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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo XIII. Theron, el Jäger

Capítulo XIII. Theron, el Jäger



Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
18:25 P.M.
2:35 Horas para el inicio

Theron mira por la ventana de su mega piso en la torre más grandiosa del imperio: La Torre Oscura. El Skyline de la Gran Alemania se presentaba ante él. La serie de picos y estructuras asemejaba una inmensa cordillera, o un mar que se alza sobre la tierra, trepando hacia el sol.
Ya se encontraba vestido de lujo, listo para el Torneo, que le reservaba un lugar de honor: el palco principal en la cabecera central. Vestía un traje al cuerpo de terciopelo plastificado, con un diseño similar a un fuego rosa que mutaba en verde a la altura de la cintura, y coronaba en violeta y negro hacia el cuello; la parte de atrás del traje terminaba en dos coletas largas y le dejaba parte de la espalda y el pecho al descubierto.
Theron tenía el rostro adusto. Su expresión más característica no era de severidad, sino de ambición. Llevaba el pelo corto, teñido de un rubio ceniza, rapado a los costados. Los ojos negros, pequeños y separados, eran casi inexpresivos. Esa carencia era compensada por su boca: era amplia, y casi llegaba a ambos lados del rostro cuando la sonrisa era cruenta. Su cara estaba surcada de arrugas, propias de la tensión. Era alto y flaco, y estaba en muy buena forma a pesar de sus pasados sesenta años.
Para Theron era difícil evitar la sensación de sentirse una especie de dios, viendo su reino a sus pies, percibiendo las pequeñas vidas de sus creaciones habitar el mundo que él les había dado.
En cierto sentido los despreciaba, por ser tan indulgentes, tan maleables. Habitaban donde les decían que vivieran. Se movían por dónde y cómo les decían que había que moverse. El humano se había reducido a una reacción inducida por un estímulo de recompensas, notificaciones y sanciones. No sabía si estar orgulloso o avergonzado por lo que había generado.
En realidad, hacía mucho que no sentía vergüenza. Casi desde niño, cuando había tomado la decisión de jamás dejarse doblegar. Tal vez esa duda sobre si debía avergonzarse o no fuese un signo de debilidad. Tal vez sus enemigos se estaban alimentando de eso. No debía permitirlo.
Estaba en una de las mejores oficinas del imperio. Un piso doble completo, trescientos sesenta grados de ventanas, cuatrocientos metros cuadrados de lujo y excentricidad. Tenía los sillones más extravagantes, los objetos de decoración de los mejores artistas del mundo, y un suelo retro iluminado de un negro metalizado le daban al departamento un toque de realeza. La vista daba a un atardecer que bañaba la interminable ciudad de un dorado mezclado con contrastes negros.
Dos atractivas mujeres esperaban a la derecha, en el fondo de la sala. Una de pelo rubio, recto a los costados, largo hasta la altura de la barbilla, con un provocador flequillo, de ojos verde claro grandes y nariz refinada. La otra, de labios gruesos y sensuales pómulos que resaltaban sus gatunos ojos azul oscuro, con un maquillado rostro que terminaba en punta, tenía el pelo castaño, enrulado, que caía en difusos bucles hasta los hombros.
Tenían enormes pechos, naturales y rebosantes, apenas cubiertos por transparencias y sueltos linos, y unas caderas redondeadas y delicadas. Miraban con hastió el techo, aburridas, pero sin decir una palabra. Sus dedos perezosos recorrían con indiferencia los sillones y muebles. Esperaban a Theron, pero este tenía la cabeza en otro lado. Apenas les había prestado atención en lo que iba del día. Eso no era normal.
El líder político del Imperio Alemán caminaba lentamente de un lado al otro de la habitación, cerca del gran ventanal. La vista era impresionante, pero para él ya carecía de todo atractivo. Le parecía parte de un decorado que había permanecido más tiempo del necesario. La ambición de ser el dueño de la ciudad, que otrora lo había obsesionado, ahora estaba olvidada, tapada por un mar de problemas, de constantes rebeliones de aquellos que decían estar de su lado y conspiraban para arrebatarle el poder, o simplemente hacerle daño, quitarle ganancias y beneficios, dejarlo afuera de oportunidades y negocios, que venía a ser lo mismo.
Las interminables pruebas que tuvo que superar para llegar a donde estaba lo habían desgastado. Ya nada le apasionaba. De lo único que disfrutaba era de jugar a ese absurdo juego de destruir a aquellos que osaban amenazar su dominio, aunque una sensación de espanto, de necesidad y vulnerabilidad crecía cada vez más en él, como si sintiese en algún fuero interno que no podría defender su imperio en el próximo embate.
Por supuesto, nadie sabía nada de sus dudas, o al menos él no se lo había dicho a ninguna persona. Sin embargo, temía que quienes buscaban herirlo tuviesen forma de darse cuenta, a través de otras lecturas, que tenía miedo.
Su última moneda estaba ya en el aire, pero él no tenía ninguna intención de quedarse con los brazos cruzados esperando que llegara al piso y que el azar decidiera su destino.
En el fondo de la oficina, Raúl Rabinowitz, su contador y hombre de confianza, contaba dinero en una pantalla.
No era dinero físico, claro, sino operaciones informáticas, que una vez validadas eran puestas del lado izquierdo de la mesa. La pantalla se expandía, inmaterial, a treinta centímetros de Rabinowitz, y él podía acomodar los elementos a donde más le gustara.
La operación consistía en lo siguiente: analizar una transacción, confirmar que estaba acreditada, y acomodarla a la izquierda, donde tenía una función de suma que iba mostrando el monto, a la vez que verificaba la veracidad de todo el proceso productivo con distintos procesos de rastreos. También tenía una función de inversión, que realizaba una proyección exponencial, en donde se mostraba lo que ese dinero podía rendir si estaba bien colocado. Es decir, no solo tienes lo que tienes, sino que también tienes lo que podes hacer rendir ese dinero. Si no lo usas, estás perdiendo todo eso que podrías ganar, todo lo que por extensión es tuyo. Era una de las grandes ideas que habían hecho de Rabinowitz la mano derecha de Theron desde hacía más de veinte años.
Era un sujeto extremadamente avejentado, de unos cincuenta años, que sin embargo se afanaba por aparentar tener cuarenta. Su pelo gris comenzaba a ralear, sobre todo en la frente. Tenía un aspecto algo descuidado, una barba de dos días entrecana que resaltaba en su piel de tono oscuro, siempre bronceada de un tono rojizo. Tenía el ceño surcado de arrugas, unos ojos grises, apáticos, nariz mediana y una boca enjuta. Su rostro tenía una expresión extraña, como la de alguien que sabe ocultar cosas.
Era un contador exitoso, hábil con los negocios, adicto a recortar gastos, a no perder recursos que se podría ahorrar, a no perder oportunidades de maximizar, a tener siempre los activos trabajando, a tener siempre un plan B, y guardarse un as bajo la manga.
Muchos habían ido y venido al lado de Theron, pero solo él había permanecido. Se había mostrado leal, sumiso, eficiente y confiable. No obstante, era un tipo conservador, y lo que Theron necesitaba ahora era frescura, arrojo, atrevimiento. El problema era que él no lo sabía.
Caminaba en círculos esperando la hora. Estaba ansioso. Su mente iba y venía entre todos sus problemas y dudas, sin encontrar respuestas a nada.
Los análisis de los resultados de las instancias previas del Torneo eran todos absolutamente favorable, y aun así había algo que lo inquietaba. Sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Era el emperador. Su imperio se veía amenazado, acechado por fantasmas que no mostraban su verdadero rostro, agrupaciones secretas, falsos aliados que conspiraban a sus espaldas, abriéndole puertas a sus enemigos, usando información que le sustraían y vendiéndola al mejor postor. No sabía qué hacer.
El que tenía que cambiar era él. Sus enemigos ya conocían su modus operandi. Ya estaban acostumbrados a él. Todo lo que se prolonga genera vicios, y de esos vicios se agarraban sus detractores. En la medida que continuase siendo predecible, todos sus movimientos se hacían claros, lentos. Debía dar el golpe antes de que lo atacasen. No soportaría un ataque. Él debía eliminarlos. Pero no sabía cómo. No sabía quiénes eran. Que querían. Cuando uno está en el centro, las sombras aparecen a los trescientos sesenta grados.
Theron miraba el horizonte, melancólico, como tratando de entender algo abstracto, o tratando de recordar algo a partir de una punta difusa y enigmática. Rabinowitz, en el fondo, dejó corriendo unos procesos, se recostó en su silla y se puso a jugar con unas fichas, tirándolas de su mano derecha a izquierda. Se deba cuenta de que Theron pensaba en algo, que estaba inquieto, preocupado. Lo conocía, y sabía que no era momento de hablar.
En ese momento, la puerta se abrió, y Herr Timeus, el robot presentador, ingresó en la oficina. Entró con cierto sigilo, se dirigió directamente a Rabinowitz, y sin mediar y le estampó un beso en la mejilla. Cruzó una rápida mirada con el contador, que le bastó para darse cuenta que no debía romper el silencio, así que se dispuso a masajearle la espalda. Rabinowitz sintió las fuertes manos aflojándole los nudos de tensión de la espalda y no pudo evitar que el rostro le dibujase una sensación de placer y lujuria.
La aparición del robot cortó el hilo de pensamientos de Theron, sacándolo de sus ensueños paranoicos corporativos. Ofuscado por esa sombra escurridiza que volvía a escapársele, se volvió bruscamente hacia el contador. —Estoy harto de la relación enfermiza que tienes con ese robot. Es repulsivo. Te lo llevas a la cama como un amante. No entiendo cómo le entregas tu amor y tu cuerpo a una máquina.
Rabinowitz se avergonzó, acomodándose ligeramente en la silla. Timeus interrumpió su masaje, y miraba a Theron con una expresión de perro al que retan sin entender que hizo mal.
Theron siguió: —Entiendo que hay mucha gente que lo hace, que alquila sexo virtual, o lo hace con máquinas, pero ¿esto, en un hombre de mi servicio? No lo entiendo. ¿Tan solo podes estar? ¿Tan patético podes ser?
No esperó respuesta. —Nos espera un día difícil. Si el Torneo tiene éxito, habremos dado un golpe mortal a nuestros enemigos. Te necesito completamente, concentrado. Nada de chanchadas. Nada de porquerías. A trabajar. Nada puede salir mal hoy.
Rabinowitz asintió con un gesto, se paró, rodeo con sus brazos el grueso torso del robot, le susurró algo al oído, mientras sus dedos se demoraban secretamente en el masculino pecho del humanoide; luego éste se volvió y abandonó la oficina.
El contador comenzó a hacer una serie de llamadas. Theron se dio vuelta hacia el ventanal, cerró los ojos. Suspiró lentamente y se pasó ambas manos por la frente, apenas rozando su piel y pelo, para no correr el maquillaje ni desarmar el peinado. Se obligó a controlar la situación. Al fin y al cabo, no tenía motivos reales para temer. Todos los informes del último año no hacían más que hablar maravillas de los mágicos resultados del Torneo. Volvía a tener a la población en la palma de la mano. Volvía a dominar la ciudad. Eran los fantasmas de su mente los que lo acechaban. O acaso dudas. No podía dejar que esos factores irracionales le minaran el campo. Todo dependía de él. Tenía ventaja de localía. Era su ciudad. Administrada por su gente. Por el software desarrollado y patentado por sus científicos. Construida con el principio económico y urbanístico gestado por sus herederos. Cuando volvió a abrir los ojos tenía la determinación tatuada en la retina. Era una mirada implacable. No lo tumbarían.
Sonó la puerta. Theron dijo con voz de hierro —Adelante.
Entraron dos jóvenes funcionarios, prolijamente vestidos. Muchachos prometedores, eficientes, despiadados, preparados desde pequeños por la administración para cumplir con el target establecido de ser dirigentes de elite. Pequeñas máquinas vivientes, ambiciosas como él lo había sido hace tiempo, ambiciosas como una máquina nunca lo sería.
Ambos eran los Jefes de División de Desarrollo y Control de Software Especializado con AI para la toma de decisiones estratégicas, sociales y comerciales. Tenían menos de veinte años.
Marcos Franco, especializado en el Sistema de Control Social por Puntos, era un joven de mediana estatura, tenía pelo castaño corto y enrulado, bellas facciones, rostro despejado y redondeado, sin marcas ni arrugas. Sus ojos, de color marrón verdoso, eran picaros e inquietos; tenía la nariz redondeada y labios gruesos, con una mueca en los vértices de constante sonrisa.
Parado a su lado estaba el otro muchacho, llamado Eikki Valkoinen. Prodigio matemático, especializado en Algoritmos Comerciales Agresivos, era de contextura flaca y tenía una altura de casi un metro noventa. Llevaba el pelo con leves ondas, peinado en un jopo hacia atrás y luego a la derecha. En su cabello oscuro destacaban reflejos de blanco platinado. Sus ojos grandes, claros, al punto de ser casi incoloros, tenían un gesto agresivo y parecían verlo todo. También tenía bellas facciones, más agudas y filosas, como delimitadas por un cincel, pero cruzadas por una sombra, una expresión amargada, ceñida. De entrecejo muy expresivo, tenía la amplia frente marcada con arrugas. Sus cejas, arqueadas e inclinadas en los vértices, le hacían parecer a un águila que escudriñaba a su presa. Sus dos pómulos marcados decantaban en dos líneas gruesas hacia su mandíbula, rígida como un yunque.
Theron, sin saludar ni demorarse en formalidades, empezó a preguntar rápidamente sobre varios de temas: — ¿Hay noticias de Jope Goldstein? ¿Esta chequeada la seguridad?  ¿Lo corrieron en todos los programas predictivos? ¿Qué noticias hay de la oposición?
A éstas preguntas les siguieron muchas otras más. Ante esto, los jóvenes iban alternándose, respondiendo rápidamente, imperturbables. A veces Theron no esperaba a que terminaran de responder y los interrumpía con una nueva pregunta.
— ¿Hay acuerdo con New-Beijing? ¿Nos apoyan en el bloqueo a New-City004?
—Si —respondió Eikki. —Están cien por cien de acuerdo. Coinciden en que hay que aplastarlos como sea.
— ¿Y Moscú?
—Moscú muestra reservas. Algo los hace demorar la respuesta. Están dando rodeos.
— ¿Ya los amenazaste con cortarle los suministros de alimentos y construcción? Tendrían la ciudad paralizada en segundos si nosotros lo disponemos.
—Ya se hizo. Hace semanas que Moscú está en una crisis civil y sanitaria. Lo vienen tapando. No sé porque, pero son reticentes a atacar a New-City004. Algo deben saber. No me tomará mucho tiempo descubrirlo.
—Ya te tomó demasiado. No puedo esperar. —gruñó Theron.
—Pasaré al plan más agresivo. Lo mantendré al tanto.
—No quiero que me mantengas al tanto. Quiero que lo soluciones. Quiero que me llames y me digas que todo está coordinado. —Hizo una pausa —Marcos, ¿que sabemos de Khünen?
—Sigue siendo un problema. Creo que puedo dominarlo, pero necesito más tiempo. Es un tipo duro. Esta una posición en que puede hacernos daño, pero solo a costa de sí mismo.
—No me gusta nada.
—Está tratando de vender el software a Rusia. No se molestó en ocultar sus conversaciones con Mijaíl Kozlov, jefe de Moscú.
— ¿Cree que no podemos limpiarlo? Está muy equivocado.
—No tanto como parece. Ha dispuesto un sistema de interrelaciones, permisos de seguridad y encriptaciones que dependen exclusivamente de él, por el cual se convierte a sí mismo en inmune. Estuve tratando de hackearlo, pero el código es extremadamente complejo. Él sabe que lo observamos. Sabe que tratamos de deshacernos de él. Es aún más listo de lo que creíamos. Si él se va, se va a la mierda todo.
— ¿Cómo pudimos volvernos tan vulnerables? Es increíble. Tenemos que negociar con él. ¿Qué quiere? ¿Cuál es su punto de presión?
—No tiene. Es impecable. Evidentemente viene planeando esto hace tiempo. No hay forma de saber a qué está jugando. Hay registros de su GPS ID reunido con el de Hogan Kähler, pero no hay video de la reunión. Traté de reunirme con él, pero me evade. Señor, es evidente que va por su puesto. Quiere liderar la ciudad. Y tiene con qué. Tiene menos de treinta y cinco años, amplio manejo de softwares. Nos deja trampas constantemente. Amplía su red de contactos. Los traidores brotan a su paso. Y controla gran parte de las computadoras de esta ciudad. Hay que quebrarlo de alguna forma.
— ¿Que puede hacer Dick Górka? ¿Alguno de sus mafiosos puede dañarlo?
—Lo dudo, pero voy a reunirme con él. —dijo Marcos. Con un gesto de su mano apareció una proyección en el aire, con la foto de una niña de ojos llorosos. —Tengo un as bajo la manga.
Theron sonrió.Ok. Quiero que Eikki participe de la reunión. Debemos solucionar esto mañana. Se ha salido de control.
—Entendido.
Al fin, hubo un silencio. Theron parecía satisfecho. —Buen trabajo. Por esto no confiamos en máquinas. Eso es lo que me trajo hasta acá. Apréndanlo. —Una extraña sensación de caducidad lo inducía a ser paternal con esos chicos, tratando de enseñarles como si fuesen herederos. No lo serían.
Por último, Theron preguntó — ¿Cómo les fue en la conferencia con los elfos?
—Todo perfecto, señor. Estarán en sintonía constante. Han dado el aval. Hablamos con el mismo rey elfo en persona, y estaba satisfecho. Pidió grandes comodidades para sus hijos. Por supuesto, pidieron ver la joya. Vino un emisario hasta la sala secreta en donde la tenemos guardada, y comunicó en vivo su confirmación sobre la validez de la gema. No puedo transmitirle la emoción del rey al verla. Realmente tienen locura por esa reliquia.
—Perfecto. Nos encontramos todos a las cero horas del día de mañana en la sala de reuniones del Major Hall para ver la primera tanda de resultados del Torneo y evaluar los pasos a seguir.
Con un gesto del rostro hizo que los jóvenes salieran de la habitación y se volvió hacia las ventanas nuevamente.
La noche caía. El murmullo y la excitación del estadio se palpaban en el aire; las luces que emanaban del Domo contrastaban con la discreta iluminación del resto de las torres y el atardecer. El cielo era ya un manto azul. Una luna nueva brillaba, escabulléndose en un cielo limpio, con satélites y naves pululando a lo lejos, en la zona de la aduana espacial.
De pronto se encontró preguntándose cómo sería vivir una vida sin responsabilidades. O vivir en un lugar donde nadie lo conociera. Supuso que nunca lo sabría.



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