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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo II. Dos segundos


Capítulo II. Dos segundos

El silencio se mezclaba con el caos. La realidad estaba enrarecida. ¿Era esto acaso un espectáculo? ¿Había aun gente mirando?
¿Era posible que una nueva realidad hubiese reemplazado a la existencia tradicional en tan solo un instante?
El sentido lógico trataba de aferrarse a algo mientras el mundo colapsaba, como si el suelo se abriese, dando lugar a una cascada que avanzaba, arremolinada, hacia abajo, hacia un abismo desconocido.
Adentro del Domo el pandemónium era tan extenso que era todo inentendible. La velocidad y la potencia de los choques eran tan extremos que no se llegaba a distinguir nada. El campo de batalla estaba totalmente destruido.
Afuera, el Domo se rodeaba de humo, fuego y gritos. Desde dentro no se distinguía que pasaba; estaban aislados en una burbuja de incertidumbre mientras afuera pasaban cosas.
Los personajes que aún continuaban con vida miraban con horror hacia el centro de la pista, en una suerte de pausa, ante el morboso desenlace del choque entre el Zombie y Sigurthiel, el Príncipe Elfo.
La sangre brotaba del cuello del cuerpo inerte del Príncipe Sigurthiel, pintando de un intenso rojo el suelo del Domo. Sus brazos yacían sin fuerza en los costados en una postura funesta.
El Hombre Negro estaba en el centro del campo de batalla. Su víctima se desangraba a sus pies. El maravilloso Elfo aún tenía su espada clavada en el rostro, entrando por el paladar, saliendo del otro lado de la cabeza. La imagen era espeluznante; esa segunda boca dejaba escapar lentos borbotones de sangre, mientras el rostro palidecía y los ojos se opacaban, mirando a ninguna parte.
El Zombie lo miraba desde arriba con regodeo. Abría y cerraba sus manos, como calculando su propia fuerza. Su oscura presencia en medio de aquel infernal Domo, con su armadura hecha trizas y su cuerpo deforme doblado horriblemente, generaba un asco grotesco, como un cadáver contorsionado en un accidente que uno no puede dejar de ver, de la misma manera que no puede quitarse del rostro la sensación de espanto.
Una pequeña figura corría, sin embargo, a su encuentro. Enarbolaba un destello azul, como una antorcha de fuego helado. Entre la bruma, su forma iba tomando foco a medida que se acercaba.
La furia había invadido por completo a la Princesa Lorelian. Sus cabellos rubios ondeaban en el aire mientras corría hacia el duelo. El dolor había superado todos los umbrales de lo soportable. Su racionalidad se había extinguido en el momento que su hermano mayor había sido ejecutado de una forma tan espantosa en medio de un espectáculo de transmisión mundial.
Ya no importaba nada. No importaban sus chances contra el Zombie. No importaban los Enanos acorralando a la Bestia. No importaba el maldito espectáculo televisado del que supuestamente eran las estrellas, entreteniendo a millones de personas que veían como ellos se desangraban en vivo. Por dentro la recorría una sensación que era imposible de definir. Una sensación que nunca había conocido antes. Una sensación que se convirtió de pronto en una bestia dentro de su cuerpo, anulando por completo su personalidad. Ya no tenía poder de decisión. No podía decir que no.
Su mente se había partido. Como un grueso alambre de metal que se tensa hasta límites insoportables, de pronto esa línea se rompió. Un chasquido agudo. Un aturdimiento, y un blanco creciendo desde los bordes, sin freno, inundando su visión.
Había dejado de sentir. Su cuerpo era una tortura. Estallaba fuera de sí, como si los músculos se abriesen hacia afuera, incapaces de contener la energía que los recorría, como una voluntad monstruosa.
Ese cuerpo enfurecido corría fuera de control hacia el centro de la pista.
Los Enanos, que habían interrumpido su combate con la Bestia, reanudaron su ataque, también presas de una furia sin precedentes. La potente Bestia, que superaba a los Enanos en tamaño, fuerza, peso y volumen, se vio sin embargo atacada con una ferocidad tal que no podía resistir los ataques, y no le quedó más opción que retroceder, perdiendo cada vez más terreno hasta llegar a verse encerrada contra la pared del Domo.
Los Enanos tenían una resistencia brutal, y la magia que despedían sus armaduras tenía un efecto tan espectral sobre la Bestia que sus fuerzas se veían impedidas, como si unas cadenas invisibles le sujetaran el cuerpo.
Los grilletes que rodeaban sus tobillos y muñecas comenzaron a arderle y pesarle cada vez más.
Aquel yugo del que creía haberse librado volvía para perseguirlo, en el peor momento posible.
Acaso también una serie de recuerdos y voces apagadas comenzaron a despertar y a resonar extrañamente en su cabeza, sin que la Bestia pudiese explicarlo o controlarlo.
Las hachas de los Enanos mordían y lastimaban, desgarrando su cuerpo sin piedad, como una montaña desbastada por una compañía minera. Sus escudos paraban cada uno de sus contrataques, y lastimaban sus puños. Las embestidas de los Enanos la dejaban sin aire y la empujaban hacia atrás con fuerza.
Aun el Enano que no tenía piernas se arrastraba y lanzaba potentes ataques, se cubría con fiereza y mantenía las líneas infranqueables en perfecta coordinación.
La bestialidad que se había apoderado de los Enanos y la Elfa sorprendió a todos. Cuando la muerte del Príncipe, la destrucción del auto y la muerte de la Princesa Lithil parecía haber dejado al conjunto élfico en pésima posición, una furia los dotaba de una renovada energía, y sus rivales cedían ante aquel giro de los acontecimientos.
Una llamarada violenta cubrió de forma transversal toda la pista, como un súbito estallido de fuego que abría la tierra en dos.
Una serie de poderes volaron en la parte alta, mientras el Superhéroe volaba a toda velocidad alrededor del Dragón, atosigando al Mago, que, a su vez, contratacaba con poderes, hechizos protectores y embestidas del Dragón. Por la velocidad y tamaño del Hombre Desintegrado, y por las heridas en la columna y alas del Dragón, el Superhéroe dominaba completamente el ritmo del enfrentamiento, pero sin lograr dar un ataque que impacte a su rival de forma contundente.
En la superficie, la Elfa dio un salto espectacular y cruzó las llamas. Estas besaron su cuerpo, apenas cubierto por su pequeña armadura, que dejaba ver sus abultadas curvas y su piel perlada, cubierta de capas de polvo y sudor, producto de la batalla, a medida que se acercaba más y más al Hombre Negro.
Éste había cambiado de tamaño inexplicablemente. Su cuerpo, aquella masa negra y viscosa, borboteaba dentro de la armadura, excediéndola, trascendiéndola, expandiéndola. Traqueteaba como una maquinaria que entra en conflicto con sus engranajes, los cuales comienzan a girar, furiosos, chocando, enganchándose nuevamente, mutando. Su cuerpo temblaba, como si sus huesos se quebrasen por una energía invisible, y luego de quebrarse se recompusiesen violentamente, en una disposición más potente.
Tomó su espada, todavía incrustada en el cráneo de Sigurthiel. Pisó con desdén el cuerpo del Príncipe, usándolo de palanca para quitar la espada. Al retirarla con violencia, un nuevo borbotón de sangre brotó de la abertura en el cuello. El cadáver luego rodó inerte por el montículo de escombros, perdiéndose entre las pilas de escoria.
El Hombre Negro se dio vuelta hacia el rival que se acercaba rampante para encontrarlo. Otro Elfo.
Su cuerpo gruñó por dentro, como una especie de señal de excitación. Levantó su enorme mandoble y apuntó a la Elfa, que avanzaba enloquecida enarbolando el fuego azul con una pared de llamas a su espalda.
Un nuevo enfrentamiento con un Príncipe Elfo estaba a punto de acontecer.
La Elfa se movía con una velocidad que superaba la del Príncipe Sigurthiel en el estado de poder de los anillos. Acaso la furia por la muerte de su hermano la había puesto aún más en el estado de trance guerrero que los nórdicos llaman berserk.
La espada de llamas cobalto pareció montarse en un relámpago, al tiempo que un grito de guerra se escuchó en la pista. Las lágrimas de furia e impotencia surcaban el rostro de la Elfa desde sus ojos perdidos, casi en blanco, sin el bode definido del iris. La Princesa Lorelian lloraba.
Cuando tenía a su rival a solo unos pocos metros, dio un ágil salto para enfrentarlo en el aire. Se movía con la velocidad de un leopardo, con movimientos repentinos, llenos de gracia.
El Hombre Negro levantó su espada para enfrentar el golpe ante el contrincante que flotaba hacia él. Cuando Lorelian estaba a punto de chocarse, su figura pareció detenerse en el aire, y luego desvanecerse, transparentándose en plena suspensión.
De pronto pareció multiplicarse por diez.
Un torbellino de luz azul comenzó a rasgar todo el cuerpo del Hombre Negro, que no podía defenderse de aquel ataque.
Era una maravilla ver aquella guerrera bailar alrededor de su presa, pero con tal furia que los ojos no lograban conciliar una imagen clara, racional.
Más bien parecía como una docena de fantasmas con fuego azul circulando a toda velocidad alrededor del guerrero zombie, cortándolo, atravesándolo, mientras su cuerpo se desgarraba en distintas partes como carne podrida que explotaba por dentro y vomitaba espuma negra.
El Zombie parecía estar completamente sobrepasado por aquel ataque. Se movía casi en cámara lenta en comparación a la velocidad de los ataques que sufría. Cuando intentaba defenderse en algún frente, sus múltiples enemigos lo rodeaban por el resto de los flancos. Cuando subía sus manos para defenderse, reciba ataques abajo, a los costados, desgarrándole cada punto débil.
Sin embargo, el Hombre Negro, impulsado por un exabrupto que le surgió desde dentro del cuerpo, tuvo un instante de lucidez. Sus brazos parecieron estallar en chispazos de luz, y una corriente eléctrica los recorrió, haciéndolos reaccionar de una forma casi mágica.
Con el brazo que sujetaba la espada, invocó de repente una energía brutal, y alzó con potencia su espadón en un movimiento defensivo, de abajo hacia arriba, para encontrarse con la espada de fuego, con tal certeza y potencia que la Princesa Lorelian salió disparada hacia atrás, controlando el vuelo en el aire, y cayendo como un felino, con tres patas sobre el suelo y la cuarta sujetando la espada de forma lateral, lista para lanzarse para un nuevo ataque.
Estaba por impulsarse cuando de pronto el suelo mismo pareció venirse abajo. Sus pies por un instante no encontraron asidero, y todo su mundo se movió.
En ese momento, se escuchó una explosión tan potente que pareció como el mismo Domo fuese a derrumbarse. Toda la imagen tembló ante el estruendo.
Un mar de fuego y luz se vio en el costado del Domo, donde la Bestia y los Enanos se enfrentaban. La llamarada trepó hasta la parte alta de la cúpula de cristal, encegueciendo por un instante la pista.
Hubo un alto en la pelea. Todos los personajes se cubrieron el rostro, y se volvieron hacia el costado de dónde provenía el estallido, desconcertados.
Luego de la explosión, constantes nubes espesas de humo negro comenzaron a crecer y crecer, recorriendo el laberinto de gradas, pasillos, canales y túneles de la parte exterior del Estadio.
De pronto, todas las butacas de ese sector se sintieron desmoronar, generando el sonido de un trueno sostenido, expandiéndose horizontalmente.
Afuera se percibía un caos abrumador. Humo, gritos, fuego. La confusión reinaba a ambos lados de la arena de combate.
No se veía absolutamente nada que pasaba afuera, salvo las ráfagas de fuego, y distintos ruidos, disparos de armas, nuevas explosiones, y los gritos, los horribles gritos de quienes están siendo recolectados por la muerte.
La Bestia era el personaje que de más de cerca podía ver aquel infierno; tenía su espalda pegada contra la pared del Domo, aquel grueso e irrompible vidrio, mientras a su alrededor cuatro Enanos furiosos, acorazados como pequeñas montañas mágicas, de pura roca y hacha, lo asediaban feroz y metódicamente, reduciendo su espacio cada vez más, como una maquinaria perfecta que iba socavando sin dudar cada resquicio donde la Bestia podía encontrar algún tipo de alivio o respiro.
Cuando sintió el frío contacto del vidrio, la Bestia jadeó, como un toro fatigado, ante un destino que se mostraba inexorable, violento, sin tregua.
Un hacha cayó pesadamente sobre su hombro. No logró cubrirse, y una desgarradura se sintió en su torso. Del costado opuesto, un topetazo violento con un potente y macizo escudo surcado de runas cubiertas de gemas chocó contra su cabeza, atontándola y limitando su campo de visión.
Desde la parte de atrás, incontables manos negras se amontonaban del otro lado del vidrio, aparecían súbitamente entre la densidad toxica del humo como manotazos de ahogado de una horda infernal de cuerpos que no resisten el dolor. El caos era cruento a ambos lados de la barrera.
La Bestia se sintió desvanecer producto de la fatiga, aunque sentía que había algo más, una suerte de embrujo que ya no podía resistir, un aura embriagadora que le nublaba el campo de visión y la envolvía en una sensación febril insoportable.
Repartía golpes de manera burda, desordenada, golpes sin destino, sin coordinación, que eran repelidos y respondidos con una maquinalidad espantosa.
Toda la imagen le daba vueltas; rostros hoscos y barbudos con cascos cuadrados girando a su alrededor, las manos negras a su espalda rascando fantasmalmente el vidrio, los gritos, una voz potente, grave, abismal, hablando en una lengua que le hizo eco en algún rincón olvidado de su interior.
Un frío le recorrió la espalda involuntariamente al momento de escuchar esa voz, una especie de memoria corporal que le despertó un terror sin nombre que la sumía en la más profunda desolación y parálisis.
Y de repente, un factor inesperado rompió la ecuación. Sorpresivamente, algo atravesó la corteza del Domo, de afuera hacia adentro. Una espada, fina y resplandeciente, como proveniente de otro orden físico, vulneró la superficie como manteca y surcó el Domo, cortando uno de los cuernos de la Bestia.
Un metal se materializó desde el otro lado del Domo, atravesando la negrura, el humo infernal y las manos agonizantes, y el cuerno derecho de la Bestia se desprendió, como en cámara lenta, ante la mirada atónita de los Enanos.
No parecía real.
Luego el trozo de metal, suspendido, comenzó a dibujar una puerta, un círculo que se cerró, y luego estalló.
De pronto esos dos mundos caóticos se unieron.
Esa nueva puerta dejó entrar más caos a la diabólica arena de combate. Un torrente de humo se filtró como empujado por un volcán, con una presión contenida similar a una pileta que finalmente se rompe y el agua se escapa como una tromba por la nueva abertura.
Luego del humo, vino el fuego. Mucho fuego, impulsado a presión como si una nueva explosión ocurrido del otro lado. Las lenguas de fuego lamieron a la Bestia y los Enanos, que se vieron obligados a agacharse mientas el improvisado portal seguía dando paso a más destrucción.
Y luego, una pequeña figura negra atravesó el círculo con una pirueta espectacular y comenzó a correr dentro de la pista.
Detrás de él, comenzaron a colarse por la abertura una cantidad impresionante de guardias, ataviados con armaduras robóticas, o acaso eran robots con apariencia humana, era difícil distinguir.
Portaban trajes de aspecto flexible que les cubrían todo el cuerpo, de un material reluciente, como de kevlar, de un color negro con tonos de gris metálico.
Se atascaban en la abertura tratando de ingresar, todos a la vez; brazos, piernas, armas de cientos de guardias que buscaban entrar a la arena de combate en busca del intruso, pasando por sobre la Bestia y los Enanos, que no podían creer lo que veían.
Apenas lograban zafarse del atasco, los guardias corrían detrás del sujeto negro, que no había dejado de moverse. Los guardias no demoraron en desatar un caos de disparos en el Domo, con sus ametralladoras automáticas que vomitaban luz de forma descontrolada hacia todas las direcciones.
El personaje al que perseguían estaba vestido con un ligero traje negro, ceñido al cuerpo, de aspecto moderno, con una serie de refuerzos de un material blando, con los bordes retroiluminados. Portaba una especie de casco, también negro, le cubría por completo la cabeza. Tenía una pantalla o visor en la parte frontal del rostro, más opaco que el resto del casco, en el cual surcaban una serie de gráficas y luces de neón color celeste. En su mano derecha sujetaba una espada larga, con una curvatura hacia la punta, no muy gruesa, con un filo tan fino que podía verse relucir a través de las ondas del acero a cientos de metros.
Este guerrero se movía con la velocidad del rayo mientras escapaba, mientras el torrente interminable de guardias lo perseguía con desesperación frenética.
De pronto, el guerrero negro puso en alto en su marcha de escape, se volteó repentinamente, enfrentando a los guardias, y, espada en mano, comenzó una carrera suicida hacia quienes lo perseguían, con una destreza tal que ninguno de sus ataques lo tocaban; por el contrario, una serie de miembros comenzaron a volar en todas direcciones, al tiempo que el impecable espadachín hacía girar su daga hacia sus captores.
Como una roca que interrumpe el flujo de una cascada, por más guardias que surgiesen a su paso, éste los esquivaba y los hería de muerte en una coreografía abismal, despidiendo brazos, piernas, cabezas y torrentes de sangre por todos lados.
El personaje hacía un uso de su entorno tan espectacular que parecía haber planeado aquella danza con meses de anticipación y ensayo minucioso. Su brazo no temblaba. Sus reflejos parecían leer el futuro.
Cuando tenía que escapar, se alejaba. Cuando tenía que liquidar a sus rivales, su katana dibujaba un pequeño infierno en los guardias, que quedaban fuera de combate de a cientos.
Su espada dejaba un eco de luz por donde su filo cortaba el aire. El acero cobraba vida y la espada vibraba en colores dorados y violáceos.
Nuevos cuerpos y miembros comenzaron a alfombrar la accidentada superficie del Domo a una velocidad desquiciada, apilándose en los costados, como si un decorador maniático hubiese asumido misteriosamente el control de la situación.
El fuego del Dragón relampagueaba desde arriba y prendía en los distintos cuerpos agonizantes que se amontonaban. Los contrataques de poderes del Hombre Desintegrado y el Mago rebotaban por doquier, como una lluvia de meteoritos, impactando en los guardias, vivos o muertos, sacudiendo los cuerpos, dándole movimiento y textura adicional al suelo de la siniestra arena de combate.
Los cambios en la iluminación iban pintando las texturas del ambiente vívidamente, cambiando de un instante al otro por la velocidad de las intervenciones, como un editor de imagen indeciso que prueba distintos presets alterando las gamas, subiendo la exposición bañando todo de blanco, bajándola de golpe dejando todo en sombras, con las siluetas de los cuerpos dibujando finas líneas de rojo, anaranjado, gris pastel.
Si el Domo antes tenía un aspecto de posguerra, ahora parecía más una puesta en escena bizarra, una maqueta sádica y gótica sacada del infierno de Dante.
Los guardias continuaban persiguiendo a un encapuchado con espadas samurái, que no solo los burlaba como si estuviesen jugando a la mancha, sino que los iba descuartizando poco a poco.
Sin embargo, los policías no paraban de brotar de la abertura. Como un torrente negro, poblaban cada vez más el caótico Domo, enceguecidos por atrapar al intruso.
El combate se había desnaturalizado totalmente. El espectáculo del que tanto alarde había hecho el imperio se veía ahora desvirtuado por la irrupción de un intruso y de centenares de guardias oficiales que buscaban abatirlo a toda costa.
El Domo supuestamente invulnerable había sido abierto. La ecuación fundamental por la cual solo uno podía salir vivo de aquella jaula había sido alterada por una nueva variable, una posible vía de escape y por el ingreso de nuevos participantes.
El resto de los personajes seguía sus enfrentamientos, pues el deseo de matar no se interrumpía por más que el espectáculo hubiese quedado arruinado. Era matar o ver el fin a manos de otros que también querían destrozarles.
El Ninja seguía su escape, desplegando las hazañas más espectaculares, luchando sólo contra un número absurdo de rivales.
En un momento, al verse rodeado, activó un botón de su armadura, y su casco se iluminó incandescentemente. Cuando la luz se apagó, la espada había girado, y las cabezas de sus captores se habían desprendido de los cuerpos que los sostenían; éstos tardaron un instante más en comenzar a ablandarse, para luego desplomarse de manera fantasmal, todos a la vez, chocándose entre sí, como un campo de flores sin sol.
El escape del intruso continuaba; en su carrera demencial, comenzó a correr por las paredes laterales del Domo, mientras su espada iba cortando a todo el que se cruzaba por su camino.
Cuando su marcha se encontró con nuevos guardias esperándolo, una explosión llenó de humo el punto donde él se encontraba, e instantes después había desaparecido. Reapareció en medio de la pista, reanudando su veloz huida, sorteando obstáculos entre el desastre.
El misterioso sujeto y sus perseguidores zigzagueaban por la pista. Mientras esquivaba los incontables policías, se encontró en un momento en medio del combate entre el Hombre Negro y la guerrera Elfa. La Princesa seguía atacando con asombrosa habilidad, hiriendo constantemente al monstruoso cuerpo del Hombre Negro, pero el Ninja y los guardias se entrometieron, interrumpiendo el ataque.
El Hombre Negro aprovechó el caos para librarse de la insoportable arremetida de la Princesa Lorelian. Sus ojos se posaron de pronto en la nueva puerta que se había abierto en el Domo, como un perro sabueso que de pronto se encuentra con el aroma de la presa que estaba rastreando hace tiempo. Sin perder tiempo, se olvidó de Lorelian y comenzó a descuartizar guardias por doquier mientras se dirigía a la abertura lateral a grandes y torpes zancadas.
La Elfa, aun habitada por una furia animal, no permitió que se alejase demasiado, y comenzó a perseguirlo, pero no lograba dar con su rival en medio de semejante caos. Las llamas del Dragón volvieron a crear un muro, tras el cual la Princesa se desorientó y tuvo que dar un rodeo. Las imágenes temblaban en su cabeza.
El fugitivo Ninja empezaba a verse en problemas, cada vez más acorralado. La cantidad de guardias iba siempre en aumento, y por más de que él dejase a muchos fuera de combate, estaba cada vez más rodeado, además, por el resto de los implacables participantes, el fuego del Dragón y la marcha cruenta del Zombie Negro.
Iba sorteando escollos a través de la accidentada pista y los obstáculos que la poblaban. Comenzó a subir por el enorme cuerpo del Dinosaurio, cuando éste dio una feroz dentellada que casi le arranca el brazo, al momento que el Ninja, con una demostración de reflejos alucinante, realizó una pirueta en pleno vuelo para poder librarse de sus dientes. Sus mandíbulas, que se movieron rápida y violentamente, encontraron el cuerpo de los guardias que lo perseguían. Sus miembros cayeron de su boca como migajas de una comida engullida grotescamente.
Su mandíbula temblaba con pequeños espasmos. El resto de su cuerpo también comenzó a sacudirse, por partes, como pinchado por shocks eléctricos.
Finalmente, su parpado se enrolló hacia arriba con violencia, dejando al descubierto su ojo loco, rojo, trastornado, que bailaba desbocado como quien es devuelto a la vida con un baldazo de agua fría.
Era increíble, pero aún estaba vivo. Con trabajoso esfuerzo el titánico T-Magnus se incorporó, generando un estruendo. Tenía una herida horrible en el estómago. La mitad de sus tripas estaban colgando y al Unicornio clavado en la panza. Era asombroso que pudiese mantenerse en pie.
El resto de los personajes se quedaron atónitos, durante un largo segundo, sin entender que era lo que estaba pasando, pensando que acaso el Torneo se había interrumpido o estaba jugando extrañas trampas mentales con ellos.
Una sensación más visceral inundó a los participantes. Ya no era espectáculo. Ya no era show. El descontrol que se percibía en derredor se trasladó a los combatientes. Se olvidaron de todo decoro, de toda la audiencia que podía llegar a estar mirando. Había que ir a matar. Era la supervivencia más salvaje y despiadada.
Era incomprensible todo lo que estaba sucediendo. No se llegaba a percibir lo que pasaba fuera del estadio, pero ya no importaba. Lo único que importaba era liquidar a quien tuviese adelante, y luego el siguiente, y luego el siguiente, hasta que no quedase más nadie parado o hasta que las fuerzas se agotasen, lo que ocurriese primero.
En el lugar donde se había abierto la puerta que conectaba los dos infiernos, el torrente seguía brotando, constante, interrumpido por el Hombre Negro, que destrozaba a todos los que se cruzaban en su camino, haciendo girar con fuerza titánica su oxidado espadón, avanzando a paso lento pero constante hacia la abertura.
A un costado, la Bestia se incorporaba y se veía por primera vez libre del asedio que casi había logrado con oprimir su fuerza y su espíritu por completo.
Los Enanos, que habían tenido atrapada a la Bestia, se vieron obligados a replegarse producto de la explosión y el fuego que brotó rabioso desde el otro lado, bañando sus escudos y quemando los pelos de sus barbas y sus trenzas. La cantidad de intrusos que se metían constantemente por la abertura, pasando entre ellos, molestándolos, les obligó a dispersarse, perdiendo así la formación de escudo que habían diagramado.
Se reincorporan a duras penas, desorientados ante aquel movimiento, pero ya era tarde.
Los distintos movimientos que se desataron en la pista fueron demasiado como para atenderlos a todos a la vez.
Se escucharon pisadas atronadoras. En otra dirección, cuerpos y miembros de los guardias salían disparados por todos lados, al tiempo que el Hombre Negro se dirigía hacia ellos. El fuego del Dragón arreciaba desde una tercera dirección.
Uno de los Enanos vio una sombra que se alzaba ante él. Una altísima sombra. Unas fauces aparecieron súbitamente desde arriba. Apenas tuvo tiempo de pensar que todo se había acabado cuando la oscuridad lo tragó y las filas de dientes desgarraron su cuerpo por decenas de puntos.
La fila infranqueable se había roto. El resto, al verse disperso, perdió la concentración. Figuras enormes los asediaron repentinamente. Una sombra alada bajó desde lo alto. El Dragón estiró su cuello y tomó de la cabeza a otro Enano, llevándoselo con su vuelo. Éste se tomaba el cuello y los dientes del Dragón, sacudiendo los cortos pies burdamente. Sintió una aguda presión en la garganta y su cuerpo se separó de su cabeza y cayó inerte, golpeando al caer a varios guardias que seguían entrando al Domo sin percatarse del resto del contexto, solamente concentrados en el intruso de negro.
Los dos Enanos restantes vieron espantados como sus compañeros eran abatidos. Pero no les dio tiempo para lamentarse; no había ya capacidad de raciocinio en medio de la vorágine. Cada uno se veía aislado, rodeado de imágenes que no paraban de cambiar. Uno de los Enanos veía como la figura del Hombre Negro se acercaba. Antes de poder reaccionar vio la espada en alto, y un segundo después la espada surcó aire y lo atravesó justo en medio del pecho. Sintió el crujido de su esternón tan nítido en el cerebro que su opaca tonalidad resonó en sus últimos instantes de conciencia. Su tórax colapsó al tiempo que sus pulmones se vaciaban y su corazón fallaba bombeando en falso. El dolor fue brutal un segundo y luego todo se apagó.
El Hombre Negro terminó de atravesarlo con su tremenda espada y lo alzó, como una bandera. La imagen del corpulento Enano bajando inerte por la espada, con sus miembros colgando hacia atrás en un gesto muerto era espantosa.
Luego, el Zombie hizo un movimiento rápido hacia su derecha, como sacudiendo la espada, y el cuerpo del Enano voló hasta chocar contra el vidrio del Domo y caer luego contra las montañas de cuerpos que se apilaban a los costados.
Solo quedaba un Enano, el que no tenía piernas, enfrentado a la Bestia. La criatura vislumbró en el último Enano herido el fin del terrible asedio que había sufrido. Recordó las voces que resonaron en su cabeza, la magia que lo había envuelto en un trance torturador, y la rabia se apoderó de él. Arremetió sin piedad hacia su rival. Embistió al Enano, y luego de darle un combo de golpes llenos de furia, lo zarandeó con su fuerza brutal, golpeándolo contra todo lo que encontraba a su paso, como un muñeco de trapo.
El tenaz Enano, sin embargo, continuaba hasta el último instante cubriéndose y protegiéndose, usando sus potentes brazos, hasta su acorazada cabeza, para contrarrestar mínimamente los ataques de la Bestia.
La mitológica criatura, en ese momento, se vio en el colmo del fastidio. Dio un rugido de guerra brutal, y tomó al convaleciente Enano del cuello con ambas manos. Con el uso de todas sus fuerzas, tiró con cada una de sus manos en sentidos opuestos y lo decapitó escabrosamente, dejando salir un mar de sangre que le salpicó en  cara.
Hubo un pequeño silencio en la pista. Esta vez la Princesa Elfa no gritó. Ya no quedaba nada en ella que pudiese gritar.
Los personajes más grandes se miraron durante una milésima segundo, como midiéndose, antes de moverse.
La Bestia volvía a entrar en un estado animal. Algo en ella resurgía, como un tornado que desde un punto crece y crece hacia afuera. Arrojó los despojos del último Enano a un costado como si fuera basura. Estaba muy herida, pero furiosa. Buscó apartarse de aquella zona tan cargada de oponentes. La única vía de escape implicaba pasar por encima de dos grandes adversarios. El Hombre Negro, alto y amenazador, y el colosal Dinosaurio. Sin pensárselo dos veces, inicio una brutal carga, y arremetió contra ambos en una embestida suicida.
Se produjo un choque colosal, pero por la fuerza del impulso y la sorpresa de su inmediata carga, logró derribar al T-Magnus y al Hombre Negro, tirándolos por los aires para poder escapar y correr en la pista libre de rivales.
Los guardias seguían entrando por la abertura, persiguiendo al Ninja. Parecían no tener fin. La arena de combate era un caos cada vez más absurdo.
Pero el Ninja seguía demostrando sus habilidades incansablemente. Su repertorio era inagotable. Estaba resuelto a no ser capturado, y estaba bien equipado. Su sable era un arma perfecta, que casi cortaba antes de tocar la superficie de cualquier cuerpo que se pusiese en su camino, como si su filo y su forja repeliesen toda materia.
Y su entrenamiento también era impecable. Las proezas físicas que realizaba solo podían ser posibles a base de un aprendizaje que rompiese con todas las estructuras conocidas del tiempo y el espacio y los límites físicos del cuerpo. La mente en su estado de agudeza máxima actuaba sin pensar, era un ungüento recubría el alma y el espíritu, dotándolas de una fortaleza mayor. Cuando la mente se dispone a no ponerle límites al cuerpo, la voluntad excede lo comprensible.
Lo que podía llegar a hacer aquel personaje vestido de negro desafiaba las reglas de la lógica y la gravedad.
Los guardias, sin embargo, optaban por una estrategia más cuantitativa, y aumentaban cada vez más en número, atacando en masa, disparando con armas más grandes, que hacían más ruido y más bulla, como si aquel Domo infestado necesitase más explosiones.
Fue en medio de aquellas persecuciones interminables, atolondradas y embrolladas que un nuevo apocalipsis se desató en medio de la pista.
Una serie de ataques en simultáneo se pusieron en acción de manera completamente espectacular.
Como un sniper que espera pacientemente en un costado el momento justo para poner activar sus letales dispositivos, el Mago puso en acción todo su poder por primera vez.
Su imagen era monumental: con un vuelo rasante del Dragón, que lo posicionó en medio de la pista, un potente conjuro comenzó a absorber toda la luz a su paso, a la vez que el brillo del Dragón y el Mago montado en su lomo destacaba en medio de la creciente oscuridad, en un fuerte contraste, resaltando sus siluetas y minimizando los detalles de su textura. Un aura circular los rodeaba a medida que su vuelo mortal peinaba el suelo. Las piedras y otros escombros de la superficie comenzaron a levitar a su paso. Las extremidades de los guardias y los cadáveres también se suspendían en el aire y lentamente flotaban hacia el Mago. Toda la atmosfera del Domo parecía succionarse hacia el centro. La sombra del Mago y el Dragón centelleaba en todas direcciones, multiplicándose y parpadeando, como fantasmas inquietos sin un tamaño o silueta determinados.
Con la impresionante imagen del Dragón fulgurante en medio de una oscuridad en los bordes, y el brillo circular crepitando alrededor como una hoguera de pálidas llamas de arcoíris, el cuerpo del Mago, en medio del Dragón, comenzó a levitar. Con sus brazos extendidos a los costados, y su mano derecha sosteniendo el báculo, se izaba como una hoja suspendida por la brisa, cargado de poder.
Tenía los ojos cerrados, tensionados. Su calva relucía; su boca, rodeada de la negra barba en forma de candado, murmuraba en una mueca de concentración. De un momento a otro, cuando la tensión fue máxima, abrió los ojos, y estos ardían en llamas celestes. En el preciso instante en que los abrió, una coreografía de poderes impactó a cada uno de sus rivales.
Con su báculo hizo levitar a la Bestia y la encerró en un campo eléctrico que la hacía sufrir en cuanto intentaba moverse para liberarse. Lanzó otro poderoso hechizo que apresó al T-Magnus, atándolo por las piernas con una especie de lazo de luz, que lo hizo caer mientras hacía movimientos con las piernas en vano, tratando de zafarse. Con una potente voz dejó momentáneamente fuera de combate al Superhéroe, aturdido en un rincón, retorciéndose.
Sin embargo había dejado libre al Hombre Negro. Con un movimiento del báculo lo señaló, y todos los escombros y cuerpos que le rodeaban salieron despedidos hacia atrás, como impulsados por un vendaval del cual el Zombie era inmune.
El camino entre ambos había quedado despejado, como quien aspira la alfombra de su casa antes de recibir invitados.
El Mago era consciente del poder al que se enfrentaba en su combate con el Hombre Negro. Quería enfrentarlo mano a mano, sin dejar ningún cabo suelto.
No dejó pasar más del tiempo necesario antes de poner en marcha el ataque que había preparado.
Puso en acción su doble: manteniéndose en el aire, bajo la amenazadora mirada del Dragón, el cuerpo del Mago se desplazó a un costado, y en ese movimiento lateral, una figura igual a él, pero sin relieves ni detalles en el cuerpo, se desplazó hacia el lado opuesto.
Aquella forma fantasmal tenía una contextura luminosa, de un color verde muy fuerte. La luz que hacía cuerpo en esa silueta estaba en constante movimiento, como un mar jade que vibraba, mostrando matices de distinta intensidad.
Por un instante, ambas figuras flotaron espejadas, una de carne y hueso, la otra de cuerpo ensoñado. El ser de cuerpo físico había vuelto a cerrar los ojos; el otro no tenía ningún rasgo en la cara, solo la exacta silueta de su creador.
En un súbito instante, la figura de luz abrió los ojos. Pero no eran ojos convencionales: en ellos se veían oscuras galaxias y agujeros negros pasando a toda velocidad, con un espiral de colores, magentas, dorados, turquesas y cobaltos.
En ese momento, puso en marcha su vuelo a una velocidad abismal, al tiempo que el Mago de cuerpo humano bajaba hasta el lomo del Dragón para dirigirlo hacia el Hombre Negro con su báculo en alto.
El Zombie aferró su mandoble con ambas manos y asentó sus pies en posición defensiva, esperando los ataques. Dentro de su cuerpo, los anillos élficos latían como volcanes, reaccionando ante la magia del Mago, que asediaba.
Sin embargo, antes de recibir el choque del Dragón, vio como una sombra verde se movía a toda velocidad desde la izquierda.
Se preparó para un doble ataque.
Un rayó azul viajó desde el báculo del Mago hacia el Espectro.
De alguna manera, el Hombre Negro sacó fuerza de su interior, materializándola en su espada, la cual puso en frente de sí, como un escudo. La espada emitió un fulgor, entre rojo y celeste, y el ataque azul enviado por el Mago se abrió en dos, brotando inerte a los costados.
Luego una voz resonó dentro del cuerpo del Espectro Negro. Su visión se nubló y se sintió de pronto intervenido, desestabilizado. La figura brillante se dirigía a toda velocidad desde el otro flanco y estaba a punto de embestirla.
La imagen de luz voló a toda velocidad hasta hacer contacto con él. El Guerrero Negro sintió como su cuerpo explotaba por dentro, desgarrándose.
Sin embargo, antes de que el ser de luz lo atravesase por completo, chocó con algo que había en el centro del cuerpo del Hombre Negro.
Con la velocidad que traía la carrera del cuerpo de luz, aquel choque contra el objeto inesperado fue tan potente que se produjo un inmenso chasquido, como dos esferas de cristal que chocan entre sí en pleno vuelo, y el eco agudo reverberó en la pista sonoramente.
El cuerpo de luz fue repelido hacia atrás. Su corporeidad luminosa se mostraba herida, disminuida, latiendo como una luz intermitente.
El cuerpo del Hombre Negro se elevó ligeramente, con los miembros contorsionados, extendidos.
Una nueva implosión se produjo en el centro de la pista. Los personajes que estaban reducidos por los embrujos del Mago se vieron momentáneamente liberados. El báculo del Mago vibró fuertemente en su mano, pero este logró dominarlo, asiéndolo fuertemente, con toda su energía, como si su vida dependiese de ello.
Finalmente, el Hombre Negro se vio librado de la extraña energía que lo poseía, y cayó al suelo, desparramado.
Parecía por primera vez rendido, debilitado. Su aparatosa armadura le aplastaba el cuerpo, esas deshilachadas hebras de músculos negros vueltos viruta muerta.
Del otro lado de la pista, el cuerpo de luz verde se recobró, con su luminosidad vibrando como una estrella encendida, y voló a toda velocidad hacia el cuerpo del Zombie.
El Mago concentró sus energías en una nueva embestida. El Dragón puso rumbo al cuerpo del Hombre Negro.
La silueta luminosa tomó al cuerpo del Hombre Negro por la espalda. Este comenzó a resistirse, pero el agarre era demasiado fuerte: el ser de luz no iba a soltarlo.
El Dragón estaba cada vez más cerca, acercándose en línea recta, con el imponente Mago montándolo en la base de su columna. El cuello del Dragón comenzó a inflamarse, al tiempo que preparaba el ataque final contra el Zombie.
Sin embargo, abajo, el agarre de la silueta de luz estaba siendo puesto a prueba por una resistencia cada vez mayor. El Hombre Negro comenzó a verse desbordado por un impulso extraño, casi químico. Todo su cuerpo comenzó a arder y borbotear, a consumirse por dentro, brillar y reaccionar, a crecer, cada vez más.
La figura verde lo sujetaba cada vez con más desesperación, pero había algo dentro del cuerpo del Zombie que le repelía, le generaba un rechazo brutal.
De pronto, el Hombre Negro pareció explotar. Su cuerpo se despertó vigorosamente, como atravesado por un trueno interior. La silueta de luz salió despedida hacia atrás nuevamente. Los miembros del Espectro Negro crecieron espantosamente, inflados por una especie de esqueleto de energía brillante con un nuevo tamaño.
El Hombre Negro había crecido en tamaño y fuerza, y sus brazos refulgían, uno rojo, el otro azul, y su boca se abría como un espectro demoniaco, mostrando dientes horribles.
El Dragón comenzó a lanzar su fuego, que besaba el cuerpo del Zombie, carcomiéndolo, descascarándole el pecho como hojarasca vieja. Pero el Hombre Negro dio un salto hacia adelante y con sus enormes brazos rodeó la mandíbula del Dragón, cerrando las compuertas del fuego, que terminó atragantando a la bestia.
De esta manera detuvo el choque del Dragón, que pataleaba y se retorcía, nervioso ante aquella fuerza que le sujetaba las fauces.
El Mago trastabilló en el lomo de la criatura alada, que trataba de zafarse mientras el fuego y el humo se le escurrían de entre los dientes.
La silueta de luz se recuperó y voló a toda velocidad a enfrentarse nuevamente con el Hombre Negro en ayuda del Dragón y el Mago. Sin embargo, cuando estaba a punto de llegar, un brazo negro se alzó repentinamente, y el Zombie lo cazó en pleno vuelo del cuello, estrujándolo, sin darle apenas tiempo a reaccionar.
El Mago, a duras penas manteniéndose en pie sobre el Dragón, estaba consternado. Sintió una asfixiante presión sobre su cuello. Abrió los ojos con una mueca de sorpresa y terror. Sus dos dispositivos más potentes estaban siendo desactivados simultáneamente ante sus ojos por aquel ser infernal, que tenía a su silueta y su Dragón sujetados con monstruosos brazos negros, deformes como tentáculos de un oscuro y abismal craken.
Toda su estructura de seguridad y orgullo se había venido abajo en un segundo. Todos sus años de preparación, toda su vida de entrenamiento, de brindarse por completo a las pruebas más extremas para dominar las artes de la hechicería y la alquimia, olvidando sus amigos, su familia y cualquier clase de placer, y aún más, toda una vida de atreverse a correr los límites de lo humano e incursionar en magias negras con origen en culturas primigenias, exteriores a todo pensamiento humano y racional, habían quedado reducidas a cenizas. Su deseo de convertirse el ser más capaz y poderoso del mundo quedaba hecho trizas. Aquella Criatura Negra había superado todas sus predicciones, humillándolo en frente de todos, convirtiendo sus potentes artilugios en juguetes para niños.
El Dragón logró retirarse cuando el Hombre Negro tomó al ser de luz, y, enfurecido, voló hacia atrás sacudiéndose, lejos del alcance de esos brazos, que tenían la capacidad de sujetarlo con fuerza titánica.
Mientras tanto, el ser luminoso se retorcía, sujetado por el cuello. Pataleaba con desesperación, pero los viscosos dedos apretaban cada vez más. De pronto, se disolvió hacia abajo y tomó una forma líquida, logrando zafarse del agarre y se apartó también del Hombre Negro, con una especie de repulsión aterrorizada. El Mago le señaló con su brazo, como convocándolo, y el fantasma de luz se volvió a fundir con su contraparte de carne y hueso.
La figura del Hombre Negro destacaba, renovada, grotescamente grande, en medio de la pista. Era una forma oscura, con texturas extrañas, con un rostro espantoso coronado por un monstruoso yelmo roto. El Dragón flotaba frente a él, a cierta distancia, mientras el Mago volvía a brillar al reunirse con su doble ensoñado, elevándose ligeramente otra vez.
El resto de los personajes continuaba apartado en los márgenes del Domo, prisioneros de las restricciones del Mago.
Éste se encontraba contrariado, parado en la base del cuello del Dragón, mientras su doble de luz le devolvía su sensación de unidad. Sus sensaciones oscilaban entre la furia, el miedo y la urgencia. Su ser de luz vibraba dentro de su cuerpo, como hablándole de terrores y abominaciones de una naturaleza corrompida.
Finalmente, el Mago dio un destello final y levantó su báculo. Había llegado la hora de la verdad. En este instante se decidiría si estaba a la altura de aquel Torneo, si era digno, si todos sus años de entrenamiento, toda su vida, habían tenido algún sentido. Era vencer o caer en el olvido, o peor aún, en la vergüenza eterna, en el bando de los vencidos.
Comenzó a generar una serie de relámpagos, como un para-rayos en medio de una tormenta eléctrica. La pequeña piedra que se encontraba en la punta del cayado centellaba como el corazón de un volcán. Un punto ínfimo parecía de pronto engendrar un agujero negro que conjuraba galaxias, posibilidades infinitas, al tiempo que parecía tanto absorber la luz como centellar chispazos cegadores.
La imagen del Mago llegó a su punto de espectacularidad máximo. Su cuerpo se elevaba una vez más, envuelto en una silueta luminosa, llena de poder. El Dragón se infundía en esa energía y volvía a aparecer imponente, con su legendaria figura, dominando la pista, poderoso e inmemorial.
Pero del otro lado el Hombre Negro también se mostraba imponente. Su cuerpo negro, crecido y deforme, generaba un asco visceral, y había cobrado un tamaño tan bestial que asemejaba un guerrero de ultratumba, un capitán legendario de las legiones del averno, enviado para sumir a la tierra una vez más en el infierno que estuvo siempre destinada a ser.
Las dos fuerzas enormes y descomunales chocaron; el caos dominó la pista, y toda materia o cuerpo que no estuviese atado al suelo voló de forma aleatoria por la pista, siempre en la periferia de aquella esfera de energía que expulsaba todo hacia fuera, contenida ridículamente en aquel Domo.
El resto de los personajes se sintió insignificante, impotente ante tales poderes. Cientos de guardias volaron por todas partes como hojas en un vendaval; el Ninja utilizó su espada para fijarse en el lugar; el Superhéroe intentaba mantenerse en un punto fijo, pero era repelido por aquellas fuerzas.
El Hombre Negro dio el primer paso hacia el Dragón, con su cuerpo traqueteante y sus miembros grotescamente largos, buscando una vez más atenazar al Dragón y quebrarlo.
Sin embargo, se encontró con lo que parecía ser una barrera de energía cristalina, que al contacto con su cuerpo comenzó a chispear estelas de luz de diversos colores, como un arcoíris siendo masacrado por una cierra eléctrica.
El implacable Zombie fue inicialmente impulsado hacia atrás, pero sin perder la vertical volvió a avanzar sobre el campo de energía y logró abrirse paso entre la barrera de luz que lo oprimía, semejando a alguien que avanza en medio de una tormenta huracanada.
Una vez adentro de la esfera, una serie de colisiones comenzó a brotar entre ambos espectros, como si entes sin corporalidad batallasen en aquel campo de energías sin nombre en una suerte de imagen impresionista de galaxias que se entremezclan en cámara lenta.
En medio de este caos de imágenes, el Guerrero Negro continuaba avanzando, abriéndose paso en la tormenta, usando sus brazos y su espada para ir desbastando el campo energético.
El Mago se notaba contrariado ante aquel avance, pero estaba resuelto a no rendirse. Comenzó a conjurar una serie de plegarias en un lenguaje extraño, gutural. Su voz se amplificó terriblemente, al punto de parecer resonar dentro de la cabeza de cada uno de los espectadores y participantes. Era un poder magnífico. Se notaba la autoridad con la que esas palabras conjuraban una sabiduría milenaria. —¡¡Ukt – barra – jhilaed – fjalldor – ghiiza – m’ghoriah – ukt – viseria – zq’ollo – rgarra – tkorko – DIOSIRIS!!
Cuando terminó de conjugar la plegaria, todas las luces del Domo parecieron languidecer. El campo energético se comprimió aún más, como si la nebulosa del agujero negro se tornase densa. Un ruido sordo se expandió como una plaga, aturdiendo todo. La figura del Mago y el Dragón se unieron en una imagen saturada de brillo y contraste, sin distinguirse uno del otro. De un momento al otro, el Dragón abrió su boca. En el mismo instante, con una coordinación perfecta, el Mago alineó su báculo en dirección al Hombre Negro. Humano y bestia enviaron sus energías ante el contrincante que se abría paso ante ellos.
El torrente de fuego del Dragón se reforzó por un haz de energía enviado por el Mago, que asemejaba a un líquido cristalino que crepitaba alrededor de las llamas del Dragón, reaccionando ante ellas como una ramificación química. Ambos ataques se unieron en una emulsión letal que se dirigía a toda velocidad hacia el Hombre Negro, envuelto en la bruma energética en la que lo había envuelto el Mago.
El Hombre Negro tenía el torrente ya casi encima de él. Respondiendo de manera asombrosa, sus brazos conjuraron el poder de los anillos, y se tonificaron repentinamente, dotando a sus músculos de una forma vigorosa, con la forma perfecta de los fisicoculturistas. Líneas rojas y azules respectivamente fulguraron sobre la circunferencia de cada uno de sus músculos, como un dibujante que resalta las líneas con un marcador especialmente fino y brillante. Con esos potentes brazos levantó su espadón hacia el torrente, presentando batalla.
Una milésima de segundo antes de verse envuelto en aquel ataque de fuego y cristal, una serie de tentáculos envolvieron su espada como una llama negra en velocidad acelerada.
Antes de poder ver más que tipo de magia recorrió el filo de su tenebrosa arma, la llama reforzada del Mago inundó al Espectro, quedando oculto entre el haz de luz.
La llama reaccionó ante la espada con violencia, con una explosión propia de materiales que no se soportan, como un torrente de aceite hirviendo y otro igual de agua helada. La llama se partió al medio generando un inmenso vapor que se arremolinaba en torno al Zombie.
Sin embargo, visto desde atrás, podía percibirse como la defensa de la espada lograba detener el ataque combinado de la llama y el haz cristalino, manteniendo protegido detrás al Hombre Negro. La gran figura parecía pequeña en medio de aquel mar de brumas y fuegos, pero se mantenía inflexible ante aquella tempestad, como una imagen renacentista, las llamas y la niebla rodeando al sujeto, que las enfrenta, sin miedo.
Cuando las llamas cesaron, el Hombre Negro aún estaba allí. Su espada negra humeaba, con una textura chamuscada con cierto movimiento que hasta parecía tener vida propia. A su alrededor, todo el campo de batalla estaba espectacularmente desbastado, dejando solo un pequeño montículo donde el Zombie se mantenía aun de pie, inmune.
Del otro lado, el Mago observaba la escena con la incredulidad más grande. En realidad no era la sorpresa lo que lo inundaba. En alguna parte dentro de su ser, había rogado a los dioses que este ataque funcionara. Si había llegado al punto de estar tan desesperado como para rogar, era porque en alguna parte de su ser creía que aquel ataque no sería suficiente.
En medio de aquel extraño silencio, se escuchó un grito.
Era un grito rasposo, rabioso, al borde de la histeria.
Era el Mago. Su impotencia se le escapaba del cuerpo. Había perdido el control. Se arañó la cabeza con locura, mientras volvía a gritar, mirando al Espectro Negro, volviendo los ojos como un loco a diversos puntos del Domo, como buscando una vía de improvisación, algún imprevisto que le permitiese resolver aquel monstruoso enigma.
El Hombre Negro parecía no inmutarse. Y aquello no hacía más que enloquecer al Mago, que esperaba al menos una reacción de triunfo, una burla, una provocación, algo. El Zombie se movió de su lugar y retomó la marcha hacia el Dragón.
Ante el avance inexorable del adversario, el Mago, en su desesperación, jugo su carta más potente, pero de una manera audaz.
Su mente buscó por un instante de locura y adrenalina una solución que evitase emplear aquella táctica, pero había perdido la calma, estaba ya al borde del colapso, y sus pensamientos se atascaban antes de clarificarse.
El Hombre Negro dio un nuevo paso en su dirección, y toda duda quedó atrás. Iba a hacerlo: intentaría meterse en la mente del Hombre Negro y desgarrarlo por dentro, destrozarle los sentidos y la mente. Si es que acaso tenía una.
Cerró los ojos con violencia en un gesto de concentración, y tomó la punta de su báculo entre las dos manos, mientras susurraba rezos inteligibles con desesperación.
La piedra en la punta del báculo se iluminó, y el Mago abrió sus ojos.
La imagen de su rostro iluminado avanzó como un fantasma hacia el cuerpo del Zombie, desdoblándose nuevamente, pero esta vez la figura era su propio rostro trasparentado, de un tamaño creciente, avanzando a toda velocidad.
Esperaba intervenir en la mente de aquel ser, volverlo loco, hasta el punto de saturar sus sentidos con tanto ruido y luz que su mente desbordase de estímulos y se derritiese en medio del caos.
Su rostro fantasmal atravesó la pista con una rapidez brutal, siempre creciendo, como una ola, hasta que llegó al cuerpo del Hombre Negro y al hacer contacto con su piel, inmediatamente su inmenso rostro se esfumó.
Una vez que penetró en el cuerpo del Hombre Negro, fue como desaparecer del mundo de golpe. Oyó un sonido como de succión acelerado, y luego se vio encerrado en un recinto, una habitación sin puertas ni ventanas.
La sensación fue inmensamente irreal, pasar de mil kilómetros por hora a una quietud fantasmal, a una sensación de tiempo detenido, de un espacio ubicado fuera de toda realidad o existencia, imposible de localizar.
El Mago conjuró toda la racionalidad que podía aquella cabeza agotada, y dio una vuelta sobre su propio eje, lentamente, tratando de orientarse. No se escuchaba un solo sonido.
Estaba desconcertado. Nunca antes había visto algo así al penetrar en la mente de un ser.
La habitación estaba sucia, se veía vieja y oscura, de un gris azulado tétrico, desprovisto absolutamente de calidez.
Ante el desconcierto, intentó aun con más fuerza buscar que la percepción de su mente lograse desentrañar aquel enigma en el que se encontraba. Intentaba no moverse demasiado, con cierto temor de que toda la imagen cambiase al percibir el más mínimo movimiento.
Exactamente en el instante en que esas palabras se reprodujeron en su mente, las paredes cambiaron repentinamente, y se llenaron de estanterías de libros.
El Mago se sobresaltó con cierto terror. La imagen no era atemorizante, pero la sensación de estar en un lugar prohibido, acaso un laberinto cruento y macabro, lo ponía en el borde más sensible de la susceptibilidad.
Comenzó a ahorcarlo la idea de que no saldría vivo de aquel recinto.
No sabía qué hacer. Su mente trabajaba inquietamente en medio de la creciente desesperación, intentaba conjuros y hechizos, intentaba descifrar acertijos o trampas, pero nada salía de aquel recinto. Ni nada entraba. El silencio era espectral.
De pronto sintió que, imperceptiblemente, la habitación comenzaba a achicarse. Rogó en su fuero interno que fuese solo una impresión guiada por el terror. Ya no sabía, no podía confiar en su propia mente. Se estaba volviendo loco.
Algunos libros comenzaron a temblar y caerse. Las estanterías crujían y se quebraban.
No era una impresión. La habitación se achicaba.
Los libros comenzaron a caerse en cantidad, atestando el piso, cubriendo al Mago hasta los tobillos.
Una serie de tentáculos comenzaron a brotar desde el suelo negro, enredándose lentamente en sus piernas como una madreselva que trepa, abriéndose paso entre los libros.
El Mago intentó gritar, pero solo logró abrir la boca con una mueca delirante.
Con espanto, se libró de esos agarres y comenzó a levitar. Al instante, sintió el impacto del techo, que se cernía sobre él, impidiéndole apartarse más de los libros y los tentáculos, que reptaban y se retorcían, como esperando su comida. Guiado por la intuición, se acercó al panel izquierdo de los libros y tomó uno que le llamó la atención por su lomo lleno de detalles en dorado. No tenía nombre.
Lo abrió al azar.
La imagen cambió instantáneamente. En una milésima de segundo de confusión, fue absorbido por esas páginas, transportado a un nuevo mundo.
Distintas secuencias comenzaron a circular con violencia, con una nitidez incierta, maliciosa. Los márgenes estaban borrosos, turbios. Las texturas de las imágenes en el centro se mostraban vividas y exuberantes, como presa de un estado alucinógeno. El fondo se alejaba y las figuras se le venían encima, como un burdo efecto de tres dimensiones.
Vio bosques negros, abedules nórdicos, crujientes, fríos, llenos de susurros. Una figura humana caminando agonizante entre ese bosque oscuro y tétrico. Las ramas de los árboles se le venían al rosto, rasguñándolo. Trastabillaba y extendía las manos, febril. Estaba desnudo.
Luego la escena cambió a una ciudad colonial en llamas. Las lenguas de fuego le rodeaban. La vista desde la zona alta de la ciudad mostraba ese pequeño infierno surgiendo en ese poblado costero, las iglesias ardiendo, los techos de las casas, la gente corriendo por doquier y una risa sádica perdida entre los gritos.
Luego el suelo se descascaró, como socavado por llamas y magma, y comenzó a tener la sensación de estar cayendo por un agujero de la tierra que se abre sin compasión sin otro destino que el infierno que subyace en lo profundo.
Se encontró en un paraje yermo y oscuro, lleno de bruma espectral. El terreno era rocoso, como de un pedrusco volcánico violáceo lleno de vértices y filos puntiagudos. Una grieta se abría por el suelo. Unos peñascos la rodeaban, generando una especie de cañón o pasillo ladeado por grandes acantilados de roca negra. No había otro camino más que atravesar aquel pasaje lúgubre.
Alrededor se escuchaban gritos y lamentos. La mente del Mago estaba inmersa ya en una locura demencial, poblada de un dolor fuera de toda descripción. Su mente de desgarraba a sí misma en medio de aquella agonía de los sentidos.
Mientras atravesaba el paraje sentía pedradas que le golpeaban la cabeza y los hombros. Tétricas figuras en los vértices de aquellos acantilados aparecían rastreramente y le arrojaban cosas, mientras se burlaban de él con diabólicas carcajadas llenas de sorna.
De pronto, las fauces de un colosal perro negro aparecieron ante su rostro. El ruido de los ladridos salvajes estallando frente a su rostro le profanaron los sentidos. El susto que sintió por la sorpresa de aquella imagen es imposible de describir con palabras. Sintió que su espíritu entero se encogía mientras esperaba la muerte inminente bajo aquellos dientes que salpicaban espuma y saliva, ansiosos de destrucción.
Sin embargo el perro mordisqueaba y ladraba y gruñía con desesperación pero no lograba acercarse. Con un atisbo de su mirada el Mago logró vislumbrar una enorme cadena que rodeaba el cuello del inmenso perro, impidiéndolo avanzar, justo un pequeño centímetro, solo eso era la distancia que separaba aquellos dientes del cuerpo del Mago.
Del otro lado del pasillo, otro colosal perro, igualmente negro y encadenado, parado en una posición casi noble, apuntó su hocico al negro cielo y entonó un aullido largo y misterioso.
Como convocada por el lamento del can, la escena se disolvió, y una serie de secuencias desfilaron rápidamente, sin posibilidad de transitar en ellas: paseos por una ciudad de medio oriente, con la arena y el polvo metiéndose entre sus ropas y sus ojos; inmensas bibliotecas en bóvedas marmoladas con un precioso cielo surcado de nubes pintado en su interior; un despacho antiguo con un bello escritorio de madera lleno de notas desperdigadas de manera caótica, iluminadas por la luz natural que entraba a través de una gran ventana de estilo colonial que dejaba entrever una vista a un lago y árboles en un valle soleado.
De repente, una visión horrible irrumpió en la serie de recuerdos a los que había ingresado.
Un craken gigante se apareció ante él. Era una imagen absurdamente monumental y terrorífica de dos gigantes ojos turbios, apenas distinguibles en la negrura de una sombra abismal que era la mismísima corporeidad del demonio que tenía ante sí, y que lo miraba fijamente. El Mago se sentía desnudo, minúsculo. Los tentáculos comenzaron a aparecer desde los márgenes de la imagen como cuerdas endemoniadas que se retuercen movidas por una animosidad morbosa, y empezaron a rodearle el cuerpo, las extremidades, el cuello, ahorcándolo. Luego otra serie de tentáculos aparecieron por sobre los anteriores y se le metieron en los ojos y comenzaron a destrozarle el interior del cráneo. El terror lo inundó. Apareció en una llanura infinita, negra, con un resplandor grisáceo, un vértigo fatal hizo temblar la imagen y terminó de destrozarle la percepción. Sabía que había perdido. Todo el espacio se comprimió ante él, a la vez que todo el espacio se derramó hacia todos los costados, como una pecera que se rompe. Una serie de ruidos espectrales, distorsionados, con mezclas de delay, lo atormentaban al tiempo que su ser ensoñado era atrapado y despedazado por el craken.
Los objetos y ruidos aumentaron en velocidad e intensidad, hasta que de pronto cesaron en negro.
Cuando volvió en sí, se hallaba parado sobre el lomo del Dragón. Estaba completamente bañado en sudor, desconcertado. O más acertado sería decir que no estaba. No tenía conciencia como para estar.
No podía retomar el hilo de sus pensamientos, pero se sentía temblar. La mano que sostenía el báculo comenzó a sentir una gran presión. Su cuerpo se aflojaba. Sentía un dolor de cabeza insoportable. Una serie de recuerdos circularon con velocidad en su mente. Inmensas montañas doradas. Un niño de piel trigueña atravesando una oscura cueva. Un joven parado en pico más alto con un águila enorme posada en su hombro.
Pero de pronto esos recuerdos comenzaron a destrozarse dentro de su mente. El valle se incendió por completo, al tiempo que las montañas se tornaban de un color negro violáceo y comenzaban a derretirse y a chillar demencialmente. El niño en la cueva se puso verde y viscoso y gritó con rabia, como endemoniado, y comenzó a arrancarse la piel al tiempo que la cueva temblaba y se desplomaba sobre el chico, sumiéndolo en un ataúd frío y sin apenas espacio para moverse. El joven en las colinas sintió como el águila se convertía en un espectro negro, sus dos ojos se volvían rojos y fulguraban una luz cegadora, sus garras crecían de manera espiralada clavándose en su hombro, y le arrancaba los ojos a picotazos, y cuando intentó protegerse con sus manos sintió como sus dedos se convertían en cintas negras que se pudrían y se disolvían como arena, al tiempo que tentáculos negros brotaban del suelo, arrastrándolo, tragándolo en la tierra, que se convertía en un enorme craken que lo engullía.
Sin saber cómo, se vio de vuelta en el Domo. Sus ojos ardían, como si estuviese a punto de llorar acido. Una sensación febril tan espantosa lo inundó y se sintió agonizar.
Estaba espantado, sin fuerzas. Sus ojos buscaban nerviosos una salida, pero no la había; solo había oscuridad, niebla, humo y gritos. La desesperanza lo había devorado por completo.
De repente, el báculo comenzó a temblar, a moverse con entidad propia. Intentó retenerlo, pero ya no le quedaban más fuerzas. La vara comenzó a rajarse; una grieta desde la parte media comenzó a trepar hacia arriba, hacia la punta del báculo, donde se encontraba engarzada la piedra, dibujando una caótica línea que iba chispeando luces a media que el trazo avanzaba entre las hebras de la madera.
Se escuchó un chasquido. Un impulso repentino hizo despegar al bastón de la mano del Mago. Comenzó a volar en dirección al Hombre Negro, como presa de un imán potentísimo.
Todo había terminado. Su boca se abrió en un grito seco al tiempo que su mano bailaba en falso en el aire, intentando en vano hacer retroceder el tiempo y que su poderoso báculo volase inversamente hacia él.
Mientras su cayado se alejaba, sintió como el Dragón comenzaba a inquietarse bajo sus pies. El terror lo inundó al tiempo que un sudor frío le cubría el cuerpo entero.
El báculo llegó hasta las manos del Zombie. Luego el Hombre Negro miró directamente a los ojos del Mago. Su mirada era horrible. Unos ojos dispares, grotescos y opacos, como contaminados, traspasaban la mirada del Mago adentrándose en su cerebro, atormentándolo. Comenzó a acercar la punta del báculo a su boca, sin dejar de mirar al Mago. De pronto, dio un repentino zarpazo y engulló la vara de un solo bocado.
En ese mismo instante, el Dragón dio un grito abrumador.
No era un alarido de dolor, sino más bien un grito de guerra. La coincidencia de tiempos había sido exacta. El Dragón bramaba al tiempo que el Guerrero Negro masticaba aquel cayado que era el centro del poder del Mago.
El Hombre Negro pareció quedar expectante unos instantes, pero inmediatamente comenzó a convulsionarse, contorsionándose hacia abajo. La atención se había volcado completamente en aquel punto, en donde el Zombie Negro se retorcía, en medio de la pista, en su montículo desolado. Todo lo demás no importaba, había quedado en los márgenes.
De pronto sufrió una nueva transformación. Su cuerpo pareció abrir todos sus poros y vomitar una suerte de humo de color glaciar con una gran potencia.
Todo ese humo celeste rodeó al Hombre Negro hasta cubrirlo, ocultándolo de la vista, rodeado por un torbellino opaco, que lentamente se disipaba.
Entre la bruma, iba apareciendo una silueta monstruosa, dejando ver al Zombie en un estado casi gigantesco.
Frente a él, el Dragón seguía rugiendo de furia. De un instante a otro comenzó a volar, rabioso, dando un rodeo. Sobre él, el Mago sintió como una fuerza invisible que lo halaba hacia arriba, quedando ya separado de su Dragón, que volaba hacia un costado.
Lo que quedaba de la mente del Mago estaba en un estado de perplejidad total. Había perdido el control de su propio cuerpo. Comenzó a levitar, pero no por voluntad propia.
Estaba suspendido en el aire, con las piernas y los brazos extendidos, como una estrella. Una presión cada vez mayor lo jalaba de las extremidades, generándole una horrible tirantez en las articulaciones. Por más que intentaba, no podía zafarse de aquella fuerza que lo mantenía inmóvil.
Estaba crucificado en el aire.
El Dragón, que continuaba rugiendo, vislumbró al Mago en su absurda posición, estacado en medio de la pista, flotando, y comenzó a volar en un amplio círculo, dando un rodeo.
En la parte media, el Hombre Negro señalaba al Mago en el aire, como dictando su sentencia ante un tribunal de cadáveres.
El Mago sentía una tortura en su cabeza, que parecía a punto de estallar, presa de un chirrido insoportable. La febrilidad de su cuerpo era tal que comenzó a rogar el final. Solo quería morir. Ya no resistía. Sabía que el final estaba ya cerca pero no aguantaba un segundo más aquella espantosa sensación.
De un momento a otro, el Zombie bajó su mano, y el Mago comenzó a caer. Sus pies buscaban en el aire algo sobre lo que posarse, pedaleando en falso, sin poder hacer nada. Caía hacia el vacío. Desde aquella distancia, al llegar el suelo encontraría su final.
En ese instante, el Dragón aceleró su marcha. Comenzó a volar hacia el Mago, aumentando cada vez más la velocidad, mientras el Mago caía, a punto de estrellarse.
El Mago miraba al Dragón, y luego al piso. Ya no faltaba mucho antes de convertirse en una pasta informe al chocar contra la base del Domo, pero el Dragón estaba cerca.
El tiempo se dilató extrañamente; de pronto el Mago se topó con el rostro del Dragón enfrente. Sus ojos se encontraron. El Mago estaba a punto de chocarse contra el piso, cuando una ráfaga de fuego lo envolvió. El Dragón lo había cubierto con su aliento mortal mientras se acercaba.
Un grito seco de sorpresa se oyó murmurar.
El cuerpo calcinado del Mago giraba en espiral, un poco hacia arriba, producto de la dinámica elíptica de la llamarada. De su silueta solo se veía una pequeña figura negra, disolviéndose en medio de aquella flama resplandeciente.
Una serie de espíritus negros se escaparon de su cuerpo mientras se calcinaba. Unos chillidos macabros se dejaban oír mientras las sombras se arremolinaban entre las llamas. La ira del Dragón iba en aumento al tiempo que su fuego seguía manteniendo en vilo al cuerpo desgarrado del Mago mientras se acercaba con su vuelo.
Cuando el Dragón finalmente llegó hasta el Mago, abrió ampliamente sus fauces y lo devoró de un bocado limpio. Lo que quedaba del Mago desapareció dentro de la boca de la criatura con la cual había vivido y combatido todas las instancias de aquel macabro Torneo.

El desconcierto crecía aún más entre los participantes. De los espectadores, era imposible saber si quedaba alguno.
El Dragón se había comido a su propio amo.
Si el combate se podía tornar aún más bizarro, era imposible predecir cómo.
La majestuosa criatura se encontraba ahora fuera de control. Sin una entidad que la domine y dirija, era portadora de una furia tan salvaje que era difícil de calmar. Su cuerpo era tan grande, su velocidad tan intensa, y su potencia tan abrumadora que colmaba aquel Domo con sus movimientos furiosos, y la arena de combate quedaba chica.
El Domo de pronto se había convertido en un mar de fuego, desbocado y tempestuoso, fluyendo hacia todas direcciones. Prendía en los cadáveres, en los escombros, en las paredes de vidrio.
Los guardias que aún estaban vivos, corrían en todas direcciones buscando una salida, o al menos buscando escapar de las llamas.
Todos se chocaban entre sí, atontados, como una manada de cabras desbocadas por el terror.
El Gigante Negro se divertía pateando a quienes se le acercaban, o haciendo girar su espada, cortando cabezas como si fuese un juego, regodeándose en el caos.
La Bestia, el Superhéroe y el T-Magnus se liberaron de los encantamientos ante la ausencia del Mago, pero se vieron atontados ante aquel despliegue de furia. Se cubrían con sus brazos el rostro para tratar de entender el escenario entre las llamas y los movimientos bruscos, escondiéndose detrás de escombros hasta darle un sentido a lo que sus ojos veían.
El Dragón estaba completamente desbocado. Hasta el momento, siempre se había comportado de manera controlada, siguiendo las indicaciones del Mago, sobrevolando, dando ataques puntuales, como un caballo entrenado. Pero ahora simplemente era incontenible. Se chocaba con las paredes del Domo, quemando todo a su paso. Estaba ansioso por volver a surcar el cielo, e intentaba salir, embistiendo desesperadamente el Domo, bañando de fuego las paredes vidriadas, pero sin lograr siquiera una grieta.
La ira de esa criatura enorme superó todas las desgracias que había visto hasta ese momento la desdichada arena de combate. La gran estructura oval apenas podía contener a la esplendorosa criatura alada cuando su vuelo en su máxima extensión circulaba.
El fuego estaba por todos lados. Los ruidos de sus gritos y de los choques contra la estructura eran ensordecedores.
El Ninja, entre tanto, aprovechando el caos, comenzó a escapar por un costado, intentando escabullirse y poder salir por donde había entrado, utilizando el sigilo de modo magistral para pasar indetectado ante todos.
Los guardias momentáneamente le habían dejado de prestar atención. Corrían incinerados hacia todos lados, como gallinas sin cabeza.
Intentó vislumbrar hacia donde estaba la abertura, escondido detrás de unos escombros. Con cierta incomodidad, se dio cuenta de que la enorme figura del Hombre Negro estaba cerca de la abertura, interponiéndose en el camino de su huida.
A su derecha, a pocos metros, la deslumbrante Princesa Elfa también acechaba, escondida, con los ojos fijos en la Bestia Negra. Se ató su cabellera rubia hacia atrás, como preparándose para arremeter, dejando al descubierto sus hombros y su pecho. Su armadura era escueta, pero le permitía una enorme movilidad.
En un momento, giró en dirección al Ninja, y sus miradas se cruzaron un breve instante. Ambos guerreros impecables, estaban escondidos, al acecho, aunque con diferentes objetivos. Por un segundo se estudiaron, pero decidieron no estorbarse. La Elfa volvió su atención hacia el Hombre Negro. Tenía una expresión implacable, llena de una resuelta furia. Sujetó su espada de llamas azules, y se puso en marcha, desapareciendo de su vista.
Las llamas del Dragón fluían en todas direcciones, como una tormenta. El Ninja no podía quedarse quieto: era imperioso moverse.
Cuando se ponía en marcha hacía la izquierda para rodear al Hombre Negro, una saeta pasó a toda velocidad por sobre su cabeza, generando un silbido. Era el Superhéroe, que se ponía finalmente en acción.
El Hombre Desintegrado mostraba energías renovadas. Luego de la parálisis que le produjo el Mago, se levantó con cautela, pero a la vez con cierta urgencia, sobrevolando la pista, esquivando con prolijidad los movimientos del Dragón.
La apertura lateral le generaba una sensación que no terminaba de descifrar. Era como un llamado de la intuición que lo aclamaba constantemente. La posibilidad de salir era latente. Con su vuelo de torpedo, movilizando las células de su cuerpo en pequeñas revoluciones energéticas, llegó en una milésima hasta la puerta que unía aquellos mundos, frenándose en seco en el aire ente un obstáculo. El Hombre Negro se interponía ante él.
La imagen semejaba un colibrí revoloteando frente a un oso. El menudo cuerpo del Superhéroe, fulgurando con sus runas misteriosas que le cubrían el cuerpo, enfrentado a aquella masa deforme y negra de tamaño brutal, que la miraba con expresión hosca y torpe, como un niño que quiere destruir algo por puro capricho.
El Hombre Desintegrado se movió con presteza hasta correrse del alcance del Guerrero Negro. Se sentía urgido. Estaba agitado, ladeando a los ojos con nerviosismo. Sentía que su momento se acercaba. Estaba debilitado, pero una extraña energía aun ardía dentro de su cuerpo, dispuesta a no rendirse, no ahora. Esa energía le decía que, si había que cumplir, el momento era éste. Si había sobrevivido, si había resistido hasta este momento, era por algo.
Miraba a su alrededor, como suspendido en una paréntesis del tiempo, el caos que había sobrecogido al Domo y a los alrededores. Los gritos, las llamas, las muertes a manos de criaturas que se atacan entre sí sin ningún motivo.
No podía creer en lo que se había convertido el mundo. El mundo era esto. Era un show absurdo. Era gente dócil consumiendo basura. Regodeándose en el dolor ajeno. Ausente hasta de su propio dolor, inconsciente de su propia historia, de su propia vida, diluyéndose en proyecciones ajenas. El mundo era este show. Este caos cíclico. El entretenimiento burdo como herramienta política. El absurdo vacío que se había creado en el centro de cada una de las humanidades que habitaban el sistema era tan dócilmente llenado por mierda que no podía entender como un instinto de supervivencia en cada sujeto no se revelaba. Se sintió asqueado. Sintió que su momento tenía que ver con esta desgracia a la que la humanidad había llegado, en un estado de degradación de la dignidad humana tan aberrante que ya no podía tolerarse. Su voz interior asentía. El camino se había abierto ante él. Ahora lo sabía. La confirmación se había materializado. Si había que arder, ardería, con gusto, si servía de algo; la vida acaso era esto, servir de algo antes de que el fuego de su estrella se extinguiera.
Miraba como el Hombre Negro destrozaba a todo lo que se cruzaba a su paso, y sintió rabia ante aquel ser.
Y sintió más ira aun por los ineptos que habían dejado que una criatura así pusiese pie en medio de una gran ciudad, solo por alimentar el morbo del show. Se dio cuenta que los titiriteros de aquel circo no tenían una noción del ridículo, no tenían un límite prudencial que les hiciese pensar éticamente en sus acciones: solo veían resultados.
¡¿Quién fue el estúpido que permitió esto?! No podía creerlo. No podía creer como todo un sistema de racionalidad, análisis de riesgos y probabilidades no hubiese previsto que este desastre se podía desatar.
No podía ser casualidad. Su regreso al Torneo. Su presencia en aquel recinto. El curso de las cosas. La grieta haciendo crujir al planeta y hundiendo continentes enteros. Criaturas oscuras brotando desde las profundidades. No podía ser azar. Pero tenía que encontrar el correcto orden de aquel rompecabezas. Y pronto.
Su cabeza seguía trabajando al tiempo que el aire se seguía cubriendo de llamas y muerte.
La manipulación de la gente que habían hecho, con una jugada tan negligente, sin medir el valor de las vidas de los ciudadanos, aumentó aún más su furia.
Pero si había que mantener la calma ante la rabia que crepitaba desde adentro, era en este momento. Evaluar. Actuar. Recalcular. No serviría de nada inmolarse y sacrificarse dejándose llevar por la ira y la venganza si su sacrificio no lograba una diferencia en contra de la injusticia.
Ante aquellos pensamientos que comenzaban a alinearse dentro del Superhéroe, también se alineaban sensaciones mucho más complejas que las ideas que uno llega a materializar en palabras dentro de la mente. Una sensación de propósito comenzó a dotarlo de una energía que se encadenaba en el sentido correcto, introduciéndolo en una especie de estado de gracia en donde todo fluía.
En su interior las ideas y las energías se alineaban como una reacción en cadena fabulosa, con una velocidad creciente, exponencial, al tiempo que todo su ser parecía entender cada vez más lo que estaba pasando, lo que estaba sintiendo.
Por primera vez sintió una especie de propósito respecto al poder que tenía, y que podía hacer con él. Nunca se había sentido un héroe hasta este momento.
De pronto esa sensación de unidad total comenzó a dotarlo de una intuición sin precedentes. Sabía lo que tenía que hacer, podía verlo todo, casi como en cámara lenta, como si pudiese adelantarse un par de segundos al futuro, constantemente.
Comenzó a sentir de una manera muy gráfica la presencia de las energías de otros flotando en el aire, desperdigadas, desperdiciadas, escapando de los cuerpos de sus emisores como dióxido de carbono exhalado en la combustión.
Sentía como si la energía de su cuerpo también pudiese conjurar energías de otros. Era una idea que nunca había tenido antes. Como si, dominando los propios átomos de su cuerpo desintegrado, pudiese entrelazar su propia energía con la de otros, trenzándola, convirtiéndola en una única cadena.
Si su poder era la capacidad de dominar las moléculas y átomos de su cuerpo al punto de desintegrarse y usar esa energía del modo que él quería, sintió que acaso podía llevar su voluntad a intervenir las energías de otros, recurrir a las energías de otros como un magneto.
Una sensación de déja vu constante lo invadió por completo. El estado de gracia aumentaba mientras la certeza de saber todo lo que tenía que hacer le dio calma y paz.
La reacción en cadena de las energías entrelazadas aumentaba, exponencialmente, cada vez más. Solo en su mirada extasiada aparecían como animas resplandecientes los retazos de energías emanados de los seres vivientes que cohabitaban aquel recinto. Una lluvia de meteoritos impresionistas suspendidos en cámara lenta volaban hacia él en medio de una imagen sensorial espacial, como pequeñas galaxias desarmándose y desenvolviéndose y floreciendo en espirales y exabruptos de energía vibrante que revolotea en el aire como una bailarina dando saltos y piruetas en una pista vacía.
Las energías convergían hacia el cuerpo del Superhéroe, cada vez con mayor velocidad, envolviéndolo en una suerte de cúmulo esponjoso de reacciones en cadena que lo iban ocultando progresivamente detrás de aquella nube de luz, cada vez más densa.
La velocidad con la que se movían aquellas sustancias inmateriales aumentaba, al tiempo que su intensidad crecía y se hacían levemente visibles para el resto de los seres vivientes.
Guardias y participantes del torneo se sintieron desfallecer un momento, como succionados por una herramienta invisible.
Hasta los materiales sin conciencia, como rocas y escombros, comenzaron a temblar ligeramente y a liberar una sustancia similar a un polen resplandeciente que flotaba como pompas de jabón hacia la esfera de energía mayor.
El Gigante Negro desentonaba absurdamente frente a esa esfera de luz benévola. De su cuerpo ninguna luz se elevó. Nada de su energía fue solicitado ni enlazado. Su imagen negra se entrecortaba frente a la bruma incandescente, plena de contrastes y borrones eléctricos, difusos, saturados de blanco y negro.
El Hombre Desintegrado sentía que el tiempo se agotaba. Su sexto sentido surgido de aquel espontáneo estado de gracia se desvanecía, pero aún tenía la sensación de saber qué hacer. Esa energía debía atacar al Hombre Negro y dejarlo fuera de combate.
Sin embargo, el Espectro estaba parado frente a ella, imponente, sin ser superado por su tamaño, y sin mostrar el menor temor ante sus energías entrelazadas.
El tiempo se agotaba pero sentía que no era suficiente. Necesitaba más.
Una última idea lo abordó, aunque arriesgada. Su intuición se disolvía, y no todo era tan seguro. Dudaba.
Se decidió por activar aquel recurso. Había surgido en el contexto de la máxima intuición, y por lo tanto, de alguna forma, tenía que ser correcto, o justificable al menos.
Con una velocidad y potencia propias de la urgencia, sus energías salieron a la caza de más alimento; disparadas como cohetes geo dirigidos, cientos de animas fulgurantes atravesaron el Domo en busca de recursos. En los subsiguientes cincuenta kilómetros a la redonda, toda persona prendida a la transmisión del Torneo sufrió una descompensación momentánea. Los cuerpos se derrumbaron como plantas debilitadas sobre las mesas, los sillones, las pantallas, se acumularon como seres adormecidos y narcolépticos, los vasos rodaron, las bebidas se volcaron, los platos se aplastaron por los rostros y brazos y torsos que se desinflaban sobre ellos catapultando el contenido de los cuencos sobre el aire y luego el piso, cubierto de papitas, golosinas, piezas de pollo frito, pop corn, salsas a base de palta y queso crema, frutillas con crema o kiwi, naranja y banana, todo sobre el suelo, y las bebidas y los cuerpos rendidos, mientras las pantallas seguían mostrando como la batalla se encontraba en aquel momento crucial de expectación, las llamas del Dragón resoplando histéricas mientras en cada una de las habitaciones las porciones de energía enlazadas eran solicitadas y retrotraídas con urgencia hacia el punto de convergencia que era el Superhéroe y su misión.
Cuando la totalidad de las energías reunidas había vuelto hacia el Hombre Desintegrado, la esfera de poder tenía un aspecto monumental: una gran galaxia viva, latiendo en constantes ebulliciones de colores y reacciones en cadena, a duras penas contenida dentro de un homogéneo cuerpo vital por los esfuerzos cada vez más agobiantes del Hombre Desintegrado, que hacía lo posible por controlar aquel cosmos multiforme de orígenes tan diversos.
El Gigante Negro ahora sí se mostraba inquieto ante aquella potencia luminosa, que refulgía como el centro de la tierra. Comenzó a moverse casi inconscientemente hacia atrás, hacia la abertura.
Cuando el Superhéroe sentía que ya no podría dominar esas energías, se decidió por lanzar finalmente su ataque. Su intuición lo había abandonado, y se encontraba al borde del agotamiento.
Con su último aliento, se desprendió de la totalidad de las energías que había acumulado, como si se desprendiese de su propio cuerpo. De alguna manera, se sentía como si se desintegrara, como si una suerte de vacío corporal lo ahogase por un segundo. Era como desaparecer un pequeño instante, y luego la sensación de tener cuerpo volvía.
Arrojó aquella esfera de poder hacia el Hombre Negro, que se retiraba, cubriéndose con los brazos mientras la energía lo embestía, engulléndolo, haciéndolo desaparecer detrás de aquel cielo blanco.
La energía arrastró todo lo que encontraba a su paso hacia el sentido opuesto en que se encontraba la abertura. El Espectro Negro no llegaba a verse por ningún lado; parecía ser arrastrado por la convergencia de energías que conmovía todo el espacio.
El resto de los personajes y guardias se corría a toda velocidad de aquel camino de destrucción que arrastraba la gran esfera de poder.
Del otro lado de la pista, a cierta altura, la menuda figura del Superhéroe flotaba heroica pero rendida. La abertura estaba libre a pocos metros de él.
Había poco tiempo para salir.
Tenía la rendija ya frente a frente. Podía ver del otro lado, el mundo exterior, a través del humo y el fuego.
Estaba a punto de escapar, cuando algo lo hizo volverse. Por más que la salida estaba tan cerca, una voz persistente desde dentro de sus entrañas le decía que no debía salir aún. Por más que su deseo era salir lo más rápido posible a través de aquella puerta, horriblemente sabía que esa voz era importante, que no se lo perdonaría nunca si escapaba y desoía ese llamado.
Con un esfuerzo tremendo, dio la espalda a la puerta, y se volvió de cara al resto de la arena de combate.
Desde su posición, flotando a altura intermedia, tenía una vista panorámica perfecta de aquel infierno oval televisado.
De pronto se percató de la presencia del Ninja intruso que había generado aquella puerta, como un último destello de su estado de gracia que lo abandonaba.
La voz resonó clara en la mente del Superhéroe. La irrupción de aquel personaje le sugería algo, pero no estaba seguro de saber qué. Pero descubrirlo era vital, trascendental. No podía dejarlo atrás.
Si iba a hacer algo, tenía que ser rápido. Sabía que su ataque, por más que había utilizado toda su potencia, y hasta la energía de miles de otros seres, no sería suficiente para liquidar definitivamente al Espectro Negro. Éste no tardaría mucho en incorporarse, y el resto de los personajes también podían complicar el escape.
No podía permitir que aquel esfuerzo colectivo, aquel sacrificio, fuese en vano. Había solo una oportunidad, y debía hacerla contar.
El Hombre Desintegrado, en medio de la urgencia, luchaba por poner su mente en orden, mientras barría la pista con la mirada. Giró desesperado a ambos lados de la pista. No había tiempo. La abertura no se mantendría libre mucho tiempo más.
Finalmente, en el costado izquierdo de la pista, mirando desde la posición del Superhéroe, vio una nube de polvo que se elevaba, al tiempo que una bizarra persecución tomaba lugar. Una pequeña figura esquivaba los embates de tres grandes colosos, acosados por una horda de guardias que seguían el malón torpemente, indefensos como patitos que marchan en fila tras su madre.
El Ninja continuaba escapando en medio de aquella carrera. Sin embargo, se veía acorralado, esquivando las llamaradas del Dragón, las dentelladas del T-Magnus y embates de la Bestia.
En medio del caos, el Hombre Desintegrado tomó una decisión.
Se encontraba en estado crítico, pero hizo un último esfuerzo. Sus tatuajes fulguraban verde, cambiaban de forma, estaban vivos en su piel. De su traje poco quedaba. Sus ojos claros demostraban la urgencia. Tenía un aspecto épico.
Sin esperar ni un instante más, aun sin tener todas las respuestas o certezas de lo que hacía, se entregó de pleno a la intuición, y comenzó un vuelo a la máxima velocidad en dirección a donde era perseguido el Ninja.
Sintió el viento en su rostro por medio segundo antes de llegar. Desde atrás, lanzó una serie de energías que impactaron en las espaldas de los guardias que rodeaban al Ninja cuando ya no tenía salida. El T-Magnus y la Bestia están acercándose como dos trenes sin frenos. buscando destruir aquella molesta presa. Pero el Superhéroe llegó justo a tiempo para detenerlos.
Con aquellos personajes tan grandes corriendo a tal velocidad, no le fue difícil hacerlos caer: se percató de que la Bestia le llevaba una ligera ventaja al Dinosaurio, por lo que, usando su energía, impulsó una gran roca desprendida de la superficie por el daño que tenía la pista y la arrojó contra el costado derecho de la Criatura Mitológica.
Esta fue impulsada hacia la izquierda, trastabillando, quedando justo en el camino del T-Magnus, que en medio de su demencial carrera no hizo a tiempo a frenar y chocó aparatosamente, enredándose los pies, girando ambos por el suelo.
El Ninja, en pleno escape, presa de la tensión, sintió aquel estruendo y luego una figura a su espalda acechándolo, y estuvo a punto de dar un espadazo, pero se detuvo a tiempo al ver que no era otro sino el Hombre Desintegrado.
Superhéroe y Ninja se miraron, frente a frente, en medio de aquel delirio, y en un segundo, ambos presas de la urgencia, se entendieron: estaban del mismo bando.
Sin embargo, sus captores se repusieron otra vez, bloqueando todas las salidas: los guardias, infinitos, brotando desde todos los rincones; la Bestia y el T-Magnus, furiosos; arriba el Dragón escupiendo fuego, desbocado.
En un ataque de lucidez, el Superhéroe le hizo un gesto con la mano al Ninja: poniendo sus dos manos juntas en la base de su bajo vientre, le indicó que saltase allí para que el pudiera lanzarlo lejos del asedio.
El Ninja, en un arrebato de confianza infundada, o acaso sintiendo que aquella era su última oportunidad de salvarse, saltó con presteza hacia el Hombre Desintegrado, al tiempo que la Bestia se acercaba como una tromba para tomarlo. Apenas sintió el impacto de los pies del Ninja, el Superhéroe lo impulsó como un resorte.
El cuerpo del intruso voló como una saeta de fuego, cruzando la pista de punta a punta. El Hombre Desintegrado lo lanzó con extrema precisión y energía entre los rivales que los acorralaban, siguiendo una trayectoria imposible entre miles de escollos, en línea recta hasta llegar a la abertura de forma espectacular. El Ninja pasó limpiamente a través del orificio en el vidrio como una pelota de básquet en un tiro de tres puntos, y el cuerpo del Ninja desapareció del otro lado del Domo.
Luego de presenciar aquel improbable escape, los guardias que quedaban aún vivos dentro de la arena de combate se encontraron desconcertados, fuera de lugar, como alguien que súbitamente despierta de una pesadilla y se encuentra en un lugar sin saber porque está allí. Presas del pánico, comenzaron a dirigirse hacia la apertura con desesperación, ya fuera por su propósito de perseguir al Ninja o por la sola idea de escapar de aquel infierno.
Del otro costado de la pista, la esfera de energía conjurada por el Hombre Desintegrado comenzaba a desvanecerse, y el Hombre Negro surgía otra vez, abismal, alzándose nuevamente.
Al ver que el Espectro Negro se recuperaba, el Superhéroe también se lanzó hacia la abertura a toda velocidad. En su vuelo demencial, esquivó un zarpazo del T-Magnus y una llamarada de fuego que surcaba la pista caóticamente.
Volaba con desesperación entre la superficie castigada, llena de llamas, huecos, escombros y cadáveres.  Pero la abertura se agrandaba, cada vez más cerca, a punto de dejar aquel caos atrás.
Estaba ya a pocos metros de la puerta, cuando de repente una placa sólida de un material metálico fue puesta sobre la abertura del otro lado del vidrio con ruido estruendoso, cubriendo por completo la salida, aplastando y partiendo en pedazos a los guardias que quedaron a mitad de camino al intentar salir para perseguir al Ninja.
El Hombre Desintegrado se frenó en seco, contrariado.
Había perdido su chance.
Volvía a quedar atrapado en aquel Domo implacable. A sus espaldas, lo esperaban cuatro increíbles bestias. Y él ya se encontraba en el límite de sus fuerzas.
Detrás de él, El Hombre Negro se acercaba dando amplios pasos, también hacia la puerta.
El Superhéroe, que estaba completamente exhausto, sabía que ya no tenía nada que hacer allí, y se elevó en vuelo lejos del alcance de todos.
Sin embargo, el Hombre Negro apenas le prestó atención cuando se elevó. Seguía caminando torpemente con miras a la abertura sellada.
Al llegar a la puerta, ahora cubierta con la placa metálica, se quedó observándola con parsimonia, con un gesto casi animal.
Luego de un instante, se ladeó, acumuló su peso del lado derecho, preparándose para darle un puñetazo. Se impulsó, y lanzó un violento golpe.
Cuando su puño hizo contacto con la superficie, se produjo una explosión eléctrica tan potente que el Espectro Negro salió disparado diez metros hacia atrás, cayendo en medio de una polvareda de humo.
Una serie de ruidos eléctricos y luces brillantes fulguraron cuando hizo contacto con aquella superficie. El resto de la placa metálica continuaba chispeando y emitiendo pequeñas descargas de estática. No se había movido un solo milímetro.
Al incorporarse, el Hombre Negro se mostraba visiblemente molesto. Fuese cual fuere su interés en salir, debería ahora buscar una nueva salida. Lanzó un gruñido de furia, que fue ahogado súbitamente por un fuego azul le atravesó la nuca.
Lorelian, la última Elfa, la que había resistido hasta el final, se mostraba, en una imanen épica, alzada entre los cadáveres de los guardias, sujetando la legendaria espada con ambos brazos, incrustándola desde atrás en la espalda del Hombre Negro, presentando batalla una vez más.
La Princesa no se mostraba acobardada. Había presenciado el final de su casa, el asesinato brutal de los Enanos, la absurda resistencia de las criaturas más bestiales que el mundo podía ofrecer. Pero ella aún estaba en pie. Ella también era extraordinaria. Ella también tenía resistencia. Ella también pelearía hasta el final. No pensaba rendirse.
Retiró su espada y se asentó para enfrentar a su rival, que mostraba un hueco grotesco en el cuello, pero que igualmente se volvió para responder el ataque, lanzando un codazo rápido desde la izquierda, que la Princesa se vio obligada a esquivar de un impresionante salto. Mientras caía, el Espectro Negro lanzó dos golpes de puño, que Lorelian esquivó con un giro, y al caer, impactó con sus dos pies en el rostro de su rival, lanzándolo hacia atrás.
El Espectro trastabilló, pero logró evitar la caída.
Se midieron durante un segundo eterno. El Gigante Negro era un coctel de extrañas fuerzas conviviendo en un cuerpo muerto. La Elfa mostraba una suerte de determinación en el rostro; ya no era locura, ya no era furia, ya no era venganza. Una especie de aura guerrera la investía.
Finalmente lanzó un ataque con su espada de fuego glaciar. Su tamaño y su velocidad la hacían una rival difícil para el Hombre Negro, sobre todo porque éste había crecido demasiado como para utilizar su espada. Se cubría con las manos, las cuales recibían horribles cortes, pero su carne ya tenía una consistencia tan pútrida, tan infernal, que las heridas no parecían amedrentarlo.
Su ataque era brutal, impecable, pero el Hombre Negro se recuperaba siempre.
Había crecido en tamaño. Había absorbido los anillos del Príncipe Elfo y báculo del Mago, pero Lorelian no daba muestras de tenerle miedo o respeto. Seguía atacando como si no supiese hacer otra cosa en el mundo.
La batalla era espectacular, incluso hermosa, como una danza. Irónicamente, tal vez aquello era lo que todo el mundo esperaba ver, pero sucedía cuando ya un huracán de muerte había sumido todo en el apocalipsis.
La Elfa continuaba moviéndose con destreza, y su arma dibujaba estelas de neón turquesa alrededor del inmenso Espectro Negro, que igualmente desplegaba movimientos defensivos de todo tipo, siendo un digno rival.
Sin embargo, la Guerrera golpeaba con tanta potencia, que la defensa del Zombie finalmente flaqueó. La Princesa, en su ataque más violento y salvaje, le enterró la espada por el hombro, con un corte que bajaba desde el cuello hasta el ombligo. Un tajo así en aquel ser debió haber requerido una fuerza bestial: tales eran las cualidades de aquella sensual y milenaria guerrera.
Parecía un ataque definitivo. El torso del espectro quedó dividido en dos, girando cada mitad en sentidos opuestos, burdamente. Pero el cuerpo del Hombre Negro borboteó, como bruma pútrida salida de materiales fundidos en un volcán enfermo, y una llama azul, rabiosa como una imagen de video acelerada 20 veces, brotó salvajemente mientras su cuerpo se unía como una sustancia de barro y maicena.
El mango de la espada ardió envuelto en llamas y la Princesa se vio obligada a soltar el mango de su espada de fuego azul.
Justo en el momento en que Lorelian perdió su arma, la Bestia acorraló a la Elfa por detrás, sin que ésta llegase a percatarse.
La imagen de aquella rubia Princesa, con su esbelta figura y casi nula armadura, rodeada entre dos enormes y grotescas criaturas, con la diferencia de tamaños, era casi absurda.
En una milésima de segundo, con el rabillo del ojo, alcanzó a ver que tenía un contrincante detrás. Pero no pensaba escapar. Ya no.
Mientras el Hombre Negro luchaba por absorber una nueva espada mágica en su castigado cuerpo, la Bestia atacó a Lorelian, que logró darse vuelta justo a tiempo para repeler la embestida.
Se defendía con bravura, en un combate mano a mano, sin armas. Era excepcionalmente fuerte y su armadura era de producción de los Enanos, por lo que pudo rechazar los golpes de la Bestia. Era una pelea espectacular.
La Bestia rugía con una furia cruenta. Lorelian respondía con una ira casi equivalente, gritando y mostrando los dientes, al tiempo que usaba su velocidad y agilidad para evitar los golpes y responder con contrataques.
En cuanto encontró un punto débil, sacó una daga de un compartimento en su pantorrilla y cercenó el cuello de la Bestia, que cayó herida, boqueando, sujetándose con ambas manos el tajo mientras la sangre se le escurría entre los dedos.
La Bestia, al inclinarse, dejó expuesto su nuca. La Princesa saltó como un lince desbocado y comenzó a apuñalarla con frenesí en la base del cuello.
De pronto, sintió un frío en la espalda. El Zombie, que todavía tenía la espada de fuego incrustada en el abdomen, le hizo un tajo en la parte baja espalda, rompiendo su armadura, dejándola herida de muerte en el piso.
Pero Lorelian se volteó, con una voluntad inquebrantable y paró un nuevo ataque del Hombre Negro con su daga cuando el Zombie intentó rematarla.
Había sido un golpe que buscaba partirla, con una potencia abismal, que dejó las manos de Lorelian temblando, desde la muñeca hasta la base del codo.
El Hombre Negro lanzó un nuevo ataque rematador, al cual Lorelian esquivó girando sobre sí misma como un rodillo, posicionándose cerca de los pies del Espectro. En ese instante, con lo último de energía que le quedaba, respondió con un contragolpe que le cortó el tobillo al Espectro Negro, separándolo limpiamente del resto de la pantorrilla, haciéndolo caer como un pesado roble.
El contragolpe había sido efectivo. Su rival caía rendido, con el tobillo colgando un pequeño hilo negro y viscoso. Pero en ese momento, nuevamente desde atrás, una masa corpulenta se arrojó sobre ella. Intentó dar un salto, pero la herida de la espalda la paralizó, y sintió como el cuerpo y sus fuerzas, por primera vez, le fallaban. Una leve resignación la invadió, casi sin que ella pudiese tener conciencia de la misma, al tiempo que la Bestia la apretó contra su pecho, sujetándola fuertemente con sus dos brazos. La sangre, que aún le manaba del cuello, comenzó a bañar a la Princesa, cayendo sobre sus pechos y abdomen.
Esta resoplaba con fiereza, tratando de zafarse, pero la herida Bestia tenía un especial odio por su raza, y sostenía el agarre.
El Gigante Negro, postrado, mientras su pierna se regeneraba, miró aquella escena. Posó sus ojos en aquella guerrera indomable, y la Elfa no esquivó la mirada. No encontró miedo, y eso le enfureció.
Sin esperar más, estiró su brazo, aun a la distancia en la que estaban, y su negra carne cedió, se alargó hasta llegar al cuello de la Princesa. Ésta sintió como la horrible, maligna consistencia se posaba sobre su piel, dándole un escalofrío en todo su cuerpo, e inmediatamente aplicó presión, apretó y apretó hasta que una serie de estallidos y quiebres resonaron en su cerebro, el dolor la inundó y luego todo se apagó.
El cuerpo que se resistía presa del agarre de la Bestia súbitamente dejó de moverse y se rindió, cayendo inerte a un costado, al tiempo que la criatura la soltó.
La Bestia respiró aliviada al poder soltarse de la proximidad con la que estaba sosteniendo aquella armadura milenaria. Por más escueta que fuera, su solo contacto le quemaba la piel y le generaba escozor.

El cuerpo de la Princesa Lorelian, guerrera indomable, yacía en una pose lastimosa, con el cuello estrujado como el mango de una bolsa de papel, con el rostro ennegrecido por la asfixia y la sangre manando de las cuencas de los ojos y los orificios nasales.
Esto ya era una carnicería. Una vil carnicería. No había códigos de combate, no había reglas.
El Superhéroe, que se había tratado de acercar a la Princesa Elfa antes de la ejecución, se sintió asqueado por aquel combate desigual.
Observaba todo desde la parte alta, pero con cuidado, porque el Dragón estaba desatado. Siguió dando vueltas, buscando un punto débil en la estructura. Probó aproximarse al agujero lateral, el que había sido tapado por la placa metálica, pero una fuerte corriente eléctrica emanaba desde aquella superficie, de manera tal que con solo acercarse sentía como una radiación le crispaba el bello y la piel.
Estaba sellada. Pudo ver como el contorno de la abertura lanzaba constantes chispazos eléctricos, y hacía un ruido chirriante, como un transformador roto. Tenía tanto voltaje que no se podía intentar cruzar por ahí. No a menos que se produjese un masivo corte de luz.
En la parte baja no quedaba demasiado. Solo una pila de cadáveres y seres agonizantes sobre una superficie completamente arrasada por la magia y el fuego.
La Bestia y el Hombre Negro se medían en silencio, con el cadáver de la hermosa Princesa entre ambos, desparramado grotescamente como una obra de arte mancillada.
El T-Magnus se arrastraba por la pista, debilitado, como extasiado. Caminó rumbo al Hombre Negro, aunque no directamente con la intención de atacarlo, sino como algo que se cruzó ante él en aquel estado de ebriedad y agonía.
Le brotaba pus de la cara. Sus ojos, rojos, llenos de sangre, bailoteaban dentro de sus orbitas como brújulas desimantadas. Le salía humo del cuerpo y se le caía la carne a pedazos. Enfrentó al Hombre Negro como un borracho que busca pelea contra otro sin ningún sentido. Cuando iba a intentar morderlo, en su vientre el Unicornio comenzó a patalear.
El Hombre Negro miraba toda la situación con una expresión bizarra, ladeando levemente la cabeza.
El T-Magnus, loco de dolor y torturado por su cuerpo contaminado, comenzó a morderse a sí mismo. La imagen era tan pavorosa que hacía imaginar que un estado de locura universal se había propagado como un virus, y todas las criaturas vivientes se desgarraban a sí mismas presas de un impulso abismal, histriónico y frenético.
El dinosaurio abría la boca y gemía, mientras se arrancaba la carne a girones.
En una de esas dentelladas, enganchó una de las patas traseras del Unicornio, que pataleaba histéricamente en su panza. Al atraparlo, se lo sacó del estómago, desagarrándose las entrañas con la cornamenta del animal, revoleándolo a un costado como un trapo sucio.
Sin embargo, el infernal unicornio, luego de chocar con una pila de escombros, se recuperó, alzándose torpemente como un potrillo recién nacido, de la misma manera que el Hombre Negro se recuperaba ante cada herida, como poseído por una fuerza demoniaca que no puede ser replegada.
El Dinosaurio lucia fatigado, pero ligeramente aliviado, al tiempo que su vientre rajado chorreaba vísceras horriblemente.
El Unicornio se dominó y caminó lentamente hasta pararse delante de su amo.
El Hombre Negro continuaba mirando al Dinosaurio con el rostro ladeado, entre intrigado y divertido. Señaló al Dinosaurio con las manos, como si asiera una mariposa invisible, y comenzó a digitar una música horrible que resonaba en el interior del cráneo del Dinosaurio, torturándolo. El T-Magnus se desparramaba de dolor, lanzaba dentelladas histéricas, y parecía que su cuerpo estallaría en cualquier momento.
Presa de un impulso kamikaze, el T-Magnus arremetió contra el Unicornio y se lo comió de un bocado limpio, sin masticarlo siquiera. Luego emitió un gemido vulgar y horrendo, y cayó rendido, ya sin moverse.
El gran titán, espécimen único de una gran raza de animales recuperada, finalmente sucumbía, convertido en una criatura lastimosa, pútrida y torturada.
Era sádico ver como una criatura magnífica, milenaria, que debería ser preservada y estudiada, era puesta en ridículo de tal forma, calcinada hasta el absurdo en una agonía caníbal.
Pero tal era el estado de las cosas. Este es el Show.

Del otro lado del vidrio protector del Domo, el humo se había despejado levemente. Las gradas se encontraban vacías. El fuego había amainado, dejando a la vista un millar de asientos negros, chamuscados por el fuego, humeando, junto con grandes cantidades de cadáveres atascados y achicharrados. Algunas llamas ardían en distintos puntos, pero no se observaba ningún otro movimiento. Era una imagen de desolación avasalladora.
El Hombre Negro estaba a pie. Solo tres contendientes se mantenían con vida: en el suelo, a cierta distancia, en medio de aquel paramo arrasado por la brujería del Mago, solo quedaba la Bestia, herida por mil cortes, que acechaba con expresión osca; el Hombre Desintegrado, flotando a media altura, mirando al Hombre Negro con cautela; en lo alto, el Dragón continuaba sus llamaradas sin sentido, tratando de quebrar el encierro a toda costa.
De pronto el Dragón fue consciente de la quietud que se había producido en la arena de combate. Inmediatamente interpretó que la Bestia y el humano que flotaba a un costado estaban expectantes, agazapados, mientras que el Gigante Oscuro en el centro de la pista estaba dominando el escenario. Alguna vibra instintiva en aquella criatura le hizo apaciguar momentáneamente su ira descontrolada, y bajó hasta la superficie para enfrentar al Zombie Gigante.
El Hombre Negro miraba impasible como aquella monstruosa figura alada bajaba hacia el con su imponente porte, cubriendo la luz.
Comenzó a abrir y cerrar las manos, como quien prueba un guante nuevo que acaban de regalarle. De un momento al otro, conjuró una serie de energías y las arrojó hacia el Dragón, gracias a los poderes que había absorbido de los anillos, la piedra del Mago y la espada de Lorelian.
Apenas los poderes surcaron el aire del Domo, el Dragón se puso frenético, al sentir la presencia de la piedra del báculo del Mago. Enfurecido, intentó eliminar el origen de aquella energía.
Una ráfaga monumental de fuego, la más grande hasta el momento, arreció sobre el Hombre Negro.
Parecía que tal vez las ascuas del Dragón podrían disolver aquel cuerpo. Por unos segundos no se vio nada más que fuego envolviendo al Zombie.
Era una llamarada monstruosa, capaz de cubrir el cuerpo sobredimensionado del Hombre Negro. Danzaban contra el cuerpo y el suelo del Domo como agua de una catarata que choca contra la roca, erosionando todo a su paso.
El calor aumentó de pronto en la arena de combate, y el resto de los participantes se cubrió el rostro con los brazos, retrocediendo lentamente.
De pronto, en medio de las llamaradas, se escuchó una risa potente, fantasmal, y se vio al Hombre Negro ardiendo dentro de la armadura, riendo.
Se produjo un silencio. Una sensación rara envolvió al recinto. El resto de los personajes trataba de entender. ¿Una risa, en medio de aquel Domo, en aquella arena de destrucción y muerte?
No tenía sentido.
Una figura comenzó a visualizarse entre las llamas, como un fantasma sin contorno, surcando los pliegues de la llama como una sombra de otro mundo. El Espectro caminó sobre el torrente de llamas, directamente hacia las fauces del Dragón.
La criatura seguía lanzando fuego, absorta en su furia, sin percatarse de que la Sombra Negra avanzaba cada vez más a través de la llamarada.
Cuando llegó hasta su boca, dos inmensas tenazas negras sin forma se cerraron sobre las dos mandíbulas del Dragón con una fuerza titánica. La cascada de fuego cesó, atragantándose dentro de la bestia alada.
La carne del Hombre Negro aun ardía, dentro de la armadura. Humeaba horriblemente, como presa de una reacción pútrida, mezcla de caucho y sabia de árbol, emanando un humo azabache, denso y repugnante. Era un caballero infernal, acaso el mismo Hades materializado en el mundo de los vivos, participando de un estúpido show para entretenimiento de los mortales, aunque más bien estaba allí para arruinar el show, para estropear el espectáculo en el momento de mayor algarabía y desmantelar la ilusión, desatando una función de pánico y demencia.
La imagen del colosal cuerpo ardiendo, achicharrado y contorsionado dentro de la deforme armadura, enfrentando al imponente Dragón, era abismal. De alguna manera, se sentía que la luz era absorbida hacia ese agujero negro, que en medio de la pista hacía colapsar toda la realidad, sorbiendo la vida.
Había una presencia que se sentía cada vez más, como un fantasma que lentamente se iba materializando, una sombra, una nube abisal, una niebla oscura con un aura densa, que se sentía en las almas de los personajes del Domo y de los espectadores que aun quedaran como una presencia opresora, un ruido eléctrico, grueso, deforme.
La fuerza con la cual estaba apresando las mandíbulas del Dragón hacían que la criatura chillase ahora de dolor. El Hombre Negro seguía ardiendo dentro de su armadura como una antorcha humana. Súbitamente, recibió desde atrás un potente golpe doble de la Bestia, que le quebró la columna, al tiempo que el Hombre Desintegrado le tiró un haz de energía que le dio de lleno en el casco, atontándolo.
El Hombre Negro se vio obligado a soltar al Dragón. Su cuerpo se regeneró grotescamente, con un traqueteo sordo. Se volteó para ver quién lo había atacado. Posó sus ojos en cada uno de los tres contrincantes que lo rodeaban, desgastados, pero que presentaban batalla ante él.
La sombra negra seguía creciendo en el recito, silenciosa, contextualmente. Su presencia se sentía cada vez más.
El Enorme Zombie incendiado estaba rodeado. Las llamas borboteaban con dificultad en aquella carne mal habida y pantanosa, generando un suave ruido estremecedor.
Los últimos tres contrincantes cercaban al Zombie Incendiado: la Bestia, el Hombre Desintegrado y el Dragón. Los tres rivales, sin ponerse de acuerdo, comenzaron a acercarse lentamente hacia el rival que tenían en el centro.
El resto era destrucción, cadáveres y un silencio aterrador, aplacado cada vez más por aquella sombra fantasmal que se cerraba como la noche definitiva desde los costados.
Hubo un pequeño momento de tensión, de expectación. Pero los tres sabían que eso no podía durar mucho. No había otra manera de escapar de aquel Domo.
No importaría que pasase después. No había después. Era derrotar aquella sombra, o volverse parte de ella, de aquel cuerpo que devoraba todo a su paso, corrompiéndolo.
Cuando los tres contrincantes se lanzaron en el último ataque para abatir al Hombre Negro, una especie de resquebrajamiento absorbió los sonidos y la luz en una milésima de segundo. Los personajes que se acercaban a aquel Espectro deforme, de pronto se sintieron suspendidos, como una película que salta y su rueda se interrumpe y se entrecorta. Los colores palidecieron súbitamente, hasta las mismas llamas destellaron en blanco y negro, saturado, todo en un parpadeo demencial ínfimo, con el Hombre Negro perdido entre las ascuas.
Luego, éste literalmente estalló: los tres rivales salieron volando hacia atrás y el ambiente se comprimió, la luz se consumió, y luego fulguró. Era como una serie de luces cósmicas, irreales, que tenían lugar mientras el centro del Domo explotaba y todo era expulsado hacia los bordes.
La magullada armadura del Hombre Negro voló por el aire en miles de pedazos.
Ya no podía contenerlo.
La pista había dejado de existir. Todo lo que quedaba había desaparecido. El piso estaba socavado como producto de extrañas sustancias y relaciones químicas desencadenando la disolución de los materiales.
Los tres sobrevivientes habían quedado apretados contra los costados del Domo, pegados contra la pared como trozos de madera de deriva aplastados contra e borde de la escollera, arreciados por una incesante ola impiadosa.
Los restos de escombros del Domo y los cadáveres los otros participantes y de los guardias también volaron hacia los costados como hojas secas.
En el centro, donde estaba el Hombre Negro, latía un corazón gigante y oscuro, como si una energía estuviese viva, recién nacida, expectante, exuberante en su encuentro con el mundo, respirando ansiosa y profundamente. Era imposible llamar a aquello cuerpo, y mucho menos hombre.
Todo el Domo estaba bañado por una extraña luz. No podía decirse que fuese clara, más bien era como de una naturaleza muerta. Era una luz muerta.
Afuera, solo negrura, humo, fuego, vacío, caos.
El resto de los personajes languidecía a los costados, aterrorizados. Aquel ser parecía invencible.
En el centro, la infernal figura del Espectro Negro dominaba todo el panorama. Una figura enorme, casi del tamaño del Dinosaurio, fulguraba ligeramente erguido, con la cabeza inclinada hacia abajo. Tenía cierta similitud con las formas humanas, pero con unas proporciones completamente equivocadas. Su imagen resplandeciente contrastaba contra la luz opaca y enrarecida del resto del Domo, al que una especie de succión le absorbía toda la energía vital, el aire mismo parecía caer en espirales hacia el centro.
El Zombie latía en medio de la pista. Ya sin armadura, se apreciaba su complexión escuálida, con miembros horriblemente largos. La textura que recubría aquella carne era como viscosa, como tierra viva.
Sin embargo, lo más desagradable de todo era su rostro. Una cara devastada, arrasada, desprovista de todo rasgo. Dos grotescos agujeros, como hechos a base de puñaladas con un destornillador, daban lugar a sus ojos, dos opacas pupilas deformes en el fondo. Un tajo grotesco, casi de lado a lado, actuaba como boca, abriéndose con una facilidad anormal, con una amplitud desagradable de ver.
De pronto, se ladeó y adoptó una posición de poder. Iba a iniciar un ataque. Giró su cabeza bruscamente hacia la Bestia, que esperaba, agazapada.
Su tamaño intimidaba. Era aterrador. Ya no había forma de pensar en un posible contraataque, o defensa siquiera.
Sus manos crecían, se estiraban, como tentáculos. Su cuerpo se movía con una displicencia anormal, como obra de un brusco titiritero.
Parecía a punto de iniciar el ataque, cuando de pronto se cortó totalmente la luz.
Todas las luces, tanto las del Domo como las de afuera, en las instalaciones del estadio, hasta las inmediaciones que llegaban a verse a través del vidrio, se habían apagado.
La única luz que se mantenía, aunque muy tenue, era la que resplandecía en el cuerpo del Espectro Negro. Una silueta fulgurante le recorría el cuerpo, dando cuenta del enorme tamaño que había desarrollado.
Se produjo un silencio nervioso. La incertidumbre era total.
Ya era imposible entender. Nada tenía sentido.

Finalmente, algo rompió esa quietud tensa. Una risa. Una horrible risa, gruesa, turbia, escalofriante, entrelazándose en el silencio, destrozándolo. El Hombre Negro reía.




Final del segundo dos.



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