El silencio se mezclaba con el caos. La
realidad estaba enrarecida. ¿Era esto acaso un espectáculo? ¿Había aun gente
mirando?
¿Era posible que una nueva realidad hubiese
reemplazado a la existencia tradicional en tan solo un instante?
El sentido lógico trataba de aferrarse a algo
mientras el mundo colapsaba, como si el suelo se abriese, dando lugar a una
cascada que avanzaba, arremolinada, hacia abajo, hacia un abismo desconocido.
Adentro del Domo el pandemónium era tan
extenso que era todo inentendible. La velocidad y la potencia de los choques
eran tan extremos que no se llegaba a distinguir nada. El campo de batalla
estaba totalmente destruido.
Afuera, el Domo se rodeaba de humo, fuego y
gritos. Desde dentro no se distinguía que pasaba; estaban aislados en una
burbuja de incertidumbre mientras afuera pasaban cosas.
Los personajes que aún continuaban con vida
miraban con horror hacia el centro de la pista, en una suerte de pausa, ante el
morboso desenlace del choque entre el Zombie y Sigurthiel, el Príncipe Elfo.
La sangre brotaba del cuello del cuerpo
inerte del Príncipe Sigurthiel, pintando de un intenso rojo el suelo del Domo.
Sus brazos yacían sin fuerza en los costados en una postura funesta.
El Hombre Negro estaba en el centro del campo
de batalla. Su víctima se desangraba a sus pies. El maravilloso Elfo aún tenía
su espada clavada en el rostro, entrando por el paladar, saliendo del otro lado
de la cabeza. La imagen era espeluznante; esa segunda boca dejaba escapar
lentos borbotones de sangre, mientras el rostro palidecía y los ojos se
opacaban, mirando a ninguna parte.
El Zombie lo miraba desde arriba con regodeo.
Abría y cerraba sus manos, como calculando su propia fuerza. Su oscura presencia
en medio de aquel infernal Domo, con su armadura hecha trizas y su cuerpo
deforme doblado horriblemente, generaba un asco grotesco, como un cadáver
contorsionado en un accidente que uno no puede dejar de ver, de la misma manera
que no puede quitarse del rostro la sensación de espanto.
Una pequeña figura corría, sin embargo, a su
encuentro. Enarbolaba un destello azul, como una antorcha de fuego helado.
Entre la bruma, su forma iba tomando foco a medida que se acercaba.
La furia había invadido por completo a la
Princesa Lorelian. Sus cabellos rubios ondeaban en el aire mientras corría
hacia el duelo. El dolor había superado todos los umbrales de lo soportable. Su
racionalidad se había extinguido en el momento que su hermano mayor había sido
ejecutado de una forma tan espantosa en medio de un espectáculo de transmisión
mundial.
Ya no importaba nada. No importaban sus
chances contra el Zombie. No importaban los Enanos acorralando a la Bestia. No
importaba el maldito espectáculo televisado del que supuestamente eran las
estrellas, entreteniendo a millones de personas que veían como ellos se
desangraban en vivo. Por dentro la recorría una sensación que era imposible de
definir. Una sensación que nunca había conocido antes. Una sensación que se
convirtió de pronto en una bestia dentro de su cuerpo, anulando por completo su
personalidad. Ya no tenía poder de decisión. No podía decir que no.
Su mente se había partido. Como un grueso
alambre de metal que se tensa hasta límites insoportables, de pronto esa línea
se rompió. Un chasquido agudo. Un aturdimiento, y un blanco creciendo desde los
bordes, sin freno, inundando su visión.
Había dejado de sentir. Su cuerpo era una
tortura. Estallaba fuera de sí, como si los músculos se abriesen hacia afuera,
incapaces de contener la energía que los recorría, como una voluntad monstruosa.
Ese cuerpo enfurecido corría fuera de control
hacia el centro de la pista.
Los Enanos, que habían interrumpido su
combate con la Bestia, reanudaron su ataque, también presas de una furia sin
precedentes. La potente Bestia, que superaba a los Enanos en tamaño, fuerza,
peso y volumen, se vio sin embargo atacada con una ferocidad tal que no podía
resistir los ataques, y no le quedó más opción que retroceder, perdiendo cada
vez más terreno hasta llegar a verse encerrada contra la pared del Domo.
Los Enanos tenían una resistencia brutal, y
la magia que despedían sus armaduras tenía un efecto tan espectral sobre la
Bestia que sus fuerzas se veían impedidas, como si unas cadenas invisibles le
sujetaran el cuerpo.
Los grilletes que rodeaban sus tobillos y
muñecas comenzaron a arderle y pesarle cada vez más.
Aquel yugo del que creía haberse librado volvía
para perseguirlo, en el peor momento posible.
Acaso también una serie de recuerdos y voces
apagadas comenzaron a despertar y a resonar extrañamente en su cabeza, sin que
la Bestia pudiese explicarlo o controlarlo.
Las hachas de los Enanos mordían y
lastimaban, desgarrando su cuerpo sin piedad, como una montaña desbastada por
una compañía minera. Sus escudos paraban cada uno de sus contrataques, y
lastimaban sus puños. Las embestidas de los Enanos la dejaban sin aire y la
empujaban hacia atrás con fuerza.
Aun el Enano que no tenía piernas se
arrastraba y lanzaba potentes ataques, se cubría con fiereza y mantenía las
líneas infranqueables en perfecta coordinación.
La bestialidad que se había apoderado de los
Enanos y la Elfa sorprendió a todos. Cuando la muerte del Príncipe, la
destrucción del auto y la muerte de la Princesa Lithil parecía haber dejado al
conjunto élfico en pésima posición, una furia los dotaba de una renovada
energía, y sus rivales cedían ante aquel giro de los acontecimientos.
Una llamarada violenta cubrió de forma
transversal toda la pista, como un súbito estallido de fuego que abría la
tierra en dos.
Una serie de poderes volaron en la parte
alta, mientras el Superhéroe volaba a toda velocidad alrededor del Dragón, atosigando
al Mago, que, a su vez, contratacaba con poderes, hechizos protectores y embestidas
del Dragón. Por la velocidad y tamaño del Hombre Desintegrado, y por las
heridas en la columna y alas del Dragón, el Superhéroe dominaba completamente
el ritmo del enfrentamiento, pero sin lograr dar un ataque que impacte a su
rival de forma contundente.
En la superficie, la Elfa dio un salto
espectacular y cruzó las llamas. Estas besaron su cuerpo, apenas cubierto por
su pequeña armadura, que dejaba ver sus abultadas curvas y su piel perlada,
cubierta de capas de polvo y sudor, producto de la batalla, a medida que se
acercaba más y más al Hombre Negro.
Éste había cambiado de tamaño
inexplicablemente. Su cuerpo, aquella masa negra y viscosa, borboteaba dentro
de la armadura, excediéndola, trascendiéndola, expandiéndola. Traqueteaba como
una maquinaria que entra en conflicto con sus engranajes, los cuales comienzan
a girar, furiosos, chocando, enganchándose nuevamente, mutando. Su cuerpo
temblaba, como si sus huesos se quebrasen por una energía invisible, y luego de
quebrarse se recompusiesen violentamente, en una disposición más potente.
Tomó su espada, todavía incrustada en el
cráneo de Sigurthiel. Pisó con desdén el cuerpo del Príncipe, usándolo de
palanca para quitar la espada. Al retirarla con violencia, un nuevo borbotón de
sangre brotó de la abertura en el cuello. El cadáver luego rodó inerte por el
montículo de escombros, perdiéndose entre las pilas de escoria.
El Hombre Negro se dio vuelta hacia el rival
que se acercaba rampante para encontrarlo. Otro Elfo.
Su cuerpo gruñó por dentro, como una especie
de señal de excitación. Levantó su enorme mandoble y apuntó a la Elfa, que
avanzaba enloquecida enarbolando el fuego azul con una pared de llamas a su
espalda.
Un nuevo enfrentamiento con un Príncipe Elfo
estaba a punto de acontecer.
La Elfa se movía con una velocidad que
superaba la del Príncipe Sigurthiel en el estado de poder de los anillos. Acaso
la furia por la muerte de su hermano la había puesto aún más en el estado de
trance guerrero que los nórdicos llaman berserk.
La espada de llamas cobalto pareció montarse
en un relámpago, al tiempo que un grito de guerra se escuchó en la pista. Las
lágrimas de furia e impotencia surcaban el rostro de la Elfa desde sus ojos
perdidos, casi en blanco, sin el bode definido del iris. La Princesa Lorelian
lloraba.
Cuando tenía a su rival a solo unos pocos
metros, dio un ágil salto para enfrentarlo en el aire. Se movía con la
velocidad de un leopardo, con movimientos repentinos, llenos de gracia.
El Hombre Negro levantó su espada para
enfrentar el golpe ante el contrincante que flotaba hacia él. Cuando Lorelian
estaba a punto de chocarse, su figura pareció detenerse en el aire, y luego
desvanecerse, transparentándose en plena suspensión.
De pronto pareció multiplicarse por diez.
Un torbellino de luz azul comenzó a rasgar
todo el cuerpo del Hombre Negro, que no podía defenderse de aquel ataque.
Era una maravilla ver aquella guerrera bailar
alrededor de su presa, pero con tal furia que los ojos no lograban conciliar
una imagen clara, racional.
Más bien parecía como una docena de fantasmas
con fuego azul circulando a toda velocidad alrededor del guerrero zombie,
cortándolo, atravesándolo, mientras su cuerpo se desgarraba en distintas partes
como carne podrida que explotaba por dentro y vomitaba espuma negra.
El Zombie parecía estar completamente
sobrepasado por aquel ataque. Se movía casi en cámara lenta en comparación a la
velocidad de los ataques que sufría. Cuando intentaba defenderse en algún
frente, sus múltiples enemigos lo rodeaban por el resto de los flancos. Cuando
subía sus manos para defenderse, reciba ataques abajo, a los costados,
desgarrándole cada punto débil.
Sin embargo, el Hombre Negro, impulsado por
un exabrupto que le surgió desde dentro del cuerpo, tuvo un instante de
lucidez. Sus brazos parecieron estallar en chispazos de luz, y una corriente
eléctrica los recorrió, haciéndolos reaccionar de una forma casi mágica.
Con el brazo que sujetaba la espada, invocó
de repente una energía brutal, y alzó con potencia su espadón en un movimiento
defensivo, de abajo hacia arriba, para encontrarse con la espada de fuego, con
tal certeza y potencia que la Princesa Lorelian salió disparada hacia atrás,
controlando el vuelo en el aire, y cayendo como un felino, con tres patas sobre
el suelo y la cuarta sujetando la espada de forma lateral, lista para lanzarse
para un nuevo ataque.
Estaba por impulsarse cuando de pronto el
suelo mismo pareció venirse abajo. Sus pies por un instante no encontraron
asidero, y todo su mundo se movió.
En ese momento, se escuchó una explosión tan
potente que pareció como el mismo Domo fuese a derrumbarse. Toda la imagen
tembló ante el estruendo.
Un mar de fuego y luz se vio en el costado
del Domo, donde la Bestia y los Enanos se enfrentaban. La llamarada trepó hasta
la parte alta de la cúpula de cristal, encegueciendo por un instante la pista.
Hubo un alto en la pelea. Todos los
personajes se cubrieron el rostro, y se volvieron hacia el costado de dónde
provenía el estallido, desconcertados.
Luego de la explosión, constantes nubes
espesas de humo negro comenzaron a crecer y crecer, recorriendo el laberinto de
gradas, pasillos, canales y túneles de la parte exterior del Estadio.
De pronto, todas las butacas de ese sector se
sintieron desmoronar, generando el sonido de un trueno sostenido, expandiéndose
horizontalmente.
Afuera se percibía un caos abrumador. Humo,
gritos, fuego. La confusión reinaba a ambos lados de la arena de combate.
No se veía absolutamente nada que pasaba
afuera, salvo las ráfagas de fuego, y distintos ruidos, disparos de armas,
nuevas explosiones, y los gritos, los horribles gritos de quienes están siendo
recolectados por la muerte.
La Bestia era el personaje que de más de
cerca podía ver aquel infierno; tenía su espalda pegada contra la pared del
Domo, aquel grueso e irrompible vidrio, mientras a su alrededor cuatro Enanos furiosos,
acorazados como pequeñas montañas mágicas, de pura roca y hacha, lo asediaban
feroz y metódicamente, reduciendo su espacio cada vez más, como una maquinaria
perfecta que iba socavando sin dudar cada resquicio donde la Bestia podía
encontrar algún tipo de alivio o respiro.
Cuando sintió el frío contacto del vidrio, la
Bestia jadeó, como un toro fatigado, ante un destino que se mostraba inexorable,
violento, sin tregua.
Un hacha cayó pesadamente sobre su hombro. No
logró cubrirse, y una desgarradura se sintió en su torso. Del costado opuesto,
un topetazo violento con un potente y macizo escudo surcado de runas cubiertas
de gemas chocó contra su cabeza, atontándola y limitando su campo de visión.
Desde la parte de atrás, incontables manos
negras se amontonaban del otro lado del vidrio, aparecían súbitamente entre la
densidad toxica del humo como manotazos de ahogado de una horda infernal de cuerpos
que no resisten el dolor. El caos era cruento a ambos lados de la barrera.
La Bestia se sintió desvanecer producto de la
fatiga, aunque sentía que había algo más, una suerte de embrujo que ya no podía
resistir, un aura embriagadora que le nublaba el campo de visión y la envolvía
en una sensación febril insoportable.
Repartía golpes de manera burda, desordenada,
golpes sin destino, sin coordinación, que eran repelidos y respondidos con una
maquinalidad espantosa.
Toda la imagen le daba vueltas; rostros hoscos
y barbudos con cascos cuadrados girando a su alrededor, las manos negras a su
espalda rascando fantasmalmente el vidrio, los gritos, una voz potente, grave,
abismal, hablando en una lengua que le hizo eco en algún rincón olvidado de su
interior.
Un frío le recorrió la espalda
involuntariamente al momento de escuchar esa voz, una especie de memoria
corporal que le despertó un terror sin nombre que la sumía en la más profunda
desolación y parálisis.
Y de repente, un factor inesperado rompió la
ecuación. Sorpresivamente, algo atravesó la corteza del Domo, de afuera hacia
adentro. Una espada, fina y resplandeciente, como proveniente de otro orden
físico, vulneró la superficie como manteca y surcó el Domo, cortando uno de los
cuernos de la Bestia.
Un metal se materializó desde el otro lado
del Domo, atravesando la negrura, el humo infernal y las manos agonizantes, y
el cuerno derecho de la Bestia se desprendió, como en cámara lenta, ante la
mirada atónita de los Enanos.
No parecía real.
Luego el trozo de metal, suspendido, comenzó
a dibujar una puerta, un círculo que se cerró, y luego estalló.
De pronto esos dos mundos caóticos se
unieron.
Esa nueva puerta dejó entrar más caos a la
diabólica arena de combate. Un torrente de humo se filtró como empujado por un
volcán, con una presión contenida similar a una pileta que finalmente se rompe
y el agua se escapa como una tromba por la nueva abertura.
Luego del humo, vino el fuego. Mucho fuego,
impulsado a presión como si una nueva explosión ocurrido del otro lado. Las
lenguas de fuego lamieron a la Bestia y los Enanos, que se vieron obligados a
agacharse mientas el improvisado portal seguía dando paso a más destrucción.
Y luego, una pequeña figura negra atravesó el
círculo con una pirueta espectacular y comenzó a correr dentro de la pista.
Detrás de él, comenzaron a colarse por la
abertura una cantidad impresionante de guardias, ataviados con armaduras
robóticas, o acaso eran robots con apariencia humana, era difícil distinguir.
Portaban trajes de aspecto flexible que les
cubrían todo el cuerpo, de un material reluciente, como de kevlar, de un color
negro con tonos de gris metálico.
Se atascaban en la abertura tratando de
ingresar, todos a la vez; brazos, piernas, armas de cientos de guardias que buscaban
entrar a la arena de combate en busca del intruso, pasando por sobre la Bestia
y los Enanos, que no podían creer lo que veían.
Apenas lograban zafarse del atasco, los
guardias corrían detrás del sujeto negro, que no había dejado de moverse. Los
guardias no demoraron en desatar un caos de disparos en el Domo, con sus
ametralladoras automáticas que vomitaban luz de forma descontrolada hacia todas
las direcciones.
El personaje al que perseguían estaba vestido
con un ligero traje negro, ceñido al cuerpo, de aspecto moderno, con una serie
de refuerzos de un material blando, con los bordes retroiluminados. Portaba una
especie de casco, también negro, le cubría por completo la cabeza. Tenía una
pantalla o visor en la parte frontal del rostro, más opaco que el resto del casco,
en el cual surcaban una serie de gráficas y luces de neón color celeste. En su
mano derecha sujetaba una espada larga, con una curvatura hacia la punta, no
muy gruesa, con un filo tan fino que podía verse relucir a través de las ondas
del acero a cientos de metros.
Este guerrero se movía con la velocidad del
rayo mientras escapaba, mientras el torrente interminable de guardias lo
perseguía con desesperación frenética.
De pronto, el guerrero negro puso en alto en
su marcha de escape, se volteó repentinamente, enfrentando a los guardias, y,
espada en mano, comenzó una carrera suicida hacia quienes lo perseguían, con
una destreza tal que ninguno de sus ataques lo tocaban; por el contrario, una
serie de miembros comenzaron a volar en todas direcciones, al tiempo que el
impecable espadachín hacía girar su daga hacia sus captores.
Como una roca que interrumpe el flujo de una
cascada, por más guardias que surgiesen a su paso, éste los esquivaba y los hería
de muerte en una coreografía abismal, despidiendo brazos, piernas, cabezas y
torrentes de sangre por todos lados.
El personaje hacía un uso de su entorno tan
espectacular que parecía haber planeado aquella danza con meses de anticipación
y ensayo minucioso. Su brazo no temblaba. Sus reflejos parecían leer el futuro.
Cuando tenía que escapar, se alejaba. Cuando
tenía que liquidar a sus rivales, su katana dibujaba un pequeño infierno en los
guardias, que quedaban fuera de combate de a cientos.
Su espada dejaba un eco de luz por donde su
filo cortaba el aire. El acero cobraba vida y la espada vibraba en colores
dorados y violáceos.
Nuevos cuerpos y miembros comenzaron a
alfombrar la accidentada superficie del Domo a una velocidad desquiciada,
apilándose en los costados, como si un decorador maniático hubiese asumido misteriosamente
el control de la situación.
El fuego del Dragón relampagueaba desde
arriba y prendía en los distintos cuerpos agonizantes que se amontonaban. Los
contrataques de poderes del Hombre Desintegrado y el Mago rebotaban por
doquier, como una lluvia de meteoritos, impactando en los guardias, vivos o
muertos, sacudiendo los cuerpos, dándole movimiento y textura adicional al
suelo de la siniestra arena de combate.
Los cambios en la iluminación iban pintando
las texturas del ambiente vívidamente, cambiando de un instante al otro por la
velocidad de las intervenciones, como un editor de imagen indeciso que prueba
distintos presets alterando las gamas, subiendo la exposición bañando todo de
blanco, bajándola de golpe dejando todo en sombras, con las siluetas de los
cuerpos dibujando finas líneas de rojo, anaranjado, gris pastel.
Si el Domo antes tenía un aspecto de
posguerra, ahora parecía más una puesta en escena bizarra, una maqueta sádica y
gótica sacada del infierno de Dante.
Los guardias continuaban persiguiendo a un
encapuchado con espadas samurái, que no solo los burlaba como si estuviesen
jugando a la mancha, sino que los iba descuartizando poco a poco.
Sin embargo, los policías no paraban de
brotar de la abertura. Como un torrente negro, poblaban cada vez más el caótico
Domo, enceguecidos por atrapar al intruso.
El combate se había desnaturalizado
totalmente. El espectáculo del que tanto alarde había hecho el imperio se veía
ahora desvirtuado por la irrupción de un intruso y de centenares de guardias
oficiales que buscaban abatirlo a toda costa.
El Domo supuestamente invulnerable había sido
abierto. La ecuación fundamental por la cual solo uno podía salir vivo de
aquella jaula había sido alterada por una nueva variable, una posible vía de
escape y por el ingreso de nuevos participantes.
El resto de los personajes seguía sus
enfrentamientos, pues el deseo de matar no se interrumpía por más que el
espectáculo hubiese quedado arruinado. Era matar o ver el fin a manos de otros
que también querían destrozarles.
El Ninja seguía su escape, desplegando las
hazañas más espectaculares, luchando sólo contra un número absurdo de rivales.
En un momento, al verse rodeado, activó un
botón de su armadura, y su casco se iluminó incandescentemente. Cuando la luz
se apagó, la espada había girado, y las cabezas de sus captores se habían
desprendido de los cuerpos que los sostenían; éstos tardaron un instante más en
comenzar a ablandarse, para luego desplomarse de manera fantasmal, todos a la
vez, chocándose entre sí, como un campo de flores sin sol.
El escape del intruso continuaba; en su carrera
demencial, comenzó a correr por las paredes laterales del Domo, mientras su
espada iba cortando a todo el que se cruzaba por su camino.
Cuando su marcha se encontró con nuevos
guardias esperándolo, una explosión llenó de humo el punto donde él se
encontraba, e instantes después había desaparecido. Reapareció en medio de la
pista, reanudando su veloz huida, sorteando obstáculos entre el desastre.
El misterioso sujeto y sus perseguidores
zigzagueaban por la pista. Mientras esquivaba los incontables policías, se
encontró en un momento en medio del combate entre el Hombre Negro y la guerrera
Elfa. La Princesa seguía atacando con asombrosa habilidad, hiriendo
constantemente al monstruoso cuerpo del Hombre Negro, pero el Ninja y los
guardias se entrometieron, interrumpiendo el ataque.
El Hombre Negro aprovechó el caos para
librarse de la insoportable arremetida de la Princesa Lorelian. Sus ojos se
posaron de pronto en la nueva puerta que se había abierto en el Domo, como un
perro sabueso que de pronto se encuentra con el aroma de la presa que estaba
rastreando hace tiempo. Sin perder tiempo, se olvidó de Lorelian y comenzó a
descuartizar guardias por doquier mientras se dirigía a la abertura lateral a
grandes y torpes zancadas.
La Elfa, aun habitada por una furia animal,
no permitió que se alejase demasiado, y comenzó a perseguirlo, pero no lograba
dar con su rival en medio de semejante caos. Las llamas del Dragón volvieron a
crear un muro, tras el cual la Princesa se desorientó y tuvo que dar un rodeo.
Las imágenes temblaban en su cabeza.
El fugitivo Ninja empezaba a verse en
problemas, cada vez más acorralado. La cantidad de guardias iba siempre en
aumento, y por más de que él dejase a muchos fuera de combate, estaba cada vez
más rodeado, además, por el resto de los implacables participantes, el fuego
del Dragón y la marcha cruenta del Zombie Negro.
Iba sorteando escollos a través de la
accidentada pista y los obstáculos que la poblaban. Comenzó a subir por el
enorme cuerpo del Dinosaurio, cuando éste dio una feroz dentellada que casi le
arranca el brazo, al momento que el Ninja, con una demostración de reflejos
alucinante, realizó una pirueta en pleno vuelo para poder librarse de sus
dientes. Sus mandíbulas, que se movieron rápida y violentamente, encontraron el
cuerpo de los guardias que lo perseguían. Sus miembros cayeron de su boca como
migajas de una comida engullida grotescamente.
Su mandíbula temblaba con pequeños espasmos.
El resto de su cuerpo también comenzó a sacudirse, por partes, como pinchado
por shocks eléctricos.
Finalmente, su parpado se enrolló hacia
arriba con violencia, dejando al descubierto su ojo loco, rojo, trastornado,
que bailaba desbocado como quien es devuelto a la vida con un baldazo de agua
fría.
Era increíble, pero aún estaba vivo. Con
trabajoso esfuerzo el titánico T-Magnus se incorporó, generando un estruendo.
Tenía una herida horrible en el estómago. La mitad de sus tripas estaban
colgando y al Unicornio clavado en la panza. Era asombroso que pudiese
mantenerse en pie.
El resto de los personajes se quedaron
atónitos, durante un largo segundo, sin entender que era lo que estaba pasando,
pensando que acaso el Torneo se había interrumpido o estaba jugando extrañas
trampas mentales con ellos.
Una sensación más visceral inundó a los participantes.
Ya no era espectáculo. Ya no era show. El descontrol que se percibía en
derredor se trasladó a los combatientes. Se olvidaron de todo decoro, de toda
la audiencia que podía llegar a estar mirando. Había que ir a matar. Era la
supervivencia más salvaje y despiadada.
Era incomprensible todo lo que estaba
sucediendo. No se llegaba a percibir lo que pasaba fuera del estadio, pero ya
no importaba. Lo único que importaba era liquidar a quien tuviese adelante, y
luego el siguiente, y luego el siguiente, hasta que no quedase más nadie parado
o hasta que las fuerzas se agotasen, lo que ocurriese primero.
En el lugar donde se había abierto la puerta
que conectaba los dos infiernos, el torrente seguía brotando, constante,
interrumpido por el Hombre Negro, que destrozaba a todos los que se cruzaban en
su camino, haciendo girar con fuerza titánica su oxidado espadón, avanzando a
paso lento pero constante hacia la abertura.
A un costado, la Bestia se incorporaba y se
veía por primera vez libre del asedio que casi había logrado con oprimir su
fuerza y su espíritu por completo.
Los Enanos, que habían tenido atrapada a la
Bestia, se vieron obligados a replegarse producto de la explosión y el fuego
que brotó rabioso desde el otro lado, bañando sus escudos y quemando los pelos
de sus barbas y sus trenzas. La cantidad de intrusos que se metían
constantemente por la abertura, pasando entre ellos, molestándolos, les obligó
a dispersarse, perdiendo así la formación de escudo que habían diagramado.
Se reincorporan a duras penas, desorientados
ante aquel movimiento, pero ya era tarde.
Los distintos movimientos que se desataron en
la pista fueron demasiado como para atenderlos a todos a la vez.
Se escucharon pisadas atronadoras. En otra
dirección, cuerpos y miembros de los guardias salían disparados por todos lados,
al tiempo que el Hombre Negro se dirigía hacia ellos. El fuego del Dragón
arreciaba desde una tercera dirección.
Uno de los Enanos vio una sombra que se
alzaba ante él. Una altísima sombra. Unas fauces aparecieron súbitamente desde
arriba. Apenas tuvo tiempo de pensar que todo se había acabado cuando la
oscuridad lo tragó y las filas de dientes desgarraron su cuerpo por decenas de
puntos.
La fila infranqueable se había roto. El
resto, al verse disperso, perdió la concentración. Figuras enormes los asediaron
repentinamente. Una sombra alada bajó desde lo alto. El Dragón estiró su cuello
y tomó de la cabeza a otro Enano, llevándoselo con su vuelo. Éste se tomaba el
cuello y los dientes del Dragón, sacudiendo los cortos pies burdamente. Sintió
una aguda presión en la garganta y su cuerpo se separó de su cabeza y cayó
inerte, golpeando al caer a varios guardias que seguían entrando al Domo sin
percatarse del resto del contexto, solamente concentrados en el intruso de
negro.
Los dos Enanos restantes vieron espantados
como sus compañeros eran abatidos. Pero no les dio tiempo para lamentarse; no
había ya capacidad de raciocinio en medio de la vorágine. Cada uno se veía
aislado, rodeado de imágenes que no paraban de cambiar. Uno de los Enanos veía
como la figura del Hombre Negro se acercaba. Antes de poder reaccionar vio la
espada en alto, y un segundo después la espada surcó aire y lo atravesó justo
en medio del pecho. Sintió el crujido de su esternón tan nítido en el cerebro
que su opaca tonalidad resonó en sus últimos instantes de conciencia. Su tórax
colapsó al tiempo que sus pulmones se vaciaban y su corazón fallaba bombeando
en falso. El dolor fue brutal un segundo y luego todo se apagó.
El Hombre Negro terminó de atravesarlo con su
tremenda espada y lo alzó, como una bandera. La imagen del corpulento Enano
bajando inerte por la espada, con sus miembros colgando hacia atrás en un gesto
muerto era espantosa.
Luego, el Zombie hizo un movimiento rápido
hacia su derecha, como sacudiendo la espada, y el cuerpo del Enano voló hasta
chocar contra el vidrio del Domo y caer luego contra las montañas de cuerpos
que se apilaban a los costados.
Solo quedaba un Enano, el que no tenía
piernas, enfrentado a la Bestia. La criatura vislumbró en el último Enano
herido el fin del terrible asedio que había sufrido. Recordó las voces que
resonaron en su cabeza, la magia que lo había envuelto en un trance torturador,
y la rabia se apoderó de él. Arremetió sin piedad hacia su rival. Embistió al
Enano, y luego de darle un combo de golpes llenos de furia, lo zarandeó con su
fuerza brutal, golpeándolo contra todo lo que encontraba a su paso, como un
muñeco de trapo.
El tenaz Enano, sin embargo, continuaba hasta
el último instante cubriéndose y protegiéndose, usando sus potentes brazos, hasta
su acorazada cabeza, para contrarrestar mínimamente los ataques de la Bestia.
La mitológica criatura, en ese momento, se
vio en el colmo del fastidio. Dio un rugido de guerra brutal, y tomó al
convaleciente Enano del cuello con ambas manos. Con el uso de todas sus fuerzas,
tiró con cada una de sus manos en sentidos opuestos y lo decapitó
escabrosamente, dejando salir un mar de sangre que le salpicó en cara.
Hubo un pequeño silencio en la pista. Esta
vez la Princesa Elfa no gritó. Ya no quedaba nada en ella que pudiese gritar.
Los personajes más grandes se miraron durante
una milésima segundo, como midiéndose, antes de moverse.
La Bestia volvía a entrar en un estado
animal. Algo en ella resurgía, como un tornado que desde un punto crece y crece
hacia afuera. Arrojó los despojos del último Enano a un costado como si fuera
basura. Estaba muy herida, pero furiosa. Buscó apartarse de aquella zona tan
cargada de oponentes. La única vía de escape implicaba pasar por encima de dos
grandes adversarios. El Hombre Negro, alto y amenazador, y el colosal
Dinosaurio. Sin pensárselo dos veces, inicio una brutal carga, y arremetió
contra ambos en una embestida suicida.
Se produjo un choque colosal, pero por la
fuerza del impulso y la sorpresa de su inmediata carga, logró derribar al
T-Magnus y al Hombre Negro, tirándolos por los aires para poder escapar y
correr en la pista libre de rivales.
Los guardias seguían entrando por la
abertura, persiguiendo al Ninja. Parecían no tener fin. La arena de combate era
un caos cada vez más absurdo.
Pero el Ninja seguía demostrando sus
habilidades incansablemente. Su repertorio era inagotable. Estaba resuelto a no
ser capturado, y estaba bien equipado. Su sable era un arma perfecta, que casi
cortaba antes de tocar la superficie de cualquier cuerpo que se pusiese en su
camino, como si su filo y su forja repeliesen toda materia.
Y su entrenamiento también era impecable. Las
proezas físicas que realizaba solo podían ser posibles a base de un aprendizaje
que rompiese con todas las estructuras conocidas del tiempo y el espacio y los
límites físicos del cuerpo. La mente en su estado de agudeza máxima actuaba sin
pensar, era un ungüento recubría el alma y el espíritu, dotándolas de una
fortaleza mayor. Cuando la mente se dispone a no ponerle límites al cuerpo, la
voluntad excede lo comprensible.
Lo que podía llegar a hacer aquel personaje
vestido de negro desafiaba las reglas de la lógica y la gravedad.
Los guardias, sin embargo, optaban por una
estrategia más cuantitativa, y aumentaban cada vez más en número, atacando en
masa, disparando con armas más grandes, que hacían más ruido y más bulla, como
si aquel Domo infestado necesitase más explosiones.
Fue en medio de aquellas persecuciones
interminables, atolondradas y embrolladas que un nuevo apocalipsis se desató en
medio de la pista.
Una serie de ataques en simultáneo se
pusieron en acción de manera completamente espectacular.
Como un sniper que espera pacientemente en un
costado el momento justo para poner activar sus letales dispositivos, el Mago
puso en acción todo su poder por primera vez.
Su imagen era monumental: con un vuelo
rasante del Dragón, que lo posicionó en medio de la pista, un potente conjuro comenzó
a absorber toda la luz a su paso, a la vez que el brillo del Dragón y el Mago
montado en su lomo destacaba en medio de la creciente oscuridad, en un fuerte
contraste, resaltando sus siluetas y minimizando los detalles de su textura. Un
aura circular los rodeaba a medida que su vuelo mortal peinaba el suelo. Las
piedras y otros escombros de la superficie comenzaron a levitar a su paso. Las extremidades
de los guardias y los cadáveres también se suspendían en el aire y lentamente
flotaban hacia el Mago. Toda la atmosfera del Domo parecía succionarse hacia el
centro. La sombra del Mago y el Dragón centelleaba en todas direcciones,
multiplicándose y parpadeando, como fantasmas inquietos sin un tamaño o silueta
determinados.
Con la impresionante imagen del Dragón
fulgurante en medio de una oscuridad en los bordes, y el brillo circular crepitando
alrededor como una hoguera de pálidas llamas de arcoíris, el cuerpo del Mago,
en medio del Dragón, comenzó a levitar. Con sus brazos extendidos a los
costados, y su mano derecha sosteniendo el báculo, se izaba como una hoja
suspendida por la brisa, cargado de poder.
Tenía los ojos cerrados, tensionados. Su
calva relucía; su boca, rodeada de la negra barba en forma de candado,
murmuraba en una mueca de concentración. De un momento a otro, cuando la
tensión fue máxima, abrió los ojos, y estos ardían en llamas celestes. En el
preciso instante en que los abrió, una coreografía de poderes impactó a cada
uno de sus rivales.
Con su báculo hizo levitar a la Bestia y la
encerró en un campo eléctrico que la hacía sufrir en cuanto intentaba moverse
para liberarse. Lanzó otro poderoso hechizo que apresó al T-Magnus, atándolo
por las piernas con una especie de lazo de luz, que lo hizo caer mientras hacía
movimientos con las piernas en vano, tratando de zafarse. Con una potente voz
dejó momentáneamente fuera de combate al Superhéroe, aturdido en un rincón,
retorciéndose.
Sin embargo había dejado libre al Hombre
Negro. Con un movimiento del báculo lo señaló, y todos los escombros y cuerpos
que le rodeaban salieron despedidos hacia atrás, como impulsados por un vendaval
del cual el Zombie era inmune.
El camino entre ambos había quedado
despejado, como quien aspira la alfombra de su casa antes de recibir invitados.
El Mago era consciente del poder al que se
enfrentaba en su combate con el Hombre Negro. Quería enfrentarlo mano a mano,
sin dejar ningún cabo suelto.
No dejó pasar más del tiempo necesario antes
de poner en marcha el ataque que había preparado.
Puso en acción su doble: manteniéndose en el
aire, bajo la amenazadora mirada del Dragón, el cuerpo del Mago se desplazó a
un costado, y en ese movimiento lateral, una figura igual a él, pero sin
relieves ni detalles en el cuerpo, se desplazó hacia el lado opuesto.
Aquella forma fantasmal tenía una contextura luminosa,
de un color verde muy fuerte. La luz que hacía cuerpo en esa silueta estaba en
constante movimiento, como un mar jade que vibraba, mostrando matices de distinta
intensidad.
Por un instante, ambas figuras flotaron
espejadas, una de carne y hueso, la otra de cuerpo ensoñado. El ser de cuerpo
físico había vuelto a cerrar los ojos; el otro no tenía ningún rasgo en la
cara, solo la exacta silueta de su creador.
En un súbito instante, la figura de luz abrió
los ojos. Pero no eran ojos convencionales: en ellos se veían oscuras galaxias
y agujeros negros pasando a toda velocidad, con un espiral de colores,
magentas, dorados, turquesas y cobaltos.
En ese momento, puso en marcha su vuelo a una
velocidad abismal, al tiempo que el Mago de cuerpo humano bajaba hasta el lomo
del Dragón para dirigirlo hacia el Hombre Negro con su báculo en alto.
El Zombie aferró su mandoble con ambas manos
y asentó sus pies en posición defensiva, esperando los ataques. Dentro de su
cuerpo, los anillos élficos latían como volcanes, reaccionando ante la magia
del Mago, que asediaba.
Sin embargo, antes de recibir el choque del
Dragón, vio como una sombra verde se movía a toda velocidad desde la izquierda.
Se preparó para un doble ataque.
Un rayó azul viajó desde el báculo del Mago
hacia el Espectro.
De alguna manera, el Hombre Negro sacó fuerza
de su interior, materializándola en su espada, la cual puso en frente de sí,
como un escudo. La espada emitió un fulgor, entre rojo y celeste, y el ataque
azul enviado por el Mago se abrió en dos, brotando inerte a los costados.
Luego una voz resonó dentro del cuerpo del
Espectro Negro. Su visión se nubló y se sintió de pronto intervenido,
desestabilizado. La figura brillante se dirigía a toda velocidad desde el otro
flanco y estaba a punto de embestirla.
La imagen de luz voló a toda velocidad hasta
hacer contacto con él. El Guerrero Negro sintió como su cuerpo explotaba por
dentro, desgarrándose.
Sin embargo, antes de que el ser de luz lo
atravesase por completo, chocó con algo que había en el centro del cuerpo del
Hombre Negro.
Con la velocidad que traía la carrera del
cuerpo de luz, aquel choque contra el objeto inesperado fue tan potente que se
produjo un inmenso chasquido, como dos esferas de cristal que chocan entre sí
en pleno vuelo, y el eco agudo reverberó en la pista sonoramente.
El cuerpo de luz fue repelido hacia atrás. Su
corporeidad luminosa se mostraba herida, disminuida, latiendo como una luz
intermitente.
El cuerpo del Hombre Negro se elevó
ligeramente, con los miembros contorsionados, extendidos.
Una nueva implosión se produjo en el centro
de la pista. Los personajes que estaban reducidos por los embrujos del Mago se
vieron momentáneamente liberados. El báculo del Mago vibró fuertemente en su
mano, pero este logró dominarlo, asiéndolo fuertemente, con toda su energía,
como si su vida dependiese de ello.
Finalmente, el Hombre Negro se vio librado de
la extraña energía que lo poseía, y cayó al suelo, desparramado.
Parecía por primera vez rendido, debilitado.
Su aparatosa armadura le aplastaba el cuerpo, esas deshilachadas hebras de
músculos negros vueltos viruta muerta.
Del otro lado de la pista, el cuerpo de luz
verde se recobró, con su luminosidad vibrando como una estrella encendida, y
voló a toda velocidad hacia el cuerpo del Zombie.
El Mago concentró sus energías en una nueva
embestida. El Dragón puso rumbo al cuerpo del Hombre Negro.
La silueta luminosa tomó al cuerpo del Hombre
Negro por la espalda. Este comenzó a resistirse, pero el agarre era demasiado
fuerte: el ser de luz no iba a soltarlo.
El Dragón estaba cada vez más cerca, acercándose
en línea recta, con el imponente Mago montándolo en la base de su columna. El
cuello del Dragón comenzó a inflamarse, al tiempo que preparaba el ataque final
contra el Zombie.
Sin embargo, abajo, el agarre de la silueta
de luz estaba siendo puesto a prueba por una resistencia cada vez mayor. El
Hombre Negro comenzó a verse desbordado por un impulso extraño, casi químico.
Todo su cuerpo comenzó a arder y borbotear, a consumirse por dentro, brillar y
reaccionar, a crecer, cada vez más.
La figura verde lo sujetaba cada vez con más
desesperación, pero había algo dentro del cuerpo del Zombie que le repelía, le
generaba un rechazo brutal.
De pronto, el Hombre Negro pareció explotar.
Su cuerpo se despertó vigorosamente, como atravesado por un trueno interior. La
silueta de luz salió despedida hacia atrás nuevamente. Los miembros del
Espectro Negro crecieron espantosamente, inflados por una especie de esqueleto
de energía brillante con un nuevo tamaño.
El Hombre Negro había crecido en tamaño y
fuerza, y sus brazos refulgían, uno rojo, el otro azul, y su boca se abría como
un espectro demoniaco, mostrando dientes horribles.
El Dragón comenzó a lanzar su fuego, que
besaba el cuerpo del Zombie, carcomiéndolo, descascarándole el pecho como
hojarasca vieja. Pero el Hombre Negro dio un salto hacia adelante y con sus
enormes brazos rodeó la mandíbula del Dragón, cerrando las compuertas del
fuego, que terminó atragantando a la bestia.
De esta manera detuvo el choque del Dragón,
que pataleaba y se retorcía, nervioso ante aquella fuerza que le sujetaba las
fauces.
El Mago trastabilló en el lomo de la criatura
alada, que trataba de zafarse mientras el fuego y el humo se le escurrían de
entre los dientes.
La silueta de luz se recuperó y voló a toda
velocidad a enfrentarse nuevamente con el Hombre Negro en ayuda del Dragón y el
Mago. Sin embargo, cuando estaba a punto de llegar, un brazo negro se alzó
repentinamente, y el Zombie lo cazó en pleno vuelo del cuello, estrujándolo,
sin darle apenas tiempo a reaccionar.
El Mago, a duras penas manteniéndose en pie
sobre el Dragón, estaba consternado. Sintió una asfixiante presión sobre su
cuello. Abrió los ojos con una mueca de sorpresa y terror. Sus dos dispositivos
más potentes estaban siendo desactivados simultáneamente ante sus ojos por
aquel ser infernal, que tenía a su silueta y su Dragón sujetados con
monstruosos brazos negros, deformes como tentáculos de un oscuro y abismal
craken.
Toda su estructura de seguridad y orgullo se
había venido abajo en un segundo. Todos sus años de preparación, toda su vida
de entrenamiento, de brindarse por completo a las pruebas más extremas para
dominar las artes de la hechicería y la alquimia, olvidando sus amigos, su
familia y cualquier clase de placer, y aún más, toda una vida de atreverse a
correr los límites de lo humano e incursionar en magias negras con origen en
culturas primigenias, exteriores a todo pensamiento humano y racional, habían
quedado reducidas a cenizas. Su deseo de convertirse el ser más capaz y
poderoso del mundo quedaba hecho trizas. Aquella Criatura Negra había superado
todas sus predicciones, humillándolo en frente de todos, convirtiendo sus
potentes artilugios en juguetes para niños.
El Dragón logró retirarse cuando el Hombre
Negro tomó al ser de luz, y, enfurecido, voló hacia atrás sacudiéndose, lejos
del alcance de esos brazos, que tenían la capacidad de sujetarlo con fuerza
titánica.
Mientras tanto, el ser luminoso se retorcía,
sujetado por el cuello. Pataleaba con desesperación, pero los viscosos dedos
apretaban cada vez más. De pronto, se disolvió hacia abajo y tomó una forma
líquida, logrando zafarse del agarre y se apartó también del Hombre Negro, con
una especie de repulsión aterrorizada. El Mago le señaló con su brazo, como
convocándolo, y el fantasma de luz se volvió a fundir con su contraparte de
carne y hueso.
La figura del Hombre Negro destacaba,
renovada, grotescamente grande, en medio de la pista. Era una forma oscura, con
texturas extrañas, con un rostro espantoso coronado por un monstruoso yelmo
roto. El Dragón flotaba frente a él, a cierta distancia, mientras el Mago
volvía a brillar al reunirse con su doble ensoñado, elevándose ligeramente otra
vez.
El resto de los personajes continuaba
apartado en los márgenes del Domo, prisioneros de las restricciones del Mago.
Éste se encontraba contrariado, parado en la
base del cuello del Dragón, mientras su doble de luz le devolvía su sensación
de unidad. Sus sensaciones oscilaban entre la furia, el miedo y la urgencia. Su
ser de luz vibraba dentro de su cuerpo, como hablándole de terrores y
abominaciones de una naturaleza corrompida.
Finalmente, el Mago dio un destello final y
levantó su báculo. Había llegado la hora de la verdad. En este instante se
decidiría si estaba a la altura de aquel Torneo, si era digno, si todos sus
años de entrenamiento, toda su vida, habían tenido algún sentido. Era vencer o
caer en el olvido, o peor aún, en la vergüenza eterna, en el bando de los
vencidos.
Comenzó a generar una serie de relámpagos,
como un para-rayos en medio de una tormenta eléctrica. La pequeña piedra que se
encontraba en la punta del cayado centellaba como el corazón de un volcán. Un
punto ínfimo parecía de pronto engendrar un agujero negro que conjuraba
galaxias, posibilidades infinitas, al tiempo que parecía tanto absorber la luz
como centellar chispazos cegadores.
La imagen del Mago llegó a su punto de
espectacularidad máximo. Su cuerpo se elevaba una vez más, envuelto en una
silueta luminosa, llena de poder. El Dragón se infundía en esa energía y volvía
a aparecer imponente, con su legendaria figura, dominando la pista, poderoso e
inmemorial.
Pero del otro lado el Hombre Negro también se
mostraba imponente. Su cuerpo negro, crecido y deforme, generaba un asco
visceral, y había cobrado un tamaño tan bestial que asemejaba un guerrero de
ultratumba, un capitán legendario de las legiones del averno, enviado para
sumir a la tierra una vez más en el infierno que estuvo siempre destinada a
ser.
Las dos fuerzas enormes y descomunales
chocaron; el caos dominó la pista, y toda materia o cuerpo que no estuviese
atado al suelo voló de forma aleatoria por la pista, siempre en la periferia de
aquella esfera de energía que expulsaba todo hacia fuera, contenida
ridículamente en aquel Domo.
El resto de los personajes se sintió insignificante,
impotente ante tales poderes. Cientos de guardias volaron por todas partes como
hojas en un vendaval; el Ninja utilizó su espada para fijarse en el lugar; el
Superhéroe intentaba mantenerse en un punto fijo, pero era repelido por
aquellas fuerzas.
El Hombre Negro dio el primer paso hacia el
Dragón, con su cuerpo traqueteante y sus miembros grotescamente largos,
buscando una vez más atenazar al Dragón y quebrarlo.
Sin embargo, se encontró con lo que parecía
ser una barrera de energía cristalina, que al contacto con su cuerpo comenzó a
chispear estelas de luz de diversos colores, como un arcoíris siendo masacrado
por una cierra eléctrica.
El implacable Zombie fue inicialmente
impulsado hacia atrás, pero sin perder la vertical volvió a avanzar sobre el
campo de energía y logró abrirse paso entre la barrera de luz que lo oprimía,
semejando a alguien que avanza en medio de una tormenta huracanada.
Una vez adentro de la esfera, una serie de
colisiones comenzó a brotar entre ambos espectros, como si entes sin
corporalidad batallasen en aquel campo de energías sin nombre en una suerte de
imagen impresionista de galaxias que se entremezclan en cámara lenta.
En medio de este caos de imágenes, el
Guerrero Negro continuaba avanzando, abriéndose paso en la tormenta, usando sus
brazos y su espada para ir desbastando el campo energético.
El Mago se notaba contrariado ante aquel
avance, pero estaba resuelto a no rendirse. Comenzó a conjurar una serie de
plegarias en un lenguaje extraño, gutural. Su voz se amplificó terriblemente,
al punto de parecer resonar dentro de la cabeza de cada uno de los espectadores
y participantes. Era un poder magnífico. Se notaba la autoridad con la que esas
palabras conjuraban una sabiduría milenaria. —¡¡Ukt – barra – jhilaed –
fjalldor – ghiiza – m’ghoriah – ukt – viseria – zq’ollo – rgarra – tkorko –
DIOSIRIS!!
Cuando terminó de conjugar la plegaria, todas
las luces del Domo parecieron languidecer. El campo energético se comprimió aún
más, como si la nebulosa del agujero negro se tornase densa. Un ruido sordo se
expandió como una plaga, aturdiendo todo. La figura del Mago y el Dragón se
unieron en una imagen saturada de brillo y contraste, sin distinguirse uno del
otro. De un momento al otro, el Dragón abrió su boca. En el mismo instante, con
una coordinación perfecta, el Mago alineó su báculo en dirección al Hombre
Negro. Humano y bestia enviaron sus energías ante el contrincante que se abría
paso ante ellos.
El torrente de fuego del Dragón se reforzó
por un haz de energía enviado por el Mago, que asemejaba a un líquido
cristalino que crepitaba alrededor de las llamas del Dragón, reaccionando ante
ellas como una ramificación química. Ambos ataques se unieron en una emulsión
letal que se dirigía a toda velocidad hacia el Hombre Negro, envuelto en la
bruma energética en la que lo había envuelto el Mago.
El Hombre Negro tenía el torrente ya casi
encima de él. Respondiendo de manera asombrosa, sus brazos conjuraron el poder
de los anillos, y se tonificaron repentinamente, dotando a sus músculos de una
forma vigorosa, con la forma perfecta de los fisicoculturistas. Líneas rojas y
azules respectivamente fulguraron sobre la circunferencia de cada uno de sus
músculos, como un dibujante que resalta las líneas con un marcador
especialmente fino y brillante. Con esos potentes brazos levantó su espadón
hacia el torrente, presentando batalla.
Una milésima de segundo antes de verse
envuelto en aquel ataque de fuego y cristal, una serie de tentáculos
envolvieron su espada como una llama negra en velocidad acelerada.
Antes de poder ver más que tipo de magia
recorrió el filo de su tenebrosa arma, la llama reforzada del Mago inundó al
Espectro, quedando oculto entre el haz de luz.
La llama reaccionó ante la espada con
violencia, con una explosión propia de materiales que no se soportan, como un
torrente de aceite hirviendo y otro igual de agua helada. La llama se partió al
medio generando un inmenso vapor que se arremolinaba en torno al Zombie.
Sin embargo, visto desde atrás, podía
percibirse como la defensa de la espada lograba detener el ataque combinado de
la llama y el haz cristalino, manteniendo protegido detrás al Hombre Negro. La
gran figura parecía pequeña en medio de aquel mar de brumas y fuegos, pero se
mantenía inflexible ante aquella tempestad, como una imagen renacentista, las
llamas y la niebla rodeando al sujeto, que las enfrenta, sin miedo.
Cuando las llamas cesaron, el Hombre Negro
aún estaba allí. Su espada negra humeaba, con una textura chamuscada con cierto
movimiento que hasta parecía tener vida propia. A su alrededor, todo el campo
de batalla estaba espectacularmente desbastado, dejando solo un pequeño
montículo donde el Zombie se mantenía aun de pie, inmune.
Del otro lado, el Mago observaba la escena
con la incredulidad más grande. En realidad no era la sorpresa lo que lo
inundaba. En alguna parte dentro de su ser, había rogado a los dioses que este
ataque funcionara. Si había llegado al punto de estar tan desesperado como para
rogar, era porque en alguna parte de su ser creía que aquel ataque no sería
suficiente.
En medio de aquel extraño silencio, se
escuchó un grito.
Era un grito rasposo, rabioso, al borde de la
histeria.
Era el Mago. Su impotencia se le escapaba del
cuerpo. Había perdido el control. Se arañó la cabeza con locura, mientras
volvía a gritar, mirando al Espectro Negro, volviendo los ojos como un loco a
diversos puntos del Domo, como buscando una vía de improvisación, algún
imprevisto que le permitiese resolver aquel monstruoso enigma.
El Hombre Negro parecía no inmutarse. Y aquello
no hacía más que enloquecer al Mago, que esperaba al menos una reacción de
triunfo, una burla, una provocación, algo. El Zombie se movió de su lugar y
retomó la marcha hacia el Dragón.
Ante el avance inexorable del adversario, el
Mago, en su desesperación, jugo su carta más potente, pero de una manera audaz.
Su mente buscó por un instante de locura y
adrenalina una solución que evitase emplear aquella táctica, pero había perdido
la calma, estaba ya al borde del colapso, y sus pensamientos se atascaban antes
de clarificarse.
El Hombre Negro dio un nuevo paso en su
dirección, y toda duda quedó atrás. Iba a hacerlo: intentaría meterse en la
mente del Hombre Negro y desgarrarlo por dentro, destrozarle los sentidos y la
mente. Si es que acaso tenía una.
Cerró los ojos con violencia en un gesto de
concentración, y tomó la punta de su báculo entre las dos manos, mientras
susurraba rezos inteligibles con desesperación.
La piedra en la punta del báculo se iluminó,
y el Mago abrió sus ojos.
La imagen de su rostro iluminado avanzó como
un fantasma hacia el cuerpo del Zombie, desdoblándose nuevamente, pero esta vez
la figura era su propio rostro trasparentado, de un tamaño creciente, avanzando
a toda velocidad.
Esperaba intervenir en la mente de aquel ser,
volverlo loco, hasta el punto de saturar sus sentidos con tanto ruido y luz que
su mente desbordase de estímulos y se derritiese en medio del caos.
Su rostro fantasmal atravesó la pista con una
rapidez brutal, siempre creciendo, como una ola, hasta que llegó al cuerpo del
Hombre Negro y al hacer contacto con su piel, inmediatamente su inmenso rostro
se esfumó.
Una vez que penetró en el cuerpo del Hombre
Negro, fue como desaparecer del mundo de golpe. Oyó un sonido como de succión
acelerado, y luego se vio encerrado en un recinto, una habitación sin puertas
ni ventanas.
La sensación fue inmensamente irreal, pasar
de mil kilómetros por hora a una quietud fantasmal, a una sensación de tiempo
detenido, de un espacio ubicado fuera de toda realidad o existencia, imposible
de localizar.
El Mago conjuró toda la racionalidad que
podía aquella cabeza agotada, y dio una vuelta sobre su propio eje, lentamente,
tratando de orientarse. No se escuchaba un solo sonido.
Estaba desconcertado. Nunca antes había visto
algo así al penetrar en la mente de un ser.
La habitación estaba sucia, se veía vieja y
oscura, de un gris azulado tétrico, desprovisto absolutamente de calidez.
Ante el desconcierto, intentó aun con más
fuerza buscar que la percepción de su mente lograse desentrañar aquel enigma en
el que se encontraba. Intentaba no moverse demasiado, con cierto temor de que
toda la imagen cambiase al percibir el más mínimo movimiento.
Exactamente en el instante en que esas
palabras se reprodujeron en su mente, las paredes cambiaron repentinamente, y
se llenaron de estanterías de libros.
El Mago se sobresaltó con cierto terror. La
imagen no era atemorizante, pero la sensación de estar en un lugar prohibido,
acaso un laberinto cruento y macabro, lo ponía en el borde más sensible de la
susceptibilidad.
Comenzó a ahorcarlo la idea de que no saldría
vivo de aquel recinto.
No sabía qué hacer. Su mente trabajaba
inquietamente en medio de la creciente desesperación, intentaba conjuros y
hechizos, intentaba descifrar acertijos o trampas, pero nada salía de aquel
recinto. Ni nada entraba. El silencio era espectral.
De pronto sintió que, imperceptiblemente, la
habitación comenzaba a achicarse. Rogó en su fuero interno que fuese solo una
impresión guiada por el terror. Ya no sabía, no podía confiar en su propia
mente. Se estaba volviendo loco.
Algunos libros comenzaron a temblar y caerse.
Las estanterías crujían y se quebraban.
No era una impresión. La habitación se
achicaba.
Los libros comenzaron a caerse en cantidad,
atestando el piso, cubriendo al Mago hasta los tobillos.
Una serie de tentáculos comenzaron a brotar
desde el suelo negro, enredándose lentamente en sus piernas como una madreselva
que trepa, abriéndose paso entre los libros.
El Mago intentó gritar, pero solo logró abrir
la boca con una mueca delirante.
Con espanto, se libró de esos agarres y
comenzó a levitar. Al instante, sintió el impacto del techo, que se cernía
sobre él, impidiéndole apartarse más de los libros y los tentáculos, que
reptaban y se retorcían, como esperando su comida. Guiado por la intuición, se
acercó al panel izquierdo de los libros y tomó uno que le llamó la atención por
su lomo lleno de detalles en dorado. No tenía nombre.
Lo abrió al azar.
La imagen cambió instantáneamente. En una
milésima de segundo de confusión, fue absorbido por esas páginas, transportado
a un nuevo mundo.
Distintas secuencias comenzaron a circular
con violencia, con una nitidez incierta, maliciosa. Los márgenes estaban
borrosos, turbios. Las texturas de las imágenes en el centro se mostraban
vividas y exuberantes, como presa de un estado alucinógeno. El fondo se alejaba
y las figuras se le venían encima, como un burdo efecto de tres dimensiones.
Vio bosques negros, abedules nórdicos,
crujientes, fríos, llenos de susurros. Una figura humana caminando agonizante
entre ese bosque oscuro y tétrico. Las ramas de los árboles se le venían al
rosto, rasguñándolo. Trastabillaba y extendía las manos, febril. Estaba
desnudo.
Luego la escena cambió a una ciudad colonial
en llamas. Las lenguas de fuego le rodeaban. La vista desde la zona alta de la
ciudad mostraba ese pequeño infierno surgiendo en ese poblado costero, las
iglesias ardiendo, los techos de las casas, la gente corriendo por doquier y
una risa sádica perdida entre los gritos.
Luego el suelo se descascaró, como socavado
por llamas y magma, y comenzó a tener la sensación de estar cayendo por un
agujero de la tierra que se abre sin compasión sin otro destino que el infierno
que subyace en lo profundo.
Se encontró en un paraje yermo y oscuro,
lleno de bruma espectral. El terreno era rocoso, como de un pedrusco volcánico
violáceo lleno de vértices y filos puntiagudos. Una grieta se abría por el
suelo. Unos peñascos la rodeaban, generando una especie de cañón o pasillo
ladeado por grandes acantilados de roca negra. No había otro camino más que
atravesar aquel pasaje lúgubre.
Alrededor se escuchaban gritos y lamentos. La
mente del Mago estaba inmersa ya en una locura demencial, poblada de un dolor
fuera de toda descripción. Su mente de desgarraba a sí misma en medio de
aquella agonía de los sentidos.
Mientras atravesaba el paraje sentía pedradas
que le golpeaban la cabeza y los hombros. Tétricas figuras en los vértices de
aquellos acantilados aparecían rastreramente y le arrojaban cosas, mientras se
burlaban de él con diabólicas carcajadas llenas de sorna.
De pronto, las fauces de un colosal perro
negro aparecieron ante su rostro. El ruido de los ladridos salvajes estallando
frente a su rostro le profanaron los sentidos. El susto que sintió por la
sorpresa de aquella imagen es imposible de describir con palabras. Sintió que
su espíritu entero se encogía mientras esperaba la muerte inminente bajo
aquellos dientes que salpicaban espuma y saliva, ansiosos de destrucción.
Sin embargo el perro mordisqueaba y ladraba y
gruñía con desesperación pero no lograba acercarse. Con un atisbo de su mirada
el Mago logró vislumbrar una enorme cadena que rodeaba el cuello del inmenso
perro, impidiéndolo avanzar, justo un pequeño centímetro, solo eso era la
distancia que separaba aquellos dientes del cuerpo del Mago.
Del otro lado del pasillo, otro colosal
perro, igualmente negro y encadenado, parado en una posición casi noble, apuntó
su hocico al negro cielo y entonó un aullido largo y misterioso.
Como convocada por el lamento del can, la escena
se disolvió, y una serie de secuencias desfilaron rápidamente, sin posibilidad
de transitar en ellas: paseos por una ciudad de medio oriente, con la arena y
el polvo metiéndose entre sus ropas y sus ojos; inmensas bibliotecas en bóvedas
marmoladas con un precioso cielo surcado de nubes pintado en su interior; un
despacho antiguo con un bello escritorio de madera lleno de notas desperdigadas
de manera caótica, iluminadas por la luz natural que entraba a través de una
gran ventana de estilo colonial que dejaba entrever una vista a un lago y
árboles en un valle soleado.
De repente, una visión horrible irrumpió en
la serie de recuerdos a los que había ingresado.
Un craken gigante se apareció ante él. Era una
imagen absurdamente monumental y terrorífica de dos gigantes ojos turbios,
apenas distinguibles en la negrura de una sombra abismal que era la mismísima
corporeidad del demonio que tenía ante sí, y que lo miraba fijamente. El Mago
se sentía desnudo, minúsculo. Los tentáculos comenzaron a aparecer desde los
márgenes de la imagen como cuerdas endemoniadas que se retuercen movidas por
una animosidad morbosa, y empezaron a rodearle el cuerpo, las extremidades, el
cuello, ahorcándolo. Luego otra serie de tentáculos aparecieron por sobre los anteriores
y se le metieron en los ojos y comenzaron a destrozarle el interior del cráneo.
El terror lo inundó. Apareció en una llanura infinita, negra, con un resplandor
grisáceo, un vértigo fatal hizo temblar la imagen y terminó de destrozarle la
percepción. Sabía que había perdido. Todo el espacio se comprimió ante él, a la
vez que todo el espacio se derramó hacia todos los costados, como una pecera
que se rompe. Una serie de ruidos espectrales, distorsionados, con mezclas de
delay, lo atormentaban al tiempo que su ser ensoñado era atrapado y despedazado
por el craken.
Los objetos y ruidos aumentaron en velocidad
e intensidad, hasta que de pronto cesaron en negro.
Cuando volvió en sí, se hallaba parado sobre
el lomo del Dragón. Estaba completamente bañado en sudor, desconcertado. O más
acertado sería decir que no estaba. No tenía conciencia como para estar.
No podía retomar el hilo de sus pensamientos,
pero se sentía temblar. La mano que sostenía el báculo comenzó a sentir una
gran presión. Su cuerpo se aflojaba. Sentía un dolor de cabeza insoportable.
Una serie de recuerdos circularon con velocidad en su mente. Inmensas montañas
doradas. Un niño de piel trigueña atravesando una oscura cueva. Un joven parado
en pico más alto con un águila enorme posada en su hombro.
Pero de pronto esos recuerdos comenzaron a
destrozarse dentro de su mente. El valle se incendió por completo, al tiempo
que las montañas se tornaban de un color negro violáceo y comenzaban a
derretirse y a chillar demencialmente. El niño en la cueva se puso verde y
viscoso y gritó con rabia, como endemoniado, y comenzó a arrancarse la piel al
tiempo que la cueva temblaba y se desplomaba sobre el chico, sumiéndolo en un
ataúd frío y sin apenas espacio para moverse. El joven en las colinas sintió
como el águila se convertía en un espectro negro, sus dos ojos se volvían rojos
y fulguraban una luz cegadora, sus garras crecían de manera espiralada
clavándose en su hombro, y le arrancaba los ojos a picotazos, y cuando intentó
protegerse con sus manos sintió como sus dedos se convertían en cintas negras
que se pudrían y se disolvían como arena, al tiempo que tentáculos negros
brotaban del suelo, arrastrándolo, tragándolo en la tierra, que se convertía en
un enorme craken que lo engullía.
Sin saber cómo, se vio de vuelta en el Domo.
Sus ojos ardían, como si estuviese a punto de llorar acido. Una sensación
febril tan espantosa lo inundó y se sintió agonizar.
Estaba espantado, sin fuerzas. Sus ojos
buscaban nerviosos una salida, pero no la había; solo había oscuridad, niebla,
humo y gritos. La desesperanza lo había devorado por completo.
De repente, el báculo comenzó a temblar, a
moverse con entidad propia. Intentó retenerlo, pero ya no le quedaban más
fuerzas. La vara comenzó a rajarse; una grieta desde la parte media comenzó a
trepar hacia arriba, hacia la punta del báculo, donde se encontraba engarzada
la piedra, dibujando una caótica línea que iba chispeando luces a media que el
trazo avanzaba entre las hebras de la madera.
Se escuchó un chasquido. Un impulso repentino
hizo despegar al bastón de la mano del Mago. Comenzó a volar en dirección al
Hombre Negro, como presa de un imán potentísimo.
Todo había terminado. Su boca se abrió en un
grito seco al tiempo que su mano bailaba en falso en el aire, intentando en
vano hacer retroceder el tiempo y que su poderoso báculo volase inversamente
hacia él.
Mientras su cayado se alejaba, sintió como el
Dragón comenzaba a inquietarse bajo sus pies. El terror lo inundó al tiempo que
un sudor frío le cubría el cuerpo entero.
El báculo llegó hasta las manos del Zombie.
Luego el Hombre Negro miró directamente a los ojos del Mago. Su mirada era
horrible. Unos ojos dispares, grotescos y opacos, como contaminados,
traspasaban la mirada del Mago adentrándose en su cerebro, atormentándolo.
Comenzó a acercar la punta del báculo a su boca, sin dejar de mirar al Mago. De
pronto, dio un repentino zarpazo y engulló la vara de un solo bocado.
En ese mismo instante, el Dragón dio un grito
abrumador.
No era un alarido de dolor, sino más bien un
grito de guerra. La coincidencia de tiempos había sido exacta. El Dragón
bramaba al tiempo que el Guerrero Negro masticaba aquel cayado que era el
centro del poder del Mago.
El Hombre Negro pareció quedar expectante
unos instantes, pero inmediatamente comenzó a convulsionarse, contorsionándose
hacia abajo. La atención se había volcado completamente en aquel punto, en
donde el Zombie Negro se retorcía, en medio de la pista, en su montículo
desolado. Todo lo demás no importaba, había quedado en los márgenes.
De pronto sufrió una nueva transformación. Su
cuerpo pareció abrir todos sus poros y vomitar una suerte de humo de color
glaciar con una gran potencia.
Todo ese humo celeste rodeó al Hombre Negro
hasta cubrirlo, ocultándolo de la vista, rodeado por un torbellino opaco, que
lentamente se disipaba.
Entre la bruma, iba apareciendo una silueta
monstruosa, dejando ver al Zombie en un estado casi gigantesco.
Frente a él, el Dragón seguía rugiendo de
furia. De un instante a otro comenzó a volar, rabioso, dando un rodeo. Sobre
él, el Mago sintió como una fuerza invisible que lo halaba hacia arriba,
quedando ya separado de su Dragón, que volaba hacia un costado.
Lo que quedaba de la mente del Mago estaba en
un estado de perplejidad total. Había perdido el control de su propio cuerpo.
Comenzó a levitar, pero no por voluntad propia.
Estaba suspendido en el aire, con las piernas
y los brazos extendidos, como una estrella. Una presión cada vez mayor lo
jalaba de las extremidades, generándole una horrible tirantez en las
articulaciones. Por más que intentaba, no podía zafarse de aquella fuerza que
lo mantenía inmóvil.
Estaba crucificado en el aire.
El Dragón, que continuaba rugiendo, vislumbró
al Mago en su absurda posición, estacado en medio de la pista, flotando, y comenzó
a volar en un amplio círculo, dando un rodeo.
En la parte media, el Hombre Negro señalaba
al Mago en el aire, como dictando su sentencia ante un tribunal de cadáveres.
El Mago sentía una tortura en su cabeza, que
parecía a punto de estallar, presa de un chirrido insoportable. La febrilidad
de su cuerpo era tal que comenzó a rogar el final. Solo quería morir. Ya no
resistía. Sabía que el final estaba ya cerca pero no aguantaba un segundo más
aquella espantosa sensación.
De un momento a otro, el Zombie bajó su mano,
y el Mago comenzó a caer. Sus pies buscaban en el aire algo sobre lo que
posarse, pedaleando en falso, sin poder hacer nada. Caía hacia el vacío. Desde
aquella distancia, al llegar el suelo encontraría su final.
En ese instante, el Dragón aceleró su marcha.
Comenzó a volar hacia el Mago, aumentando cada vez más la velocidad, mientras
el Mago caía, a punto de estrellarse.
El Mago miraba al Dragón, y luego al piso. Ya
no faltaba mucho antes de convertirse en una pasta informe al chocar contra la
base del Domo, pero el Dragón estaba cerca.
El tiempo se dilató extrañamente; de pronto
el Mago se topó con el rostro del Dragón enfrente. Sus ojos se encontraron. El
Mago estaba a punto de chocarse contra el piso, cuando una ráfaga de fuego lo
envolvió. El Dragón lo había cubierto con su aliento mortal mientras se
acercaba.
Un grito seco de sorpresa se oyó murmurar.
El cuerpo calcinado del Mago giraba en
espiral, un poco hacia arriba, producto de la dinámica elíptica de la
llamarada. De su silueta solo se veía una pequeña figura negra, disolviéndose
en medio de aquella flama resplandeciente.
Una serie de espíritus negros se escaparon de
su cuerpo mientras se calcinaba. Unos chillidos macabros se dejaban oír
mientras las sombras se arremolinaban entre las llamas. La ira del Dragón iba
en aumento al tiempo que su fuego seguía manteniendo en vilo al cuerpo
desgarrado del Mago mientras se acercaba con su vuelo.
Cuando el Dragón finalmente llegó hasta el
Mago, abrió ampliamente sus fauces y lo devoró de un bocado limpio. Lo que
quedaba del Mago desapareció dentro de la boca de la criatura con la cual había
vivido y combatido todas las instancias de aquel macabro Torneo.
El desconcierto crecía aún más entre los
participantes. De los espectadores, era imposible saber si quedaba alguno.
El Dragón se había comido a su propio amo.
Si el combate se podía tornar aún más
bizarro, era imposible predecir cómo.
La majestuosa criatura se encontraba ahora
fuera de control. Sin una entidad que la domine y dirija, era portadora de una
furia tan salvaje que era difícil de calmar. Su cuerpo era tan grande, su
velocidad tan intensa, y su potencia tan abrumadora que colmaba aquel Domo con
sus movimientos furiosos, y la arena de combate quedaba chica.
El Domo de pronto se había convertido en un
mar de fuego, desbocado y tempestuoso, fluyendo hacia todas direcciones.
Prendía en los cadáveres, en los escombros, en las paredes de vidrio.
Los guardias que aún estaban vivos, corrían
en todas direcciones buscando una salida, o al menos buscando escapar de las
llamas.
Todos se chocaban entre sí, atontados, como
una manada de cabras desbocadas por el terror.
El Gigante Negro se divertía pateando a
quienes se le acercaban, o haciendo girar su espada, cortando cabezas como si
fuese un juego, regodeándose en el caos.
La Bestia, el Superhéroe y el T-Magnus se liberaron
de los encantamientos ante la ausencia del Mago, pero se vieron atontados ante
aquel despliegue de furia. Se cubrían con sus brazos el rostro para tratar de
entender el escenario entre las llamas y los movimientos bruscos, escondiéndose
detrás de escombros hasta darle un sentido a lo que sus ojos veían.
El Dragón estaba completamente desbocado.
Hasta el momento, siempre se había comportado de manera controlada, siguiendo
las indicaciones del Mago, sobrevolando, dando ataques puntuales, como un caballo
entrenado. Pero ahora simplemente era incontenible. Se chocaba con las paredes
del Domo, quemando todo a su paso. Estaba ansioso por volver a surcar el cielo,
e intentaba salir, embistiendo desesperadamente el Domo, bañando de fuego las
paredes vidriadas, pero sin lograr siquiera una grieta.
La ira de esa criatura enorme superó todas
las desgracias que había visto hasta ese momento la desdichada arena de
combate. La gran estructura oval apenas podía contener a la esplendorosa
criatura alada cuando su vuelo en su máxima extensión circulaba.
El fuego estaba por todos lados. Los ruidos
de sus gritos y de los choques contra la estructura eran ensordecedores.
El Ninja, entre tanto, aprovechando el caos,
comenzó a escapar por un costado, intentando escabullirse y poder salir por
donde había entrado, utilizando el sigilo de modo magistral para pasar
indetectado ante todos.
Los guardias momentáneamente le habían dejado
de prestar atención. Corrían incinerados hacia todos lados, como gallinas sin
cabeza.
Intentó vislumbrar hacia donde estaba la
abertura, escondido detrás de unos escombros. Con cierta incomodidad, se dio
cuenta de que la enorme figura del Hombre Negro estaba cerca de la abertura,
interponiéndose en el camino de su huida.
A su derecha, a pocos metros, la deslumbrante
Princesa Elfa también acechaba, escondida, con los ojos fijos en la Bestia
Negra. Se ató su cabellera rubia hacia atrás, como preparándose para arremeter,
dejando al descubierto sus hombros y su pecho. Su armadura era escueta, pero le
permitía una enorme movilidad.
En un momento, giró en dirección al Ninja, y
sus miradas se cruzaron un breve instante. Ambos guerreros impecables, estaban
escondidos, al acecho, aunque con diferentes objetivos. Por un segundo se
estudiaron, pero decidieron no estorbarse. La Elfa volvió su atención hacia el
Hombre Negro. Tenía una expresión implacable, llena de una resuelta furia. Sujetó
su espada de llamas azules, y se puso en marcha, desapareciendo de su vista.
Las llamas del Dragón fluían en todas
direcciones, como una tormenta. El Ninja no podía quedarse quieto: era
imperioso moverse.
Cuando se ponía en marcha hacía la izquierda
para rodear al Hombre Negro, una saeta pasó a toda velocidad por sobre su
cabeza, generando un silbido. Era el Superhéroe, que se ponía finalmente en
acción.
El Hombre Desintegrado mostraba energías
renovadas. Luego de la parálisis que le produjo el Mago, se levantó con
cautela, pero a la vez con cierta urgencia, sobrevolando la pista, esquivando
con prolijidad los movimientos del Dragón.
La apertura lateral le generaba una sensación
que no terminaba de descifrar. Era como un llamado de la intuición que lo
aclamaba constantemente. La posibilidad de salir era latente. Con su vuelo de
torpedo, movilizando las células de su cuerpo en pequeñas revoluciones
energéticas, llegó en una milésima hasta la puerta que unía aquellos mundos,
frenándose en seco en el aire ente un obstáculo. El Hombre Negro se interponía
ante él.
La imagen semejaba un colibrí revoloteando
frente a un oso. El menudo cuerpo del Superhéroe, fulgurando con sus runas
misteriosas que le cubrían el cuerpo, enfrentado a aquella masa deforme y negra
de tamaño brutal, que la miraba con expresión hosca y torpe, como un niño que
quiere destruir algo por puro capricho.
El Hombre Desintegrado se movió con presteza
hasta correrse del alcance del Guerrero Negro. Se sentía urgido. Estaba
agitado, ladeando a los ojos con nerviosismo. Sentía que su momento se
acercaba. Estaba debilitado, pero una extraña energía aun ardía dentro de su cuerpo,
dispuesta a no rendirse, no ahora. Esa energía le decía que, si había que
cumplir, el momento era éste. Si había sobrevivido, si había resistido hasta
este momento, era por algo.
Miraba a su alrededor, como suspendido en una
paréntesis del tiempo, el caos que había sobrecogido al Domo y a los
alrededores. Los gritos, las llamas, las muertes a manos de criaturas que se
atacan entre sí sin ningún motivo.
No podía creer en lo que se había convertido
el mundo. El mundo era esto. Era un show absurdo. Era gente dócil consumiendo
basura. Regodeándose en el dolor ajeno. Ausente hasta de su propio dolor,
inconsciente de su propia historia, de su propia vida, diluyéndose en
proyecciones ajenas. El mundo era este show. Este caos cíclico. El
entretenimiento burdo como herramienta política. El absurdo vacío que se había
creado en el centro de cada una de las humanidades que habitaban el sistema era
tan dócilmente llenado por mierda que no podía entender como un instinto de
supervivencia en cada sujeto no se revelaba. Se sintió asqueado. Sintió que su
momento tenía que ver con esta desgracia a la que la humanidad había llegado,
en un estado de degradación de la dignidad humana tan aberrante que ya no podía
tolerarse. Su voz interior asentía. El camino se había abierto ante él. Ahora
lo sabía. La confirmación se había materializado. Si había que arder, ardería,
con gusto, si servía de algo; la vida acaso era esto, servir de algo antes de
que el fuego de su estrella se extinguiera.
Miraba como el Hombre Negro destrozaba a todo
lo que se cruzaba a su paso, y sintió rabia ante aquel ser.
Y sintió más ira aun por los ineptos que
habían dejado que una criatura así pusiese pie en medio de una gran ciudad,
solo por alimentar el morbo del show. Se dio cuenta que los titiriteros de
aquel circo no tenían una noción del ridículo, no tenían un límite prudencial
que les hiciese pensar éticamente en sus acciones: solo veían resultados.
¡¿Quién fue el estúpido que permitió esto?!
No podía creerlo. No podía creer como todo un sistema de racionalidad, análisis
de riesgos y probabilidades no hubiese previsto que este desastre se podía
desatar.
No podía ser casualidad. Su regreso al
Torneo. Su presencia en aquel recinto. El curso de las cosas. La grieta
haciendo crujir al planeta y hundiendo continentes enteros. Criaturas oscuras
brotando desde las profundidades. No podía ser azar. Pero tenía que encontrar
el correcto orden de aquel rompecabezas. Y pronto.
Su cabeza seguía trabajando al tiempo que el
aire se seguía cubriendo de llamas y muerte.
La manipulación de la gente que habían hecho,
con una jugada tan negligente, sin medir el valor de las vidas de los
ciudadanos, aumentó aún más su furia.
Pero si había que mantener la calma ante la rabia
que crepitaba desde adentro, era en este momento. Evaluar. Actuar. Recalcular.
No serviría de nada inmolarse y sacrificarse dejándose llevar por la ira y la
venganza si su sacrificio no lograba una diferencia en contra de la injusticia.
Ante aquellos pensamientos que comenzaban a
alinearse dentro del Superhéroe, también se alineaban sensaciones mucho más
complejas que las ideas que uno llega a materializar en palabras dentro de la
mente. Una sensación de propósito comenzó a dotarlo de una energía que se
encadenaba en el sentido correcto, introduciéndolo en una especie de estado de
gracia en donde todo fluía.
En su interior las ideas y las energías se
alineaban como una reacción en cadena fabulosa, con una velocidad creciente,
exponencial, al tiempo que todo su ser parecía entender cada vez más lo que
estaba pasando, lo que estaba sintiendo.
Por primera vez sintió una especie de
propósito respecto al poder que tenía, y que podía hacer con él. Nunca se había
sentido un héroe hasta este momento.
De pronto esa sensación de unidad total
comenzó a dotarlo de una intuición sin precedentes. Sabía lo que tenía que
hacer, podía verlo todo, casi como en cámara lenta, como si pudiese adelantarse
un par de segundos al futuro, constantemente.
Comenzó a sentir de una manera muy gráfica la
presencia de las energías de otros flotando en el aire, desperdigadas,
desperdiciadas, escapando de los cuerpos de sus emisores como dióxido de
carbono exhalado en la combustión.
Sentía como si la energía de su cuerpo
también pudiese conjurar energías de otros. Era una idea que nunca había tenido
antes. Como si, dominando los propios átomos de su cuerpo desintegrado, pudiese
entrelazar su propia energía con la de otros, trenzándola, convirtiéndola en
una única cadena.
Si su poder era la capacidad de dominar las
moléculas y átomos de su cuerpo al punto de desintegrarse y usar esa energía
del modo que él quería, sintió que acaso podía llevar su voluntad a intervenir
las energías de otros, recurrir a las energías de otros como un magneto.
Una sensación de déja vu constante lo invadió por completo. El estado de gracia
aumentaba mientras la certeza de saber todo lo que tenía que hacer le dio calma
y paz.
La reacción en cadena de las energías
entrelazadas aumentaba, exponencialmente, cada vez más. Solo en su mirada
extasiada aparecían como animas resplandecientes los retazos de energías
emanados de los seres vivientes que cohabitaban aquel recinto. Una lluvia de
meteoritos impresionistas suspendidos en cámara lenta volaban hacia él en medio
de una imagen sensorial espacial, como pequeñas galaxias desarmándose y
desenvolviéndose y floreciendo en espirales y exabruptos de energía vibrante
que revolotea en el aire como una bailarina dando saltos y piruetas en una
pista vacía.
Las energías convergían hacia el cuerpo del
Superhéroe, cada vez con mayor velocidad, envolviéndolo en una suerte de cúmulo
esponjoso de reacciones en cadena que lo iban ocultando progresivamente detrás
de aquella nube de luz, cada vez más densa.
La velocidad con la que se movían aquellas
sustancias inmateriales aumentaba, al tiempo que su intensidad crecía y se
hacían levemente visibles para el resto de los seres vivientes.
Guardias y participantes del torneo se
sintieron desfallecer un momento, como succionados por una herramienta
invisible.
Hasta los materiales sin conciencia, como
rocas y escombros, comenzaron a temblar ligeramente y a liberar una sustancia
similar a un polen resplandeciente que flotaba como pompas de jabón hacia la
esfera de energía mayor.
El Gigante Negro desentonaba absurdamente
frente a esa esfera de luz benévola. De su cuerpo ninguna luz se elevó. Nada de
su energía fue solicitado ni enlazado. Su imagen negra se entrecortaba frente a
la bruma incandescente, plena de contrastes y borrones eléctricos, difusos,
saturados de blanco y negro.
El Hombre Desintegrado sentía que el tiempo
se agotaba. Su sexto sentido surgido de aquel espontáneo estado de gracia se
desvanecía, pero aún tenía la sensación de saber qué hacer. Esa energía debía
atacar al Hombre Negro y dejarlo fuera de combate.
Sin embargo, el Espectro estaba parado frente
a ella, imponente, sin ser superado por su tamaño, y sin mostrar el menor temor
ante sus energías entrelazadas.
El tiempo se agotaba pero sentía que no era
suficiente. Necesitaba más.
Una última idea lo abordó, aunque arriesgada.
Su intuición se disolvía, y no todo era tan seguro. Dudaba.
Se decidió por activar aquel recurso. Había
surgido en el contexto de la máxima intuición, y por lo tanto, de alguna forma,
tenía que ser correcto, o justificable al menos.
Con una velocidad y potencia propias de la
urgencia, sus energías salieron a la caza de más alimento; disparadas como
cohetes geo dirigidos, cientos de animas fulgurantes atravesaron el Domo en
busca de recursos. En los subsiguientes cincuenta kilómetros a la redonda, toda
persona prendida a la transmisión del Torneo sufrió una descompensación
momentánea. Los cuerpos se derrumbaron como plantas debilitadas sobre las
mesas, los sillones, las pantallas, se acumularon como seres adormecidos y narcolépticos,
los vasos rodaron, las bebidas se volcaron, los platos se aplastaron por los
rostros y brazos y torsos que se desinflaban sobre ellos catapultando el
contenido de los cuencos sobre el aire y luego el piso, cubierto de papitas,
golosinas, piezas de pollo frito, pop corn, salsas a base de palta y queso
crema, frutillas con crema o kiwi, naranja y banana, todo sobre el suelo, y las
bebidas y los cuerpos rendidos, mientras las pantallas seguían mostrando como
la batalla se encontraba en aquel momento crucial de expectación, las llamas del
Dragón resoplando histéricas mientras en cada una de las habitaciones las
porciones de energía enlazadas eran solicitadas y retrotraídas con urgencia
hacia el punto de convergencia que era el Superhéroe y su misión.
Cuando la totalidad de las energías reunidas
había vuelto hacia el Hombre Desintegrado, la esfera de poder tenía un aspecto
monumental: una gran galaxia viva, latiendo en constantes ebulliciones de
colores y reacciones en cadena, a duras penas contenida dentro de un homogéneo
cuerpo vital por los esfuerzos cada vez más agobiantes del Hombre Desintegrado,
que hacía lo posible por controlar aquel cosmos multiforme de orígenes tan
diversos.
El Gigante Negro ahora sí se mostraba
inquieto ante aquella potencia luminosa, que refulgía como el centro de la
tierra. Comenzó a moverse casi inconscientemente hacia atrás, hacia la
abertura.
Cuando el Superhéroe sentía que ya no podría
dominar esas energías, se decidió por lanzar finalmente su ataque. Su intuición
lo había abandonado, y se encontraba al borde del agotamiento.
Con su último aliento, se desprendió de la
totalidad de las energías que había acumulado, como si se desprendiese de su
propio cuerpo. De alguna manera, se sentía como si se desintegrara, como si una
suerte de vacío corporal lo ahogase por un segundo. Era como desaparecer un
pequeño instante, y luego la sensación de tener cuerpo volvía.
Arrojó aquella esfera de poder hacia el
Hombre Negro, que se retiraba, cubriéndose con los brazos mientras la energía
lo embestía, engulléndolo, haciéndolo desaparecer detrás de aquel cielo blanco.
La energía arrastró todo lo que encontraba a
su paso hacia el sentido opuesto en que se encontraba la abertura. El Espectro
Negro no llegaba a verse por ningún lado; parecía ser arrastrado por la
convergencia de energías que conmovía todo el espacio.
El resto de los personajes y guardias se
corría a toda velocidad de aquel camino de destrucción que arrastraba la gran
esfera de poder.
Del otro lado de la pista, a cierta altura,
la menuda figura del Superhéroe flotaba heroica pero rendida. La abertura
estaba libre a pocos metros de él.
Había poco tiempo para salir.
Tenía la rendija ya frente a frente. Podía
ver del otro lado, el mundo exterior, a través del humo y el fuego.
Estaba a punto de escapar, cuando algo lo hizo
volverse. Por más que la salida estaba tan cerca, una voz persistente desde
dentro de sus entrañas le decía que no debía salir aún. Por más que su deseo
era salir lo más rápido posible a través de aquella puerta, horriblemente sabía
que esa voz era importante, que no se lo perdonaría nunca si escapaba y desoía
ese llamado.
Con un esfuerzo tremendo, dio la espalda a la
puerta, y se volvió de cara al resto de la arena de combate.
Desde su posición, flotando a altura
intermedia, tenía una vista panorámica perfecta de aquel infierno oval
televisado.
De pronto se percató de la presencia del
Ninja intruso que había generado aquella puerta, como un último destello de su
estado de gracia que lo abandonaba.
La voz resonó clara en la mente del
Superhéroe. La irrupción de aquel personaje le sugería algo, pero no estaba
seguro de saber qué. Pero descubrirlo era vital, trascendental. No podía
dejarlo atrás.
Si iba a hacer algo, tenía que ser rápido.
Sabía que su ataque, por más que había utilizado toda su potencia, y hasta la
energía de miles de otros seres, no sería suficiente para liquidar
definitivamente al Espectro Negro. Éste no tardaría mucho en incorporarse, y el
resto de los personajes también podían complicar el escape.
No podía permitir que aquel esfuerzo colectivo,
aquel sacrificio, fuese en vano. Había solo una oportunidad, y debía hacerla
contar.
El Hombre Desintegrado, en medio de la
urgencia, luchaba por poner su mente en orden, mientras barría la pista con la
mirada. Giró desesperado a ambos lados de la pista. No había tiempo. La
abertura no se mantendría libre mucho tiempo más.
Finalmente, en el costado izquierdo de la
pista, mirando desde la posición del Superhéroe, vio una nube de polvo que se
elevaba, al tiempo que una bizarra persecución tomaba lugar. Una pequeña figura
esquivaba los embates de tres grandes colosos, acosados por una horda de
guardias que seguían el malón torpemente, indefensos como patitos que marchan en
fila tras su madre.
El Ninja continuaba escapando en medio de
aquella carrera. Sin embargo, se veía acorralado, esquivando las llamaradas del
Dragón, las dentelladas del T-Magnus y embates de la Bestia.
En medio del caos, el Hombre Desintegrado
tomó una decisión.
Se encontraba en estado crítico, pero hizo un
último esfuerzo. Sus tatuajes fulguraban verde, cambiaban de forma, estaban
vivos en su piel. De su traje poco quedaba. Sus ojos claros demostraban la
urgencia. Tenía un aspecto épico.
Sin esperar ni un instante más, aun sin tener
todas las respuestas o certezas de lo que hacía, se entregó de pleno a la
intuición, y comenzó un vuelo a la máxima velocidad en dirección a donde era
perseguido el Ninja.
Sintió el viento en su rostro por medio
segundo antes de llegar. Desde atrás, lanzó una serie de energías que
impactaron en las espaldas de los guardias que rodeaban al Ninja cuando ya no
tenía salida. El T-Magnus y la Bestia están acercándose como dos trenes sin
frenos. buscando destruir aquella molesta presa. Pero el Superhéroe llegó justo
a tiempo para detenerlos.
Con aquellos personajes tan grandes corriendo
a tal velocidad, no le fue difícil hacerlos caer: se percató de que la Bestia
le llevaba una ligera ventaja al Dinosaurio, por lo que, usando su energía,
impulsó una gran roca desprendida de la superficie por el daño que tenía la pista
y la arrojó contra el costado derecho de la Criatura Mitológica.
Esta fue impulsada hacia la izquierda,
trastabillando, quedando justo en el camino del T-Magnus, que en medio de su
demencial carrera no hizo a tiempo a frenar y chocó aparatosamente, enredándose
los pies, girando ambos por el suelo.
El Ninja, en pleno escape, presa de la
tensión, sintió aquel estruendo y luego una figura a su espalda acechándolo, y
estuvo a punto de dar un espadazo, pero se detuvo a tiempo al ver que no era
otro sino el Hombre Desintegrado.
Superhéroe y Ninja se miraron, frente a
frente, en medio de aquel delirio, y en un segundo, ambos presas de la
urgencia, se entendieron: estaban del mismo bando.
Sin embargo, sus captores se repusieron otra
vez, bloqueando todas las salidas: los guardias, infinitos, brotando desde
todos los rincones; la Bestia y el T-Magnus, furiosos; arriba el Dragón
escupiendo fuego, desbocado.
En un ataque de lucidez, el Superhéroe le
hizo un gesto con la mano al Ninja: poniendo sus dos manos juntas en la base de
su bajo vientre, le indicó que saltase allí para que el pudiera lanzarlo lejos
del asedio.
El Ninja, en un arrebato de confianza
infundada, o acaso sintiendo que aquella era su última oportunidad de salvarse,
saltó con presteza hacia el Hombre Desintegrado, al tiempo que la Bestia se
acercaba como una tromba para tomarlo. Apenas sintió el impacto de los pies del
Ninja, el Superhéroe lo impulsó como un resorte.
El cuerpo del intruso voló como una saeta de
fuego, cruzando la pista de punta a punta. El Hombre Desintegrado lo lanzó con
extrema precisión y energía entre los rivales que los acorralaban, siguiendo
una trayectoria imposible entre miles de escollos, en línea recta hasta llegar
a la abertura de forma espectacular. El Ninja pasó limpiamente a través del
orificio en el vidrio como una pelota de básquet en un tiro de tres puntos, y el
cuerpo del Ninja desapareció del otro lado del Domo.
Luego de presenciar aquel improbable escape,
los guardias que quedaban aún vivos dentro de la arena de combate se
encontraron desconcertados, fuera de lugar, como alguien que súbitamente
despierta de una pesadilla y se encuentra en un lugar sin saber porque está
allí. Presas del pánico, comenzaron a dirigirse hacia la apertura con
desesperación, ya fuera por su propósito de perseguir al Ninja o por la sola
idea de escapar de aquel infierno.
Del otro costado de la pista, la esfera de
energía conjurada por el Hombre Desintegrado comenzaba a desvanecerse, y el
Hombre Negro surgía otra vez, abismal, alzándose nuevamente.
Al ver que el Espectro Negro se recuperaba,
el Superhéroe también se lanzó hacia la abertura a toda velocidad. En su vuelo
demencial, esquivó un zarpazo del T-Magnus y una llamarada de fuego que surcaba
la pista caóticamente.
Volaba con desesperación entre la superficie
castigada, llena de llamas, huecos, escombros y cadáveres. Pero la abertura se agrandaba, cada vez más
cerca, a punto de dejar aquel caos atrás.
Estaba ya a pocos metros de la puerta, cuando
de repente una placa sólida de un material metálico fue puesta sobre la
abertura del otro lado del vidrio con ruido estruendoso, cubriendo por completo
la salida, aplastando y partiendo en pedazos a los guardias que quedaron a
mitad de camino al intentar salir para perseguir al Ninja.
El Hombre Desintegrado se frenó en seco,
contrariado.
Había perdido su chance.
Volvía a quedar atrapado en aquel Domo
implacable. A sus espaldas, lo esperaban cuatro increíbles bestias. Y él ya se
encontraba en el límite de sus fuerzas.
Detrás de él, El Hombre Negro se acercaba
dando amplios pasos, también hacia la puerta.
El Superhéroe, que estaba completamente
exhausto, sabía que ya no tenía nada que hacer allí, y se elevó en vuelo lejos
del alcance de todos.
Sin embargo, el Hombre Negro apenas le prestó
atención cuando se elevó. Seguía caminando torpemente con miras a la abertura
sellada.
Al llegar a la puerta, ahora cubierta con la
placa metálica, se quedó observándola con parsimonia, con un gesto casi animal.
Luego de un instante, se ladeó, acumuló su
peso del lado derecho, preparándose para darle un puñetazo. Se impulsó, y lanzó
un violento golpe.
Cuando su puño hizo contacto con la
superficie, se produjo una explosión eléctrica tan potente que el Espectro
Negro salió disparado diez metros hacia atrás, cayendo en medio de una
polvareda de humo.
Una serie de ruidos eléctricos y luces
brillantes fulguraron cuando hizo contacto con aquella superficie. El resto de
la placa metálica continuaba chispeando y emitiendo pequeñas descargas de
estática. No se había movido un solo milímetro.
Al incorporarse, el Hombre Negro se mostraba
visiblemente molesto. Fuese cual fuere su interés en salir, debería ahora
buscar una nueva salida. Lanzó un gruñido de furia, que fue ahogado súbitamente
por un fuego azul le atravesó la nuca.
Lorelian, la última Elfa, la que había
resistido hasta el final, se mostraba, en una imanen épica, alzada entre los
cadáveres de los guardias, sujetando la legendaria espada con ambos brazos,
incrustándola desde atrás en la espalda del Hombre Negro, presentando batalla
una vez más.
La Princesa no se mostraba acobardada. Había
presenciado el final de su casa, el asesinato brutal de los Enanos, la absurda
resistencia de las criaturas más bestiales que el mundo podía ofrecer. Pero
ella aún estaba en pie. Ella también era extraordinaria. Ella también tenía
resistencia. Ella también pelearía hasta el final. No pensaba rendirse.
Retiró su espada y se asentó para enfrentar a
su rival, que mostraba un hueco grotesco en el cuello, pero que igualmente se
volvió para responder el ataque, lanzando un codazo rápido desde la izquierda,
que la Princesa se vio obligada a esquivar de un impresionante salto. Mientras
caía, el Espectro Negro lanzó dos golpes de puño, que Lorelian esquivó con un
giro, y al caer, impactó con sus dos pies en el rostro de su rival, lanzándolo
hacia atrás.
El Espectro trastabilló, pero logró evitar la
caída.
Se midieron durante un segundo eterno. El
Gigante Negro era un coctel de extrañas fuerzas conviviendo en un cuerpo
muerto. La Elfa mostraba una suerte de determinación en el rostro; ya no era
locura, ya no era furia, ya no era venganza. Una especie de aura guerrera la
investía.
Finalmente lanzó un ataque con su espada de
fuego glaciar. Su tamaño y su velocidad la hacían una rival difícil para el
Hombre Negro, sobre todo porque éste había crecido demasiado como para utilizar
su espada. Se cubría con las manos, las cuales recibían horribles cortes, pero
su carne ya tenía una consistencia tan pútrida, tan infernal, que las heridas
no parecían amedrentarlo.
Su ataque era brutal, impecable, pero el
Hombre Negro se recuperaba siempre.
Había crecido en tamaño. Había absorbido los
anillos del Príncipe Elfo y báculo del Mago, pero Lorelian no daba muestras de
tenerle miedo o respeto. Seguía atacando como si no supiese hacer otra cosa en
el mundo.
La batalla era espectacular, incluso hermosa,
como una danza. Irónicamente, tal vez aquello era lo que todo el mundo esperaba
ver, pero sucedía cuando ya un huracán de muerte había sumido todo en el
apocalipsis.
La Elfa continuaba moviéndose con destreza, y
su arma dibujaba estelas de neón turquesa alrededor del inmenso Espectro Negro,
que igualmente desplegaba movimientos defensivos de todo tipo, siendo un digno
rival.
Sin embargo, la Guerrera golpeaba con tanta
potencia, que la defensa del Zombie finalmente flaqueó. La Princesa, en su
ataque más violento y salvaje, le enterró la espada por el hombro, con un corte
que bajaba desde el cuello hasta el ombligo. Un tajo así en aquel ser debió
haber requerido una fuerza bestial: tales eran las cualidades de aquella
sensual y milenaria guerrera.
Parecía un ataque definitivo. El torso del
espectro quedó dividido en dos, girando cada mitad en sentidos opuestos,
burdamente. Pero el cuerpo del Hombre Negro borboteó, como bruma pútrida salida
de materiales fundidos en un volcán enfermo, y una llama azul, rabiosa como una
imagen de video acelerada 20 veces, brotó salvajemente mientras su cuerpo se
unía como una sustancia de barro y maicena.
El mango de la espada ardió envuelto en
llamas y la Princesa se vio obligada a soltar el mango de su espada de fuego
azul.
Justo en el momento en que Lorelian perdió su
arma, la Bestia acorraló a la Elfa por detrás, sin que ésta llegase a
percatarse.
La imagen de aquella rubia Princesa, con su
esbelta figura y casi nula armadura, rodeada entre dos enormes y grotescas
criaturas, con la diferencia de tamaños, era casi absurda.
En una milésima de segundo, con el rabillo
del ojo, alcanzó a ver que tenía un contrincante detrás. Pero no pensaba
escapar. Ya no.
Mientras el Hombre Negro luchaba por absorber
una nueva espada mágica en su castigado cuerpo, la Bestia atacó a Lorelian, que
logró darse vuelta justo a tiempo para repeler la embestida.
Se defendía con bravura, en un combate mano a
mano, sin armas. Era excepcionalmente fuerte y su armadura era de producción de
los Enanos, por lo que pudo rechazar los golpes de la Bestia. Era una pelea
espectacular.
La Bestia rugía con una furia cruenta.
Lorelian respondía con una ira casi equivalente, gritando y mostrando los
dientes, al tiempo que usaba su velocidad y agilidad para evitar los golpes y
responder con contrataques.
En cuanto encontró un punto débil, sacó una
daga de un compartimento en su pantorrilla y cercenó el cuello de la Bestia, que
cayó herida, boqueando, sujetándose con ambas manos el tajo mientras la sangre
se le escurría entre los dedos.
La Bestia, al inclinarse, dejó expuesto su
nuca. La Princesa saltó como un lince desbocado y comenzó a apuñalarla con
frenesí en la base del cuello.
De pronto, sintió un frío en la espalda. El
Zombie, que todavía tenía la espada de fuego incrustada en el abdomen, le hizo
un tajo en la parte baja espalda, rompiendo su armadura, dejándola herida de
muerte en el piso.
Pero Lorelian se volteó, con una voluntad
inquebrantable y paró un nuevo ataque del Hombre Negro con su daga cuando el
Zombie intentó rematarla.
Había sido un golpe que buscaba partirla, con
una potencia abismal, que dejó las manos de Lorelian temblando, desde la muñeca
hasta la base del codo.
El Hombre Negro lanzó un nuevo ataque
rematador, al cual Lorelian esquivó girando sobre sí misma como un rodillo,
posicionándose cerca de los pies del Espectro. En ese instante, con lo último
de energía que le quedaba, respondió con un contragolpe que le cortó el tobillo
al Espectro Negro, separándolo limpiamente del resto de la pantorrilla,
haciéndolo caer como un pesado roble.
El contragolpe había sido efectivo. Su rival
caía rendido, con el tobillo colgando un pequeño hilo negro y viscoso. Pero en
ese momento, nuevamente desde atrás, una masa corpulenta se arrojó sobre ella.
Intentó dar un salto, pero la herida de la espalda la paralizó, y sintió como
el cuerpo y sus fuerzas, por primera vez, le fallaban. Una leve resignación la
invadió, casi sin que ella pudiese tener conciencia de la misma, al tiempo que
la Bestia la apretó contra su pecho, sujetándola fuertemente con sus dos
brazos. La sangre, que aún le manaba del cuello, comenzó a bañar a la Princesa,
cayendo sobre sus pechos y abdomen.
Esta resoplaba con fiereza, tratando de
zafarse, pero la herida Bestia tenía un especial odio por su raza, y sostenía
el agarre.
El Gigante Negro, postrado, mientras su
pierna se regeneraba, miró aquella escena. Posó sus ojos en aquella guerrera
indomable, y la Elfa no esquivó la mirada. No encontró miedo, y eso le
enfureció.
Sin esperar más, estiró su brazo, aun a la
distancia en la que estaban, y su negra carne cedió, se alargó hasta llegar al
cuello de la Princesa. Ésta sintió como la horrible, maligna consistencia se
posaba sobre su piel, dándole un escalofrío en todo su cuerpo, e inmediatamente
aplicó presión, apretó y apretó hasta que una serie de estallidos y quiebres
resonaron en su cerebro, el dolor la inundó y luego todo se apagó.
El cuerpo que se resistía presa del agarre de
la Bestia súbitamente dejó de moverse y se rindió, cayendo inerte a un costado,
al tiempo que la criatura la soltó.
La Bestia respiró aliviada al poder soltarse
de la proximidad con la que estaba sosteniendo aquella armadura milenaria. Por
más escueta que fuera, su solo contacto le quemaba la piel y le generaba
escozor.
El cuerpo de la Princesa Lorelian, guerrera
indomable, yacía en una pose lastimosa, con el cuello estrujado como el mango
de una bolsa de papel, con el rostro ennegrecido por la asfixia y la sangre
manando de las cuencas de los ojos y los orificios nasales.
Esto ya era una carnicería. Una vil
carnicería. No había códigos de combate, no había reglas.
El Superhéroe, que se había tratado de
acercar a la Princesa Elfa antes de la ejecución, se sintió asqueado por aquel
combate desigual.
Observaba todo desde la parte alta, pero con
cuidado, porque el Dragón estaba desatado. Siguió dando vueltas, buscando un
punto débil en la estructura. Probó aproximarse al agujero lateral, el que
había sido tapado por la placa metálica, pero una fuerte corriente eléctrica
emanaba desde aquella superficie, de manera tal que con solo acercarse sentía
como una radiación le crispaba el bello y la piel.
Estaba sellada. Pudo ver como el contorno de
la abertura lanzaba constantes chispazos eléctricos, y hacía un ruido
chirriante, como un transformador roto. Tenía tanto voltaje que no se podía
intentar cruzar por ahí. No a menos que se produjese un masivo corte de luz.
En la parte baja no quedaba demasiado. Solo una
pila de cadáveres y seres agonizantes sobre una superficie completamente
arrasada por la magia y el fuego.
La Bestia y el Hombre Negro se medían en
silencio, con el cadáver de la hermosa Princesa entre ambos, desparramado
grotescamente como una obra de arte mancillada.
El T-Magnus se arrastraba por la pista,
debilitado, como extasiado. Caminó rumbo al Hombre Negro, aunque no
directamente con la intención de atacarlo, sino como algo que se cruzó ante él
en aquel estado de ebriedad y agonía.
Le brotaba pus de la cara. Sus ojos, rojos,
llenos de sangre, bailoteaban dentro de sus orbitas como brújulas desimantadas.
Le salía humo del cuerpo y se le caía la carne a pedazos. Enfrentó al Hombre
Negro como un borracho que busca pelea contra otro sin ningún sentido. Cuando
iba a intentar morderlo, en su vientre el Unicornio comenzó a patalear.
El Hombre Negro miraba toda la situación con
una expresión bizarra, ladeando levemente la cabeza.
El T-Magnus, loco de dolor y torturado por su
cuerpo contaminado, comenzó a morderse a sí mismo. La imagen era tan pavorosa
que hacía imaginar que un estado de locura universal se había propagado como un
virus, y todas las criaturas vivientes se desgarraban a sí mismas presas de un
impulso abismal, histriónico y frenético.
El dinosaurio abría la boca y gemía, mientras
se arrancaba la carne a girones.
En una de esas dentelladas, enganchó una de
las patas traseras del Unicornio, que pataleaba histéricamente en su panza. Al atraparlo,
se lo sacó del estómago, desagarrándose las entrañas con la cornamenta del
animal, revoleándolo a un costado como un trapo sucio.
Sin embargo, el infernal unicornio, luego de
chocar con una pila de escombros, se recuperó, alzándose torpemente como un
potrillo recién nacido, de la misma manera que el Hombre Negro se recuperaba
ante cada herida, como poseído por una fuerza demoniaca que no puede ser
replegada.
El Dinosaurio lucia fatigado, pero
ligeramente aliviado, al tiempo que su vientre rajado chorreaba vísceras
horriblemente.
El Unicornio se dominó y caminó lentamente
hasta pararse delante de su amo.
El Hombre Negro continuaba mirando al
Dinosaurio con el rostro ladeado, entre intrigado y divertido. Señaló al
Dinosaurio con las manos, como si asiera una mariposa invisible, y comenzó a
digitar una música horrible que resonaba en el interior del cráneo del
Dinosaurio, torturándolo. El T-Magnus se desparramaba de dolor, lanzaba
dentelladas histéricas, y parecía que su cuerpo estallaría en cualquier
momento.
Presa de un impulso kamikaze, el T-Magnus
arremetió contra el Unicornio y se lo comió de un bocado limpio, sin masticarlo
siquiera. Luego emitió un gemido vulgar y horrendo, y cayó rendido, ya sin
moverse.
El gran titán, espécimen único de una gran
raza de animales recuperada, finalmente sucumbía, convertido en una criatura
lastimosa, pútrida y torturada.
Era sádico ver como una criatura magnífica,
milenaria, que debería ser preservada y estudiada, era puesta en ridículo de
tal forma, calcinada hasta el absurdo en una agonía caníbal.
Pero tal era el estado de las cosas. Este es
el Show.
Del otro lado del vidrio protector del Domo,
el humo se había despejado levemente. Las gradas se encontraban vacías. El
fuego había amainado, dejando a la vista un millar de asientos negros,
chamuscados por el fuego, humeando, junto con grandes cantidades de cadáveres
atascados y achicharrados. Algunas llamas ardían en distintos puntos, pero no
se observaba ningún otro movimiento. Era una imagen de desolación avasalladora.
El Hombre Negro estaba a pie. Solo tres
contendientes se mantenían con vida: en el suelo, a cierta distancia, en medio
de aquel paramo arrasado por la brujería del Mago, solo quedaba la Bestia,
herida por mil cortes, que acechaba con expresión osca; el Hombre Desintegrado,
flotando a media altura, mirando al Hombre Negro con cautela; en lo alto, el
Dragón continuaba sus llamaradas sin sentido, tratando de quebrar el encierro a
toda costa.
De pronto el Dragón fue consciente de la
quietud que se había producido en la arena de combate. Inmediatamente
interpretó que la Bestia y el humano que flotaba a un costado estaban
expectantes, agazapados, mientras que el Gigante Oscuro en el centro de la
pista estaba dominando el escenario. Alguna vibra instintiva en aquella
criatura le hizo apaciguar momentáneamente su ira descontrolada, y bajó hasta
la superficie para enfrentar al Zombie Gigante.
El Hombre Negro miraba impasible como aquella
monstruosa figura alada bajaba hacia el con su imponente porte, cubriendo la
luz.
Comenzó a abrir y cerrar las manos, como
quien prueba un guante nuevo que acaban de regalarle. De un momento al otro,
conjuró una serie de energías y las arrojó hacia el Dragón, gracias a los
poderes que había absorbido de los anillos, la piedra del Mago y la espada de
Lorelian.
Apenas los poderes surcaron el aire del Domo,
el Dragón se puso frenético, al sentir la presencia de la piedra del báculo del
Mago. Enfurecido, intentó eliminar el origen de aquella energía.
Una ráfaga monumental de fuego, la más grande
hasta el momento, arreció sobre el Hombre Negro.
Parecía que tal vez las ascuas del Dragón
podrían disolver aquel cuerpo. Por unos segundos no se vio nada más que fuego
envolviendo al Zombie.
Era una llamarada monstruosa, capaz de cubrir
el cuerpo sobredimensionado del Hombre Negro. Danzaban contra el cuerpo y el
suelo del Domo como agua de una catarata que choca contra la roca, erosionando
todo a su paso.
El calor aumentó de pronto en la arena de
combate, y el resto de los participantes se cubrió el rostro con los brazos,
retrocediendo lentamente.
De pronto, en medio de las llamaradas, se
escuchó una risa potente, fantasmal, y se vio al Hombre Negro ardiendo dentro
de la armadura, riendo.
Se produjo un silencio. Una sensación rara
envolvió al recinto. El resto de los personajes trataba de entender. ¿Una risa,
en medio de aquel Domo, en aquella arena de destrucción y muerte?
No tenía sentido.
Una figura comenzó a visualizarse entre las
llamas, como un fantasma sin contorno, surcando los pliegues de la llama como
una sombra de otro mundo. El Espectro caminó sobre el torrente de llamas,
directamente hacia las fauces del Dragón.
La criatura seguía lanzando fuego, absorta en
su furia, sin percatarse de que la Sombra Negra avanzaba cada vez más a través
de la llamarada.
Cuando llegó hasta su boca, dos inmensas
tenazas negras sin forma se cerraron sobre las dos mandíbulas del Dragón con
una fuerza titánica. La cascada de fuego cesó, atragantándose dentro de la
bestia alada.
La carne del Hombre Negro aun ardía, dentro
de la armadura. Humeaba horriblemente, como presa de una reacción pútrida, mezcla
de caucho y sabia de árbol, emanando un humo azabache, denso y repugnante. Era
un caballero infernal, acaso el mismo Hades materializado en el mundo de los
vivos, participando de un estúpido show para entretenimiento de los mortales,
aunque más bien estaba allí para arruinar el show, para estropear el
espectáculo en el momento de mayor algarabía y desmantelar la ilusión,
desatando una función de pánico y demencia.
La imagen del colosal cuerpo ardiendo,
achicharrado y contorsionado dentro de la deforme armadura, enfrentando al
imponente Dragón, era abismal. De alguna manera, se sentía que la luz era
absorbida hacia ese agujero negro, que en medio de la pista hacía colapsar toda
la realidad, sorbiendo la vida.
Había una presencia que se sentía cada vez
más, como un fantasma que lentamente se iba materializando, una sombra, una
nube abisal, una niebla oscura con un aura densa, que se sentía en las almas de
los personajes del Domo y de los espectadores que aun quedaran como una
presencia opresora, un ruido eléctrico, grueso, deforme.
La fuerza con la cual estaba apresando las
mandíbulas del Dragón hacían que la criatura chillase ahora de dolor. El Hombre
Negro seguía ardiendo dentro de su armadura como una antorcha humana.
Súbitamente, recibió desde atrás un potente golpe doble de la Bestia, que le
quebró la columna, al tiempo que el Hombre Desintegrado le tiró un haz de
energía que le dio de lleno en el casco, atontándolo.
El Hombre Negro se vio obligado a soltar al
Dragón. Su cuerpo se regeneró grotescamente, con un traqueteo sordo. Se volteó
para ver quién lo había atacado. Posó sus ojos en cada uno de los tres
contrincantes que lo rodeaban, desgastados, pero que presentaban batalla ante
él.
La sombra negra seguía creciendo en el
recito, silenciosa, contextualmente. Su presencia se sentía cada vez más.
El Enorme Zombie incendiado estaba rodeado.
Las llamas borboteaban con dificultad en aquella carne mal habida y pantanosa,
generando un suave ruido estremecedor.
Los últimos tres contrincantes cercaban al
Zombie Incendiado: la Bestia, el Hombre Desintegrado y el Dragón. Los tres
rivales, sin ponerse de acuerdo, comenzaron a acercarse lentamente hacia el
rival que tenían en el centro.
El resto era destrucción, cadáveres y un
silencio aterrador, aplacado cada vez más por aquella sombra fantasmal que se
cerraba como la noche definitiva desde los costados.
Hubo un pequeño momento de tensión, de
expectación. Pero los tres sabían que eso no podía durar mucho. No había otra
manera de escapar de aquel Domo.
No importaría que pasase después. No había
después. Era derrotar aquella sombra, o volverse parte de ella, de aquel cuerpo
que devoraba todo a su paso, corrompiéndolo.
Cuando los tres contrincantes se lanzaron en
el último ataque para abatir al Hombre Negro, una especie de resquebrajamiento
absorbió los sonidos y la luz en una milésima de segundo. Los personajes que se
acercaban a aquel Espectro deforme, de pronto se sintieron suspendidos, como
una película que salta y su rueda se interrumpe y se entrecorta. Los colores
palidecieron súbitamente, hasta las mismas llamas destellaron en blanco y
negro, saturado, todo en un parpadeo demencial ínfimo, con el Hombre Negro
perdido entre las ascuas.
Luego, éste literalmente estalló: los tres
rivales salieron volando hacia atrás y el ambiente se comprimió, la luz se
consumió, y luego fulguró. Era como una serie de luces cósmicas, irreales, que
tenían lugar mientras el centro del Domo explotaba y todo era expulsado hacia
los bordes.
La magullada armadura del Hombre Negro voló
por el aire en miles de pedazos.
Ya no podía contenerlo.
La pista había dejado de existir. Todo lo que
quedaba había desaparecido. El piso estaba socavado como producto de extrañas
sustancias y relaciones químicas desencadenando la disolución de los
materiales.
Los tres sobrevivientes habían quedado apretados
contra los costados del Domo, pegados contra la pared como trozos de madera de
deriva aplastados contra e borde de la escollera, arreciados por una incesante
ola impiadosa.
Los restos de escombros del Domo y los
cadáveres los otros participantes y de los guardias también volaron hacia los
costados como hojas secas.
En el centro, donde estaba el Hombre Negro,
latía un corazón gigante y oscuro, como si una energía estuviese viva, recién
nacida, expectante, exuberante en su encuentro con el mundo, respirando ansiosa
y profundamente. Era imposible llamar a aquello cuerpo, y mucho menos hombre.
Todo el Domo estaba bañado por una extraña
luz. No podía decirse que fuese clara, más bien era como de una naturaleza
muerta. Era una luz muerta.
Afuera, solo negrura, humo, fuego, vacío,
caos.
El resto de los personajes languidecía a los
costados, aterrorizados. Aquel ser parecía invencible.
En el centro, la infernal figura del Espectro
Negro dominaba todo el panorama. Una figura enorme, casi del tamaño del
Dinosaurio, fulguraba ligeramente erguido, con la cabeza inclinada hacia abajo.
Tenía cierta similitud con las formas humanas, pero con unas proporciones completamente
equivocadas. Su imagen resplandeciente contrastaba contra la luz opaca y
enrarecida del resto del Domo, al que una especie de succión le absorbía toda
la energía vital, el aire mismo parecía caer en espirales hacia el centro.
El Zombie latía en medio de la pista. Ya sin
armadura, se apreciaba su complexión escuálida, con miembros horriblemente
largos. La textura que recubría aquella carne era como viscosa, como tierra
viva.
Sin embargo, lo más desagradable de todo era
su rostro. Una cara devastada, arrasada, desprovista de todo rasgo. Dos
grotescos agujeros, como hechos a base de puñaladas con un destornillador,
daban lugar a sus ojos, dos opacas pupilas deformes en el fondo. Un tajo
grotesco, casi de lado a lado, actuaba como boca, abriéndose con una facilidad
anormal, con una amplitud desagradable de ver.
De pronto, se ladeó y adoptó una posición de
poder. Iba a iniciar un ataque. Giró su cabeza bruscamente hacia la Bestia, que
esperaba, agazapada.
Su tamaño intimidaba. Era aterrador. Ya no había
forma de pensar en un posible contraataque, o defensa siquiera.
Sus manos crecían, se estiraban, como
tentáculos. Su cuerpo se movía con una displicencia anormal, como obra de un
brusco titiritero.
Parecía a punto de iniciar el ataque, cuando
de pronto se cortó totalmente la luz.
Todas las luces, tanto las del Domo como las
de afuera, en las instalaciones del estadio, hasta las inmediaciones que
llegaban a verse a través del vidrio, se habían apagado.
La única luz que se mantenía, aunque muy
tenue, era la que resplandecía en el cuerpo del Espectro Negro. Una silueta
fulgurante le recorría el cuerpo, dando cuenta del enorme tamaño que había
desarrollado.
Se produjo un silencio nervioso. La
incertidumbre era total.
Ya era imposible entender. Nada tenía
sentido.
Finalmente, algo rompió esa quietud tensa.
Una risa. Una horrible risa, gruesa, turbia, escalofriante, entrelazándose en
el silencio, destrozándolo. El Hombre Negro reía.
Final del segundo dos.
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