerzas, usó su última energía para terminar de abrirse paso entre la maraña de materiales, donde ya lograba oír una nueva serie de ruidos, de gente moviéndose de un lado al otro. Fue como oír un coro de ángeles bajando desde el cielo con las nuevas de la redención final de la humanidad. Ese deseo de libertad solo era comprensible considerando el tipo de prisión al que habían sido confinados aquellos participantes.
Ya casi se veía el pasillo exterior que daba a los Grandes Salones de la Entrada, cuando se topó con una barrera metálica que obstruía el paso. Él hubiese podido rodearla, pero, calculando un instante, se percató de que el Dragón se quedaría atascado allí cuando atravesase el pasadizo.
Sin embargo, se dio cuenta de que si socavaba la parte inferior donde esa viga se posaba, podría liberar momentáneamente el camino del túnel, para que el espacio fuese suficiente. El Hombre Desintegrado, en un nuevo ataque de locura, se dijo que no podía dejarlo atrás. No podía escapar y olvidarse de todo.
Fue entonces que el Superhéroe, haciendo uso de toda su fuerza, sujetó la viga hacia atrás, abriendo un gran canal, despejando el camino para que el Dragón saliera.
Cuando el Dragón se percató de que aquel humano estaba sosteniendo aquella viga, abriendo el camino, esperando por su paso, comenzó a trepar por el tosco corredor que se había abierto en el cuerpo de la infraestructura del estadio.
Las llamas que habían bañado los materiales de aquel conducto habían redondeado las texturas de los metales y circuitos, facilitando que la enorme Criatura cruzase el umbral.
Mientras promediaba el paso por el túnel, se encontró con el Superhéroe sosteniendo la viga para permitirle el paso. Sus ojos se cruzaron un instante, como dos universos distantes, completamente distintos uno del otro, imposibles de entenderse entre sí, incluso de interpretarse, pero que en aquel breve momento se cruzaban, como un sueño que mezcla dos realidades que se experimentan desde lejos, sin siquiera tocarse. Luego el Dragón atravesó trabajosamente la abertura, arrastrándose por el improvisado pasillo entre los mecanismos y materiales destrozados y derretidos.
Al salir el Dragón, la pista volvió a quedar a oscuras, apenas iluminada por el fulgurar del Gigante Negro.
Abajo, la Bestia estaba en estado de agonía, siendo sodomizada por el Hombre Negro, que se entretenía en torturarla, distraído, mientras sus ojos en realidad miraban hacia arriba con infinita apatía.
El resto era silencio y quietud. La batalla como tal había terminado.
El Hombre Desintegrado ya no tenía nada que hacer allí. Soltó la viga que estaba sosteniendo con gran esfuerzo, la cual hizo un estruendo al rebotar contra la estructura interior de la pared del Domo.
Se disponía a salir de una vez por todas.
El camino estaba despejado.
Comenzó a atravesar el hueco que había creado, por donde había salido el Dragón. Miró una última vez hacia abajo, a la arena donde casi había perdido la vida, donde tanta demencia junta había sido encerrada para el entretenimiento de la plebe. Sintió asco, en lo más profundo de su ser. La arena estaba arrasada, llena de muerte. En medio de la desolación, sus ojos se encontraron con la horrible mirada del Hombre Negro. No se lo veía contento, pero ya estaba fuera de su alcance.
Finalmente, el Superhéroe atravesó el túnel y se perdió del otro lado.
Sin embargo, cuando se encontraba ya en el pasillo general que rodeaba los accesos a las gradas, saliendo de las entrañas del Domo como un recluso redimido, un rayo de luz blanca lo impulsó desde arriba hacia abajo.
Y tan súbitamente como el estadio había quedado a oscuras, la pista se iluminó por completo.
Pero no fue el regreso de la electricidad.
Un haz de luz proveniente de arriba se hizo presente en el coliseo.
¿Era dios?
¿Era el fin del mundo?
¿Era el juicio final?
El organizador tendría que dar cuenta de aquel desastre.
Distintos materiales de la estructura del estadio se descascaraban cayendo aparatosamente desde la abertura de la parte alta del Domo, por donde el Haz de Luz caía casi como una representación divina, manteniendo al Superhéroe rendido contra el suelo, como atrapado contra el bramar de una catarata.
El cuerpo del Superhéroe estaba en el piso. No se movía. Parecía estar aplastado por ese haz de luz, que lo empujó hacia abajo cuando ya estaba por quedar libre de aquel desastre.
El Hombre Negro miraba sin entender el torrente luminoso que brillaba en medio de la arena de combate. Era el único ser de pie en toda la pista.
En los costados del Domo, ya bañado de luz, podía apreciarse el caos. El vidrio estaba resquebrajado por distintas partes. Toda la parte superior estaba ennegrecida, con un enorme hueco justo en el centro del ovalo de la parte superior del Domo.
Las criaturas negras que habían sido cadáveres se cubrían los ojos muertos ante aquel destello.
El T-Magnus Zombie también se movía nervioso, volteándose ante aquel brillo que le perturbaba la vista.
Había una fuerte sensación de contraste entre aquellas fuerzas. La negrura y la luz. La oscuridad y la claridad. Lo demoníaco y lo divino.
La imagen se mantuvo estática un largo segundo, mientras es haz de luz mostraba un relieve en constante movimiento, con un fluir de energías suave, hipnótico, al tiempo que leves movimientos en el fondo de la arena de combate mostraban oscuras figuras reaccionando ante la luz, y el gran Espectro Negro se acercaba al punto central con curiosidad, pero también con cautela.
De pronto se produjo una especie de chispazo.
Desde el haz de luz brotó una ramificación, como un relámpago controlado por fuerzas magnéticas. Una nueva línea de luz se desprendió del chorro principal y comenzó a reptar hacia la Bestia, que yacía agonizante, completamente enlazada por cintas negras y viscosas, que le rodeaban el cuerpo y lo estrangulaban.
El haz secundario comenzó a succionar a la Bestia, estrujada ahora por dos fuerzas antagónicas que la sujetaban y tironeaban.
El Hombre Negro opuso algo de resistencia ante el secuestro, pero realmente no tenía ningún interés puntual en seguir torturando a un rival rendido, así que la dejó ir, ante la presión cada vez más fuerte del haz de luz, que succionaba con potencia.
En una imagen épica, casi divina, desprovista de todo color y saturación, cargada de texturas y contrastes como un grabado de Rembrandt, la Bestia era abducida en medio de aquel escenario devastado y apocalíptico, aquella cúpula de desolación. Durante el lento acenso, las referencias inmediatamente hacían pensar en un relato religioso: un guerrero surgido de las entrañas de la tierra es enviado a luchar contra el demonio. Pero el espectro es demasiado fuerte, demasiado sádico y cruel, y el guerrero ya no tiene fuerzas para seguir luchando. Justo antes de la muerte, en una irrupción milagrosa, fuera de toda posibilidad y comprensión, hace su aparición el creador para reclamar a su enviado y traerlo de vuelta consigo, redimiéndolo de la ejecución del exterminador.
La Bestia flotaba lentamente hacia arriba, con los miembros ligeramente hacia atrás. Mostraba un aspecto tan lastimoso que provocaba una expresión que iba entre la consternación y el asco. Con el cuerpo completamente quemado, con uno de los cuernos cortados, con grotescos cortes en el cuello, espalda y tobillo, y con el rostro desfigurado por los golpes.
Cuando la Bestia llegó finalmente al haz central, fue envuelta por una luminosidad densa, como una gruesa capa de lluvia de verano, hasta perderse entre la bruma.
Con esto, el haz de luz comenzó a retirarse hacia arriba, por donde había venido, lentamente, sumiendo nuevamente en oscuridad a aquella castigada arena de combate.
Abajo, el Hombre Negro comenzó a deambular, con aire aburrido, mirando a su alrededor como el caos se había apoderado de aquella arena de combate.
El caos que él había generado.
Contemplaba aquel paramo yermo, pleno de muerte, escombros y nuevos espectros que reptaban como alimañas, y se mostró complacido.
Vio tirado en el piso al Hombre Desintegrado, todavía presa de la presión de la energía luminosa que lo había arrastrado justo antes del escape. Por alguna razón, la serie de inscripciones que tenía en el cuerpo le perturbaron enormemente.
Una ira lo inundó, irracionalmente, de modo que lanzó uno de sus tentáculos y le rompió el cuello, que quedó volteado de una manera horrenda.
Fue casi como si no tolerase la vida, como un enviado maligno que despreciase toda creación.
El héroe estaba tirado, rendido. Su cuello estaba girado en un ángulo completamente incorrecto. Sus ojos, opacos y perdidos, no miraban a ningún lado. Su energía había llegado a su límite en el momento en que dejó paso al Dragón, y no quedó nada cuando se encontró con el haz de luz al atravesar la última barrera del Domo.
El Hombre Negro, que seguía refulgiendo levemente, se volteó para observar las distintas grietas en las partes bajas de la estructura vidriada.
En ese pequeño instante, sorpresivamente, una figura se precipitó desde el Haz de luz, que aún no había terminado de desaparecer desde el orificio en la base superior del Domo.
Estaba completamente bañada en luz, y la irradiaba, y en medio de semejante oscuridad generaba un efecto cegador que impedía verle la forma con precisión.
Cayó con cierta rapidez hasta la base de la arena de combate, justo donde estaba el cuerpo del Hombre Desintegrado. Se posó ante él, y le puso las manos sobre los ojos.
Todas las criaturas oscuras se volvieron hacia aquella imagen. También el Gigante Negro. De pronto, comenzaron a acercarse, primero con cierta timidez, y luego con más rapidez. Cada vez más y más cuerpos rodeaban a aquel ser de luz agachado contra el cuerpo del Superhéroe.
Ya estaban completamente rodeados por las criaturas más espeluznantes: cuerpos mutilados, cadavéricos, figuras extrañas y deformes, un enorme dinosaurio escabroso, y un Titán Oscuro, detrás de ellos, emergiendo como una montaña maldita, como el líder de una pandilla que supervisa como sus súbditos ejecutan al prisionero de la banda rival, aguardando al final.
En ese instante, el ser de luz aceleró su magia: de sus extremidades brotó una intensa vibración, y el cuerpo del superhéroe se rectificó, como tonificado; su cuello se enderezó, y sus ojos se abrieron con fuerza. Pero detrás de los parpados, no había blanco. Solo una negrura opaca, extraña.
Su rostro lucía extraño, sin un iris y una pupila distinguible, a lo que se sumaba una extraña mueca en la forma en que fruncía la boca.
Sin vacilar un instante, el ser de luz y el Superhéroe revivido volaron hacia arriba justo antes de que la horda de criaturas los cubriese, esquivando los tentáculos del Espectro Negro que se estiraron en el aire para agarrarlos en pleno escape, y llegaron con lo justo al haz de luz que ya estaba por desaparecer del orificio.
Apenas los dos cuerpos entraron en el aura, esta se succionó a través del canal que había abierto el Dragón y abandonó el Domo.
La luz volvió a abandonar el estadio.
Pero esta vez definitivamente.
El Hombre Negro se quedó solo en el medio de la pista, con el T-Magnus zombie caminando a su lado, alienado, y el resto de sus criaturas reptando a su alrededor.
En medio del caos, comenzó a reírse nuevamente, con ese ronquido fuera de este mundo, grave y tenebroso.           
La luz seguía cortada, pero podía percibirse un resplandor lejano, como si en los alrededores del estadio hubiese fuego por doquier. Las gradas eran un campo de posguerra, como pequeñas ruinas interminables de una ciudad miniatura. También se empezaron a escuchar gritos y sirenas, cada vez más audibles, llegando desde las grietas y aberturas del resquebrajado vidrio.
De pronto se escucharon golpes en las paredes exteriores del Domo. Súbitamente, de distintos puntos, fragmentos de vidrio se desprendían y resquebrajaban, abriendo nuevas aberturas laterales en aquella cárcel de cristal.
A través de estas nuevas puertas se empezaron a ver siluetas negras caminando torpemente, de a cientos, como un ejército de demonios recién nacidos.
Se escucharon más explosiones. Aquel pequeño infierno que había sido aquella arena de combate se ramificaba, como una primavera demencial, trepando en todo lo que encontraba, corrompiéndolo, succionándole la vida para florecer en racimos de sangre fresca, en resplandeciente muerte, en anarquía crepitante.
Todo se pintaba de negro, de fuego, del rojo vomitivo de la sangre fresca, recién vertida.
Todo era alaridos, estremecimiento, horror sin nombre, en medio de la oscuridad, como una gran tumba colectiva en donde no había salida, y la soledad se mostraba abismal mientras las uñas de los otros enterrados vivos desgarraban la piel con tal de asirse para escalar entre los cuerpos sepultados, halándote hacia abajo.
Y la risa, la espectral carcajada, resonando en el fondo, entremezclándose con el caos.

Una oscuridad crece.


Final del segundo tres.


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