¡Bienvenidos a Laberinto de Sangre!

Este blog es el soporte digital a la Saga de Fantasía/Ciencia Ficción “Laberinto de Sangre”. Aquí encontrarán COMPLETO el Tomo 1: “Showtime” (pueden leerlo o descargarlo entrando a 'LIBRO COMPLETO'), así como acceder a material adicional que NO ESTÁ EN EL LIBRO, como ilustraciones, videos, textos, música, colaboraciones y más.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo I. Un segundo



Los Elfos sonreían, orgullosos, a bordo de su potente auto reforzado, con sus inmaculados cabellos al viento. Sus arcos eran infalibles; su puntería, intachable. Aquel deslizarse entre tal magnitud de obstáculos y pruebas y salir airosos era puro regodeo para ellos.
El poderoso motor del Viper 1996 se abría paso en la pista como una saeta enardecida, dejando tras de sí una estela de fuego y un rugido atronador que brotaba del magnífico motor, que trabajaba por primera vez al cien por cien de su capacidad, crepitando como el corazón de un volcán, luchando contra la estructura metálica que lo limitaba.
Desde el auto, el equipo de Elfos y Enanos se despachaba con una serie de ataques casi coreográficos, del que surgían flechas y estocadas estratégicamente colocadas. Las Princesas Élficas lanzaban sus flechas desde la cabina. Desde los alerones iban colgados el Príncipe Sigurthiel y dos de los Enanos, equipados con armaduras ridículamente opulentas, armados con potentes hachas y mazos, dando saltos heroicos y volviendo al auto. Los Enanos trabajaban en equipo, impactando tremendos golpes a través de ajustadas combinaciones, a la vez que hacían defensas espectaculares ante los choques con los otros participantes. En aquel tornado que era el centro de la pista, el auto esquivó una potente llamarada, pasó un embate de la Bestia, a la cual dejó con un corte en la espalda, evadió al Unicornio acorazado y vio pasar como rayos al Vampiro y Superhéroe, envueltos en una carrera demencial por los aires. Arriba, una sombra alada cubría todo el espectro de visión; al frente, el auto se dirigía hacia su presa: un Dinosaurio con una chaqueta de cuero de doscientos metros de altura.
No habían pasado ya veinte milésimas de segundo, y se habían producido una enorme serie de encuentros, demasiado rápidos para discernirlos; los Elfos se disponían a cargarse a su primera víctima.
Una ráfaga de flechas cubrieron el rostro del Dinosaurio, aunque apenas lograron penetrar en su dura piel, pero fueron suficientes para fastidiarlo. El T-Magnus aullaba del dolor mientras lanzaba dentelladas de pura rabia, impotente. El auto se acercaba. Agudizó su atención y alineó su cráneo con la columna, preparando un ataque.
En ese momento, sucedió algo increíble: una frenada en seco de las ruedas de adelante clavó al Viper de punta; la trompa iba dejando una estela en el suelo mientras resbalaba, pero los Enanos lograron estabilizarlo. El Príncipe Sigurthiel, con su legendaria espada bien sujeta con ambas manos, salió disparado desde el alerón por el efecto de la frenada a una velocidad abismal. El Dinosaurio, con sus enormes ojos amarillos bien abiertos, producto de la sorpresa, apenas atinó una reacción, pero ya era tarde: tenía al Príncipe sobre él.
La fuerza del salto era tal, que la espada entró en la punta del hocico y salió por el final de la frente, abriendo su cara por la mitad, liberando un torrente de sangre caliente que bañó por completo al Príncipe; su tersa piel, su armadura azabache opaco y sus pelos negros inmaculados y trenzados quedaron enlodados en una viscosa sustancia carmesí que hasta hace unos segundos había sido liquido vivo recorriendo el laberinto de venas y arterias del inmemorial Tiranosaurus-Magnus.
Sin embargo, Sigurthiel encontró al cráneo del Dinosaurio más fuerte de lo esperado. Había especulado con partirle la cabeza por completo y destrozar su cerebro, pero su espada solo besó la superficie de la carne. Al tocar el hueso, el filo halló una resistencia increíble.
A lo lejos, una llamarada envenenó el aire; una especie de energía blanquecina cruzó la arena de punta a punta, generando un estruendo; el Príncipe Élfico volaba empapado en sangre, del otro lado del Dinosaurio, que boqueaba con la cara partida. El Viper retomó su marcha por entre las piernas del T-Magnus, atrapando del otro lado a Sigurthiel, que caía estilizadamente como una pluma guiada a control remoto hasta entrar por la ventana del techo hacia la cabina del auto.
El Dinosaurio se dio vuelta, con el rostro congestionado, loco de dolor. Pero lo que lo enceguecía no era el sufrimiento, sino la ira. Buscaba el auto. La sangre le chorreaba por la boca, se le metía en las fosas nasales y lo ahogaba; pero sus ojos no dudaban: seguían al auto con una fijación delirante, mientras latían ensangrentados como dos soles a punto de estallar.
Arriba, en la parte alta del Domo, varias sombras surcaban el aire con velocidad. El Vampiro volaba como un torpedo por todo el estadio, sin quedarse quieto. Iba lanzando golpes y disparos a quienes se cruzaban en su camino. Nadie podía alcanzarlo, y él se regodeaba en esa rapidez y destreza. Sus adversarios intentaban atacarlo sin éxito, mientras el Vampiro sonreía al ver los intentos fallidos, y contestaba con provocaciones y ataques arteros a quienes estaban concentrados en otros enfrentamientos. Sus rivales se desgastaban en intentar perseguirlo y conseguir golpearlo, mientras que él podía estar el día entero dando vueltas por el aire. Sus cabellos negros ondeaban al viento, igual que su tapado oscuro, mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa maliciosa. Se estaba divirtiendo.
En la parte baja de la pista, el T-Magnus y la Bestia mitológica estaban quietos en sus lugares, observando la velocísima circulación del resto de los participantes. Sobrepasados por el ingenio de los personajes más vivaces, pasaban instantes de zozobra, tratando de orientarse, y recibiendo golpes por todos los flancos sin conseguir saber quién se los propinaba.
El T-Magnus daba carreras cortas, siempre con la mirada fija en el Viper, que daba vueltas por el contorno del Domo. En cuanto el Viper cambiaba de dirección repentinamente en busca de un nuevo contrincante, el T-Magnus se detenía, y volvía a calcular la embestida. Mientras tanto, la Bestia, en el centro del Domo, era lo más parecido a una torre de piedra, un antiguo bastión que resistía brioso todos los embates de aquella tormenta de mierda. Sus reflejos se habían atontado ante tal despliegue de fuerzas, por lo que se agazapó en el centro y desviaba ataques sin moverse demasiado.
Rechazó con su brazo un choque del Unicornio mortecino, al tiempo que se cubría el rostro de una espada élfica que pasó a toda velocidad impulsada por el Viper, dejándole un horrible corte del codo hasta la muñeca. De la herida brotaba un fuego azul que le generaba un escozor demencial. A su lado estallaban destellos producidos por los ataques del Mago y el Superhéroe, no necesariamente contra él, pero que terminaban por complicar al resto.
Desde atrás recibió un brutal golpe del Vampiro, justo en la base del cuello, que le hizo un sacudir la cabeza, pero que sin embargo no logró moverlo de su posición. A lo lejos, veía increíbles explosiones y ráfagas de fuego que enturbiaban el ambiente, haciéndolo parecer el interior de un volcán o de una supernova a punto de estallar y fundirse con el resto de la galaxia en forma de polvo estelar.
Los ruidos eran ensordecedores, y la atmosfera estaba cargada de una energía que no podía ser contenida por aquel recinto.
El caos reinaba en el interior del Domo. El humo de la combustión del fuego del Dragón, los rayos de energía enviados por el Superhéroe, los poderes del Mago, el Vampiro volando en todas direcciones. Los espectadores no sabían dónde mirar; todo pasaba tan rápido, tan a la vez. El Viper se movía con una velocidad delirante, arrasando todo a su paso. El grupo de Elfos y Enanos entraba y salía del auto con un accionar estratégico, dejando a su paso una estela de destrucción, pero manteniéndose inmunes al resto del caos. Las flechas volaban e impactaban siempre en sus objetivos. Las dagas cortaban, los martillos machacaban, el auto resistía, siempre en movimiento.
El Zombie salió despedido de su caballo al ser golpeado en el pecho por una de las masas de los Enanos, que hundió espantosamente su peto. Su cuerpo quedó tirado a un costado, mientras el corcel daba vueltas en círculos sin su jinete como un trompo fuera de eje.
En un momento, se hizo la noche en medio de la pista. El Dragón, que se había mantenido en la parte alta del Domo, abrió por completo sus alas para tapar la visión y tomar altura; luego inició un descenso en picada a una velocidad sorprendente. Cuando estuvo situado cerca del centro, su cuello comenzó a fulgurar, como un diamante que repentinamente cobra vida y activa toda su luminosidad mineral. Su boca se abrió, dejando salir al mismísimo infierno. Un torbellino de fuego de tamaño colosal envolvió casi por completo el suelo del Domo, centrándose en el pilar central que se encontraba en medio: la Bestia, agazapada, se vio envuelta en magma.
El resto de los competidores buscaba alguna manera de evadir ese campo ardiente que cubría la superficie de la pista como una inundación descontrolada. El Hombre Desintegrado y el Vampiro se escabulleron a lo alto; el Viper reunió a sus pasajeros y comenzó un acenso veloz por la parte curva del coliseo, manteniéndose casi en noventa grados; el T-Magnus daba saltos, desesperado. Del Unicornio nada se pudo ver.
Por un instante, solo se veía un tornado de fuego, ardiendo en espiral, cubierto por el espectro alado. El movimiento cíclico de las llamas alrededor de la torre era hipnótico: las flamas danzaban de forma pareja y parecían circular en cámara lenta en una elipse eterna.
El batir de las alas del magnífico Dragón hacía ondear las llamaradas, que eran ahora un mar que cubría el suelo calcinante, atentando contra toda forma de vida.
De pronto, una sombra emergió del magma. Impulsado por un salto salvaje, la figura impactó en el vientre al Dragón, el cual emitió un estruendo lastimoso mientras se desplomaba sobre la pista, dando tumbos en el aire.
Una mole de piedra surgía en el aire como una bala de cañón. En el centro de la pista se detuvo el tiempo en el momento en que la Bestia, a contraluz, surgía del infierno como un ángel redimido.
Sin embargo, no se podía decir que hubiese salido indemne; a medida que el impulso del salto se desgastaba, se podía apreciar a la Bestia en un estado lamentable: chamuscada, desprovista de pelo, con los brazos completamente negros y el rostro casi en carne viva, sin orejas ni labios. Estaba abatida, pero llena de furia.
Y la furia, en un ser de esa naturaleza, es alimento; va en ascenso, es exponencial. En cuanto llegó al punto más alto de su salto, cambió de posición e inició un descenso en picada. Su rocosa consistencia le deba a la caída casi un status de cometa; la velocidad avanzaba ante la dinámica de aquella caída. El objetivo era un Dragón gigante, aturdido, inmóvil. No iba a fallar.
El resto de los participantes se quedaron atónitos ante aquel cambio en los eventos.
La Bestia cayó con toda la furia de su peso ungida en la base de su cráneo: alineó toda su columna de forma tal de que formase una lanza de concreto con la potencia de una colisión estelar. El Dragón estaba tendido, apenas arrastrándose por el golpe en el pecho que lo había dejado paralizado; su columna estaba expuesta.
En el último instante, sin embargo, la potente caída de la Bestia se vio impedida por algo. Un campo transparente, como una barrera de aire condensado, englobó su cuerpo hecho bala de cañón, disminuyendo su fuerza. Era el Mago, y su condenado báculo, jugando su última carta antes de convertirse en comida para espectros.
No obstante, la fuerza del embate era tan brutal que atravesó el campo energético, tirando al Mago hacia atrás. Con un manotazo de ahogado desesperado, logró asirse a uno de los cuernos que brotaban de la columna del Dragón antes del impacto.
Los cuernos de la Bestia se incrustaron violentamente sobre el lomo del Dragón, mientras que su duro cráneo impactaba de lleno sobre su columna.
Otra vez, el quejido del Dragón, recorrió la pista. Pero esta vez, la nota de dolor fue tan lastimosa que llenó hasta el último resquicio del Domo. En los espectadores y en las transmisiones fue tal el grado de consternación, que el estadio entero se estremeció cuando sus oídos escucharon el aullido.
La columna del Dragón se quebró. Los cuernos exteriores se partieron y salieron despedidos. Uno de los nexos con el ala derecha quedó destrozado, dejando al enorme velamen tendido como una vela sin viento. La boca de la bestia alada estaba abierta en un ángulo enfermizo, mientras el grito ronco brotaba y brotaba sin cesar liberando una catarata de espanto.
El Mago, en un intento desesperado de salvar al Dragón, conjuró un nuevo campo energético, que los envolvió a ambos en una esfera lechosa y opaca que comenzó a flotar hacia arriba, lejos del alcance de las otras criaturas.
La Bestia se proponía dar un nuevo y potente salto con sus piernas en forma de resorte, pero una mano brotó de entre las llamas, sujetándole el tobillo. Luego, un rayo de dolor entró por el talón de aquiles, mientras sentía como una daga se incrustaba, como separaba los tendones. El contacto frío la paralizó; podía sentir el relieve de la hoja dentro de su cuerpo.
Y luego, una bola de dientes los engulló a la Bestia y a la mano que le había infringido la herida desde las llamas; el T-Magnus atacaba a mansalva, en busca del auto, lanzando una serie de dentelladas locas que tragaban fuego y carne por igual.
El resto de los personajes se dispersaba, escapando del fuego y de la ira del Dinosaurio, mientras las fauces del T-Magnus se debatían con la presa que había engullido. La Bestia no era un bocado suave. Muy por el contrario, era una masa de roca compacta y fibrosa. Sus poderosos brazos luchaban contra la potencia descomunal de la boca del Dinosaurio. Los dientes que primero habían masticado con facilidad ahora eran sostenidos por dos fuertes brazos, que poco a poco pasaron de simplemente resistirse a aplicar presión sobre la mandíbula, abriéndola cada vez más.
La Bestia se encontraba llena de saliva y de sangre del Dinosaurio, que tenía el rostro partido al medio. Sin embargo, no se rendía. Cuando la mandíbula del T-Magnus estuvo lo suficientemente abierta como para zafarse, le dio un golpe con la rodilla al Dinosaurio, el cual dejó de aplicar presión y soltó a su presa.
La Bestia se escabulló, rabiosa, con una agilidad sorprendente, y lejos de intentar escapar, se volvió hacia el T-Magnus para enfrentarlo.
Se encontraron frente a frente en medio de un campo de fuego. La diferencia de tamaños no era tanta: el Dinosaurio solo sería unos diez metros más grande. La Bestia, furiosa, era cada vez más indomable. Mientras más la atacaban, más fuerzas conjuraba, y respondía cada vez con más velocidad y potencia.
El instinto los impulsaba a atacar directamente a la mayor amenaza, por lo cual, encontrándose frente a frente, se enceguecieron por atacarse. Comenzaron una demencial carrera el uno contra el otro. El Dinosaurio, cortajeado y sangrante, y la Bestia, quemada, con un pie lacerado y el torso mordisqueado. La furia les brotaba del cuerpo como un aura de guerra.
Se trenzaron en un choque que sacudió la pista. La Bestia se lanzó con sus brazos al frente en forma de tenaza. Sin embargo, el T-Magnus sorprendió lanzándose con ambos pies para adelante, en vez de atacar con su trompa. El resultado fue demoledor. La Bestia logró desviar uno de los pies, que se dirigía a su rostro, bloqueándolo con su rocoso brazo. Con el otro alcanzó a clavarle la punta de su codo en el vientre, abriendo un nuevo torrente de sangre. Sin embargo, el Dinosaurio encajó su otro pie de lleno en el torso de la Bestia, con toda la potencia del impulso y de su peso, descolocándole por completo el interior del cuerpo a la Bestia, que salió despedida con una potencia brutal hacia atrás, hasta estrellarse contra el fondo del Domo, generando un gran estruendo, pero sin hacer la más mínima mella a su superficie.
En uno de los costados de la arena de combate, el Zombie se incorporaba luego de ser sacudido por el Dinosaurio. Tenía el monstruoso yelmo partido al medio, y el peto hundido hacia adentro. La negra armadura estaba completamente incrustada en su cuerpo, pero se movía como si no sintiera dolor. Buscó al Unicornio, se subió con un movimiento tosco y comenzó una lenta marcha entre las llamas, espada en alto, en busca de su próxima víctima.
En lo alto, el Superhéroe se encontraba rechazando un ataque del Viper, que daba saltos por pista a toda velocidad llevándose a todos por delante, cuando el Vampiro lo atacó por detrás. El Hombre Desintegrado no llegó a verlo, pues estaba concentrado en el auto que estaba a punto de arrollarlo, solo sintió un fuerte golpe en los riñones que lo dobló de dolor. Su cuerpo se comprimió, y luego fue forzado a enderezarse; el Vampiro lo había atado con una especie de lazo resistente, dejándole los brazos inmovilizados detrás de la espalda. Estaba debilitado y aturdido, y no pudo zafarse. Comenzó a perder vuelo. El Vampiro lo tomó por la retaguardia y le susurró al oído: “nos volvemos a ver”. Acto seguido, lo empujó al fuego de la superficie dándole una fuerte patada en la espalda.
El Hombre Desintegrado, presa de la sorpresa y el agotamiento, estaba inmóvil. Se sentía caer a toda velocidad hacia las llamas mientras forcejeaba con sus brazos, girando el cuerpo pero sin lograr evitar la caída indefensa hacia el suelo incendiado.
El Vampiro miraba desde arriba con excitación. Su aguda mente analizaba con rapidez los factores en la pista y recalculaba su nuevo ataque. El Hombre Negro le perturbaba. Él conocía las artes oscuras, y sabía que no era un competidor convencional. Le causaba escalofríos la manera en que cruzaba lentamente la pista, como si estuviese inmune a todo, indiferente.
Recordó con horror un oscuro libro que había llegado a él tiempo, pero no, no podía ser. Aquello era demasiado siniestro, aun para él. En lo posible, prefería no enfrentarse a aquel espectro. Dejaría que otro rival se lo cargase.

En el fondo del Domo, las llamas del Dragón continuaban ardiendo, aunque con menor intensidad. No se observaba más movimiento.
De pronto, una burbuja de luz se gestó entre las ascuas, y una estela despegó con velocidad. El Superhéroe emergió de las llamas con el traje chamuscado, dejando a la vista una serie de tatuajes crípticos que recorrían su cuerpo como venas negras que portan un veneno corrosivo.
El Hombre Desintegrado mostraba sin embargo un estado lamentable. La pelea no acababa de comenzar y ya se lo veía pertrechado, cansado y quemado, incluso hasta distraído, casi fuera de sí, como alguien que no entiende donde está ni que hace allí.
Daba vueltas ahora en dirección opuesta a la del Vampiro, buscando recobrar el aliento, alejándose también de la Bestia y el T-Magnus y su amenazadora potencia. Desde un costado, el Viper de los Elfos rugía, con su motor a toda máquina, haciendo danzar las llamas a su paso. Lithil, la más pequeña de las Princesas Élficas, abandonó el auto de un salto y cayó en espiral hacia donde se encontraba El Hombre Desintegrado, buscando liquidarlo.
Con una acrobacia espectacular, Lithil se lanzó como una araña hacia el Superhéroe, que escuchó el ruido del auto a sus espaldas un microsegundo antes del impacto. La esquivó con un ágil movimiento lateral, y le lanzó un haz de energía, que impactó de lleno en la Elfa. Sin embargo, ésta se cubrió con sus brazos, y la armadura rechazó el poder como si de viento se tratase. El Superhéroe, sorprendido, se vio de repente con la Elfa cayéndole a gran velocidad sobre el rostro.
Ésta comenzó a lanzar ataques con sus dagas, hiriendo las manos y brazos del Superhéroe, que se defendía como podía.
Finalmente, el Superhéroe logró sujetarle las muñecas, inmovilizando por un segundo sus ataques. Lithil pudo ver de cerca sus tatuajes. Lo que parecían líneas negras era en realidad un complejo entramado de runas e inscripciones, en un idioma que no logró descifrar, una mezcla de letras árabes y jeroglíficos egipcios. Intentó liberarse, pero encontró una resistencia descomunal en el agarre del Superhéroe, que a pesar de su aspecto disminuido la sujetaba con firmeza. Sus manos emitían un calor particular, una vibración constante, como si la materia de su cuerpo fuese de una complexión distinta a la del suyo. Suspendidos en el aire, permanecieron un micro instante en un extraño equilibrio. Sus ojos se cruzaron en un momento. El Hombre Desintegrado tenía una mirada compleja, abismal, que ella de alguna manera supo leer. Sin saber porque, se estudiaron en un instante sin tiempo despojados de toda beligerancia, como si dos mundos completamente distintos abriesen sus puertas el uno al otro y permitieran conocer historias profundas, cargadas de dramas, amores y desencantos.
Fue entonces cuando la Elfa reaccionó. Su corazón latía con fuerza. No podía perderse en mares de universos desconocidos en medio de aquel caos. No podía perder tiempo ahora en entender porque los ojos de aquel hombre le generaban tanta conmoción, casi hasta el punto de hipnotizarla.  Evadió la sensación de empatía que le generó su mirada. Era una súplica. Era un lamento. Ella lo entendía. Pero ahora no podía lidiar con aquello. Su padre, el Rey Ilirioth, estaba mirando. Mucho dependía del resultado de aquella pelea, y de la performance de cada uno de los Príncipes.
Con un rápido movimiento de piernas le propinó una serie de golpes en el torso al Superhéroe, desestabilizándolo. Con una ágil maniobra, se las ingenió para dar un espectacular rodeo hasta quedar atrás del Hombre Desintegrado.
La energía del Superhéroe se notaba en descenso. Sus reacciones eran lentas, y sus ojos se comprimían y dilataban, como presa de una reacción química.
La Elfa le colocó una de las dagas en el cuello. Comenzó a hacer presión, y la daga ingresó en la carne. Sin embargo, algo en su mano le obligó a detenerse. No supo entender bien por qué. Retiró la daga del cuello; con sus dos pies apoyados en la espalda del Superhéroe, sobre su traje chamuscado y su piel llena de inscripciones negras, se impulsó y saltó hacia atrás, haciendo una pirueta, enviando al Superhéroe lejos de sí y dándose impulso para alejarse. El Viper se acercaba a toda velocidad, y calculó la trayectoria para volver con el equipo.
Estaba por regresar al auto, cuando una sombra enorme se interpuso, moviéndose a una velocidad abismal.
El Tiranosaurus-Magnus cayó desde el cielo como un meteorito, estallando exactamente en el lugar donde el auto aparecía para recoger a la Princesa Lithil.
La Princesa chocó contra la espalda del T-Magnus, y cayó de forma aparatosa hacia un costado.
El auto no llegó a prever la caída del Dinosaurio. Ambas patas del T-Magnus cayeron sobre la trompa del Viper, haciéndolo volar hacia arriba.
Los tres Enanos que estaban en la parte trasera, agarrados por el alerón reforzado, salieron volando por los aires como si un trampolín de gran potencia los hubiera lanzado disparados.
El que estaba en la cabina manejando sintió que toda su realidad desaparecía, siendo reemplazada por una serie de borrosas imágenes sin sentido.
El Viper 1996 subía dando tumbos, con el capó y el motor hechos trizas. Sin embargo, antes de que el auto se alejase del rango del Dinosaurio, éste lo alcanzó con su potente mandíbula, atrapándolo de lleno. Sus dientes lo estrujaron con la facilidad que se aplasta una botella de plástico vacía, dejándolo vuelto una bola comprimida de chatarra.
El Enano que quedaba adentro de la cabina se debatía por su vida, mientras los materiales del auto se comprimían violentamente sobre su ser. Estaba mareado y desorientado por los tumbos que el auto daba en el aire. Ahora ya no giraba, pero se movía, inestable como un terremoto. Sabía que no tenía más que unas pocas milésimas de segundo. Comenzó a reptar angustiosamente hacia la ventana, que se cerraba cada vez más.
Su mano sujetó el borde de la puerta en el momento en que la cabina ya se comprimía sobre su cuerpo. Comenzó a tirar con fuerza para zafar sus piernas, cuando de repente una enorme fila de dientes, gigantes como los brazos de un troll, se cerraron sobre sus extremidades.
Una oleada de dolor lo recorrió, desde las piernas hasta el cerebro, paralizándolo. El auto se seguía comprimiendo y girando dentro de aquella bestial mandíbula. Sintió que los dientes mordían ahora su torso, pero se encontraron con la resistente armadura.
El milenario Enano no estaba listo para rendirse. Representaba a una raza orgullosa. Se equivocaban si creían que eso lo detendría. Con sus enormes brazos comenzó a abrirse paso en medio de aquella infernal maraña de metal, sangre y saliva. Golpeó y golpeó hasta formar un camino entre la negrura, y escapar de las fauces justo antes de que el Dinosaurio terminase de comprimir el majestuoso Viper y convertirlo en una pequeña bola de metal chamuscado, y se dejó caer.
A través de la boca del Dinosaurio se vio una figura oscura escabullirse. El Enano caía. Estaba bañado en sangre y saliva. El pelo de su barba y cabeza estaba empapado en aquel desagradable ungüento. Le faltaba la parte de la pierna derecha de la rodilla para abajo, y la pantorrilla izquierda tenía un espantoso agujero, quedando el tobillo colgando inerte del resto de la pierna en un ángulo extraño. Mientras caía se aseguró de rotar, de tal manera de caer impactando con los hombros.
El T-Magnus sacudía los restos del auto como un perro ensañado con su juguete.
Enanos y Elfos volaban por el aire en todas direcciones, dispersándose.
Unidos eran un equipo formidable, pero ahora que estaban separados y descolocados estaban en una situación de total vulnerabilidad. Aquel infierno no era para improvisados. Comenzaron a dispersarse y escapar como esclavos indefensos ante la ira de su amo.
En la superficie de la pista, el fuego comenzaba a apagarse, pero las huellas del inicio de la batalla habían dejado su mella en el campo; por la potencia de los enfrentamientos había restos de escombros y destrozos por doquier. El frenesí de la batalla y los movimientos abruptos de los personajes volvía esa arena de combate en un escenario de postguerra.
Y en ese campo accidentado, El Zombie Acorazado era el heraldo de muerte. Avanzaba al trote sobre su Unicornio moribundo como un inspector que recorre la fábrica controlando que todo esté en orden… solo que para este ser el orden era el dolor y la destrucción. Tenía el peto hundido de forma grotesca, por el que chorreaba un líquido pútrido. A través de su yelmo partido podía apreciarse una masa negra y viscosa con un extraño movimiento, como una textura densa en constante ebullición. Sería incorrecto llamar a eso rostro.
El Unicornio, que había quedado atrapado en el espiral de fuego, seguía trotando lentamente. A través de su armadura, podían percibirse unas llamas ardiendo enfermizamente alrededor de algo que debería ser carne. Las partes de su cuerpo parecían derretirse y descascararse, y sin embargo el Unicornio maldito avanzaba aun envuelto en ascuas.
La capacidad de reacción y resistencia del Hombre Negro comenzó a generar cierta extrañeza en el resto de los participantes. Avanzaba con su caballo a paso lento, pero nadie parecía cruzarse en su camino. Aparentaba ser inofensivo, con una actitud pasiva, como si tuviese todo el tiempo del mundo para encontrar a su próxima presa.
Localizó al Enano herido que se arrastraba trabajosamente entre los escombros y se dirigió hacia él, apuntándole con su espada como una promesa de muerte.
Mientras tanto, los Elfos y Enanos buscaban hacer pie luego de la explosión del auto. El Príncipe Sigurthiel escapaba del T-Magnus, que ahora buscaba venganza cazando a uno por uno de los tripulantes del Viper, persiguiéndolo con su pesado paso, estremeciendo la pista. Mientras tanto, la Princesa Lorelian iba en pos del Enano herido, mientras dirigía al resto de los Enanos para reagruparlos y armar un bastión de defensa.
Desde lo alto, el Mago desvaneció el campo energético y reapareció en la pista. El fuego de la superficie se había apagado, y aguardaban en una esquina del Domo el próximo embate. El Dragón tenía un ala casi inmóvil y todo el lomo ensangrentado y descascarado.
La pequeña princesa Lithil había caído cerca de la Bestia, y no tuvo más remedio que entablar combate o ser víctima de su ira. Lanzaba ataques rápidos con movimientos de dagas en forma de cruz, y mientras esquivaba cada contrataque de la Bestia le iba infringiendo heridas en el pecho y torso.
Bajando desde la parte más alta del Domo, el Mago se acercó montado en su Dragón y les lanzó un conjuro con su báculo mientras ambos combatían, absortos. Un haz de luz de un color azulado brotó con rapidez de la punta de su bastón. El torrente de energía surcó el aire creciendo en grosor a intensidad.
El ataque del Mago impactó de lleno a la Bestia, que cayó de espaldas, paralizada y boqueando. Sin embargo, para su sorpresa, la pequeña Elfa reaccionó a tiempo, englobando el fulgor turquesa que él le había lanzado; con hábiles movimientos de manos, comenzó a moldearlo mientras su rostro se contraía y se iluminaba, susurrando una serie de palabras inteligibles. El haz de energía comenzó a cambiar de formar y color, creciendo en tamaño, y luego salió disparado hacia el Mago como una flecha efervescente, que con terror observaba como su ataque volvía hacia él.
El Dragón comenzó a moverse inquieto mientras el Mago caía de espaldas y perdía el control de su báculo. Con desesperación, logró asirse al lomo del Dragón, con una mano, y con la otra pudo agarrar el báculo antes de que este cayera fuera de su alcance.
El Dragón comenzó a descontrolarse, lanzando llamaradas a la deriva, hasta que el Mago recobró la vertical, y, apuntando su bastón contra la base del cráneo del desbocado Dragón, hizo brotar unas roncas palabras que resonaron con fuerza en el Domo, después de lo cual el Dragón pareció calmarse. El Mago recuperó el control, haciendo que comenzase un vuelo en espiral en torno a la Princesa Élfica, pero lejos de su alcance.
— ¿Así que tú también sabes de la magia del agua? —le gritó el Mago con su potente voz.
— ¿Cómo es posible? —murmuró ella, también sorprendida. Ambos se mostraban desconcertados, como alguien que descubre que su secreto ha sido vulnerado.
Se miraron fijamente, tratando de entender. ¿Acaso otra de las pruebas de aquel demencial Domo era ponerlos a prueba psicológicamente, mostrándoles cosas imposibles, jugando con sus mentes, con sus secretos y tesoros más preciados?
Sin embargo, no tenían ni el tiempo ni el raciocinio para hacerlo; la adrenalina de la batalla los tenía con la cabeza llena de violencia y de sed de sangre. La arena de batalla era un tornado infernal girando sin piedad.
El ambiente estaba cargado de ruidos, de olores, de tensión. Desde todos los frentes se escuchaban gritos, sonidos de golpes, choques y estallidos, sin poder distinguir que era que, y de dónde venía.
El ataque del Mago había dejado a la Bestia aturdida, pero logró recuperarse pronto. Lithil y el Mago se medían en silencio, lo que permitió a la Bestia aprovechar la oportunidad para atacar. Inmediatamente se lanzó hacia el Dragón para intentar darle el golpe de gracia; no había olvidado el baño de fuego que la había dejado prácticamente en carne viva. El Mago sabía que el Dragón estaba en un estado frágil, por lo que azuzó al Dragón para retirarse, evitando un embate de la Bestia.
La Princesa Lithil continuó moviéndose con velocidad, buscando con su mirada a sus hermanos. La Bestia había sido demasiado implacable para ella sola.
Se paró un momento en un montículo de roca para observar la situación. Era presa de una desesperación total. Se encontraba sola en un infierno sin salida, llena de criaturas brutales, implacables, del que solo se salía eliminando a todos.
Sintió un deseo inmenso de despertar de aquella pesadilla, pero la realidad no desaparecía.
El sonido comenzó a comprimirse hasta formar un agudo zumbido que la aturdió, mientras la imagen frente a sus ojos se salía de foco, turbia e inestable.
A unos pocos metros pudo ver una gran mole moviéndose a gran velocidad. El T-Magnus pasaba a paso rápido persiguiendo a Sigurthiel, que corría en zig-zag evitando las dentelladas del Dinosaurio. El suelo retumbaba ante su titánico paso.
Hacia la derecha escuchó gritos, desesperadas llamadas de auxilio; era su hermana, y los Enanos que resistían ante el asedio del Hombre Negro. Se dirigió en aquella dirección para ir a ayudar a Lorelian a salvar a los Enanos, que se cubrían como podían ante las potentes estocadas del oxidado espadón. Mientras se escabullían por la pista entre los escombros, parecían insignificantes, impotentes ante aquellas monstruosas bestias.
En lo alto, el Mago logró quitar a la Bestia del Dragón, que rugía de furia y desesperación, volando lejos de su alcance. La Bestia cayó aparatosamente al piso, impotente. En medio de aquella furia, se encontró con el Vampiro, que lo miraba con sorna, con una suerte de sonrisa macabra en el rostro.
Había estado esperando un momento así para probar su valía. Sabía que el evento estaba siendo visto por millones de personas, y su orgullo le pedía protagonismo. No podía evitarlo.
El Vampiro sabía que debía hacer uso de su extrema velocidad si quería tener una oportunidad ante la potente criatura mitológica. Intentando despistarla, se quedó estático, simulando prestar atención a otros choques de la batalla, dejando que la Bestia creyera que lo tenía; cuando se abalanzó hacia él, hizo una finta, se detuvo en seco, y con un giro de ciento ochenta grados y se posicionó detrás de la Bestia: le propinó una serie de patadas y golpes de puño que dejaron a la Bestia atontada, pero para nada debilitada.
El Vampiro estaba contrariado. Cuando sus golpes encontraron el cuerpo de la criatura mitológica, sintió que golpeaba a una montaña. No esperaba tal resistencia. Podía ver las tremendas heridas que tenía la Bestia, y que sin embargo se movía con una furia sin precedentes. Se dio vuelta con un revés brutal, agitando el codo y la afilada cornamenta que tenía allí, y el Vampiro tuvo que agacharse a toda velocidad. Sintió como la potencia del golpe le agitaba los cabellos.
El Vampiro se vio de repente esquivando a toda velocidad ataques furiosos de la Bestia, que cada vez aumentaba su furia y las combinaciones de sus golpes, como si la esencia misma del torneo lo pusiese furioso. Cada segundo que pasaba ponía a la Bestia en un modo más y más implacable. Un rugido brotaba de su cuerpo con cada movimiento.
La idea de derrotar a la Bestia de repente llenó al Vampiro de ambición. Si había alguien que derrotara a aquel fenómeno, sería él. Preparó un contraataque a base de velocidad, freno y contramarcha, despistando a la Bestia; esperó el ataque del brazo derecho de la Bestia, se agachó en el último segundo y cuando lo tuvo a su merced se impulsó con el suelo y encajó un tremendo rodillazo en el centro del pecho de la Bestia, que por un instante se vio derrotada, sin aire y sin respuesta motriz.
Una leve sonrisa se pintó en los labios del Vampiro. Era una sonrisa de triunfo, que también se translucía en un brillo de orgullo en sus ojos.
En ese momento, un ataque del Superhéroe lo encontró. El haz de energía lo impactó de lleno en la espalda, derribándolo.
Y para colmo, la Bestia, ya recuperada y doblemente furiosa, le propino un golpe de puño doble en el pecho, poniendo su mundo en blanco y dejándolo completamente sin aire y aturdido. Su cuerpo salió disparado hasta estrellarse contra el costado del Domo. Esta jaula era realmente un reto insondable.
La Bestia dio media vuelta, y comenzó a perseguir a lo primero que tenía cerca: la pequeña Lithil, que se disponía a ayudar a su hermana y los Enanos del Hombre Negro.
El Vampiro estaba arrastrándose por el piso luego de chocar violentamente contra la pared del Domo. Apenas llegó a recuperar el aliento, dándose vuelta lo más rápido que pudo, vio que una masa negra se cernía sobre él. Era el Dragón del Mago, dispuesto a bañarlo de fuego. Apresuradamente se desvaneció, reapareciendo arriba de todo, en el centro de la pista, para recuperar el aire.
Sin embargo, no tuvo más de una milésima de respiro, pues el Superhéroe lo perseguía incansable, buscando venganza. Una ira lo alimentaba dotándolo de una energía que no podía ser contenida por su cuerpo.
Se impulsó con una velocidad demencial, dejó que los átomos de su mano se revolucionasen en un haz de luz, y con aquel puño envuelto en un aura fulgurante buscó el rostro del Vampiro.
Sin embargo, éste, a pesar del estupor, tenía una capacidad de reacción asombrosa. Se inclinó hacia atrás para disminuir el impacto, y con ambas manos detuvo el puñetazo, desviándolo hacia arriba para no absorber toda la fuerza del golpe.
La colisión fue épica. En medio del aire, su encuentro destacaba entre las volutas de humo, las luces de las llamaradas, los destellos y los estruendos.
A pesar de haber zafado de un impacto directo, su orgullo no pudo disimular que sus inmaculadas manos le ardían de una forma horrorosa. Y el Hombre Desintegrado seguía buscándolo con una rabia creciente. De su piel brotaba una especie de aura brillante. Buscó provocar al Superhéroe para que su furia le nublara el juicio.
—No esperaba verte aquí. Decían que estabas muerto, pero yo sabía que no era verdad. Por cierto, te manda saludos el-Fakir.
Ante las palabras de aquel nombre pronunciadas en voz alta, el Superhéroe se estremeció de ira.
—Maldito seas Luc. Rompiste el trato. ¿Es que no conoces la palabra ‘Honor’?
El Vampiro insinuó una tediosa sonrisa. El Superhéroe había mordido el anzuelo.
—El árabe gritaba tu nombre mientras lo torturábamos. Creo que esperaba que aparecieses y lo rescatases —dijo entre risas.
El Superhéroe, entre tanto, hervía de rabia al tiempo que continuaba lanzando puñetazos, que el Vampiro esquivaba echándose hacia atrás con movimientos de cintura.
—Todo vuelve —Rugió el Hombre Desintegrado— Espero que lo sepas. Para bien o para mal. En esta vida o en la próxima. Aunque tu paga se encuentra cerca, muy cerca.
Su rostro estaba desfigurado. Cubierto en mugre y sudor, con el traje chamuscado y el cuerpo cubierto de tatuajes e inscripciones, su expresión desencajada rozaba lo ridículo.
El Vampiro se hubiese reído, a no ser porque el cuerpo del Superhéroe comenzó a fulgurar, y los tatuajes de su cuerpo comenzaron a moverse y cambiar. La extrema vista del Vampiro logró ver que las runas de los tatuajes estaban en constante cambio, como una catarata, una mano que escribe en silencio.
Su garganta se tensó. Emitió un grito de guerra, y comenzó a lanzarle poderes y haces de luz. El Vampiro se estremeció e inició una retirada; por primera vez tuvo miedo. Había desatado algo que no podía volverse atrás. Comenzó una huida mientras veía como El Hombre Desintegrado cambiaba su condición y se transformaba en un ser temible.
Se trenzaron en una carrera abismal. El Superhéroe lo perseguía a altísima velocidad, sin lograr atraparlo. Había entrado en el juego del Vampiro.
En el costado opuesto de la arena, el Príncipe Élfico había logrado burlar al T-Magnus, solo para toparse con el Hombre Negro asediando a su hermana y a dos de los Enanos. Con un grito llamó al ser acorazado, retándolo.
Éste hizo girar a su corcel en busca de quien le había desafiado. Sigurthiel lanzó un rápido ataque con su espada, que encontró a la espada del Zombie firme, aceptando el duelo.
Con un gesto de su cabeza, el Príncipe Elfo indicó a su hermana que escaparan.
Ahora él y el Zombie se medían con extrema cautela. La arena ya era un campo infernal de muerte y destrucción, con la superficie calcinada y despidiendo pútridos vapores, con restos de chatarra y surcos y grietas producto de los choques y ataques. Pero a ellos dos los envolvía un extraño silencio, como si se encontrasen en una estancia de aire tan turbio que los ruidos no penetraban la atmosfera.
Las manos de Sigurthiel sujetaban con extrema tensión los mangos de sus milenarias espadas. Sus ojos se entrecerraban, denotando la máxima concentración que exigía aquella prueba llena de estímulos y escollos.
Sus negros cabellos bañados en sangre se le pegaban en el rostro, dándole un aspecto fiero.
Todo se estaba yendo al demonio. El plan se había echado a perder a los pocos segundos de empezada la pelea. Habían perdido el auto, se habían dispersado, los cazaban como moscas, y apenas lograban defenderse de aquellos terribles seres.
Pero no todo estaba perdido. Si lograba cargarse al Hombre Negro, probaría su valía ante el resto de los participantes. Tal vez con ese respeto pudiesen reorganizarse y buscar nuevos ataques conjuntos.
La gloria debía ser suya. Él era el líder. El hijo del Rey. El heredero. Los demás debían seguirlo, acatar sus directivas. Era su única chance. Y para eso necesitaba cargarse al terrible caballero muerto.
Sin embargo, antes de que comience la danza de espadas, la Princesa Lorelian apareció sorpresivamente de un costado y ensartó su espada en la parte trasera del Unicornio, tumbando a ambos caballo y al jinete, al tiempo que el desdichado corcel gemía horriblemente.
Sigurthiel, encolerizado, rugió: — ¡Lorelian, NO! ¡Déjame solo! Yo me encargo. Ya hablamos de esto. Vete.
Su hermana dudó un momento, pero los ojos del Príncipe estaban cargados de un odio y una tensión que no admitieron discusión, por lo que se volteó y dirigió a los dos Enanos hacia un costado, en busca de una posición fuerte. Buscaba a su hermana pequeña, pero no podía encontrarla.
El Hombre Negro se puso trabajosamente de pie, parándose primero sobre una rodilla. Volvió a encarar al Príncipe, proponiéndole un duelo cuerpo a cuerpo, señalándolo con la espada, como si lo estuviese condenando.
Nunca emitió palabra.
La potencia de las criaturas más grandes estaba haciendo mella en los Elfos y Enanos. Tras los restos del Viper 1996, aquella máquina perfecta convertida en chatarra, Lithil se escondía de la Bestia, que la perseguía ferozmente. Con sus potentes brazos, arrojaba los escombros que había en su camino hacia un costado como si se tratase de maleza. 
La localizó detrás del auto, y aceleró su marcha. Embistió el auto con su cornamenta, quitándola del camino. Lithil se apartó justo a tiempo para no ser arrastrada por los restos del Viper, que se estrelló contra la pared del Domo.
La Bestia comenzó una combinación de ataques brutales, ágiles y rápidos considerando el tamaño de la criatura y el estado en el que se encontraba. La pequeña Princesa se protegía de la Bestia con gracia, alternando cambios de dirección, evasiones y saltos, pero los ataques eran demasiados. Atacaba sin piedad, como un toro enzarzado, herido y furioso, dispuesto a todo, sin medir las consecuencias, sin importar la muerte, sin mañana.
La defensa de Lithil era impecable, pero el cansancio comenzó a hacerla ceder. Su armadura resistía, y sus dos dagas iban cortando constantemente a la Bestia, pero ésta no se detenía. Rugía y gruñía, y desde su pecho brotaba un ruido pesado y estremecedor.
La Princesa comenzó a retroceder. En un momento, su pie se topó con un pedazo de pista suelto, deteriorado por las llamas, lo que la hizo perder el equilibrio y trastabillar. Fue entonces cuando la Bestia realizó un fuerte ataque con ambos puños sobre el pecho de la pequeña Elfa.
Lithil sintió con espanto como su armadura cedía se desprendía. Su esbelto cuerpo quedaba a la intemperie. Por la fuerza del impacto, su yelmo salió disparado, dejando sus cabellos castaños flameando en el aire mientras la Princesa salía disparada hacia atrás.
Uno de los Enanos corrió a ayudarla, pero la Bestia lo vio de reojo y lo mandó a volar con un codazo de media vuelta. Luego se impulsó con sus piernas hacia Lithil y le propinó un fuerte mandoble en la espalda.
Desde la derecha, otros dos Enanos se acercaban desesperados para proteger a la pequeña Elfa. La Bestia ahora la había agarrado por la espalda y la zamarreaba como uno oso furioso; Lithil sollozaba mientras la Bestia la sacudía, golpeándola contra el piso.
En ese instante, dos hachas mordieron cada una de las piernas de la criatura. Los brazos de los Enanos, acostumbrados a trabajar la roca, atacaron con tal fuerza y destreza que lograron que el ataque penetrase profundamente en el cuerpo de la Bestia.
Apretó las fauces en señal de dolor, pero no gritó. Sus manos estaban ocupadas en la Princesa y no podía defenderse. Fue entonces cuando la arrojó con toda su fuerza hacia arriba, con rabia, y con cada uno de sus brazos detuvo justo a tiempo los nuevos hachazos de los Enanos.
En medio de aquel caos de choques, cada vez más feroces, cada vez con menos estrategia y más desesperación, el cuerpo inmóvil de la Princesa Lithil, tercera hija del Rey Élfico Ilirioth, la más dulce de las todas las Elfas, flotaba suspendida entre la bruma, desprovista de toda armadura.
La imagen parecía salida de una pintura impresionista; el cuerpo bañado por un haz de luz, suspendido entre una serie de texturas caóticas de tonos oscuros, rodeada en la parte baja por criaturas enormes que batallaban entre sí sumidas en la negrura, con sus contornos apenas destacados por los albores del desastre, creando una sensación de abismo infernal intervenido por una divinidad que quería preservar algo de pureza entre la anarquía.
Una delicada figura en el centro, recubierta por una suerte de aura blanca, mostraba su oscura silueta en contraste con aquel desastre.
El Vampiro, en un segundo fuera del tiempo, posó sus ojos en esa imagen, quedando absorto, rendido. Vio a la Elfa volar con su cuerpo extendido, llena de gracia, con sus cabellos al viento y su rostro inerte iluminado, cobrando aún más belleza en su indiferencia ante la batalla.
Estaba esquivando ataques del Superhéroe, pero la imagen de la Princesa Élfica lo absorbió. Se encontraba enceguecido. Buscó la manera de quitarse de encima al Superhéroe y voló hacia la ella.
Los ojos penetrantes del Vampiro vieron entonces un espectáculo maravilloso, inédito hasta entonces.
El mundo se detuvo. El resto de los participantes se quedaron inmóviles mientras el Vampiro observaba. Era el ser más extraordinario que jamás había visto en sus cientos de años vida. Una Elfa, la Princesa, la hija del Rey Elfo; conocida era la leyenda de su incomparable belleza, y se decía no solo que era la Elfa más bella del reino, sino más bella aun que todas las doncellas que jamás habían existido. Y según el juicio del Vampiro, esa caracterización se quedaba corta. Palabras faltaban para describir semejante belleza, que ahora estaba al alcance de él, a solo unos metros, desprotegida.
Su pequeño y dulce cuerpo era la personificación de una hermosura simple y exacta, aumentada por la realeza de su linaje, cayendo en cámara lenta, como suspendida.
Su pelo flameaba en el viento. Su piel era el terciopelo más suave que jamás existiera.
La mirada del Vampiro se posó irresistiblemente en su cuello, terso como un cisne impoluto.
Se sintió salivar. Su cuerpo se revelaba. Su mano temblaba sutilmente, sus ojos se abrían grandes y palpitaban. Sin poder resistirlo, se desvaneció y apareció detrás de la desamparada Elfa. Disfrutó esa ínfima pero eterna milésima de segundo en donde sus manos rodearon, una, el vientre de la Elfa, sujetándola contra sí, la otra, el costado derecho del cuello y la aguda mejilla de la Princesa, mientras la giraba hacia la derecha para dejar el lado izquierdo listo para hincar los dientes en ese manjar milenario. Estaba a punto de cometer un ultraje legendario, universal, sin precedentes, a la vista de millones de personas. Acaso la idea de esa perversión, de esa laceración de lo inmaculado, le acrecentó la excitación y el morbo. Acercó su rostro hacia el cuello, mientras sentía como la Elfa se crispaba e intentaba vanamente resistirse. Su olor llenó cada célula de su cuerpo. Con desesperación absorbió su esencia, mientras abría la boca y dejaba que sus enormes colmillos penetraran la barrera superficial para liberar el torrente de sangre de Princesa añejada en aquel cuerpo perfecto y eterno.
Los dientes ingresaron y el sabor de la sangre lo sobrecogió. Las descripciones del éxtasis extremo que sintió en aquel momento son innecesarias de tan inexactas.
Sus manos detenían a la Elfa y sentían como intentaba resistirse sin poder zafarse. Su corazón desbocado, producto de la desesperación, bombeaba más y más sangre, que desembocaba en la boca del Vampiro, llenándolo. El sabor se amplificaba con el miedo de la víctima, su terror absoluto, mientras la muerte que se cerraba sobre ella. Siguieron cayendo, sin tiempo, como en una realidad paralela, mientras las pupilas del Vampiro se dilataban de un placer sin precedentes.
El talismán que tenía Lithil entre los pechos tembló en el aire y centelleó por última vez, como una epifanía.
Apenas llegaron a ver la sobra que los engullía. Un leve fulgor, como un destello, y luego la negrura. Una furia indescriptible los devoraba. El ruido del estadio se apagó súbitamente, así como la vista de las gradas. No alcanzó a decirle adiós al mundo cuando su cuerpo se estremeció y se partió en mil pedazos bajo la potente mandíbula del T-Magnus, que lo destrozaba a él y a la Princesa en menos de una milésima.
Puede decirse, sin embargo, que su triste y solitaria vida se terminó en el mayor de los placeres, bebiendo el dulce néctar de una vida milenaria, esa sangre de Princesa Élfica, un manjar que el Vampiro nunca soñó con probar, y que acabó con su vida. El Vampiro abandonó este mundo con ese precioso trago recorriéndole la garganta, saturando su sistema sensorial, saturando todo su ser. Murió con la boca llena de sangre de Princesa. Supongo que es algo que no muchos pueden decir.
Se escuchó un grito.
Luego otros dos.
Los Enanos y Lorelian miraban con espanto como el Dinosaurio, aquella bestia brutal e incontenible, aun en un estado deplorable fruto de las heridas, masticaba con furia a la pequeña Lithil.
La consternación se había propagado, no solo en la familia real, sino en un espanto general que recorrió las gradas, se atascó en los estómagos de los espectadores que veían en sus casas, presos de sus pantallas.
La forma en que aquel ser de tan inconmensurable belleza era destrozado a la vista de tanta gente generaba una repulsión que inducía al vómito.
Sin embargo, su hermano mayor no compartió esa sensación. Sigurthiel no tenía tiempo para llantos. Casi parecía no lamentar su perdida. Estaba demasiado concentrado en su combate con el Zombie.
Siempre fue rara, pensaba el Príncipe, mientras rechazaba los ataques del Hombre Negro. Siempre causando problemas. Nunca haciendo lo que la familia necesitaba de ella. Siempre vagando por los bosques en soledad. Sabía que no era una buena idea que viniese.
Le había prevenido a su padre, le había dicho que lo enviase solo a él, que como primogénito, él se encargaría de poner bien en alto el nombre de su familia.
Pero su padre siempre tenía que hacer lo que se él quería. Nunca tomaba consejo. Quería enviar a la familia real, sin importar el costo. Decía que recuperar la gema con “la luz de oro y plata de los primeros árboles” era tan importante que valía la pena arriesgarlo todo, a cualquier costo.
Una ráfaga negra se movió a su lado. El Zombie se desplazó a gran velocidad, tanto que casi lo perdió de vista. Lanzó un ataque veloz a una mano desde la derecha. Sigurthiel alcanzó a verlo justo a tiempo para bloquearlo con su espada izquierda, mientras se inclinaba hacia atrás en una posición defensiva. Sin embargo, el espadón del Hombre Negro se deslizó sobre el borde de su espada, sin que él pudiera retenerla; en el último momento, el Zombie levantó apenas su arma, la cual se zafó de su defensa e impactó en su hombro.
Su armadura era demasiado buena para ser vulnerada por un golpe como ese, pero su hombro entero se adormeció, su cuerpo se sacudió y sus pies dudaron, casi perdiendo la vertical antes de asentarse nuevamente en una posición defensiva.
No podía estar pensando en su padre en aquel momento. Cualquier distracción resultaría fatal, sumiéndolo en la vergüenza eterna. No había tiempo para lamentos. La presión era demasiada. Se limpió el pelo de la cara. Concentración, se dijo Sigurthiel, concentración.
El Príncipe Elfo se movía con una combinación asombrosa de fuerza y elegancia. Su manejo de las espadas era excelso, y su potencia hacía sacudir al enorme Zombie acorazado con cada golpe.
Sin embargo, su fuerza estaba en descenso, y aun no había logrado darle un golpe definitivo a su rival, que atacaba y defendía de forma pareja, sin apuros.
La frustración de Sigurthiel comenzaba a notarse. Cada intento de cambiar la dinámica del ataque encontraba una respuesta del Hombre Negro, que parecía anticipar sus movimientos.
Poco a poco, las defensas del Zombie se convirtieron en ataques, cada vez con más fuerza, lo cual obligaba al Elfo a hacer terribles esfuerzos por absorber esa potencia y no caer, desgastando cada vez más su resistencia.
Pero Sigurthiel guardaba una carta bajo la manga. Sabía que estaba cerca, que el Hombre Negro bajaría la guardia; sabía que su única chance no se iba a mantener por mucho tiempo, porque sus energías se agotaban y las del Zombie parecían aumentar cada vez más.
El duelo se destacaba en un campo yermo y desolado, con olor a muerte y sangre, donde llamas rodeaban a los contrincantes casi como en círculo, aislándolos del resto de los participantes.
La presión crecía dentro del Príncipe; en su interior, sabía que era él quien debía cargarse al Hombre Negro, y que su tiempo se acababa. Sabía que su padre le había prohibido usar la gran arma, pero tenía que intentarlo; todas sus otras armas y estrategias habían fracasado, su hermana había muerto, el resto de sus compañeros estaba disperso en aquel Domo infernal, siendo cazado por los terribles contendientes, y pronto seguirían ese fatal destino si no hacía algo pronto. Esperaba que su padre lo perdonase por poner esta información en el conocimiento público, pero tenía que hacerlo, no había otra alternativa: tenía que usar los anillos.
El tiempo transcurría de manera difusa; parecía no poder contener la gran cantidad de cosas que sucedían simultáneamente, en un espacio tan reducido.
Mientras el duelo del milenario Príncipe Elfo y aquella criatura negra transcurría casi en cámara lenta, como suspendidos en una estancia con otra gravedad, el resto del Domo ardía en esquirlas de fuego y luces, como un meteorito que gira en círculos atraído por una fuerza centrífuga, girando y girando, desgastándose hasta desintegrarse.
La atmosfera estaba oscura y enrarecida. El humo, el fuego, los materiales fundidos, los haces de luz enviados por los distintos participantes, pintaban al Domo con una paleta de grises, naranjas y turquesas, y hacían parecer que el espectáculo se desarrollaba en el cráter de un volcán en plena erupción, o en el momento de la concepción de un agujero negro.
En el resto de la pista, los participantes más potentes parecían haberse hecho dueños de la situación. El T-Magnus y la Bestia perseguían a los personajes más vulnerables para rematarlos con su fuerza bruta.
En medio del espanto por la muerte de su hermana, la Princesa Lorelian resistía el embate del feroz Dinosaurio, que aun con su rostro partido al medio de manera grotesca, chorreando sangre por todos lados, atacaba con histérico frenesí.
Sin embargo, la Elfa también era presa de una furia desesperada, muy cercana a un sentimiento suicida que decide arder con todo el fulgor que le queda, resuelta a llevarse al infierno a cuantos pudiera.
La imagen de su hermana menor perdiéndose en la negrura de aquellas diabólicas fauces no se le escapaba de la retina. Se entremezclaba con recuerdos incontables de Lithil, con quien había compartido miles de años. A pesar de la diferencia irreconciliable de personalidades, albergaba una secreta admiración por la pequeña, una suerte de envidia por su delicada hermosura y silenciosa sabiduría.
Y ahora estaba perdida. Ida para siempre. Sentía que si había algo que podía hacer, era vengarla.
Sus rubios cabellos ondeaban con cada uno de sus movimientos. Esquivaba y atacaba moviéndose a altísima velocidad. Cada evasión de los ataques del T-Magnus se convertía en una furiosa embestida. Su espada azul bebía cada vez más de la sangre del gigante animal, dibujándole heridas en todo el cuerpo.
No había dudas que aquella Elfa de exuberante belleza era una guerrera implacable. Sus curvas y su rostro felino no parecían inspirar terror, pero sus movimientos eran tan aguerridos y firmes como un guerrero berserk. Era impresionante como ella sola se estaba cargando al monumental Dinosaurio.
El T-Magnus parecía agotado, aunque sus ataques no cesaban; las heridas provocadas por la Princesa Lorelian parecían estar debilitándolo y sus movimientos se hacían lentos.
A un costado, El Hombre Desintegrado se acercaba a gran velocidad, dando maniobras rebuscadas. Estaba escapando ante un doble ataque que pretendía borrarlo del mapa: las llamas del Dragón por un lado, los ataques del báculo del Mago por otro.
Mientras volaba, veía con impotencia la morbosa carnicería: el Dinosaurio buscaba cenarse a otra Princesa Elfa; la Bestia bailaba con los Enanos; el Príncipe Elfo resistía contra el Hombre Negro, y él mismo era cazado por el imponente Dragón.
Sentía que tenía que hacer algo. Su tamaño debía serle de alguna ventaja. De pronto, se frenó en seco, cambio de dirección, y viró con toda velocidad hacia el T-Magnus.
El vértigo lo inundó mientras la energía de su cuerpo se revolucionaba, sus átomos burbujeaban con fuerza, y lo impulsaban a una velocidad desconocida hacia el cuerpo del Dinosaurio. Se acercaba con tanta rapidez que parecía que el T-Magnus era atraído hacia el mediante un potente campo magnético.
Sentía las llamas del Dragón perseguir sus pies con burda lentitud; también un haz de magia lanzado por el Hechicero seguía su misma trayectoria pero a una velocidad de otra categoría.
En un minúsculo instante tuvo que calcular el movimiento exacto para girar su cuerpo de manera tal de pasar entre las fauces del Dinosaurio, que estaba lanzando una dentellada hacia la doncella Elfa.
Atravesó el ataque del Dinosaurio con gran destreza. Una vez que se encontró del otro lado, giró su cuerpo, quedando de frente a la criatura, y juntando sus dos manos, conjuró un potente ataque de la energía que generaba su cuerpo, que impactó de lleno en el rostro del T-Magnus.
Para colmo, la persecución del Dragón a toda velocidad no logró desviarse a tiempo, embistiendo del otro lado al Dinosaurio, generando un choque estrepitoso.
La provocación del Hombre Desintegrado surtió efecto. El Dinosaurio era tan básico que no medía su fuerza y carecía de toda estrategia, como poseído por un espíritu de rockero insaciable. Comenzó a perseguir al Superhéroe, rabioso.
La Princesa Lorelian tuvo entonces un respiro, y usó ese segundo extra para ver donde estaban los Enanos.
La Bestia y los Enanos se atacaban sin piedad. Aun el Enano que le faltaba una pierna peleaba con gran valentía, frustrando los ataques de la Bestia.
Entre los cuatro lograban complicarla, pues la fuerza y solidez de sus armaduras los hacía un duro rival para la Criatura Mitológica. Su herrería y armas no estaban hechas con una forja convencional, sino por artesanos milenarios que dominaban no solo los más extraños minerales, sino también una serie de complejos hechizos rúnicos.
Muchos de los Enanos eran fieles a las viejas tradiciones. Los antiguos dioses del norte vivían en el corazón y en las prácticas de esta antigua raza, y un elemento sagrado los protegía. Había algo en la Bestia que se sentía especialmente repelida por estos poderes.
La criatura mitológica por primera vez sintió que se ha encontrado con un escollo que debía resolver de alguna manera. Había ciertas magias que superaban la pura fuerza bruta. Y ciertas magias que, de alguna manera, la Bestia sentía que ya conocía. Algo la descolocó, le trajo extraños recuerdos que no podía relacionar completamente, no podía asociarlos con nada pero sentía inconfundiblemente en su ser que algo le resultaba familiar en esa magia de los viejos dioses que protegían las armaduras de los Enanos. Espantosamente familiar.
Del otro lado del Domo, el Hombre Negro y el Príncipe Sigurthiel seguían midiéndose. El Elfo seguía sin poder romper la defensa del espectro.
La pista estaba más caótica que nunca. Había un silencio raro, como un aturdimiento o un atasco de los sentidos.
Sigurthiel sintió que su momento había llegado. Y no lo dudó. Era ahora o nunca. Una sensación de inminencia le recorría el cuerpo. Acaso era la más pura y cruel desesperación del que se sabe condenado. Pero tenía que hacerlo o morir como un cobarde en frente de todos. La imagen de su padre decepcionado estuvo de pronto vívidamente ante sí, aun por delante de la imagen del oscuro espectro que lo atacaba una y otra vez con un potente espadón oxidado.
Cuando los anillos fueron puestos en acción, a través de un compartimento en el mango de las espadas, una especie de espiral convergió en el Príncipe Élfico, absorbiendo todos los ruidos y objetos sueltos, como una bomba impresionante en sentido inverso, que en vez de explotar absorbía todo con una potencia y velocidad sorprendentes.
Sus cabellos comenzaron a volar en todas direcciones, presas de aquel torbellino, y la sangre que tenía pegada en el rostro y en el resto de la armadura también fue despedida hacia fuera.
Sigurthiel pareció temblar un momento, pero la energía que lo rodeaba inmediatamente lo puso a él mismo en el centro de un vórtice de una maquinaria mágica y extraña, fijándolo fuertemente al suelo como atraído por el más potente magneto. 
Un vértigo sin igual lo embriagó. 
De repente se encontró investido en una gran potencia. Todo su cuerpo parecía haber crecido. La fuerza de sus músculos reverberaba por dentro, estirando y contrayendo, estirando aún más, dotando todo su ser de un vigor que excedía todo lo que jamás había experimentado. Su silueta era recorrida por una gruesa línea de luz, que alternaba los colores azul cobalto y rojo anaranjado, similar a un magma eterno.
Los ojos del Príncipe se abrieron a más no poder, incrédulo ante la potencia que recorría su cuerpo. Sabía que los anillos poseían una fuerza extraordinaria, pero no había esperado que fuese así. Tal poder no era de este mundo. Era como beber una copa con los dioses.
El resto de los participantes miraba sorprendido aquel cambio en los eventos. Aquella carta había estado bien escondida, y aparecía ahora en un momento crítico, cuando más se necesitaba.
De sus manos brotaron luces de todos los colores como un arcoíris hirviendo. Sus brazos parecían potadores de grandes fuerzas, mientras sujetaban con creciente confianza aquellas espadas milenarias. Un brazo rojo, el otro azul, en medio una armadura negra brillante que relucía con renovado esplendor, la imponente imagen del hijo primogénito del Rey de los Elfos dio un paso al frente para enfrentar su destino.
Su enemigo, aquel espectro negro, aquel ser infernal que no conocía el dolor ni el miedo, lo esperaba desafiante.
El Príncipe Elfo avanzó. Comenzaba su ataque final.
Sigurthiel inició con un ataque por el centro, y luego girando trescientos sesenta grados esquivando el primer golpe y virando hacia la izquierda. Se sorprendió a si mismo con la velocidad con la cual era capaz de arremeter. Sus espadas giraban en todas direcciones, casi desbocadas, pero sin embargo elegantemente, parando los ataques y contraatacando. Blandía las espadas con espectacularidad.
Su rival apenas podía identificar el origen de los ataques, y cada golpe tenía una energía renovada, que hacía que su espada temblase en sus manos, a punto de escaparse, mientras el resto de su cuerpo también se sacudía ante aquellos embates.
El Príncipe apenas tenía conciencia de lo que pasaba, de donde estaba, de lo que él estaba haciendo. En su cuerpo había tanta potencia, atacando a tanta velocidad, con cambios de ritmo, cambios de dirección, saltos, que no podía controlar lo que hacía. Pero tampoco podía parar. El huracán se había desatado. Y brotaba desde dentro de su cuerpo. Comenzó a gritar.
Era un grito de rabia; un grito de guerra. Pero también de desesperación, de vértigo ante la presión que generaba toda la situación. Rogó que su cuerpo pudiese soportar aquella magia desconocida.
Con ambas espadas iba trazando dibujos de luz en el aire. La imagen era maravillosa. En medio de aquel caos, de aquel aire enrarecido por la bruma, dos pinceles de luz, uno cálido, frío el otro, iban enredando en estelas de plata a un punto negro, en el centro, que desconcertado perdía el rumbo y trastabillaba.
El Príncipe sintió que su rival había dejado una pequeña ventana en su defensa. Sus brazos habían quedado bajos, sosteniendo el potente espadón con dificultad, apuntando al suelo. Cuando Sigurthiel percibió que su cuerpo estaba a punto de estallar de tanta energía, buscó descargarla toda en un ataque definitivo.
Utilizando una irregularidad del suelo tomó una pequeña carrera y dio un enorme salto. Su ligero cuerpo se elevó. Sus espadas estaban rectas, apuntando al cielo, pero el Hombre Negro no atinó a atacarlo mientras volaba.
El salto fue tan alto que sobrepasó la altura del espectro. En el momento álgido, el Príncipe usó la fuerza del impulso para darle aún más potencia al ataque. Estaba justo arriba del Zombie cuando con ambas espadas alineó un ataque que apuntaba directo al pecho.
Sus brazos bajaron con completa velocidad y potencia. De alguna incomprensible manera, el Hombre Negro logró subir su espadón a tiempo, y pudo sujetarlo con la fuerza suficiente como para cubrir el ataque doble.
Sin embargo, apenas fue capaz de impedir que las espadas tocasen su cuerpo. Su espada salió disparada como una esquirla en un estallido, ya fuera de su alcance, y perdió la vertical, cayendo hacia atrás.
El ataque no había sido fulminante, pero si había sido un cruce fundamental a en favor del Elfo.
Una parte de su ser consideraba aquello ya como una victoria. Sin embargo, la potencia y la energía entremezclada con una ira incontenible lo obligaron a no demorarse ni siquiera un milisegundo antes de arremeter contra su rival caído para rematarlo.
Con la sorprendente agilidad y velocidad que ahora lo habitaban corrió en línea recta hacia el Zombie que, de espaldas y desarmado,  no había tenido ni siquiera tiempo a incorporarse.
Debía acabar con aquel heraldo infernal. Debía ser ahora. Con un salto hacia delante, espectacular, formando una escena épica con su figura negra a contraluz entre los escombros y el polvo atravesado por la luz y los destellos del fuego, en donde solo destacaba la silueta de su armadura, delineada por la energía que brotaba de los anillos, y sus dos espadas resplandecientes en alto, volvió a usar la técnica del ataque doble desde arriba.
El Hombre Negro, rendido, boca arriba, ya no tenía más nada que hacer. Alzó sus brazos para cubrirse, intentando, en vano, agarrar las espadas con las manos.
Por la fuerza del impacto y el impulso de Sigurthiel, las espadas se abrieron camino entre la carne pútrida, entrando por las manos hasta llegar a los hombros.
Era el fin.
El Hombre Negro no gritó; tal vez no tenía boca como para poder gritar, pero se contrajo de tal forma que espantó tanto a espectadores como participantes restantes.
Sus dos brazos se habían abierto como flores marchitas, de las cuales colgaban virutas pútridas de carne que despedía un humo violáceo y se derretía en sordos borbotones.
El Príncipe no podía creerlo. Tenía su pie izquierdo sobre el pecho del Zombie moribundo. Cada uno de sus brazos sujetaba aun con fuerza los pomos de las espadas enterradas en el cuerpo de aquel monstruoso ser.
Sigurthiel sintió algo moverse bajo su pie.
Aun no se había acabado, se obligó a pensar. Remátalo. ¡Remátalo!
Comenzó a desesperarse sin motivo. Se dio cuenta que se encontraba bañado en sudor.
El temblor debajo de su pie aumentaba. ¿O acaso era su pie que temblaba?
Hizo un movimiento hacia atrás con los brazos, asentando sus dos pies en el pecho del ser oscuro, para retirar las espadas, pero encontró una resistencia.
Liberó de a uno sus dedos para que el agarre de cada espada fuese lo más fuerte posible, mientras un terror sin nombre lo invadía cada vez más.
Sus brazos hicieron el último gran esfuerzo, se hincharon nuevamente, cargados con el poder de los anillos, y todo su cuerpo resplandeció una vez más en un torbellino de luz. Comenzó a gritar, mientras todo su ser tiraba hacia atrás para retirar las espadas.
Estas cedieron, tan solo unos centímetros, y luego, el espanto. Una viscosidad cobró vida de los jirones de brazo que habían caído a un costado del cuerpo, y comenzó a envolver las hojas de las espadas en espiral, ante la incrédula mirada de Sigurthiel, que intentaba en vano liberar sus armas de aquel cuerpo maldito para poder rematarlo.
Y el ser abrió los ojos como dos relámpagos.
Y una sonrisa espectral se dibujó en su rostro.
Y el alma del Príncipe se le cayó a los pies como una muerte súbita.
Por más que intentaba con desesperación remover las espadas, estas apenas se movían. Parecían enterradas en un barro de una densidad pútrida; era imposible zafarse. Las espadas parecían haber quedado pegadas al cuerpo del Hombre Negro, como si un magneto de una potencia increíble las estuviese sujetando, engulléndolas cada vez más.
Los tentáculos negros seguían avanzando, comiendo cada vez más sus dos preciadas espadas, y los anillos de poder que tenían incrustadas en los mangos.
Se comenzó a escapar de la boca del elfo un sollozo, mientras aún se aferraba a los mangos de sus armas, tirando, tirando en vano, tirando aún más.
La impotencia y el horror colmaron a Sigurthiel, al punto de quedar absolutamente paralizado.
Lo peor que podría haber sucedido estaba pasando.
Con sus brazos partidos, convertidos en una maraña de carne muerta en forma de virutas, pero sujetando con esos muñones las dos espadas luminosas empoderadas con los dos anillos, el Hombre Negro comenzó lentamente a incorporarse, envestido en tal potencia que levantó con él al Príncipe Elfo, el cual se negaba a soltar las espadas.
Levantó en vilo al Príncipe mientras se incorporaba de manera fantasmal, sin utilizar sus brazos, como si una fuerza invisible lo elevase. Sostenía al Elfo, suspendido en el aire, como un condenado empalado, ensartado a una lanza, pronto a ser ejecutado.
Sigurthiel movía ahora sus pies en el aire, pataleando, gritando, pero sin soltar las espadas. No podía hacerlo. No podía dejar que aquel ser se las tragase. No con los anillos aun en las ellas.
Los tentáculos negros seguían avanzando. Ya casi habían rodeado todo el mango de las espadas, y comenzaron a enredarse entre los dedos del Príncipe.
Justo en el momento del horror, en el que la mirada del Hombre Negro se posaba en los ojos de Sigurthiel, generándole el mayor espanto, el Superhéroe pasó volando entre ellos a gran velocidad.
Una estela de aire los atravesó, cortando de alguna manera el trance al que parecían haber entrado por su enfrentamiento personal. La aparición de otro personaje los ponía por un segundo en contexto: un Domo cerrado lleno de criaturas espectaculares batiéndose en un duelo a muerte donde solo uno sobreviviría.
Se escucharon grandes estruendos; la tierra temblaba. Persiguiendo al Hombre Desintegrado, se acercaba dando grandes zancadas el T-Magnus, que lo seguía, enceguecido.
El vuelo oportuno del Hombre Desintegrado hizo que el Príncipe Sigurthiel despertase por un segundo del horror del que era presa, y soltase las espadas para liberarse del Zombie justo antes del choque.
El Hombre Negro, desconcertado ante el escape del Elfo y la veloz ráfaga del Superhéroe, se volvió para enfrentar el choque del T-Magnus, que se acercaba como una tromba, cargándose todo a su paso. Pero el Unicornio, que estaba caído en un costado, se incorporó rápidamente y se interpuso entre el Hombre Negro y el Dinosaurio, protegiendo a su amo. En una embestida desquiciada y suicida, ensartó toda su pútrida cornamenta en el vientre del T-Magnus cuando este se acercaba con su topetazo, casi perdiendo su cabeza dentro del Dinosaurio.
Un nuevo grito de dolor recorrió la pista, mientras el monstruoso T-Magnus aullaba de agonía y perdía el pie. Se derrumbó en medio de su demencial carrera, dando tumbos como un Monster Truck fuera de control, llevándose por delante al Hombre Negro. El Príncipe Elfo tuvo que moverse a puros reflejos, dando un salto mortal hacia atrás para evitar ser embestido también.
El cuerpo del T-Magnus rodó inerte por la pista como una gran bola de nieve, arrasando todo a su paso, tumbando también al Hombre Negro, que cayó, aplastado por el agonizante Dinosaurio.
Una enorme humareda se alzó ante aquella estampida, que hizo volar piedras y escombros, dejando una estela lisa en el sueldo donde el Dinosaurio se arrastró finalmente hasta quedar inmóvil.
En medio del humo, el Espectro Negro luchaba por apartarse sin manos, para zafarse debajo del cuerpo del T-Magnus, arrastrándose entre los espasmos y la sangre que brotaba a lentos borbotones del estómago del dinosaurio. Cuando se incorporó, tambaleante, Sigurthiel se encontraba frente a él.
Tenía en sus manos el enorme espadón.
Con un movimiento rápido, sin pensar, usó toda la energía que le quedaba disponible: asentó fuertemente su pie izquierdo, y usando todo el peso de su cuerpo, inició un movimiento lateral. Su brazo derecho hizo base en su cadera mientras el mandoble apuntaba al vientre del Hombre Negro, que observaba atónito la situación, luciendo absurdo con sus dos brazos ridículamente largos pendiendo al costado de su cuerpo, con las dos empuñaduras de las espadas como manos. El oxidado espadón hizo impacto de un lado de su abdomen, y salió limpiamente por el otro, partiendo al Hombre Negro en dos, con tal impulso que sus dos mitades salieron despedidas en distintas direcciones.
Se hizo un silencio en el Domo.
El Superhéroe y el Mago miraban desde arriba. La Bestia, los Enanos y la Princesa Lorelian detuvieron su danza para observar.
La tensión se encontraba en un punto altísimo.
El enorme cuerpo del Dinosaurio yacía sin moverse, desparramado como una montaña derretida. Debajo de este se asomaban los restos del infernal unicornio acorazado, ensartado en su estómago, moviendo levemente las patas traseras en un acto reflejo.
Las dos mitades del cuerpo del Hombre Negro estaban burdamente dispersas, lejos la una de la otra, armando una escena grotesca.
En medio de aquella imagen, una pequeña figura sujetaba una espada ridículamente grande para su tamaño.
El Príncipe respiraba agitadamente. Sus ojos, abiertos en su máxima extensión, temblaban ligeramente, mientras miraban a la nada, sin lograr enfocar.
Todo su mundo se había hecho borroso. La escena se movía horizontalmente como una cámara posada en la proa de un barco en medio de un mar picado.
Un sonido filtrado, entre saturado y agudo, lo inundaba todo mientras su sistema perceptor presenciaba el colapso de sus sentidos.
El rival más peligroso había sido derrotado.
Su cuerpo partido yacía ante él.
El rostro del Príncipe Elfo era pura tensión. Sus hombros estaban agarrotados mientras mantenía el espadón entre sus manos. No podía creerlo. Lo había logrado.
Sus parpados latían. Su corazón bombeaba sangre con tanta presión que su pecho parecía a punto de romperse. Sus ojos parecían querer salirse de las orbitas, mientras miraba el cadáver el Hombre Negro partido en dos.
Una gota de sudor frío se precipitó por el costado de su pálido rostro. Su cabello estaba empapado. Su tersa piel, cubierta de mugre y sangre, pegoteadas por el sudor.
Finalmente, el Príncipe Elfo suspiró, aliviado, agotado, rendido.
Intentó soltar el mandoble, pero sus manos estaban duras, rígidas. No respondían.
Se obligó a desprenderse de aquel objeto maligno. Acaso el asco de aquella sangre negra hizo que sus dedos disolviesen el agarre. La pesada espada cayó al suelo con fuerza. Sigurthiel se quitó el yelmo y cayó sobre sus rodillas.
La pista daba vueltas a su alrededor incontrolablemente.
Quería irse a casa. No entendía porque su coraje lo había abandonado en aquel momento. Solo quería irse. Quería volver a los bosques donde había crecido, bajo la mirada orgullosa de su padre, bajo aquel sol interminable que tanto lo hacía sentir en casa, o aquella larga noche poblada de luces verdes y azules que adornaban el cielo y atestiguaban la milenaria sabiduría de su pueblo y su majestuosa ciudad.
Quería volver a los grandes salones en donde era amo y señor, donde nada ni nadie podía ponerlo en peligro.
Pero nada de eso era posible hasta no ser la última persona con vida en aquel Domo.
Volvió un segundo en sí para mirar alrededor.
Le alegró encontrar la familiar mirada de su hermana, a unos metros, al costado de la pista. Una cara conocida en aquel infierno. Algo que lo recordaba a casa.
Sin embargo, aquel súbito recuerdo de su hogar se desvaneció en llamas y oscuridad: el semblante de su hermana se tiñó del más oscuro horror. Se tomaba el rostro mientras su expresión se volvía grotesca, desfigurada por el espanto.
Miraba más allá de Sigurthiel. A su espalda. A su costado.
Sigurthiel se dio vuelta lentamente, casi como si no quisiera ver que fue aquello que causo el terror de su hermana.
Las dos mitades del cuerpo del Hombre Negro estaban mostrando cierta actividad.
Las viscosidades que habían resultado de los dos muñones de su torso estaban burbujeando. Se movían como un grupo de lombrices infernales hambrientas, que se retuercen y pelean entre sí por un trozo de carne fresca.
Para el asombro de todos, las dos mitades del cuerpo comenzaron a arrastrarse por la pista, lentamente, hasta reunirse, mientras las lombrices negras se abrazaban, se devoraban entre sí, penetrando en la otra parte del cuerpo partido.
—Es imposible —dijo un Enano, que miraba la escena junto a la Princesa Lorelian.
Sigurthiel, espantado, sin poder creer lo que veían sus ojos, comenzó a retroceder lentamente, sin darle la espalda a aquel vomitivo espectáculo.
Cuando el abrazo infernal entre aquellas viscosidades negras se consumó, el cuerpo del Espectro volvió a mostrarse completo.
El Hombre Negro se incorporó. Su cuerpo estaba raro, inclinado en ángulos extraños, deformes, con su armadura aplastada en distintas partes, mostrando una figura grotesca.
Sus brazos, con las espadas incrustadas, que asemejaban dos manojos de cordeles deshilachados, comenzaron de pronto a recobrar forma, refulgiendo como auroras boreales, borboteando pesadamente como denso magma, engullendo las dos espadas y sus respectivos anillos.
De sus muñones en las manos brotaron rápidamente cinco nuevos dedos. Uno de ellos creció como un tentáculo salvaje hasta donde estaba el espadón, y una vez que lo hubo sujetado, se retrotrajo hasta el cuerpo del Hombre Negro, para devolverle su arma.
Sin mediar instancia, blandió aquella horrible arma, impactando en el pecho del Príncipe Elfo, que apenas reaccionó ante aquella estocada, y cayó herido hacia un costado.
El Zombie dio dos largos pasos hasta posicionarse ante Sigurthiel.
A sus espaldas se escuchaban los gritos de Lorelian y otros personajes movilizándose.
En el suelo, el Príncipe Elfo se sujetaba la herida, que le recorría el pecho desde el cuello hasta el abdomen, sintiendo como la vida se le escapaba, como su sangre y vísceras lo desbordaban. Sintió un frío profundo. Sus ojos temblaron. Ya no pensaba. En su mente circularon algunas imágenes, pero ya no significaban nada. Pronto serían nada.
Una oscuridad ocultó las luces del estadio. Una silueta negra con forma humana apareció en el tope de su campo visual. Sintió algo agudo en su garganta, luego un dolor, un horrible dolor que lo penetró en la boca, atravesando su lengua, su paladar, y cuando comenzó a ahogarse en sangre todo se apagó.

En medio del espanto dentro de la pista, un estrépito comenzó a crecer del otro lado del Domo. Los participantes, en presa del asombro de la unión del Zombie y la ejecución del Príncipe Sigurthiel, rompieron aquel trance y volvieron sus rostros a las gradas. Crecía el fuego y el humo, encapsulado en los estrechos pasillos del estadio. Un color turbio, como gris oscuro con destellos de llamaradas, comenzó a rodear el Domo, hasta que ya no se pudo ver más de lo que pasaba afuera de aquel vidrio impenetrable.



Final del segundo uno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario