Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
18:25 P.M.
2:35 Horas para el inicio
Theron mira por la ventana de su mega piso en
la torre más grandiosa del imperio: La Torre Oscura. El Skyline de la Gran
Alemania se presentaba ante él. La serie de picos y estructuras asemejaba una inmensa
cordillera, o un mar que se alza sobre la tierra, trepando hacia el sol.
Ya se encontraba vestido de lujo, listo para
el Torneo, que le reservaba un lugar de honor: el palco principal en la
cabecera central. Vestía un traje al cuerpo de terciopelo plastificado, con un
diseño similar a un fuego rosa que mutaba en verde a la altura de la cintura, y
coronaba en violeta y negro hacia el cuello; la parte de atrás del traje
terminaba en dos coletas largas y le dejaba parte de la espalda y el pecho al
descubierto.
Theron tenía el rostro adusto. Su expresión
más característica no era de severidad, sino de ambición. Llevaba el pelo
corto, teñido de un rubio ceniza, rapado a los costados. Los ojos negros,
pequeños y separados, eran casi inexpresivos. Esa carencia era compensada por
su boca: era amplia, y casi llegaba a ambos lados del rostro cuando la sonrisa
era cruenta. Su cara estaba surcada de arrugas, propias de la tensión. Era alto
y flaco, y estaba en muy buena forma a pesar de sus pasados sesenta años.
Para Theron era difícil evitar la sensación
de sentirse una especie de dios, viendo su reino a sus pies, percibiendo las
pequeñas vidas de sus creaciones habitar el mundo que él les había dado.
En cierto sentido los despreciaba, por ser
tan indulgentes, tan maleables. Habitaban donde les decían que vivieran. Se movían
por dónde y cómo les decían que había que moverse. El humano se había reducido
a una reacción inducida por un estímulo de recompensas, notificaciones y
sanciones. No sabía si estar orgulloso o avergonzado por lo que había generado.
En realidad, hacía mucho que no sentía
vergüenza. Casi desde niño, cuando había tomado la decisión de jamás dejarse
doblegar. Tal vez esa duda sobre si debía avergonzarse o no fuese un signo de
debilidad. Tal vez sus enemigos se estaban alimentando de eso. No debía permitirlo.
Estaba
en una de las mejores oficinas del imperio. Un piso doble completo, trescientos
sesenta grados de ventanas, cuatrocientos metros cuadrados de lujo y
excentricidad. Tenía los sillones más extravagantes, los objetos de decoración
de los mejores artistas del mundo, y un suelo retro iluminado de un negro
metalizado le daban al departamento un toque de realeza. La vista daba a un
atardecer que bañaba la interminable ciudad de un dorado mezclado con
contrastes negros.
Dos
atractivas mujeres esperaban a la derecha, en el fondo de la sala. Una de pelo
rubio, recto a los costados, largo hasta la altura de la barbilla, con un
provocador flequillo, de ojos verde claro grandes y nariz refinada. La otra, de
labios gruesos y sensuales pómulos que resaltaban sus gatunos ojos azul oscuro,
con un maquillado rostro que terminaba en punta, tenía el pelo castaño,
enrulado, que caía en difusos bucles hasta los hombros.
Tenían
enormes pechos, naturales y rebosantes, apenas cubiertos por transparencias y
sueltos linos, y unas caderas redondeadas y delicadas. Miraban con hastió el
techo, aburridas, pero sin decir una palabra. Sus dedos perezosos recorrían con
indiferencia los sillones y muebles. Esperaban a Theron, pero este tenía la
cabeza en otro lado. Apenas les había prestado atención en lo que iba del día.
Eso no era normal.
El
líder político del Imperio Alemán caminaba lentamente de un lado al otro de la
habitación, cerca del gran ventanal. La vista era impresionante, pero para él
ya carecía de todo atractivo. Le parecía parte de un decorado que había
permanecido más tiempo del necesario. La ambición de ser el dueño de la ciudad,
que otrora lo había obsesionado, ahora estaba olvidada, tapada por un mar de
problemas, de constantes rebeliones de aquellos que decían estar de su lado y
conspiraban para arrebatarle el poder, o simplemente hacerle daño, quitarle
ganancias y beneficios, dejarlo afuera de oportunidades y negocios, que venía a
ser lo mismo.
Las
interminables pruebas que tuvo que superar para llegar a donde estaba lo habían
desgastado. Ya nada le apasionaba. De lo único que disfrutaba era de jugar a
ese absurdo juego de destruir a aquellos que osaban amenazar su dominio, aunque
una sensación de espanto, de necesidad y vulnerabilidad crecía cada vez más en
él, como si sintiese en algún fuero interno que no podría defender su imperio
en el próximo embate.
Por supuesto, nadie sabía nada de sus dudas,
o al menos él no se lo había dicho a ninguna persona. Sin embargo, temía que
quienes buscaban herirlo tuviesen forma de darse cuenta, a través de otras
lecturas, que tenía miedo.
Su última moneda estaba ya en el aire, pero
él no tenía ninguna intención de quedarse con los brazos cruzados esperando que
llegara al piso y que el azar decidiera su destino.
En el fondo de la oficina, Raúl Rabinowitz,
su contador y hombre de confianza, contaba dinero en una pantalla.
No
era dinero físico, claro, sino operaciones informáticas, que una vez validadas
eran puestas del lado izquierdo de la mesa. La pantalla se expandía, inmaterial,
a treinta centímetros de Rabinowitz, y él podía acomodar los elementos a donde
más le gustara.
La
operación consistía en lo siguiente: analizar una transacción, confirmar que
estaba acreditada, y acomodarla a la izquierda, donde tenía una función de suma
que iba mostrando el monto, a la vez que verificaba la veracidad de todo el
proceso productivo con distintos procesos de rastreos. También tenía una
función de inversión, que realizaba una proyección exponencial, en donde se
mostraba lo que ese dinero podía rendir si estaba bien colocado. Es decir, no
solo tienes lo que tienes, sino que también tienes lo que podes hacer rendir
ese dinero. Si no lo usas, estás perdiendo todo eso que podrías ganar, todo lo
que por extensión es tuyo. Era una de las grandes ideas que habían hecho de
Rabinowitz la mano derecha de Theron desde hacía más de veinte años.
Era un sujeto extremadamente avejentado, de
unos cincuenta años, que sin embargo se afanaba por aparentar tener cuarenta.
Su pelo gris comenzaba a ralear, sobre todo en la frente. Tenía un aspecto algo
descuidado, una barba de dos días entrecana que resaltaba en su piel de tono
oscuro, siempre bronceada de un tono rojizo. Tenía el ceño surcado de arrugas,
unos ojos grises, apáticos, nariz mediana y una boca enjuta. Su rostro tenía
una expresión extraña, como la de alguien que sabe ocultar cosas.
Era un contador exitoso, hábil con los
negocios, adicto a recortar gastos, a no perder recursos que se podría ahorrar,
a no perder oportunidades de maximizar, a tener siempre los activos trabajando,
a tener siempre un plan B, y guardarse un as bajo la manga.
Muchos
habían ido y venido al lado de Theron, pero solo él había permanecido. Se había
mostrado leal, sumiso, eficiente y confiable. No
obstante, era un tipo conservador, y lo que Theron necesitaba ahora era
frescura, arrojo, atrevimiento. El problema era que él no lo sabía.
Caminaba en círculos esperando la hora.
Estaba ansioso. Su mente iba y venía entre todos sus problemas y dudas, sin
encontrar respuestas a nada.
Los análisis de los resultados de las
instancias previas del Torneo eran todos absolutamente favorable, y aun así
había algo que lo inquietaba. Sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía
qué. Era el emperador. Su imperio se veía amenazado, acechado por fantasmas que
no mostraban su verdadero rostro, agrupaciones secretas, falsos aliados que
conspiraban a sus espaldas, abriéndole puertas a sus enemigos, usando
información que le sustraían y vendiéndola al mejor postor. No sabía qué hacer.
El que tenía que cambiar era él. Sus enemigos
ya conocían su modus operandi. Ya estaban acostumbrados a él. Todo lo que se
prolonga genera vicios, y de esos vicios se agarraban sus detractores. En la
medida que continuase siendo predecible, todos sus movimientos se hacían claros,
lentos. Debía dar el golpe antes de que lo atacasen. No soportaría un ataque.
Él debía eliminarlos. Pero no sabía cómo. No sabía quiénes eran. Que querían.
Cuando uno está en el centro, las sombras aparecen a los trescientos sesenta
grados.
Theron miraba el horizonte, melancólico, como
tratando de entender algo abstracto, o tratando de recordar algo a partir de
una punta difusa y enigmática. Rabinowitz, en el fondo, dejó corriendo unos
procesos, se recostó en su silla y se puso a jugar con unas fichas, tirándolas
de su mano derecha a izquierda. Se deba cuenta de que Theron pensaba en algo,
que estaba inquieto, preocupado. Lo conocía, y sabía que no era momento de
hablar.
En ese momento, la puerta se abrió, y Herr
Timeus, el robot presentador, ingresó en la oficina. Entró con cierto sigilo, se
dirigió directamente a Rabinowitz, y sin mediar y le estampó un beso en la
mejilla. Cruzó una rápida mirada con el contador, que le bastó para darse
cuenta que no debía romper el silencio, así que se dispuso a masajearle la
espalda. Rabinowitz sintió las fuertes manos aflojándole los nudos de tensión
de la espalda y no pudo evitar que el rostro le dibujase una sensación de
placer y lujuria.
La aparición del robot cortó el hilo de
pensamientos de Theron, sacándolo de sus ensueños paranoicos
corporativos. Ofuscado por esa sombra
escurridiza que volvía a escapársele, se volvió bruscamente hacia el contador. —Estoy
harto de la relación enfermiza que tienes con ese robot. Es repulsivo. Te lo
llevas a la cama como un amante. No entiendo cómo le entregas tu amor y tu
cuerpo a una máquina.
Rabinowitz se avergonzó, acomodándose
ligeramente en la silla. Timeus interrumpió su masaje, y miraba a Theron con
una expresión de perro al que retan sin entender que hizo mal.
Theron siguió: —Entiendo que hay mucha gente
que lo hace, que alquila sexo virtual, o lo hace con máquinas, pero ¿esto, en
un hombre de mi servicio? No lo entiendo. ¿Tan solo podes estar? ¿Tan patético
podes ser?
No esperó respuesta. —Nos espera un día
difícil. Si el Torneo tiene éxito, habremos dado un golpe mortal a nuestros
enemigos. Te necesito completamente, concentrado. Nada de chanchadas. Nada de
porquerías. A trabajar. Nada puede salir mal hoy.
Rabinowitz
asintió con un gesto, se paró, rodeo con sus brazos el grueso torso del robot,
le susurró algo al oído, mientras sus dedos se demoraban secretamente en el
masculino pecho del humanoide; luego éste se volvió y abandonó la oficina.
El
contador comenzó a hacer una serie de llamadas. Theron se dio vuelta hacia el
ventanal, cerró los ojos. Suspiró lentamente y se pasó ambas manos por la
frente, apenas rozando su piel y pelo, para no correr el maquillaje ni desarmar
el peinado. Se obligó a controlar la situación. Al fin y al cabo, no tenía
motivos reales para temer. Todos los informes del último año no hacían más que
hablar maravillas de los mágicos resultados del Torneo. Volvía a tener a la
población en la palma de la mano. Volvía a dominar la ciudad. Eran los
fantasmas de su mente los que lo acechaban. O acaso dudas. No podía dejar que
esos factores irracionales le minaran el campo. Todo dependía de él. Tenía
ventaja de localía. Era su ciudad. Administrada por su gente. Por el software
desarrollado y patentado por sus científicos. Construida con el principio económico
y urbanístico gestado por sus herederos. Cuando volvió a abrir los ojos tenía
la determinación tatuada en la retina. Era una mirada implacable. No lo
tumbarían.
Sonó
la puerta. Theron dijo con voz de hierro —Adelante.
Entraron
dos jóvenes funcionarios, prolijamente vestidos. Muchachos prometedores,
eficientes, despiadados, preparados desde pequeños por la administración para
cumplir con el target establecido de ser dirigentes de elite. Pequeñas máquinas
vivientes, ambiciosas como él lo había sido hace tiempo, ambiciosas como una
máquina nunca lo sería.
Ambos
eran los Jefes de División de Desarrollo y Control de Software Especializado
con AI para la toma de decisiones estratégicas, sociales y comerciales. Tenían
menos de veinte años.
Marcos
Franco, especializado en el Sistema de Control Social por Puntos, era un joven de
mediana estatura, tenía pelo castaño corto y enrulado, bellas facciones, rostro
despejado y redondeado, sin marcas ni arrugas. Sus ojos, de color marrón
verdoso, eran picaros e inquietos; tenía la nariz redondeada y labios gruesos,
con una mueca en los vértices de constante sonrisa.
Parado
a su lado estaba el otro muchacho, llamado Eikki Valkoinen. Prodigio
matemático, especializado en Algoritmos Comerciales Agresivos, era de contextura
flaca y tenía una altura de casi un metro noventa. Llevaba el pelo con leves
ondas, peinado en un jopo hacia atrás y luego a la derecha. En su cabello
oscuro destacaban reflejos de blanco platinado. Sus ojos grandes, claros, al
punto de ser casi incoloros, tenían un gesto agresivo y parecían verlo todo.
También tenía bellas facciones, más agudas y filosas, como delimitadas por un
cincel, pero cruzadas por una sombra, una expresión amargada, ceñida. De
entrecejo muy expresivo, tenía la amplia frente marcada con arrugas. Sus cejas,
arqueadas e inclinadas en los vértices, le hacían parecer a un águila que
escudriñaba a su presa. Sus dos pómulos marcados decantaban en dos líneas
gruesas hacia su mandíbula, rígida como un yunque.
Theron,
sin saludar ni demorarse en formalidades, empezó a preguntar rápidamente sobre
varios de temas: — ¿Hay noticias de Jope Goldstein? ¿Esta chequeada la
seguridad? ¿Lo corrieron en todos los
programas predictivos? ¿Qué noticias hay de la oposición?
A
éstas preguntas les siguieron muchas otras más. Ante esto, los jóvenes iban
alternándose, respondiendo rápidamente, imperturbables. A veces Theron no
esperaba a que terminaran de responder y los interrumpía con una nueva
pregunta.
—
¿Hay acuerdo con New-Beijing? ¿Nos apoyan en el bloqueo a New-City004?
—Si
—respondió Eikki. —Están cien por cien de acuerdo. Coinciden en que hay que
aplastarlos como sea.
—
¿Y Moscú?
—Moscú
muestra reservas. Algo los hace demorar la respuesta. Están dando rodeos.
—
¿Ya los amenazaste con cortarle los suministros de alimentos y construcción?
Tendrían la ciudad paralizada en segundos si nosotros lo disponemos.
—Ya
se hizo. Hace semanas que Moscú está en una crisis civil y sanitaria. Lo vienen
tapando. No sé porque, pero son reticentes a atacar a New-City004. Algo deben
saber. No me tomará mucho tiempo descubrirlo.
—Ya
te tomó demasiado. No puedo esperar. —gruñó Theron.
—Pasaré
al plan más agresivo. Lo mantendré al tanto.
—No
quiero que me mantengas al tanto. Quiero que lo soluciones. Quiero que me
llames y me digas que todo está coordinado. —Hizo una pausa —Marcos, ¿que
sabemos de Khünen?
—Sigue
siendo un problema. Creo que puedo dominarlo, pero necesito más tiempo. Es un
tipo duro. Esta una posición en que puede hacernos daño, pero solo a costa de
sí mismo.
—No
me gusta nada.
—Está
tratando de vender el software a Rusia. No se molestó en ocultar sus
conversaciones con Mijaíl Kozlov, jefe de Moscú.
—
¿Cree que no podemos limpiarlo? Está muy equivocado.
—No
tanto como parece. Ha dispuesto un sistema de interrelaciones, permisos de
seguridad y encriptaciones que dependen exclusivamente de él, por el cual se
convierte a sí mismo en inmune. Estuve tratando de hackearlo, pero el código es
extremadamente complejo. Él sabe que lo observamos. Sabe que tratamos de deshacernos
de él. Es aún más listo de lo que creíamos. Si él se va, se va a la mierda todo.
—
¿Cómo pudimos volvernos tan vulnerables? Es increíble. Tenemos que negociar con
él. ¿Qué quiere? ¿Cuál es su punto de presión?
—No
tiene. Es impecable. Evidentemente viene planeando esto hace tiempo. No hay
forma de saber a qué está jugando. Hay registros de su GPS ID reunido con el de
Hogan Kähler, pero no hay video de la reunión. Traté de reunirme con él, pero
me evade. Señor, es evidente que va por su puesto. Quiere liderar la ciudad. Y
tiene con qué. Tiene menos de treinta y cinco años, amplio manejo de softwares.
Nos deja trampas constantemente. Amplía su red de contactos. Los traidores
brotan a su paso. Y controla gran parte de las computadoras de esta ciudad. Hay
que quebrarlo de alguna forma.
—
¿Que puede hacer Dick Górka? ¿Alguno de sus mafiosos puede dañarlo?
—Lo
dudo, pero voy a reunirme con él. —dijo Marcos. Con un gesto de su mano
apareció una proyección en el aire, con la foto de una niña de ojos llorosos. —Tengo
un as bajo la manga.
Theron
sonrió. —Ok. Quiero que Eikki
participe de la reunión. Debemos solucionar esto mañana. Se ha salido de control.
—Entendido.
Al
fin, hubo un silencio. Theron parecía satisfecho. —Buen trabajo. Por esto no
confiamos en máquinas. Eso es lo que me trajo hasta acá. Apréndanlo. —Una
extraña sensación de caducidad lo inducía a ser paternal con esos chicos,
tratando de enseñarles como si fuesen herederos. No lo serían.
Por último, Theron preguntó — ¿Cómo les fue en
la conferencia con los elfos?
—Todo perfecto, señor. Estarán en sintonía
constante. Han dado el aval. Hablamos con el mismo rey elfo en persona, y
estaba satisfecho. Pidió grandes comodidades para sus hijos. Por supuesto,
pidieron ver la joya. Vino un emisario hasta la sala secreta en donde la
tenemos guardada, y comunicó en vivo su confirmación sobre la validez de la
gema. No puedo transmitirle la emoción del rey al verla. Realmente tienen
locura por esa reliquia.
—Perfecto.
Nos encontramos todos a las cero horas del día de mañana en la sala de
reuniones del Major Hall para ver la primera tanda de resultados del Torneo y
evaluar los pasos a seguir.
Con
un gesto del rostro hizo que los jóvenes salieran de la habitación y se volvió
hacia las ventanas nuevamente.
La
noche caía. El murmullo y la excitación del estadio se palpaban en el aire; las
luces que emanaban del Domo contrastaban con la discreta iluminación del resto
de las torres y el atardecer. El cielo era ya un manto azul. Una luna nueva
brillaba, escabulléndose en un cielo limpio, con satélites y naves pululando a
lo lejos, en la zona de la aduana espacial.
De
pronto se encontró preguntándose cómo sería vivir una vida sin
responsabilidades. O vivir en un lugar donde nadie lo conociera. Supuso que
nunca lo sabría.
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