Nadie podría negar, de las dos mil millones
de personas que habitaban el Imperio Alemán, que habían puesto en escena un
impresionante show a la altura de la propaganda y expectativa que habían
generado. Por lo menos la Administración del Gran Imperio podía quedarse
tranquila en ese aspecto. Esta vez sí se pasaron. Solo que, esta vez, ya nadie
quedaba para verlo. Ni nadie querría, dicho sea de paso, seguir viendo
semejante monstruosidad.
Otro detalle, tal vez más importante, es que
ya nadie podía verlo. No había nada que ver en aquellas pantallas
omnipresentes, primero cubiertas por humo y fuego, y ahora directamente
pobladas por el más absoluto negro. No se veía nada. La transmisión nunca fue
cortada oficialmente, pero hacía rato que desde la pantalla no se distinguía
nada claro.
El morbo había sido demasiado, los había
llevado demasiado lejos, y en esa lejanía, les soltó la mano. Cada habitante
del Gran Imperio Alemán de pronto se encontró solo y asustado, con una pantalla
mostrando cosas fuera de toda imaginación, cosas imprevistas, tan impensadas
como la muerte de un Dios, o como la irrupción de un nuevo Dios en medio de un
servicio religioso.
El choque entre las exceptivas y la realidad
fue demasiado para el público. Las entradas que llegaban a la Base de Cómputos
del Sistema de Registros de comportamiento social estaban colapsando. Quejas y
más quejas, pedidos de asistencia, convulsiones, suicidios en masa, histeria
colectiva, de la buena.
Nadie tenía un preset para la situación que
estaban viviendo. Nadie sabía qué hacer. Ni siquiera las computadoras,
procesadores y sistemas de seguridad predictiva podían dar respuesta a aquel
caos.
No solo que nada había salido como esperaba
la Administración, sino que además se había cortado la luz en media ciudad,
algo absolutamente inédito para aquella megápolis. Y sin dudas era algo que,
debido al contexto, al nivel de dependencia de aquel recurso, era exponencialmente
catastrófico.
La cantidad de colapsos en cuestión de
segundos que experimentaron los ciudadanos de Berlín fue tan parecida a una
pérdida total del sentido de la realidad que se pareció mucho a la libertad, a
una libertad que significa ya no ser, o ser en un contexto sin precedentes,
donde a pesar del terror de la indefinición nada está pautado, donde todo está
aún por hacerse.
La situación se había tornado visceral. Fuera
y dentro del Domo. Las vísceras expuestas fuera de la piel. Ya no quedaban
caretas, disfraces, no quedaba ni siquiera la propia piel. No había nada que
escondiera o camuflara la esencia de cada uno. Supervivencia. Violencia.
Animalidad. Perdida de todo tipo de compasión, mesura y raciocinio.
En la arena de combate la oscuridad era
total. No se distinguía la pared vidriada de la jaula mortal con las gradas y
el exterior del estadio.
El silencio también era espectral, solo
cortado por la risa del Hombre Negro.
Era una risa demoníaca, en nada parecida a la
risa humana, ni siquiera parecida a la carcajada maliciosa de un villano, de
esos de las películas, que disfrutan de una victoria parcial antes de que el
héroe ponga las cosas en su lugar sobre el final. Era una especie de veloz
repiqueteo agudo, con un octavado grave, grotesco, como gorgoteando. Algo en
ella hacía acordar al oxido, a la herrumbre.
La sensación era abismal, como un sonido
macabro que penetraba en el escondite del niño asustado, vulnerando todas sus
barreras hasta encontrarlo, indefenso, y lo rodeaba sin tocarlo, lo asfixiaba
solo con el sonido que ingresaba por los poros hasta resonar dentro del propio
cuerpo, de donde no se puede ya escapar.
Luego se sumaron algunos gritos aislados. Se
oían lejanos, desesperados. La desolación era total.
Los alaridos venían de todas las direcciones.
Desde afuera del Domo. Gritos de terror. Gritos ahogados por la muerte. El caos
había inundado aquel mundo, pero el silencio definitivo absorbía esos gritos de
desesperación, los iba recolectando como trofeos.
El cuerpo del Hombre Negro fulguraba en la
oscuridad. El horror seguía las finas líneas de la circunferencia de aquella
figura hasta arriba, adivinando en la oscuridad un Golem escapado de las
pesadillas de un loco.
Extrañamente, otra fuente de luz se percibía,
aunque tenue. Las runas del Superhéroe, que se arrastraba por el piso, parpadeaban
débilmente en su cuerpo, de un color verde fosforescente.
Era increíble que aún se encontrase con vida,
que hubiese sobrevivido hasta el final, pero era innegable su capacidad, su
resiliencia, y su sagacidad para moverse con prudencia en los distintos embates
y momentos de caos.
De pronto, una fuerza indomable se alzó en
esa oscuridad. Desde las mínimas fuentes de luz se adivinaba un contraste
oscuro, una sombra negra que se elevaba. Una estridente llama partió la pista
como un rayo. Provenía desde lo alto. La magnífica criatura alada tampoco se
había rendido.
La irrupción de tanta luz en medio de aquella
impenetrable oscuridad tuvo un efecto cegador, como un destello que atonta los
sentidos.
Las llamaradas del Dragón generaban
iluminaciones esporádicas. Relámpagos de fuego mostrando de a ráfagas, como
impresiones fotográficas con mucho flash, un campo derretido, devastado,
arrasado, con montañas de muerte a los costados, amontonadas. Cuerpos de guardias,
de Príncipes Elfos, Enanos, de un titánico Dinosaurio, acumulados entre la
escoria. En medio, cada llamarada mostraba a un Gigante Negro, y una horda de
tentáculos reptando lentamente, derramándose por el suelo del Domo en busca de
alimento.
El escenario era aterrador. Infernal.
Aquellos brazos negros expandiéndose cada vez más, ilustrados lentamente por
las llamas, eran como una proyección accidentada de una película de terror
cósmico y espectral.
El
caos había dado lugar a un infierno en la tierra. Nada estaba sucediendo como
debía. Había una sensación de espanto, de irrealidad. Era demasiado como para
procesarlo. ¿Era posible que el juicio final se materializase en la tierra de
esta forma, por accidente, en medio de un show mediático?
El
escenario en donde ahora todo se desarrollaba era como sacado de un contexto
muy oscuro y retorcido. La luz mortecina, el estadio vacío, el silencio
sepulcral recortado por los gritos de terror en las gradas, que hasta hacía un
rato eran la mayor algarabía, la ilusión de un espectáculo épico, y ahora eran
la desolación, la agonía, el atasco.
En
un momento se había percibido un gran alboroto afuera. Griteríos y corridas.
Ahora reinaba una aridez de ultratumba, como si todas las personas del mundo
hubiesen escapado.
Y
cada tanto, las furiosas llamaradas del Dragón se estrellaban contra las
paredes del Domo como relámpagos
furiosos y estremecedores. El Dragón buscaba la salida.
Sin
embargo, con la abertura del costado sellada, no había forma de abrirse camino.
Desde dentro, la estructura vidriada se mostraba igual de inmaculada que al
comienzo de la batalla.
Cuando el Dragón no llameaba, la imagen
volvía a la negrura, iluminada apenas con el resplandor metálico y opaco del
fulgurar del Espectro Negro.
De pronto, éste alzó sus manos, emitiendo un
sonido grabe y deforme con la boca. Los cuerpos que yacían a los costados
comenzaron a temblar. Como si un cáncer les creciera desde dentro, sus carnes
se volvieron negras, viscosas como un cuerpo de brea, de petróleo pútrido.
Los ojos de los cadáveres ardían velozmente,
como llamas desesperadas, de colores rojizos, violáceos, como un sol
estallando. Luego se apagaban, cuando la carne se terminaba de tornar negra, y
los ojos quedaban vacíos y secos. Pero los cuerpos comenzaban a moverse
nuevamente.
El Hombre Desintegrado, que se arrastraba
entre aquel caos, con sus tatuajes verdes fluorescentes aun en constante
movimiento, se asqueó al sentir como los cuerpos muertos cobraban vida a su
lado, e intentaban tomarlo, cual ebrios que intentan sujetarse a algo antes de
caer.
A pocos metros del Hombre Desintegrado, el
T-Magnus empezó también a reaccionar. Temblaba como un poseso. En medio de la
pista oscura, su cuerpo descascarado también comenzó a fulgurar, como una brasa
que no está completamente apagada, y que con el contacto con el viento comienza
a brillar de nuevo. Le faltaba media mandíbula y tenía un hueco en la barriga.
Su cola estaba partida, y solo le quedaba un ojo y un brazo.
Tenía un aspecto gutural.
Terminó de incorporarse de manera fantasmal,
como halado por un titiritero zombie que revive y vuelve a dar vida a sus
creaciones olvidadas para desempolvar su viejo teatro de las pesadillas.
Se movía con lentitud al principio, pero de
pronto se espabilaba y hacía movimientos bruscos, casi espasmódicos, similares
al gesto abdominal de alguien que vomita.
De pronto se volteó hacia el Superhéroe, como
si alguien le hubiese revelado que alguien aún seguía con vida. Los cuerpos
muertos también parecieron volverse hacia él.
El Hombre Desintegrado hizo un esfuerzo
sobrehumano para poder levantarse y evitar que estos espectros terminaran de
sujetarlo. Se elevó a la parte alta del Domo justo a tiempo de esquivar un
zarpazo del Dinosaurio, donde también el Dragón daba vueltas, a oscuras,
chocándose con las paredes invisibles de la cúpula, en total oscuridad.
El Hombre Negro, a ciegas, se dirigió hacia
la Bestia. Ésta no intentó escapar, pero no buscaba el combate. Esperaba, agazapada,
juntando fuerzas. Se sentía una extraña rivalidad entre estos dos personajes,
que se medían en silencio, hacia el final.
Los tentáculos del Zombie comenzaron a reptar
hacia la criatura mitológica. Eran más de diez, de distintos tamaños, partiendo
de varias direcciones a la vez.
Cuando llegaron hasta la Criatura Mitológica
tomaron forma de puños y comenzaron a golpearla, con una velocidad y potencia
tal que apenas podía defenderse.
La Bestia se resistía como un toro moribundo
y ensartado, rodeado por sádicos e inhumanos toreros, desprovistos de todo
sentido de humanidad, piedad y decencia.
El Zombie estaba derrotando a la Bestia, que
estaba tan debilitada que ya no podía casi defenderse.
En lo alto, el Superhéroe hacía uso de lo
poco que quedaba de energía en su ser para tratar de entender lo que estaba pasando.
La oscuridad no lo dejaba pensar. O acaso era el agotamiento extremo, mental y
físico.
Su mente trabajaba, torpemente, como un
caballo extenuado, pero aún no se rendía.
Las piezas del rompecabezas estaban ahí.
Chamuscadas, bañadas en sangre, pero estaban. Solo un poco más. Un poco más.
Pensó en el corte de luz. ¿Qué lo había
provocado? No tenía sentido algo así en medio de una gran ciudad, tan
automatizada como esta. Pero, de nuevo, ¿Cuáles de todas las cosas que habían
sucedido en las últimas horas tenían realmente sentido?
Mientras seguía suspendido en el aire, tuvo
que esquivar una llamarada. La ráfaga de fuego iluminó por un segundo todo a su
alrededor, dotándolo de una súbita revelación. Pensó en el Ninja, aquel
infiltrado seguido por una horda de guardias. Pensó en la abertura. ¿Cómo se
había abierto camino hacia el Domo?
No lograba descifrarlo, pero sentía que
estaba cerca. Repasó, como pudo, en medio de la oscuridad, los eventos
recientes que lo agobiaban. Repasó el agujero en la estructura, y la compuerta
metálica electrificada que había sellado la salida luego de que él mismo lo
ayudara a escapar.
Lo que sí era seguro es que el Domo no era
tan invulnerable como les habían dicho.
Recordó cuando quiso salir por la abertura
lateral y un sistema de seguridad eléctrico le había impedido tocar los bordes.
Recordó como una radiación eléctrica rodeaba toda la zona con un ruido de
tensión insoportable, y como el Hombre Negro salió disparado hacia atrás al
querer golpearla.
En medio de un clima de desolación, de
oscuridad total, solo con los destellos del fuego del Dragón desbocado, el
Hombre Desintegrado se activaba una vez más: se la jugaba el todo por el todo.
Entre gritos, su energía refulgió una última vez.
Las runas de sus tatuajes se movían con lenta maquinalidad, variando su
intensidad, pero traqueteando, haciendo conexiones, despertando.
Ungió su puño derecho en energía, esperando
que fuese suficiente. Cuando el Dragón lanzó una llamarada, iluminando
súbitamente la pista, aprovechó el destello y el estruendo para golpear la
parte más alta del Domo.
Cuando el fuego volvió a alumbrar, su puño
golpeó otra vez la superficie, exactamente en el mismo lugar del primer
impacto.
Al principio sintió que era en vano. Pero
siguió golpeando una vez, y otra vez, y otra vez.
Haciendo uso de toda su fuerza de voluntad,
en una llamarada especialmente rabiosa del Dragón, un golpe perfecto impactó en
la superficie del Domo, y una fina línea apareció detrás de su mano: el vidrio
se rajó.
Aquel sonido agudo, chirriante, corto pero
concretamente perceptible, fue el sonido más dulce que había escuchado en
décadas.
El Domo se quebraba.
Casi con lágrimas en los ojos, el Superhéroe
miraba esa pequeña rajadura en esa cárcel de vidrio, que auguraba infinitas posibilidades,
iniciando por una situación clave, la llave de todas las posibilidades: el
cristal partiéndose, abriendo una puerta que lo dejaría escapar al mundo
exterior.
Alimentado por esa nueva esperanza, su puño
comenzó a golpear con renovada energía la superficie vidriada. Atacaba con
frenesí, sin esperar a las llamaradas del Dragón, movido por la ansiedad. A
cada nuevo impacto, un leve sonido de resquebrajamiento crecía por el vidrio
como una raíz.
Mientras más se expandían las grietas del
vidrio roto, más se debilitaba la estructura: la rotura comenzó a expandirse
cada vez más, hasta las partes laterales del Domo.
Finalmente, cuando algunas grietas se
conectaron entre sí, el primer trozo de cristal se desprendió de la superficie
y cayó.
En la parte baja, el Hombre Negro detuvo la
sumisión de la Bestia para mirar hacia arriba. El sonido del Domo rompiéndose
le llamó poderosamente la atención.
El sonido también llamó la atención del
Dragón, que detuvo sus llamaradas y volvió su cabeza hacia arriba, donde se
encontraba el Superhéroe. Mientras el Hombre Desintegrado continuaba golpeando
estratégicamente el mismo lugar en donde se producía el centro de la grieta, el
Dragón le lanzó una llamarada, mientras volaba acercándose hacia él.
El Hombre Desintegrado, contrariado en medio
de su excitación por querer escapar, sintió como el calor lo envolvía, presa
del pánico. Con gran rapidez usó su energía para protegerse de la llamarada del
Dragón, creando una especie de traje de luz, pero su agotamiento era tal que la
parte que cubría su espalda estaba debilitándose, permitiéndole quemaduras en
el torso. Sin embargo, la ansiedad por salir hacía que no pudiera abandonar
ahora el ataque, cuando estaba a punto de romper el vidrio del Domo.
Embriagado por la desesperación de romper la
jaula de cristal, continuó ese doble esfuerzo de golpear la superficie y
mantener la protección de energía que lo protegía de la llamarada, soportando
las quemaduras que cada vez más arreciaban su espalda.
Por cada golpe que daba, más se quemaba. Las
llamas le iban destrozando la piel, pero lo mismo él golpeaba y golpeaba el
vidrio, casi fuera de sí.
Cuando el Superhéroe estaba por desfallecer,
golpeando ya con debilidad el cristal, la llamarada desapareció.
El Dragón se dio cuenta de que el Superhéroe
no intentaba atacarlo, sino que buscaba romper la superficie del Domo.
En ningún momento buscó volverse para
contratacar o defenderse. Solo intentaba escapar. Y si abría una vía de escape,
él también podría salir.
Fue entonces cuando, por primera vez desde
que estaba libre de su sometimiento, el Dragón suspendió su ataque y su
comportamiento frenético. Las llamas cesaron, trayendo nuevamente la oscuridad.
Ahora solo volaba a un costado, con una
mirada casi solemne, expectante.
Comenzó a rodear al Superhéroe, para ver
exactamente dónde estaba desgarrando el Domo. La luz era mínima, pero alcanzaba
para ver como cada vez más trozos de vidrio caían por el aire, mostrando la
vulnerabilidad del vidrio de aquel infernal coliseo.
El Hombre Desintegrado se volteó y apreció,
con una mezcla de alivio y alerta, como el Dragón aguardaba a su lado, dándose
cuenta de que ya no iba a atacarlo. El porte, e incluso la mirada de esa
magnífica criatura infundía un enorme respeto.
Entonces, para su sorpresa, el Dragón comenzó
a lanzar su fuego al punto exacto donde él estaba generando la abertura.
Al ver que el Dragón estaba ayudándolo, el
Hombre Desintegrado sintió una ligera emoción. Era la primera muestra de
cooperación en toda aquella demencial jornada de muerte encarnizada. El
esfuerzo que estaba haciendo para vulnerar la materialidad del vidrio de pronto
cedió muchísimo, al ser ablandado por el fuego colosal.
Sin embargo, la llama se cortó súbitamente.
El Dragón sintió como algo firme se enredaba en su cola, halándolo hacia abajo.
Con horror, el Hombre Desintegrado vio como
las manos negras en forma de tentáculo del Gigante Negro se enredaban en el
Dragón, tirándolo hacia la superficie.
Sin embargo, el Dragón se movió con una furia
tan indomable, que voló hacia arriba con fuerza brutal resistiéndose al agarre,
y chocó con el Domo, astillando toda la superficie como una estrella, que trepó
con un sonido agudo hacia múltiples direcciones sobre el vidrio oval que
recubría la pista.
El agarre del Espectro Negro se mantuvo
durante el mayor tiempo posible, pero fue despedido por el aire como una cometa
arrastrada por un tornado, y finalmente se soltó, volando hacia un costado.
Sin embargo, se recuperó rápidamente, y
nuevamente los tentáculos surcaron el aire en busca del Dragón.
Sabiendo que no tenían mucho tiempo con el
Espectro Negro asediándolos, el Superhéroe y el Dragón aceleraron los ataques
sobre el orificio del vidrio en la parte superior, buscando esa premisa que
todo el tiempo les había sido negada, ya desde el origen, desde las condiciones
fundamentales de su mundo, una opción que no estaba dentro de las reglas del
juego, y sin embargo ahora estaba tan cerca, era tan latente, tan posible que
casi podía tocarse con las manos, casi podía olerse el aire limpio de la
libertad que corría del otro lado.
Cada nuevo golpe hacía caer trozos de vidrio,
liberando cada vez más la zona. Entre golpe y golpe, las llamas del Dragón
ablandaban la zona y socavaban los espacios que ya no eran cubiertos por el
impenetrable material.
Al final, trabajando juntos, pudieron abrir
un portal el vidrio. Una placa de dos metros de largo de aquel material
irrompible se desprendió de la superficie, cayendo al vacío silenciosamente,
ante la atónita mirada del Superhéroe y el Dragón, que seguían su trayectoria
hacia el vacío, viendo como el vidrio resplandecía al recibir la leve luz del
Espectro Negro.
No podían creerlo. Una nueva puerta volvía a
abrirse.
Desde abajo, la Bestia y el Espectro también
miraban con cierta ansiedad aquella ventana que se abría en el punto más alto
del Domo.
En cuanto se liberó el camino, el Superhéroe
se adentró en la estructura del estadio, en medio de aquella negrura cargada de
materiales y circuitos mecánicos y eléctricos, desgarrándola como un poseso,
embriagado de una angustia rabiosa.
Luego de atravesar la primera capa, el resto
de los materiales, aunque rígidos, no eran nada en comparación. Escarbaba como
un topo desesperado, obnubilado por la idea de poder salir de aquel infierno,
espantado como si el mismísimo demonio le pisase los talones, lo cual, pensándolo
bien, no era del todo falso.
Cuando se topaba con algo duro, se retiraba,
dejando el espacio libre para que el Dragón bañara todo de fuego, derritiendo
los materiales.
Se coordinaban con asombrosa armonía, sin
mediar palabra ni cruzar miradas, motivados por el mismo fin, entendiendo que
sus habilidades se complementaban. Tal vez no había sido del todo casualidad
que ambos personajes hubiesen sobrevivido hasta aquella instancia.
Los tentáculos del Gigante Negro seguían
intentando apresar al Dragón, como un niño caprichoso que trata de asir el hilo
del globo que se le escapó de las manos, pero la Bestia Alada se negaba a
doblegarse, indómita, moviéndose rebelde y girando, mientras continuaba bañando
de fuego la apertura que estaban abriendo con el Superhéroe, agrandándola cada
vez más.
El Hombre Desintegrado, ya en el límite de
sus fuerzas, usó su última energía para terminar de abrirse paso entre la
maraña de materiales, donde ya lograba oír una nueva serie de ruidos, de gente
moviéndose de un lado al otro. Fue como oír un coro de ángeles bajando desde el
cielo con las nuevas de la redención final de la humanidad. Ese deseo de
libertad solo era comprensible considerando el tipo de prisión al que habían
sido confinados aquellos participantes.
Ya casi se veía el pasillo exterior que daba
a los Grandes Salones de la Entrada, cuando se topó con una barrera metálica
que obstruía el paso. Él hubiese podido rodearla, pero, calculando un instante,
se percató de que el Dragón se quedaría atascado allí cuando atravesase el pasadizo.
Sin embargo, se dio cuenta de que si socavaba
la parte inferior donde esa viga se posaba, podría liberar momentáneamente el
camino del túnel, para que el espacio fuese suficiente. El Hombre Desintegrado,
en un nuevo ataque de locura, se dijo que no podía dejarlo atrás. No podía
escapar y olvidarse de todo.
Fue entonces que el Superhéroe, haciendo uso
de toda su fuerza, sujetó la viga hacia atrás, abriendo un gran canal,
despejando el camino para que el Dragón saliera.
Cuando el Dragón se percató de que aquel
humano estaba sosteniendo aquella viga, abriendo el camino, esperando por su
paso, comenzó a trepar por el tosco corredor que se había abierto en el cuerpo
de la infraestructura del estadio.
Las llamas que habían bañado los materiales
de aquel conducto habían redondeado las texturas de los metales y circuitos,
facilitando que la enorme Criatura cruzase el umbral.
Mientras promediaba el paso por el túnel, se
encontró con el Superhéroe sosteniendo la viga para permitirle el paso. Sus
ojos se cruzaron un instante, como dos universos distantes, completamente
distintos uno del otro, imposibles de entenderse entre sí, incluso de
interpretarse, pero que en aquel breve momento se cruzaban, como un sueño que
mezcla dos realidades que se experimentan desde lejos, sin siquiera tocarse. Luego
el Dragón atravesó trabajosamente la abertura, arrastrándose por el improvisado
pasillo entre los mecanismos y materiales destrozados y derretidos.
Al salir el Dragón, la pista volvió a quedar
a oscuras, apenas iluminada por el fulgurar del Gigante Negro.
Abajo, la Bestia estaba en estado de agonía,
siendo sodomizada por el Hombre Negro, que se entretenía en torturarla,
distraído, mientras sus ojos en realidad miraban hacia arriba con infinita
apatía.
El resto era silencio y quietud. La batalla
como tal había terminado.
El Hombre Desintegrado ya no tenía nada que
hacer allí. Soltó la viga que estaba sosteniendo con gran esfuerzo, la cual
hizo un estruendo al rebotar contra la estructura interior de la pared del
Domo.
Se disponía a salir de una vez por todas.
El camino estaba despejado.
Comenzó a atravesar el hueco que había
creado, por donde había salido el Dragón. Miró una última vez hacia abajo, a la
arena donde casi había perdido la vida, donde tanta demencia junta había sido
encerrada para el entretenimiento de la plebe. Sintió asco, en lo más profundo
de su ser. La arena estaba arrasada, llena de muerte. En medio de la
desolación, sus ojos se encontraron con la horrible mirada del Hombre Negro. No
se lo veía contento, pero ya estaba fuera de su alcance.
Finalmente, el Superhéroe atravesó el túnel y
se perdió del otro lado.
Sin embargo, cuando se encontraba ya en el
pasillo general que rodeaba los accesos a las gradas, saliendo de las entrañas
del Domo como un recluso redimido, un rayo de luz blanca lo impulsó desde
arriba hacia abajo.
Y
tan súbitamente como el estadio había quedado a oscuras, la pista se iluminó
por completo.
Pero
no fue el regreso de la electricidad.
Un
haz de luz proveniente de arriba se hizo presente en el coliseo.
¿Era
dios?
¿Era
el fin del mundo?
¿Era
el juicio final?
El
organizador tendría que dar cuenta de aquel desastre.
Distintos
materiales de la estructura del estadio se descascaraban cayendo aparatosamente
desde la abertura de la parte alta del Domo, por donde el Haz de Luz caía casi
como una representación divina, manteniendo al Superhéroe rendido contra el
suelo, como atrapado contra el bramar de una catarata.
El
cuerpo del Superhéroe estaba en el piso. No se movía. Parecía estar aplastado
por ese haz de luz, que lo empujó hacia abajo cuando ya estaba por quedar libre
de aquel desastre.
El
Hombre Negro miraba sin entender el torrente luminoso que brillaba en medio de
la arena de combate. Era el único ser de pie en toda la pista.
En
los costados del Domo, ya bañado de luz, podía apreciarse el caos. El vidrio
estaba resquebrajado por distintas partes. Toda la parte superior estaba
ennegrecida, con un enorme hueco justo en el centro del ovalo de la parte
superior del Domo.
Las
criaturas negras que habían sido cadáveres se cubrían los ojos muertos ante
aquel destello.
El
T-Magnus Zombie también se movía nervioso, volteándose ante aquel brillo que le
perturbaba la vista.
Había
una fuerte sensación de contraste entre aquellas fuerzas. La negrura y la luz.
La oscuridad y la claridad. Lo demoníaco y lo divino.
La
imagen se mantuvo estática un largo segundo, mientras es haz de luz mostraba un
relieve en constante movimiento, con un fluir de energías suave, hipnótico, al
tiempo que leves movimientos en el fondo de la arena de combate mostraban
oscuras figuras reaccionando ante la luz, y el gran Espectro Negro se acercaba
al punto central con curiosidad, pero también con cautela.
De
pronto se produjo una especie de chispazo.
Desde
el haz de luz brotó una ramificación, como un relámpago controlado por fuerzas
magnéticas. Una nueva línea de luz se desprendió del chorro principal y comenzó
a reptar hacia la Bestia, que yacía agonizante, completamente enlazada por
cintas negras y viscosas, que le rodeaban el cuerpo y lo estrangulaban.
El
haz secundario comenzó a succionar a la Bestia, estrujada ahora por dos fuerzas
antagónicas que la sujetaban y tironeaban.
El
Hombre Negro opuso algo de resistencia ante el secuestro, pero realmente no
tenía ningún interés puntual en seguir torturando a un rival rendido, así que
la dejó ir, ante la presión cada vez más fuerte del haz de luz, que succionaba
con potencia.
En
una imagen épica, casi divina, desprovista de todo color y saturación, cargada
de texturas y contrastes como un grabado de Rembrandt, la Bestia era abducida
en medio de aquel escenario devastado y apocalíptico, aquella cúpula de desolación.
Durante el lento acenso, las referencias inmediatamente hacían pensar en un
relato religioso: un guerrero surgido de las entrañas de la tierra es enviado a
luchar contra el demonio. Pero el espectro es demasiado fuerte, demasiado
sádico y cruel, y el guerrero ya no tiene fuerzas para seguir luchando. Justo
antes de la muerte, en una irrupción milagrosa, fuera de toda posibilidad y
comprensión, hace su aparición el creador para reclamar a su enviado y traerlo
de vuelta consigo, redimiéndolo de la ejecución del exterminador.
La
Bestia flotaba lentamente hacia arriba, con los miembros ligeramente hacia
atrás. Mostraba un aspecto tan lastimoso que provocaba una expresión que iba
entre la consternación y el asco. Con el cuerpo completamente quemado, con uno
de los cuernos cortados, con grotescos cortes en el cuello, espalda y tobillo,
y con el rostro desfigurado por los golpes.
Cuando
la Bestia llegó finalmente al haz central, fue envuelta por una luminosidad
densa, como una gruesa capa de lluvia de verano, hasta perderse entre la bruma.
Con
esto, el haz de luz comenzó a retirarse hacia arriba, por donde había venido,
lentamente, sumiendo nuevamente en oscuridad a aquella castigada arena de
combate.
Abajo,
el Hombre Negro comenzó a deambular, con aire aburrido, mirando a su alrededor
como el caos se había apoderado de aquella arena de combate.
El
caos que él había generado.
Contemplaba
aquel paramo yermo, pleno de muerte, escombros y nuevos espectros que reptaban
como alimañas, y se mostró complacido.
Vio
tirado en el piso al Hombre Desintegrado, todavía presa de la presión de la
energía luminosa que lo había arrastrado justo antes del escape. Por alguna
razón, la serie de inscripciones que tenía en el cuerpo le perturbaron
enormemente.
Una
ira lo inundó, irracionalmente, de modo que lanzó uno de sus tentáculos y le
rompió el cuello, que quedó volteado de una manera horrenda.
Fue
casi como si no tolerase la vida, como un enviado maligno que despreciase toda
creación.
El héroe estaba tirado, rendido. Su cuello estaba
girado en un ángulo completamente incorrecto. Sus ojos, opacos y perdidos, no
miraban a ningún lado. Su energía había llegado a su límite en el momento en
que dejó paso al Dragón, y no quedó nada cuando se encontró con el haz de luz
al atravesar la última barrera del Domo.
El Hombre Negro, que seguía refulgiendo
levemente, se volteó para observar las distintas grietas en las partes bajas de
la estructura vidriada.
En ese pequeño instante, sorpresivamente, una
figura se precipitó desde el Haz de luz, que aún no había terminado de
desaparecer desde el orificio en la base superior del Domo.
Estaba completamente bañada en luz, y la
irradiaba, y en medio de semejante oscuridad generaba un efecto cegador que
impedía verle la forma con precisión.
Cayó con cierta rapidez hasta la base de la
arena de combate, justo donde estaba el cuerpo del Hombre Desintegrado. Se posó
ante él, y le puso las manos sobre los ojos.
Todas
las criaturas oscuras se volvieron hacia aquella imagen. También el Gigante
Negro. De pronto, comenzaron a acercarse, primero con cierta timidez, y luego
con más rapidez. Cada vez más y más cuerpos rodeaban a aquel ser de luz
agachado contra el cuerpo del Superhéroe.
Ya
estaban completamente rodeados por las criaturas más espeluznantes: cuerpos mutilados,
cadavéricos, figuras extrañas y deformes, un enorme dinosaurio escabroso, y un
Titán Oscuro, detrás de ellos, emergiendo como una montaña maldita, como el
líder de una pandilla que supervisa como sus súbditos ejecutan al prisionero de
la banda rival, aguardando al final.
En
ese instante, el ser de luz aceleró su magia: de sus extremidades brotó una
intensa vibración, y el cuerpo del superhéroe se rectificó, como tonificado; su
cuello se enderezó, y sus ojos se abrieron con fuerza. Pero detrás de los
parpados, no había blanco. Solo una negrura opaca, extraña.
Su
rostro lucía extraño, sin un iris y una pupila distinguible, a lo que se sumaba
una extraña mueca en la forma en que fruncía la boca.
Sin
vacilar un instante, el ser de luz y el Superhéroe revivido volaron hacia
arriba justo antes de que la horda de criaturas los cubriese, esquivando los
tentáculos del Espectro Negro que se estiraron en el aire para agarrarlos en
pleno escape, y llegaron con lo justo al haz de luz que ya estaba por desaparecer
del orificio.
Apenas
los dos cuerpos entraron en el aura, esta se succionó a través del canal que
había abierto el Dragón y abandonó el Domo.
La
luz volvió a abandonar el estadio.
Pero
esta vez definitivamente.
El
Hombre Negro se quedó solo en el medio de la pista, con el T-Magnus zombie
caminando a su lado, alienado, y el resto de sus criaturas reptando a su
alrededor.
En
medio del caos, comenzó a reírse nuevamente, con ese ronquido fuera de este
mundo, grave y tenebroso.
La luz seguía cortada, pero podía percibirse
un resplandor lejano, como si en los alrededores del estadio hubiese fuego por
doquier. Las gradas eran un campo de posguerra, como pequeñas ruinas
interminables de una ciudad miniatura. También se empezaron a escuchar gritos y
sirenas, cada vez más audibles, llegando desde las grietas y aberturas del
resquebrajado vidrio.
De pronto se escucharon golpes en las paredes
exteriores del Domo. Súbitamente, de distintos puntos, fragmentos de vidrio se
desprendían y resquebrajaban, abriendo nuevas aberturas laterales en aquella
cárcel de cristal.
A través de estas nuevas puertas se empezaron
a ver siluetas negras caminando torpemente, de a cientos, como un ejército de
demonios recién nacidos.
Se escucharon más explosiones. Aquel pequeño
infierno que había sido aquella arena de combate se ramificaba, como una
primavera demencial, trepando en todo lo que encontraba, corrompiéndolo,
succionándole la vida para florecer en racimos de sangre fresca, en
resplandeciente muerte, en anarquía crepitante.
Todo se pintaba de negro, de fuego, del rojo
vomitivo de la sangre fresca, recién vertida.
Todo era alaridos, estremecimiento, horror
sin nombre, en medio de la oscuridad, como una gran tumba colectiva en donde no
había salida, y la soledad se mostraba abismal mientras las uñas de los otros
enterrados vivos desgarraban la piel con tal de asirse para escalar entre los
cuerpos sepultados, halándote hacia abajo.
Y la risa, la espectral carcajada, resonando
en el fondo, entremezclándose con el caos.
Una oscuridad crece.
Final del segundo tres.
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