Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
19:35 P.M.
1:25 Horas para el inicio
—
¡Salta chapo, salta!
—
¡Ahhhh!
Una
serie de tramas arquitectónicas semicirculares pasaban a toda velocidad
mientras dos chicos caían por uno, dos, tres pisos de plataformas entrecruzadas.
Del otro lado del vidrio, una inmensa hilera de edificios se mostraba iluminada
por sus pequeñas ventanitas contra un cielo negro rojizo.
Veían
su propio reflejo en los opacos vidrios laterales, y parecía que volaban. Era
estupendo.
La
caída de cuatro pisos fue dura, pero nada del otro mundo. La adrenalina del
vuelo, como los pies buscan y no encuentran, como el piso se viene encima, con
la sensación que mezcla miedo y diversión, todo sumaba a una emoción galopante.
No podían evitar reír. Y sus risas resonaban en inmensos ambientes llenos de
silencio.
—
¿Estás bien? ¿Nos siguen? —Pregunto Pancho.
—
¿Qué te parece, chapo? Obvio que nos siguen. La cosa es ver cuánto tiempo
tardan en agarrarnos. ¡Corre! —Lo instó Azzam.
—
¡Vamos! A la derecha hay un centro comercial enorme, seguro que por ahí los
podemos perder. De paso vamos tirando cosas a nuestro paso, jejeje.
—Y
que nos agarren. Quiero ver que nos pueden hacer. No nos importa una mierda. El
que nos quiera agarrar le rompemos todo.
Siguieron
corriendo por el luminoso shopping, lleno de tiendas, aunque escaso de gente. A
sus espaldas escuchaban los pasos de guardias que bajaban a borbotones por las
escaleras manuales. Se metieron en un establecimiento de ropa, y se ocultaron
entre unas largas camperas.
Uno
de los guardias entró en la tienda. Azzam y Pancho reían por lo bajo,
divertidos al ver que el vigilante pasó por el pasillo principal sin verlos,
con el rostro rojo congestionado y bañado en sudor. Maldecía por lo bajo. —Mierda,
me voy a perder el Torneo. Lo sabía. Mierda. Mierda. ¡Mierda!
Entró
a la tienda de ropa desconcertado, y miraba nervioso de un lado al otro, refunfuñando.
Azzam miró a Pancho con esos ojos maliciosos que él tanto conocía, y por un
instante éste suplicó en silencio que no lo hiciera, sabiendo que probablemente
él quería que lo hiciera. Azzam se puso una mano en la boca.
—PPPRRRRRRRTTTT.
—
¿Quién anda ahí? ¡Escuché eso! —Gritó el guardia, bravuconeando. Se acercaba
hacia ellos. Otra persona que estaba en la tienda lo miraba. El encargado del
local también comenzó a acercarse.
Ahora
era Pancho el que tenía la mirada traviesa. Azzam contenía la risa tapándose
con ambas manos. No podría contenerla mucho más.
—Prrrtttttffff.
—Maldita
sea. Mocosos. ¡¿Dónde están?! —dijo el guardia mientras se acercaba. Estaba
solo a unos centímetros de los chicos, pero no lograba verlos.
Una
risita brotó de entre las camperas.
—Señor
oficial, no lo creí propio de usted. Andar pedorreandose por la tienda, así
como así, haciéndose el disimulado. Es usted un desgraciado.
El
encargado de la comercio miraba al guardia, abochornado.
—Nnno,
no fui yo, lo jur… ¡Maldita sea, MOCOSOS! —Berreó el guardia, rojo como una
frambuesa podrida.
Un
pie se asomó entre las camperas, golpeando al guardia en la entrepierna. Su cuerpo
se dobló como una silla plegable. Un segundo pie de esa campera traviesa pateó
al guardia en la cabeza, y éste cayó de espaldas sobre un estante lleno de
sungas fluorescentes, causando un tremendo alboroto en la tienda.
—
¡Nadie se mete con el lobo! —gritó Azzam, y le arrojó al guardia un bollo de
ropa interior femenina, que le dio en medio del rostro.
Los
chicos salieron de su escondite y echaron a correr hacia el otro lado del local.
Salieron a un nuevo pasillo, amplio y alto, con vistas a un pequeño parque con
plantas y vegetación del lado de adentro del edificio. Una serie de bancas en
forma de circulo creaban un pequeño valle, coronado por una fuente rodeada de
arbustos que escupía agua hacia arriba en bellas formas. Se asomaron a la
baranda para ver mejor. Nunca habían visto un árbol.
El
sonido de movimiento y personas detrás de ellos los sacó del ensueño, y se
obligaron a continuar escapando. Se escabulleron a último momento y corrieron
hacia la izquierda, donde una plataforma inclinada conducía al parquecillo. Sin
embargo, antes de que lograran atravesar el corredor, una puerta automática se
cerró ante ellos.
Los
dos chicos empezaron a tocar torpemente los botones que había a un costado. En
la puerta comenzaron a aparecer diversos carteles, proyectados en una súbita
pantalla, pero ellos no les prestaban atención. — ¿Qué dice ahí? —preguntaba
Azzam.
—No
sé, nunca aprendí bien todo eso de las claves, los códigos y las pantallas. —la
puerta seguía cerrada y los guardias se acercaban. Ya casi los tenían.
—
¿Hacia dónde ahora? —preguntó Pancho.
Al
voltearse, sobre la izquierda vieron que un pasillo desembocaba en una escalera
mecánica que subía desde el nivel inferior. Azzam miró a Pancho, que en un
segundo entendió todo. Se lanzaron en carrera en esa dirección. Se deslizaron
por el piso, resbalando a toda velocidad para alejarse de las manos de los
guardias. Al llegar a la escalera, se lanzaron sobre los pasamanos, patinando
hacia abajo, pateando y chocando con las personas que subían. Bajaban velozmente,
quemándose las nalgas ante la fricción, dejando atrás comentarios como “qué
barbaridad” o “que desastre estos chicos, que inadaptados”. Inadaptados las
pelotas, pensaba Azzam mientras caía. Inadaptame ésta. Nunca nadie hizo un
verdadero esfuerzo por adaptarme. Este sistema está arreglado. Me resbala todo
lo que digan.
Cayeron
aparatosamente al piso, uno arriba del otro. Se magullaron un poco, pero la
diversión era tanta que el dolor no importaba. Los tres guardias miraban desde
arriba, ofuscados, derrotados. Uno de ellos intentaba bajar por la escalera
mecánica, que subía, y hacía un esfuerzo hercúleo por bajar escasos
centímetros. Las risas de los mocosos le desalentaron; se quedó quieto,
vencido, y lenta y patéticamente volvió al punto de inicio.
Los
chicos se dieron vuelta, buscando una salida. Tenían que salir de ahí, y rápido.
—
¿Y si nos metemos en una de esas? —preguntó Pancho, señalando una hilera de
esferas que había cerca del ventanal izquierdo de la torre.
—Podríamos
probar. Siempre quise saber que se siente.
Atravesaron
el piso hacia la fila de gente que tomaba las cápsulas. A través del gran
ventanal se veía el atardecer en su último resplandor, con una fina línea de
naranja asomándose y reflejándose entre los edificios, mientas que el resto del
cielo era un manto de color violeta oscuro. El salón tenía una serie de bancos
minimalistas y unas vigas negras como techo, donde se ubicaban unas pequeñas
lámparas que iluminaban toda la sala.
—Permiso.
Permiso por favor. Es una emergencia. —decía Azzam mientras empujaba a todos,
salteándose la cola de gente esperando.
El
resto de las personas se miraban sin entender, sin saber qué hacer.
—
¡Disculpen por favor! —gritó Pancho —Esto es importante. Necesitamos tomar esa
esfera. Es un asunto del gobierno. Disculpe señor. —Le dijo a un sujeto que
tenía medio cuerpo en el vehículo —Va a tener que retirarse. —El señor miraba
perplejo. Nunca le había pasado nada así. Azzam se arrojó hacia la cápsula, tomó
al sujeto por el hombro y lo empujó fuera.
—Vamos
Chapo, adentro ¡adentro!
Pancho
se arrojó de un salto en el ovalado transporte y cerró la puerta. La esfera
comenzó a moverse velozmente sobre el riel a través del salón, atravesó el
vidrio, y entró a una sala oscura de presurización con dos paredes de enormes ventiladores
girando a ambos lados. De repente se hizo la luz, y allí estaban, afuera, en el
oscuro mar.
Los
dos chicos pobres de tercera clase nunca habían estado tan alto. Tenían un
manejo casi nulo de la tecnología que usaba El Gran Imperio Alemán para casi
todos los aspectos de la vida, y por ello se perdían de la mayoría de los
beneficios que este sistema ofrecía.
Cada
uno a un lado del vehículo, mantenían los rostros pegados al material plástico
transparente, y mientras eran transportados a más de mil metros de altura surcando
un océano de edificios, ambos chicos se sentían los más afortunados del mundo.
—Indique
ID y destino por favor. —Dijo alguien de pronto, bajándolos de la fantasía.
Se
miraron un segundo en silencio, sin saber que decir o hacer.
Un
cartel había aparecido en una pantalla en medio de la esfera. Una luz roja
titilaba, y con cada aparición de la luz un pitido sonaba.
—
¿Qué hacemos? —Preguntó Pancho.
—No
sé, hay que decirle algún lado a donde ir. —Respondió Azzam, incómodo.
—
¡Ya se! Vamos a la Torre Sunbeam. Siempre quise ir a nadar al Sunbeam,
suspendido en la nada.
—Sí,
dale, vamos ahí.
—
¿Nos dejaran entrar?
Azzam
levanto los hombros, como si fuese una pregunta sin sentido.
—Dos
boletos a la Torre Sunbeam, por favor. Cobro revertido. —se rieron con ganas
ante aquella travesura inocente.
La
esfera siguió moviéndose rápidamente por el alto riel que iba rodeando los
espectaculares construcciones y sus inusuales formas. Pasaban en ese momento
sobre un edificio completamente inclinado, con unas extrañas pirámides y otras
formas geométricas brotándole de los costados.
—Ingrese
su ID por favor. —dijo la voz. Una huella digital verde apareció en medió de la
pantalla. Azzam acercó su dedo y lo presionó contra la señal.
La
cápsula se detuvo.
La
luz roja comenzó a iluminar ahora completamente la esfera, a ritmo acompasado,
mientras una alarma sonaba, aturdiéndolos.
—ID
Inhabilitado. No tiene permisos para estar en este lugar. ID Inhabilitado.
Enfrentará sanciones. Vehículo dirigiéndose a estación central. —decía la voz.
La alarma rugía sin parar, insoportable. Una sensación de encierro los oprimió,
desesperándolos.
—No,
señor. —dijo Azzam, resuelto, indomable. —Yo allá no vuelvo.
—
¡¿Qué hacemos?! —gritó Pancho. — ¡Nos está llevando de vuelta! Mira. —le indicó
un mapa que había aparecido en la pantalla. Una estrella indicaba el destino, y
una línea amarilla indicaba la ruta que tomaría el transporte ovalado. —Tenemos
que detenerla.
Se
puso a tocar los botones del tablero de control de forma caótica. Nada
funcionaba. Estaba bloqueada. Entre la luz roja titilante y la ruidosa alarma,
se estaban volviendo locos.
—Pancho.
Hay que saltar.
—
¡¿Qué?! ¡Estás loco!
—Sí,
puede ser. Pero no me van a agarrar. No hay tiempo. Sácate la remera, tal vez nos
podamos colgar de algún riel.
—
¡¿Y la contaminación?!
—Toma
—se quitó la camiseta y rompió un pedazo. En su espalda se veía el inmenso
tatuaje de lobo, que le cubría la espalda. Tomó el trozo de tela y lo partió en
dos. Le dio uno a Pancho; el otro se lo rodeó en la cabeza, tapándose la nariz
y boca, atándolo fuerte sobre la nuca con un fuerte nudo. Pancho hizo lo mismo.
Azzam
empezó a patear la puerta de la esfera. Pancho lo imitó. La puerta no era muy
dura, y pronto lograron abrirla. La resistencia del viento ante la puerta desplegada
rompió las débiles bisagras, y la puerta voló hacia el abismo, perdiéndose en
la luz del anochecer.
Se
asomaron al borde de la esfera. El ruido de la alarma ahora no era
ensordecedor, y la luz roja parpadeante ya no los cegaba. La ciudad infinita
estaba ahí. El viento les acariciaba los cabellos. Era el viento de la
libertad. Era la vida ante ellos. La sensación de adrenalina era inigualable,
rayana a la ansiedad que debe sentir un suicida, mezclada con un toque de
aventura. La vista era impresionante.
Azzam
tenía un toque de locura en sus ojos avellana, manchados con el gris de la
contaminación. Pero a Pancho lo habitaba una inseguridad que se filtraba en sus
ojos claros, vidriosos.
—Si
no tenemos nada, somos pobres, sin familia de renombre, sin herencia más que
nuestro origen extranjero, de clase baja, no tenemos nada que perder. Si tu saltas, yo salto, ¿recuerdas?
Pancho
asintió en silencio, con una solemnidad pura, propia de los niños.
—
¡A la cuenta de tres! —Gritó Azzam. La imagen de los dos chicos, circulando a
miles de metros de altura en una cápsula sin puerta, en el atardecer de una
ciudad inmensa, era, cuanto menos, épica.
—
¡Uno! ¡Dos! —se miraron. — ¡Treeeeees! —Sus pies abandonaron el vehículo y se
encontraron con el vacío. Y luego un poco más. La sensación de muerte los rodeó
en ese momento más que nunca. Los abrazaba. Los sujetaba. Pero Azzam logró
zafarse de ese abrazo; tomó la prenda de ropa y enlazó un riel que caía en
diagonal, a unos metros de él.
Pancho
vio como Azzam se había enlazado y lo imitó, sin éxito. Volvió a intentarlo una
segunda vez, preso del pánico, pero la remera pasaba de un lado al otro de la
vía, sin que pudiera agarrarla para asegurar el enlace. A último momento,
cuando la caída lo llevaba lejos del último riel que tenían cerca, logró
cruzarlo con la camiseta y tomarla del otro lado.
Enlazados
en el carril de las esferas, bajaron deslizándose por el basto mar de torres y
edificaciones, con el abismo a sus pies. La adrenalina galopaba, salvaje,
mientras el vértigo se acunaba en sus vientres, apagando todos los ruidos, toda
otra realidad que no fuese el agarre desesperado de las manos contra la remera
y el viento en los ojos. Apenas y se llegaba a distinguir el piso.
De
repente, Pancho notó que su remera comenzó a romperse.
—
¡Azaaaaaaaaam! —Gritó con terror — ¡se rompeeeee!!!!
Azzam
se volteó. Tenía a Pancho demasiado lejos. No llegaría a agarrarlo a tiempo. Desesperado,
tomó los dos extremos de la camiseta con una sola mano; inclinó su cabeza hacia
atrás, y con sus dos pies trató de actuar en forma de freno para reducir la
velocidad.
Sus
zapatillas comenzaron a humear y temblequear, pero no los retiró de la vía. La
fricción comenzó a hacer efecto; la velocidad disminuía, pero no sabía si sería
suficiente; pancho aún estaba lejos. Estiró su mano lo más posible. A unos
metros, venia Pancho por el mismo riel. Con terror vio, casi en cámara lenta,
como la remera de Pancho cedía. A último momento, Pancho se impulsó con lo
último de tensión que le quedaba e hizo un movimiento pendular para aprovechar
la velocidad que llevaba.
Pancho
voló suspendido en el aire. Su mano buscaba en el vacío. Justo cuando sintió
que el envión se desvanecía y comenzaba a caer, su mano se encontró con la de
Azzam. Y la encontró segura. Azzam lo tenía.
Las
dos manos se abrazaron, se enlazaron como una.
Sin
embargo, ahora era su remera la que cedía. Azzam ya no pensaba; reaccionaba.
Soltó sus pies del riel para que volviesen a deslizarse.
—
¡Azzam! ¡Hay un edificio al que podríamos llegar! ¡Allá! ¡Abajo! —Gritó Pancho.
Azzam
lo vio. Una superficie aparecía cerca de ellos. No estaban muy lejos. Su camiseta
solo tenía que aguantar unos metros más. Mientras sostenía con un brazo los dos
extremos de la prenda y con el otro la mano de Pancho, miró hacia arriba,
anhelante. “Solo un poco más” pidió.
La
remera aguantó tres segundos más y luego se cortó. Vio el momento exacto en que
la remera se desmembraba por el peso y la fricción. Comenzaron a caer. No sabía
si llegarían. Pancho gritaba. Azzam intentó gritar también, pero el ruido no
salía de su garganta.
Los
cuatro pies comenzaron a caminar en el aire, una vez, otra, y otra. La caída
parecía interminable. De pronto, una superficie de vidrio comenzó a acercarse
hacia ellos; el piso subía, o el cielo se caía. En medio de aquella maraña de
tramas y espejos que los retrataban reflejados infinitamente, habían perdido la
orientación.
Y
de repente, los pies hicieron contacto. Un leve roce, casi imperceptible y de
vuelta la velocidad. Se deslizaban por un tobogán gigante casi sin tocar la
superficie. Habían caído sobre un edificio inclinado, con el exterior vidriado
y opaco. Eran ventanas.
Los
dos chicos resbalaban, aún tomados de la mano. Con sus pies trataban a toda costa
de disminuir la velocidad de su desplazamiento. El edificio estaba a cuarenta y
cinco grados, pero tenía una serie de edificios anexos que brotaban de los
costados, acaso como brazos en forma de pirámides y diagonales. Una de esas
formas se acercaba ante ellos.
Finalmente,
luego de casi un minuto de deslizamiento que pareció solo un segundo, se
toparon con una pirámide vidriada que frenó su caída. El impacto fue duro, pero
amortiguado por la fricción que había ido reduciendo la velocidad. Se aferraron
a la pared transparente con todo lo que pudieron, con la vida, que les
desbordaba el pecho con el corazón desbocado. Se habían salvado. Era un
milagro.
Pancho
tenía los ojos cerrados, con la frente contra el vidrio; respiraba
agitadamente, sollozando. Azzam se dio vuelta y apoyó la nuca contra la
superficie. Tenía que convencerse a sí mismo de que estaba vivo. El contacto de
la cabeza con el cristal. Las manos sentían el frío. Su pecho subía y bajaba.
El aire y la sangre circulaban por su cuerpo. Sí. Estaba vivo.
No
supieron cuánto tiempo pasó sin que se movieran; de repente, desde la boca de
Pancho comenzó a escucharse una risa. Una carcajada incontrolable. Con sus ojos
aun cerrados, la única reacción que atinó a producir su cuerpo fue la risa.
Lograron
incorporarse, en silencio. Comenzaron a explorar lentamente, con cautela, el
pedazo de metal y vidrio que los había atrapado en medio del aire y los había
salvado de volverse pasta de dientes contra el suelo.
Aquel
edificio era una especie de malformación en lo que respectaba a los edificios
rectos. Asemejaba a un diamante que brotaba de un cumulo enmarañado de
minerales en su base. Los chicos se encontraban en la parte caótica. Hacia
arriba, ante ellos, una barra interminable, azulada e inclinada, llena de escamas,
aquella torre inclinada sobre la cual caminaban.
Sin
embargo, caminar por aquellas cornisas inclinadas era un peligro tremendo, sobre
todo con el abismo esperándolos en cada recodo para tomarse la revancha y
recobrar los dos premios que el azar le había arrebatado.
Fueron
bordeando la superficie que los sostenía, tanteando cada paso. Llegaron al
vértice sin encontrar ningún resquicio. Azzam se asomó por el filo, pero no
encontró más que vacío. Sentía los ojos rojos, y le lagrimeaban. Pancho notó
una picazón sucia en la garganta.
—Acéptalo
Azzam, no tenemos a donde ir. Nos atraparán. No quiero volver a caer.
—Yo
no planeo hacerlo tampoco. Espera, tengo una idea.
Hizo
una cuenta con los dedos. Luego hizo el gesto con los ojos hacia arriba de
estar enumerando en su mente. Comenzó a señalar las distintas ventanas que
tenían a su alrededor, inclinadas, como si contara hasta llegar a un número
determinado. Cuando se detuvo, se acercó a esa ventana y comenzó a golpearla suavemente
con las palmas, como si esperase que estuviera floja.
—Estás
loco —dijo Pancho. —Nadie va a abrirnos. Y menos a nosotros. Estas demente.
Las
nubes pasaban a través de ellos. El viento los empujaba, y una desesperación
los abrumó. Pancho casi sollozaba. Azzam tenía una expresión enojada, mientras
golpeaba con bronca la ventana, ya no con las palmas sino con los puños
cerrados; había perdido toda esperanza.
Y
de repente, un ruido. Pancho ahogó un grito. Ante todo pronóstico, la ventana que
Azzam había decidido golpear se inclinó hacia adentro.
Un
sujeto les abrió. Parecía asustado, con una expresión de incredulidad en el
rostro. Nunca imaginó algo así. ¿Qué hacían dos chicos, dos niños con aspecto
lastimoso, del lado de afuera de un mega edificio, en el medio del aire así, de
la nada?
—Entren,
rápido. —Dijo el sujeto. Parecía tener unos cuarenta años, y vestía modernas
ropas de gala: un traje gris de felpa, largo hasta las rodillas, que vibraba
con cada movimiento, y una camisa celeste claro, igual que sus ojos. Tenía el
pelo corto, de un rubio pajizo y una fina barba entrecana. En el centro de su
rostro una nariz grande y recta, ladeada de duros pómulos y mejillas
redondeadas.
—Vengan
conmigo. —Dijo, con un tono que inspiró confianza. Entraron a una pequeña
habitación, donde había dos escritorios, tres sillas y seis pantallas. Los
chicos entraron. Y pisaron suelo recto.
Pancho
tosió, rasposamente, tapándose con las manos. Se acomodó el pelo. Se sentían
incómodos en aquella oficina. Era claramente de primera clase. La ambientación
de aquellas modernas salas era algo que los chicos nunca habían visto.
El
sujeto los miraba sin entender, pero no rompió el silencio. Los dos chicos
parecían haber perdido toda capacidad de habla, incluso de raciocinio: sus
rostros reflejaban la perplejidad más extrema.
Se
escuchó la voz de un guardia de seguridad, haciendo preguntas. El sujeto de
traje volteó su cabeza, y en un segundo entendió. Se llevó el dedo índice hacia
los labios e hizo la seña del silencio. Se asomó a la puerta con cierto sigilo,
esperó dos segundos, y con una seña de la mano le indicó a los chicos que
avanzaran.
Azzam
comenzó a seguirlo, sin dudar. Cuando llego a la puerta, vio que Pancho no se
había movido. —Vamos Chapo, salgamos de aquí. No tenemos alternativa.
Los
pies de Pancho dieron un paso. Y luego otro.
Comenzaron
a caminar por el lujoso piso, tratando de no llamar la atención. Algunas
cabezas se volteaban, pero el sujeto rubio los urgía a seguirlo sin dudar. Boxes,
pantallas y algunos rostros sorprendidos quedaban atrás mientras avanzaban
rápidamente por los corredores de la oficina.
Unos
guardias en el fondo de la sala revisaban unos muebles y sillas. El sujeto que
los guiaba escondió a los chicos con unos sacos que tomó de un colgante, y
dobló en un pasillo hacia la derecha, en dirección contraria a los oficiales.
Dieron
vuelta por un pasillo y luego escaleras. Una puerta secreta se presentó a un
costado. El señor de traje posó su pulgar sobre una luz verde, y la puerta se
abrió, dando lugar a un mar de interminables escaleras, que subían y bajaban en
espiral ante ellos.
—Aquí
podemos hablar. No hay cámaras. ¿Se encuentran bien?
Los
chicos asintieron en silencio. Aun estaban agitados y nerviosos.
—Muchas
gracias por ayudarnos —dijo finalmente Pancho.
—Por
nada, chicos. ¿A dónde iban? —preguntó el señor.
—A
ningún lugar realmente. —Dijo Azzam.
—Bueno,
no tienen que decirme. Ahora, mucho cuidado. Van a estar buscándolos. Los
guiaré a un lugar seguro. Vamos, no tenemos mucho tiempo.
El
señor los acompañó mientras bajaban. Miró a los chicos de reojo. —Lindo tatuaje
—le dijo a Azzam.
Este
hizo una mueca queda; no le gustaba hablar de eso — ¿Hacia dónde salen estas
escaleras? —quiso saber.
—A
muchos lugares en realidad. —Dijo el sujeto rubio —Solo hay que saber en qué
salida bajarse.
Era
cierto. Cada quince pasos había una puerta, casi imperceptible, sugerida con
finas líneas de luz opaca.
Continuaron
bajando durante unos minutos. El señor pulsó un botón en una pulsera que
llevaba en la muñeca, y una pequeña pantalla brotó de ella. Mostraba un mapa,
con una estrella que indicaba su posición.
—Solo
unos pisos más. Creo que aquí podrán perderlos. Una verdadera multitud se
encuentra circulando alocadamente por este nivel. En cuanto salgan, necesitarán
buscar uno de esos asesores comunitarios que los llevan al transporte general
del nivel cero. ¿Saben cómo encontrarlo?
—Sí.
—Mintió Azzam. Pancho bajó la vista, pero no dijo nada.
El
sujeto los miro por un segundo más de lo normal, pero luego volvió a fijarse en
su GPS. Continuaron bajando hasta que de pronto, se detuvo. Volvió a posar su
pulgar sobre una luz verde, y apareció una puerta lateral, que al abrirse
mostró un amplio hall. Del otro lado, la gente avanzaba a borbotones. Miles de
personas circulaban lentamente como denso magma bajando por una montaña.
—Aquí
se perderán. Es probable que las cámaras no logren identificarlos. Ahora
váyanse. Rápido. Vuelvan a las zonas comunitarias de ciudadanos de nivel tres.
Allí estarán seguros.
Azzam
cruzó el umbral, resuelto, pero Pancho se demoró antes de seguir.
—
¿Porque hizo esto? —quiso saber.
—
¿Hacer qué? —respondió el sujeto.
Pancho
se quedó sin palabras.
—Esto.
Ayudarnos.
—Ah,
pues, era lo correcto, simplemente me di cuenta que necesitaban una mano.
El
chico estaba desconcertado. — ¿Le puedo preguntar su nombre?
—Sí,
claro. Thommas Schröder.
—
¿Eres alemán? —Dijo Pancho, sorprendido.
—Sí.
Toda mi familia. Linaje de cientos de años. Adiós chicos. Les deseo suerte.
Les
dio una palmada cariñosa a cada uno y volvió por donde había venido. La puerta
se cerró tras de él, y no volvieron a verlo.
Los
chicos atravesaron la puerta, que desapareció detrás de ellos, dejándolos
irremediablemente en el gran hall. Nadie notó su repentina aparición.
Estaban
en un extravagante complejo, que colindaba con un gran estadio: una
construcción altísima, con la forma de un gran huevo. Esta inmensa pecera
ovalada estaba posada en la cima de lo que parecía una gran plataforma curva,
como una colina. Estaba rodeada por una compleja estructura abstracta de
diversos materiales que la rodeaban como las ramitas que conforman el nido de
un ave.
Entre
las cabezas de la gente, los chicos divisaron a los guardias otra vez. Varias
patrullas rondaban la zona, con ojos avizores, circulando desde varios puntos, buscando
una aguja en un pajar. Los chicos se movieron con sigilo entre la gente, sin
llamar la atención, apartándose hasta un recodo con menos bullicio.
—
¿Cómo volvemos? —Preguntó Pancho, con cierta desesperación. Tenía la angustia
pintada en el rostro. La diversión se había esfumado. —No tengo idea donde esta
ese ascensor comunitario, ni como se usa.
—
¿Volver? No tenemos lugar a donde volver. Tenemos que salir de acá. No hay
futuro para nosotros en esta ciudad.
Pancho
lo miraba, con expresión entre solemne y asustada. Algo en él sabía que Azzam
tenía razón.
—Ellos
no nos quieren aquí. No nos integran realmente. Creen que somos distintos,
nunca van a aceptarnos. Nos cooptarán hasta que seamos sus mascotas. Nos
acogieron porque supuestamente era lo correcto, no porque les resultara
genuino. —La mirada de Azzam hablaba con el corazón. Su rostro era claro,
urgente. Sus ojos marrones cargaban con su historia, la de sus padres, la del
pueblo que lo precedió. La llevaban a cuestas, en la sangre. El pasado siempre
vuelve para perseguirnos.
—Ok
—dijo Pancho súbitamente, resuelto. — ¿Qué hacemos?
—No
sé — respondió Azzam cansinamente. Parecía súbitamente entristecido, sin
fuerzas.
Pancho
dudo un segundo. Era un acto reflejo en él preguntarle a Azzam que debían
hacer. Pero esta vez Azzam no respondió. Le vino como anillo al dedo, pues,
esta vez, él sí sabía que debían hacer. En teoría.
—Ya
sé —dijo dubitativo ante aquel cambio en la dinámica de su relación. —El azar —Sacó
una piedra de su bolsillo. La sostuvo entre sus manos, a media altura.
Azzam
lo miró un instante, y luego sonrió. Estaba orgulloso de su amigo. Asintió. El
también sacó una pequeña roca de su bolsillo.
—
¿Cómo hacemos? —Preguntó Pancho.
—Tu
piedra decide izquierda o derecha en el primer cruce. La mía decide el segundo.
—
¡Ok!
Chocaron
las piedras, y las lanzaron enérgicamente contra una máquina expendedora de
sueños. La piedra de Pancho cayó sobre el suelo blanco. La punta que tenía la
piedra indicaba vagamente hacia la izquierda.
La
piedra de Azzam rebotó contra la pared tan fuerte, que fue a caer a través de
unas escaleras, y se perdió hacia abajo en una interminable sucesión de pisos,
pasillos y gente.
Azzam
miró a Pancho, confundido, sin disimular una sonrisa. Pancho no lo miraba, sino
que señalaba la pared: la piedra de Azzam había dejado una clara grieta en el
vidrio de la máquina, que indicaba inequívocamente hacia la derecha. Así
funcionaba el sistema. La clave era saber interpretar.
Izquierda
y derecha. Entendido. Comenzaron a caminar rápidamente entre las personas que
iban y venían, enajenadas. La mayoría les superaba en altura, por lo que
andaban ocultos entre la multitud. El azar los guiaba entre la multitud, lejos
de los guardias. Al encontrar la primera intersección, doblaron a la izquierda.
En
aquel pasillo la cantidad de gente era mucho menor. El camino era curvo y tenía
una leve pendiente: bajaba en espiral. Finalmente llegaron a un rellano en
donde había personal oficial trabajando. Nadie parecía prestarles atención,
cada uno se ocupaba de sus actividades.
De
pronto vieron un grupo de guardias que avanzaba desde la izquierda a toda
velocidad. Entonces no lo dudaron: doblaron hacia la derecha, haciendo un giro,
y avanzaron a la deriva por una serie de
corredores estrechos, siempre doblando a la derecha. A sus espaldas escuchaban
voces que los perseguían. Los pasos resonaban detrás de los suyos.
La
persecución se volvió intensa, pero los chicos volvían a estar divertidos. Para
ellos, que no tenían nada que perder, era un juego. No sabían dónde ni cómo terminaría,
pero iban ganando. Lo demás no importaba.
Continuaron
escapando por esos pasillos en espiral, hasta que, como por arte de magia,
salieron a una gran sala llena de transportes que iban y venían, como una estación central
subterránea. Trenes, naves, camiones se movían diligentemente. Un enorme furgón
de carga, lleno de robots gigantes tapados con mantas y atados con sogas
avanzaba lentamente hacia el interior del estadio. Escucharon que unos guardias
estaban a punto de alcanzarlos. Sin pensarlo dos veces, se subieron en la parte
trasera del camión justo antes de que los guardias llegaran, y se ocultaron
entre las piernas de uno de los enormes
androides.
Los
dos chicos, curiosos y traviesos, asomaron sus cabezas entre las mantas que los
cubrían para ver. El furgón avanzaba, perdiéndose hacia adentro de un inmenso
túnel. Los guardias se quedaron atrás, perplejos, con caras confundidas, sin
saber dónde buscar.
Aliviados,
los niños volvieron a ocultarse entre las piernas del gigante, bajo las mantas.
— ¿A dónde crees que se dirige este camión? —preguntó Pancho.
—
¡Hacia nuestra nueva vida, chapo! Tal vez a una de esas estaciones espaciales.
O a una expedición a Sudamérica. Realmente me gustaría ver esas tierras
salvajes.
Se
mantuvieron en silencio, con aire ensoñador, mientras el camión avanzaba
lentamente. Parecía meterse cada vez más en una zona industrial, con amplísimos
salones, altos, llenos de medidas de seguridad, colmados de armamentos y
soldados vestidos con trajes de guerra como nunca habían visto. Los dos chicos
miraban todo, asombrados, alucinados. Era genial.
De
pronto escucharon unas voces. Un guardia dijo — ¡Hey! ¿Ese camión pasó por la inspección? Tenemos
dos fugitivos.
—
¡Mierrrrrda! —Susurró Azzam —Abajo, ¡abajo!
Se
acercaron al borde del camión y saltaron, tratando de no hacer ruido.
Se
escabulleron detrás de unas máquinas, y luego movieron hasta esconderse entre
unas cajas de mercancías. Miraban como los guardias inspeccionaban el camión,
con dos sonrisas en los rostros.
De
repente, a Pancho comenzó a ponérsele rojo el rostro. Se tomaba la garganta,
sintiendo una picazón insoportable. Azzam lo miró, sin saber qué hacer. Con una
mímica sin sonido le decía “¡No! ¡No lo hagas! ¡Aguanta!”, pero Pancho negaba
con la cabeza. Tenía la cara congestionada y le lagrimeaban los ojos.
Finalmente,
no pudo contenerse, y un profundo tosido, ronco y enfermo, retumbó en la sala,
que justo había hecho un silencio completo.
De
la nada, surgieron guardias y soldados, a izquierda y derecha, en todas
direcciones, tan de pronto que no pudieron escapar, y sus manos los rodearon,
apresándolos.
—Malditos
mocosos, me las van a pagar— rugió una voz burda. —Lo van a pagar muy caro.
Malditos hijos de puta. Extranjeros tenían que ser. —Un corpulento guardia los tomó
del cuello con violencia, zamarreándolos —No saben la tormenta de mierda que
generaron hoy. La cantidad de puntos que hicieron perder a mis colegas, a mí, a
todo el equipo. Malditos inadaptados.
El
solo hecho de oír esa palabra hizo que a Azzam le hirviese la sangre.
El
guardia se llevó la mano al oído, pulso un botón y comenzó a hablar —Aquí
Lawrence— dijo, jadeando. —Los tengo. Tengo a los dos chiquillos. Los dos
fugitivos. Los que estuvieron haciendo quilombo. Estaban en la parte baja del
estadio. Voy a llevarlos a detención, darles una buena paliza, y después
mandarlos a alguna olvidada celda por un par de meses. A ver si les gusta— Cortó
la comunicación, y luego se volteó hacia los chicos y les hizo una mueca
desagradable. Tal vez él creyó que fue una sonrisa cruel, aunque más bien
parecía un sujeto deforme mordiendo un limón.
El
guardia comenzó a arrastrarlos de los pelos hacia un pasillo oscuro. Parecía
fofo, pero tenía en sus manos una fuerza brutal. Les hizo daño. Azzam sintió
que el tatuaje de lobo en la espalda le quemaba.
El
sujeto los llevó a una pequeña sala, lúgubre y sucia, mientras murmuraba
maldiciones inteligibles. Empujó a los chicos hacia la esquina con brusquedad.
Pancho cayó mal, y se golpeó la cabeza contra la pared.
Se
le escapó un grito de dolor, al tiempo que se llevaba las manos a la nuca. La
sangre ahora le caía por el cuello. Cuando el guardia cerró la puerta la
bloqueó con una traba, sintió miedo.
El
corpulento soldado abrió un pequeño armario y sacó unas esposas y una enorme
porra negra. Estaba ansioso. Parecía disfrutar de aquella situación.
Sin
embargo, al darse vuelta, no se encontró a dos chiquillos asustados, sino dos
ojos marrones, brillantes, con acaso un fulgor luminoso lleno de furia. Ah, así
que pretendía resistirse, pensó el guardia. Mucho mejor. Le gustaba que se
resistieran.
Apretó
la porra con ambas manos, sintiendo su fuerza, y la consistencia sólida del
arma, mientras le brotaba la rabia como espuma a través de la boca. El
chiquillo en frente de él lo miraba sin parpadear, y eso le excitaba.
Lanzó
el primer golpe, que se incrustó en el hombro del niño de piel cobriza. Sin
embargo, éste apenas se inmutó. Sus ojos eran ahora dos luces blancas. Con una
rapidez increíble, se movió hacia un costado, aseguró su pie izquierdo, y con un
amplio arco movió su pie derecho como un látigo, pateando al guardia en la
entrepierna.
El
rostro del guardia se contrajo. Sintió que algo se rompía en su bajo vientre, y
que un líquido se derramaba sobre sus piernas. El dolor era punzante,
localizado. Su cuerpo se elevó hacia el techo, hasta que su espalda lo
encontró. Luego cayó aparatosamente contra el suelo, retorciéndose como una
rata. Sus dos ojos rojos parecían salírsele de las orbitas.
Pancho
miraba a Azzam sin poder creerlo. Se quitó una media y se apresuró a ponérsela
en la boca al guardia. Luego tomó las esposas y se las aplicó por detrás de la
cintura al convaleciente sujeto, que ya apenas y se movía, emitiendo un sordo
quejido. Tenía los ojos llenos de lágrimas y los pantalones mojados en la zona
de los testículos.
Pancho
sacó la traba, abrió la puerta, y los dos chicos salieron de la celda. Había un
enorme pasillo, vacío, y al final se vean unas luces. Corrieron hacia allá.
—
¡Eso fue increíble! —Dijo Pancho, mientras corrían. —Extraordinario. Excelente.
¡Bestial! —Azzam no dijo nada, pero parecía inflado de orgullo.
Siguieron
corriendo, y antes de que ninguno pudiese acotar algo más, se encontraron con
algo que los dejó helados. No podía ser. No podía existir algo así.
Un
magnífico estadio, gigante, altísimo, vidriado. Estaban en la mismísima base, cara
a cara con el estupendo Domo, aquella arena de combate espectacular. A sus
lados, perdiéndose hacia arriba en infinitas hileras de gradas, la gente
gritaba, extasiada, desorbitada.
Parecían
bestias, cerdos. Eran patéticos. Eran ganado.
Azzam
posó su mano ante el grueso vidrio exterior del Domo —No sé qué es esto. —Dijo —Parece
que va a haber un Torneo o algo así.
Pancho
lo miró con los ojos bien grandes y una amplia sonrisa en el rostro. Azzam
olvidó todo por un momento, y también sonrió.
—
¡Cool! —Dijo Pancho.
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