Los
Elfos sonreían, orgullosos, a bordo de su potente auto reforzado, con sus inmaculados
cabellos al viento. Sus arcos eran infalibles; su puntería, intachable. Aquel
deslizarse entre tal magnitud de obstáculos y pruebas y salir airosos era puro
regodeo para ellos.
El poderoso motor del Viper 1996 se abría
paso en la pista como una saeta enardecida, dejando tras de sí una estela de
fuego y un rugido atronador que brotaba del magnífico motor, que trabajaba por
primera vez al cien por cien de su capacidad, crepitando como el corazón de un
volcán, luchando contra la estructura metálica que lo limitaba.
Desde el auto, el equipo de Elfos y Enanos se
despachaba con una serie de ataques casi coreográficos, del que surgían flechas
y estocadas estratégicamente colocadas. Las Princesas Élficas lanzaban sus
flechas desde la cabina. Desde los alerones iban colgados el Príncipe
Sigurthiel y dos de los Enanos, equipados con armaduras ridículamente
opulentas, armados con potentes hachas y mazos, dando saltos heroicos y
volviendo al auto. Los Enanos trabajaban en equipo, impactando tremendos golpes
a través de ajustadas combinaciones, a la vez que hacían defensas espectaculares
ante los choques con los otros participantes. En aquel tornado que era el
centro de la pista, el auto esquivó una potente llamarada, pasó un embate de la
Bestia, a la cual dejó con un corte en la espalda, evadió al Unicornio
acorazado y vio pasar como rayos al Vampiro y Superhéroe, envueltos en una
carrera demencial por los aires. Arriba, una sombra alada cubría todo el
espectro de visión; al frente, el auto se dirigía hacia su presa: un Dinosaurio
con una chaqueta de cuero de doscientos metros de altura.
No habían pasado ya veinte milésimas de
segundo, y se habían producido una enorme serie de encuentros, demasiado
rápidos para discernirlos; los Elfos se disponían a cargarse a su primera
víctima.
Una ráfaga de flechas cubrieron el rostro del
Dinosaurio, aunque apenas lograron penetrar en su dura piel, pero fueron
suficientes para fastidiarlo. El T-Magnus aullaba del dolor mientras lanzaba
dentelladas de pura rabia, impotente. El auto se acercaba. Agudizó su atención
y alineó su cráneo con la columna, preparando un ataque.
En ese momento, sucedió algo increíble: una
frenada en seco de las ruedas de adelante clavó al Viper de punta; la trompa
iba dejando una estela en el suelo mientras resbalaba, pero los Enanos lograron
estabilizarlo. El Príncipe Sigurthiel, con su legendaria espada bien sujeta con
ambas manos, salió disparado desde el alerón por el efecto de la frenada a una
velocidad abismal. El Dinosaurio, con sus enormes ojos amarillos bien abiertos,
producto de la sorpresa, apenas atinó una reacción, pero ya era tarde: tenía al
Príncipe sobre él.
La fuerza del salto era tal, que la espada
entró en la punta del hocico y salió por el final de la frente, abriendo su
cara por la mitad, liberando un torrente de sangre caliente que bañó por
completo al Príncipe; su tersa piel, su armadura azabache opaco y sus pelos
negros inmaculados y trenzados quedaron enlodados en una viscosa sustancia
carmesí que hasta hace unos segundos había sido liquido vivo recorriendo el
laberinto de venas y arterias del inmemorial Tiranosaurus-Magnus.
Sin embargo, Sigurthiel encontró al cráneo
del Dinosaurio más fuerte de lo esperado. Había especulado con partirle la
cabeza por completo y destrozar su cerebro, pero su espada solo besó la
superficie de la carne. Al tocar el hueso, el filo halló una resistencia
increíble.
A lo lejos, una llamarada envenenó el aire;
una especie de energía blanquecina cruzó la arena de punta a punta, generando
un estruendo; el Príncipe Élfico volaba empapado en sangre, del otro lado del
Dinosaurio, que boqueaba con la cara partida. El Viper retomó su marcha por
entre las piernas del T-Magnus, atrapando del otro lado a Sigurthiel, que caía
estilizadamente como una pluma guiada a control remoto hasta entrar por la
ventana del techo hacia la cabina del auto.
El Dinosaurio se dio vuelta, con el rostro
congestionado, loco de dolor. Pero lo que lo enceguecía no era el sufrimiento,
sino la ira. Buscaba el auto. La sangre le chorreaba por la boca, se le metía
en las fosas nasales y lo ahogaba; pero sus ojos no dudaban: seguían al auto
con una fijación delirante, mientras latían ensangrentados como dos soles a
punto de estallar.
Arriba, en la parte alta del Domo, varias
sombras surcaban el aire con velocidad. El Vampiro volaba como un torpedo por
todo el estadio, sin quedarse quieto. Iba lanzando golpes y disparos a quienes
se cruzaban en su camino. Nadie podía alcanzarlo, y él se regodeaba en esa
rapidez y destreza. Sus adversarios intentaban atacarlo sin éxito, mientras el
Vampiro sonreía al ver los intentos fallidos, y contestaba con provocaciones y
ataques arteros a quienes estaban concentrados en otros enfrentamientos. Sus
rivales se desgastaban en intentar perseguirlo y conseguir golpearlo, mientras
que él podía estar el día entero dando vueltas por el aire. Sus cabellos negros
ondeaban al viento, igual que su tapado oscuro, mientras en su rostro se
dibujaba una sonrisa maliciosa. Se estaba divirtiendo.
En la parte baja de la pista, el T-Magnus y la
Bestia mitológica estaban quietos en sus lugares, observando la velocísima
circulación del resto de los participantes. Sobrepasados por el ingenio de los
personajes más vivaces, pasaban instantes de zozobra, tratando de orientarse, y
recibiendo golpes por todos los flancos sin conseguir saber quién se los
propinaba.
El T-Magnus daba carreras cortas, siempre con
la mirada fija en el Viper, que daba vueltas por el contorno del Domo. En
cuanto el Viper cambiaba de dirección repentinamente en busca de un nuevo
contrincante, el T-Magnus se detenía, y volvía a calcular la embestida.
Mientras tanto, la Bestia, en el centro del Domo, era lo más parecido a una
torre de piedra, un antiguo bastión que resistía brioso todos los embates de
aquella tormenta de mierda. Sus reflejos se habían atontado ante tal despliegue
de fuerzas, por lo que se agazapó en el centro y desviaba ataques sin moverse
demasiado.
Rechazó con su brazo un choque del Unicornio
mortecino, al tiempo que se cubría el rostro de una espada élfica que pasó a
toda velocidad impulsada por el Viper, dejándole un horrible corte del codo
hasta la muñeca. De la herida brotaba un fuego azul que le generaba un escozor
demencial. A su lado estallaban destellos producidos por los ataques del Mago y
el Superhéroe, no necesariamente contra él, pero que terminaban por complicar al
resto.
Desde atrás recibió un brutal golpe del
Vampiro, justo en la base del cuello, que le hizo un sacudir la cabeza, pero
que sin embargo no logró moverlo de su posición. A lo lejos, veía increíbles
explosiones y ráfagas de fuego que enturbiaban el ambiente, haciéndolo parecer
el interior de un volcán o de una supernova a punto de estallar y fundirse con
el resto de la galaxia en forma de polvo estelar.
Los ruidos eran ensordecedores, y la
atmosfera estaba cargada de una energía que no podía ser contenida por aquel
recinto.
El caos reinaba en el interior del Domo. El
humo de la combustión del fuego del Dragón, los rayos de energía enviados por
el Superhéroe, los poderes del Mago, el Vampiro volando en todas direcciones.
Los espectadores no sabían dónde mirar; todo pasaba tan rápido, tan a la vez.
El Viper se movía con una velocidad delirante, arrasando todo a su paso. El
grupo de Elfos y Enanos entraba y salía del auto con un accionar estratégico,
dejando a su paso una estela de destrucción, pero manteniéndose inmunes al
resto del caos. Las flechas volaban e impactaban siempre en sus objetivos. Las
dagas cortaban, los martillos machacaban, el auto resistía, siempre en
movimiento.
El Zombie salió despedido de su caballo al
ser golpeado en el pecho por una de las masas de los Enanos, que hundió
espantosamente su peto. Su cuerpo quedó tirado a un costado, mientras el corcel
daba vueltas en círculos sin su jinete como un trompo fuera de eje.
En un momento, se hizo la noche en medio de
la pista. El Dragón, que se había mantenido en la parte alta del Domo, abrió
por completo sus alas para tapar la visión y tomar altura; luego inició un
descenso en picada a una velocidad sorprendente. Cuando estuvo situado cerca
del centro, su cuello comenzó a fulgurar, como un diamante que repentinamente
cobra vida y activa toda su luminosidad mineral. Su boca se abrió, dejando
salir al mismísimo infierno. Un torbellino de fuego de tamaño colosal envolvió
casi por completo el suelo del Domo, centrándose en el pilar central que se
encontraba en medio: la Bestia, agazapada, se vio envuelta en magma.
El resto de los competidores buscaba alguna
manera de evadir ese campo ardiente que cubría la superficie de la pista como
una inundación descontrolada. El Hombre Desintegrado y el Vampiro se
escabulleron a lo alto; el Viper reunió a sus pasajeros y comenzó un acenso
veloz por la parte curva del coliseo, manteniéndose casi en noventa grados; el
T-Magnus daba saltos, desesperado. Del Unicornio nada se pudo ver.
Por un instante, solo se veía un tornado de
fuego, ardiendo en espiral, cubierto por el espectro alado. El movimiento
cíclico de las llamas alrededor de la torre era hipnótico: las flamas danzaban
de forma pareja y parecían circular en cámara lenta en una elipse eterna.
El batir de las alas del magnífico Dragón hacía
ondear las llamaradas, que eran ahora un mar que cubría el suelo calcinante,
atentando contra toda forma de vida.
De pronto, una sombra emergió del magma. Impulsado
por un salto salvaje, la figura impactó en el vientre al Dragón, el cual emitió
un estruendo lastimoso mientras se desplomaba sobre la pista, dando tumbos en
el aire.
Una mole de piedra surgía en el aire como una
bala de cañón. En el centro de la pista se detuvo el tiempo en el momento en
que la Bestia, a contraluz, surgía del infierno como un ángel redimido.
Sin embargo, no se podía decir que hubiese
salido indemne; a medida que el impulso del salto se desgastaba, se podía
apreciar a la Bestia en un estado lamentable: chamuscada, desprovista de pelo,
con los brazos completamente negros y el rostro casi en carne viva, sin orejas
ni labios. Estaba abatida, pero llena de furia.
Y la furia, en un ser de esa naturaleza, es
alimento; va en ascenso, es exponencial. En cuanto llegó al punto más alto de
su salto, cambió de posición e inició un descenso en picada. Su rocosa
consistencia le deba a la caída casi un status de cometa; la velocidad avanzaba
ante la dinámica de aquella caída. El objetivo era un Dragón gigante, aturdido,
inmóvil. No iba a fallar.
El resto de los participantes se quedaron
atónitos ante aquel cambio en los eventos.
La Bestia cayó con toda la furia de su peso
ungida en la base de su cráneo: alineó toda su columna de forma tal de que
formase una lanza de concreto con la potencia de una colisión estelar. El
Dragón estaba tendido, apenas arrastrándose por el golpe en el pecho que lo
había dejado paralizado; su columna estaba expuesta.
En el último instante, sin embargo, la
potente caída de la Bestia se vio impedida por algo. Un campo transparente,
como una barrera de aire condensado, englobó su cuerpo hecho bala de cañón,
disminuyendo su fuerza. Era el Mago, y su condenado báculo, jugando su última
carta antes de convertirse en comida para espectros.
No obstante, la fuerza del embate era tan
brutal que atravesó el campo energético, tirando al Mago hacia atrás. Con un
manotazo de ahogado desesperado, logró asirse a uno de los cuernos que brotaban
de la columna del Dragón antes del impacto.
Los cuernos de la Bestia se incrustaron
violentamente sobre el lomo del Dragón, mientras que su duro cráneo impactaba
de lleno sobre su columna.
Otra vez, el quejido del Dragón, recorrió la
pista. Pero esta vez, la nota de dolor fue tan lastimosa que llenó hasta el
último resquicio del Domo. En los espectadores y en las transmisiones fue tal
el grado de consternación, que el estadio entero se estremeció cuando sus oídos
escucharon el aullido.
La columna del Dragón se quebró. Los cuernos
exteriores se partieron y salieron despedidos. Uno de los nexos con el ala
derecha quedó destrozado, dejando al enorme velamen tendido como una vela sin
viento. La boca de la bestia alada estaba abierta en un ángulo enfermizo,
mientras el grito ronco brotaba y brotaba sin cesar liberando una catarata de
espanto.
El Mago, en un intento desesperado de salvar
al Dragón, conjuró un nuevo campo energético, que los envolvió a ambos en una
esfera lechosa y opaca que comenzó a flotar hacia arriba, lejos del alcance de
las otras criaturas.
La Bestia se proponía dar un nuevo y potente
salto con sus piernas en forma de resorte, pero una mano brotó de entre las
llamas, sujetándole el tobillo. Luego, un rayo de dolor entró por el talón de
aquiles, mientras sentía como una daga se incrustaba, como separaba los
tendones. El contacto frío la paralizó; podía sentir el relieve de la hoja
dentro de su cuerpo.
Y luego, una bola de dientes los engulló a la
Bestia y a la mano que le había infringido la herida desde las llamas; el
T-Magnus atacaba a mansalva, en busca del auto, lanzando una serie de
dentelladas locas que tragaban fuego y carne por igual.
El resto de los personajes se dispersaba,
escapando del fuego y de la ira del Dinosaurio, mientras las fauces del
T-Magnus se debatían con la presa que había engullido. La Bestia no era un
bocado suave. Muy por el contrario, era una masa de roca compacta y fibrosa.
Sus poderosos brazos luchaban contra la potencia descomunal de la boca del
Dinosaurio. Los dientes que primero habían masticado con facilidad ahora eran
sostenidos por dos fuertes brazos, que poco a poco pasaron de simplemente
resistirse a aplicar presión sobre la mandíbula, abriéndola cada vez más.
La Bestia se encontraba llena de saliva y de
sangre del Dinosaurio, que tenía el rostro partido al medio. Sin embargo, no se
rendía. Cuando la mandíbula del T-Magnus estuvo lo suficientemente abierta como
para zafarse, le dio un golpe con la rodilla al Dinosaurio, el cual dejó de
aplicar presión y soltó a su presa.
La Bestia se escabulló, rabiosa, con una agilidad
sorprendente, y lejos de intentar escapar, se volvió hacia el T-Magnus para
enfrentarlo.
Se encontraron frente a frente en medio de un
campo de fuego. La diferencia de tamaños no era tanta: el Dinosaurio solo sería
unos diez metros más grande. La Bestia, furiosa, era cada vez más indomable.
Mientras más la atacaban, más fuerzas conjuraba, y respondía cada vez con más
velocidad y potencia.
El instinto los impulsaba a atacar
directamente a la mayor amenaza, por lo cual, encontrándose frente a frente, se
enceguecieron por atacarse. Comenzaron una demencial carrera el uno contra el
otro. El Dinosaurio, cortajeado y sangrante, y la Bestia, quemada, con un pie
lacerado y el torso mordisqueado. La furia les brotaba del cuerpo como un aura
de guerra.
Se trenzaron en un choque que sacudió la
pista. La Bestia se lanzó con sus brazos al frente en forma de tenaza. Sin
embargo, el T-Magnus sorprendió lanzándose con ambos pies para adelante, en vez
de atacar con su trompa. El resultado fue demoledor. La Bestia logró desviar
uno de los pies, que se dirigía a su rostro, bloqueándolo con su rocoso brazo.
Con el otro alcanzó a clavarle la punta de su codo en el vientre, abriendo un
nuevo torrente de sangre. Sin embargo, el Dinosaurio encajó su otro pie de
lleno en el torso de la Bestia, con toda la potencia del impulso y de su peso,
descolocándole por completo el interior del cuerpo a la Bestia, que salió
despedida con una potencia brutal hacia atrás, hasta estrellarse contra el
fondo del Domo, generando un gran estruendo, pero sin hacer la más mínima mella
a su superficie.
En uno de los costados de la arena de
combate, el Zombie se incorporaba luego de ser sacudido por el Dinosaurio.
Tenía el monstruoso yelmo partido al medio, y el peto hundido hacia adentro. La
negra armadura estaba completamente incrustada en su cuerpo, pero se movía como
si no sintiera dolor. Buscó al Unicornio, se subió con un movimiento tosco y
comenzó una lenta marcha entre las llamas, espada en alto, en busca de su
próxima víctima.
En lo alto, el Superhéroe se encontraba
rechazando un ataque del Viper, que daba saltos por pista a toda velocidad
llevándose a todos por delante, cuando el Vampiro lo atacó por detrás. El
Hombre Desintegrado no llegó a verlo, pues estaba concentrado en el auto que
estaba a punto de arrollarlo, solo sintió un fuerte golpe en los riñones que lo
dobló de dolor. Su cuerpo se comprimió, y luego fue forzado a enderezarse; el
Vampiro lo había atado con una especie de lazo resistente, dejándole los brazos
inmovilizados detrás de la espalda. Estaba debilitado y aturdido, y no pudo
zafarse. Comenzó a perder vuelo. El Vampiro lo tomó por la retaguardia y le
susurró al oído: “nos volvemos a ver”.
Acto seguido, lo empujó al fuego de la superficie dándole una fuerte patada en
la espalda.
El Hombre Desintegrado, presa de la sorpresa
y el agotamiento, estaba inmóvil. Se sentía caer a toda velocidad hacia las
llamas mientras forcejeaba con sus brazos, girando el cuerpo pero sin lograr
evitar la caída indefensa hacia el suelo incendiado.
El Vampiro miraba desde arriba con
excitación. Su aguda mente analizaba con rapidez los factores en la pista y recalculaba
su nuevo ataque. El Hombre Negro le perturbaba. Él conocía las artes oscuras, y
sabía que no era un competidor convencional. Le causaba escalofríos la manera
en que cruzaba lentamente la pista, como si estuviese inmune a todo,
indiferente.
Recordó
con horror un oscuro libro que había llegado a él tiempo, pero no, no podía
ser. Aquello era demasiado siniestro, aun para él. En lo posible, prefería no
enfrentarse a aquel espectro. Dejaría que otro rival se lo cargase.
En el fondo del Domo, las llamas del Dragón
continuaban ardiendo, aunque con menor intensidad. No se observaba más
movimiento.
De pronto, una burbuja de luz se gestó entre
las ascuas, y una estela despegó con velocidad. El Superhéroe emergió de las
llamas con el traje chamuscado, dejando a la vista una serie de tatuajes
crípticos que recorrían su cuerpo como venas negras que portan un veneno
corrosivo.
El Hombre Desintegrado mostraba sin embargo
un estado lamentable. La pelea no acababa de comenzar y ya se lo veía pertrechado,
cansado y quemado, incluso hasta distraído, casi fuera de sí, como alguien que
no entiende donde está ni que hace allí.
Daba vueltas ahora en dirección opuesta a la
del Vampiro, buscando recobrar el aliento, alejándose también de la Bestia y el
T-Magnus y su amenazadora potencia. Desde un costado, el Viper de los Elfos
rugía, con su motor a toda máquina, haciendo danzar las llamas a su paso.
Lithil, la más pequeña de las Princesas Élficas, abandonó el auto de un salto y
cayó en espiral hacia donde se encontraba El Hombre Desintegrado, buscando
liquidarlo.
Con una acrobacia espectacular, Lithil se
lanzó como una araña hacia el Superhéroe, que escuchó el ruido del auto a sus
espaldas un microsegundo antes del impacto. La esquivó con un ágil movimiento
lateral, y le lanzó un haz de energía, que impactó de lleno en la Elfa. Sin
embargo, ésta se cubrió con sus brazos, y la armadura rechazó el poder como si
de viento se tratase. El Superhéroe, sorprendido, se vio de repente con la Elfa
cayéndole a gran velocidad sobre el rostro.
Ésta comenzó a lanzar ataques con sus dagas, hiriendo
las manos y brazos del Superhéroe, que se defendía como podía.
Finalmente, el Superhéroe logró sujetarle las
muñecas, inmovilizando por un segundo sus ataques. Lithil pudo ver de cerca sus
tatuajes. Lo que parecían líneas negras era en realidad un complejo entramado
de runas e inscripciones, en un idioma que no logró descifrar, una mezcla de letras
árabes y jeroglíficos egipcios. Intentó liberarse, pero encontró una
resistencia descomunal en el agarre del Superhéroe, que a pesar de su aspecto
disminuido la sujetaba con firmeza. Sus manos emitían un calor particular, una
vibración constante, como si la materia de su cuerpo fuese de una complexión
distinta a la del suyo. Suspendidos en el aire, permanecieron un micro instante
en un extraño equilibrio. Sus ojos se cruzaron en un momento. El Hombre
Desintegrado tenía una mirada compleja, abismal, que ella de alguna manera supo
leer. Sin saber porque, se estudiaron en un instante sin tiempo despojados de
toda beligerancia, como si dos mundos completamente distintos abriesen sus
puertas el uno al otro y permitieran conocer historias profundas, cargadas de
dramas, amores y desencantos.
Fue entonces cuando la Elfa reaccionó. Su
corazón latía con fuerza. No podía perderse en mares de universos desconocidos
en medio de aquel caos. No podía perder tiempo ahora en entender porque los
ojos de aquel hombre le generaban tanta conmoción, casi hasta el punto de
hipnotizarla. Evadió la sensación de
empatía que le generó su mirada. Era una súplica. Era un lamento. Ella lo
entendía. Pero ahora no podía lidiar con aquello. Su padre, el Rey Ilirioth,
estaba mirando. Mucho dependía del resultado de aquella pelea, y de la
performance de cada uno de los Príncipes.
Con un rápido movimiento de piernas le
propinó una serie de golpes en el torso al Superhéroe, desestabilizándolo. Con
una ágil maniobra, se las ingenió para dar un espectacular rodeo hasta quedar
atrás del Hombre Desintegrado.
La energía del Superhéroe se notaba en
descenso. Sus reacciones eran lentas, y sus ojos se comprimían y dilataban,
como presa de una reacción química.
La Elfa le colocó una de las dagas en el
cuello. Comenzó a hacer presión, y la daga ingresó en la carne. Sin embargo,
algo en su mano le obligó a detenerse. No supo entender bien por qué. Retiró la
daga del cuello; con sus dos pies apoyados en la espalda del Superhéroe, sobre
su traje chamuscado y su piel llena de inscripciones negras, se impulsó y saltó
hacia atrás, haciendo una pirueta, enviando al Superhéroe lejos de sí y dándose
impulso para alejarse. El Viper se acercaba a toda velocidad, y calculó la
trayectoria para volver con el equipo.
Estaba por regresar al auto, cuando una
sombra enorme se interpuso, moviéndose a una velocidad abismal.
El Tiranosaurus-Magnus cayó desde el cielo
como un meteorito, estallando exactamente en el lugar donde el auto aparecía
para recoger a la Princesa Lithil.
La Princesa chocó contra la espalda del
T-Magnus, y cayó de forma aparatosa hacia un costado.
El auto no llegó a prever la caída del
Dinosaurio. Ambas patas del T-Magnus cayeron sobre la trompa del Viper,
haciéndolo volar hacia arriba.
Los tres Enanos que estaban en la parte
trasera, agarrados por el alerón reforzado, salieron volando por los aires como
si un trampolín de gran potencia los hubiera lanzado disparados.
El que estaba en la cabina manejando sintió
que toda su realidad desaparecía, siendo reemplazada por una serie de borrosas
imágenes sin sentido.
El Viper 1996 subía dando tumbos, con el capó
y el motor hechos trizas. Sin embargo, antes de que el auto se alejase del
rango del Dinosaurio, éste lo alcanzó con su potente mandíbula, atrapándolo de
lleno. Sus dientes lo estrujaron con la facilidad que se aplasta una botella de
plástico vacía, dejándolo vuelto una bola comprimida de chatarra.
El Enano que quedaba adentro de la cabina se
debatía por su vida, mientras los materiales del auto se comprimían
violentamente sobre su ser. Estaba mareado y desorientado por los tumbos que el
auto daba en el aire. Ahora ya no giraba, pero se movía, inestable como un
terremoto. Sabía que no tenía más que unas pocas milésimas de segundo. Comenzó
a reptar angustiosamente hacia la ventana, que se cerraba cada vez más.
Su mano sujetó el borde de la puerta en el
momento en que la cabina ya se comprimía sobre su cuerpo. Comenzó a tirar con
fuerza para zafar sus piernas, cuando de repente una enorme fila de dientes,
gigantes como los brazos de un troll, se cerraron sobre sus extremidades.
Una oleada de dolor lo recorrió, desde las
piernas hasta el cerebro, paralizándolo. El auto se seguía comprimiendo y
girando dentro de aquella bestial mandíbula. Sintió que los dientes mordían
ahora su torso, pero se encontraron con la resistente armadura.
El milenario Enano no estaba listo para
rendirse. Representaba a una raza orgullosa. Se equivocaban si creían que eso
lo detendría. Con sus enormes brazos comenzó a abrirse paso en medio de aquella
infernal maraña de metal, sangre y saliva. Golpeó y golpeó hasta formar un
camino entre la negrura, y escapar de las fauces justo antes de que el
Dinosaurio terminase de comprimir el majestuoso Viper y convertirlo en una
pequeña bola de metal chamuscado, y se dejó caer.
A través de la boca del Dinosaurio se vio una
figura oscura escabullirse. El Enano caía. Estaba bañado en sangre y saliva. El
pelo de su barba y cabeza estaba empapado en aquel desagradable ungüento. Le
faltaba la parte de la pierna derecha de la rodilla para abajo, y la
pantorrilla izquierda tenía un espantoso agujero, quedando el tobillo colgando
inerte del resto de la pierna en un ángulo extraño. Mientras caía se aseguró de
rotar, de tal manera de caer impactando con los hombros.
El T-Magnus sacudía los restos del auto como
un perro ensañado con su juguete.
Enanos y Elfos volaban por el aire en todas
direcciones, dispersándose.
Unidos eran un equipo formidable, pero ahora
que estaban separados y descolocados estaban en una situación de total
vulnerabilidad. Aquel infierno no era para improvisados. Comenzaron a dispersarse
y escapar como esclavos indefensos ante la ira de su amo.
En la superficie de la pista, el fuego
comenzaba a apagarse, pero las huellas del inicio de la batalla habían dejado
su mella en el campo; por la potencia de los enfrentamientos había restos de
escombros y destrozos por doquier. El frenesí de la batalla y los movimientos
abruptos de los personajes volvía esa arena de combate en un escenario de
postguerra.
Y en ese campo accidentado, El Zombie
Acorazado era el heraldo de muerte. Avanzaba al trote sobre su Unicornio
moribundo como un inspector que recorre la fábrica controlando que todo esté en
orden… solo que para este ser el orden era el dolor y la destrucción. Tenía el
peto hundido de forma grotesca, por el que chorreaba un líquido pútrido. A
través de su yelmo partido podía apreciarse una masa negra y viscosa con un
extraño movimiento, como una textura densa en constante ebullición. Sería
incorrecto llamar a eso rostro.
El Unicornio, que había quedado atrapado en
el espiral de fuego, seguía trotando lentamente. A través de su armadura,
podían percibirse unas llamas ardiendo enfermizamente alrededor de algo que
debería ser carne. Las partes de su cuerpo parecían derretirse y descascararse,
y sin embargo el Unicornio maldito avanzaba aun envuelto en ascuas.
La capacidad de reacción y resistencia del
Hombre Negro comenzó a generar cierta extrañeza en el resto de los
participantes. Avanzaba con su caballo a paso lento, pero nadie parecía
cruzarse en su camino. Aparentaba ser inofensivo, con una actitud pasiva, como
si tuviese todo el tiempo del mundo para encontrar a su próxima presa.
Localizó al Enano herido que se arrastraba
trabajosamente entre los escombros y se dirigió hacia él, apuntándole con su
espada como una promesa de muerte.
Mientras tanto, los Elfos y Enanos buscaban
hacer pie luego de la explosión del auto. El Príncipe Sigurthiel escapaba del
T-Magnus, que ahora buscaba venganza cazando a uno por uno de los tripulantes
del Viper, persiguiéndolo con su pesado paso, estremeciendo la pista. Mientras tanto,
la Princesa Lorelian iba en pos del Enano herido, mientras dirigía al resto de
los Enanos para reagruparlos y armar un bastión de defensa.
Desde lo alto, el Mago desvaneció el campo
energético y reapareció en la pista. El fuego de la superficie se había
apagado, y aguardaban en una esquina del Domo el próximo embate. El Dragón
tenía un ala casi inmóvil y todo el lomo ensangrentado y descascarado.
La pequeña princesa Lithil había caído cerca
de la Bestia, y no tuvo más remedio que entablar combate o ser víctima de su
ira. Lanzaba ataques rápidos con movimientos de dagas en forma de cruz, y
mientras esquivaba cada contrataque de la Bestia le iba infringiendo heridas en
el pecho y torso.
Bajando desde la parte más alta del Domo, el
Mago se acercó montado en su Dragón y les lanzó un conjuro con su báculo
mientras ambos combatían, absortos. Un haz de luz de un color azulado brotó con
rapidez de la punta de su bastón. El torrente de energía surcó el aire
creciendo en grosor a intensidad.
El ataque del Mago impactó de lleno a la
Bestia, que cayó de espaldas, paralizada y boqueando. Sin embargo, para su
sorpresa, la pequeña Elfa reaccionó a tiempo, englobando el fulgor turquesa que
él le había lanzado; con hábiles movimientos de manos, comenzó a moldearlo mientras
su rostro se contraía y se iluminaba, susurrando una serie de palabras
inteligibles. El haz de energía comenzó a cambiar de formar y color, creciendo
en tamaño, y luego salió disparado hacia el Mago como una flecha efervescente,
que con terror observaba como su ataque volvía hacia él.
El Dragón comenzó a moverse inquieto mientras
el Mago caía de espaldas y perdía el control de su báculo. Con desesperación,
logró asirse al lomo del Dragón, con una mano, y con la otra pudo agarrar el
báculo antes de que este cayera fuera de su alcance.
El Dragón comenzó a descontrolarse, lanzando
llamaradas a la deriva, hasta que el Mago recobró la vertical, y, apuntando su
bastón contra la base del cráneo del desbocado Dragón, hizo brotar unas roncas
palabras que resonaron con fuerza en el Domo, después de lo cual el Dragón
pareció calmarse. El Mago recuperó el control, haciendo que comenzase un vuelo
en espiral en torno a la Princesa Élfica, pero lejos de su alcance.
— ¿Así que tú también sabes de la magia del
agua? —le gritó el Mago con su potente voz.
— ¿Cómo es posible? —murmuró ella, también
sorprendida. Ambos se mostraban desconcertados, como alguien que descubre que
su secreto ha sido vulnerado.
Se miraron fijamente, tratando de entender.
¿Acaso otra de las pruebas de aquel demencial Domo era ponerlos a prueba
psicológicamente, mostrándoles cosas imposibles, jugando con sus mentes, con
sus secretos y tesoros más preciados?
Sin embargo, no tenían ni el tiempo ni el
raciocinio para hacerlo; la adrenalina de la batalla los tenía con la cabeza
llena de violencia y de sed de sangre. La arena de batalla era un tornado
infernal girando sin piedad.
El ambiente estaba cargado de ruidos, de
olores, de tensión. Desde todos los frentes se escuchaban gritos, sonidos de
golpes, choques y estallidos, sin poder distinguir que era que, y de dónde
venía.
El ataque del Mago había dejado a la Bestia
aturdida, pero logró recuperarse pronto. Lithil y el Mago se medían en silencio,
lo que permitió a la Bestia aprovechar la oportunidad para atacar.
Inmediatamente se lanzó hacia el Dragón para intentar darle el golpe de gracia;
no había olvidado el baño de fuego que la había dejado prácticamente en carne
viva. El Mago sabía que el Dragón estaba en un estado frágil, por lo que azuzó
al Dragón para retirarse, evitando un embate de la Bestia.
La Princesa Lithil continuó moviéndose con
velocidad, buscando con su mirada a sus hermanos. La Bestia había sido
demasiado implacable para ella sola.
Se paró un momento en un montículo de roca para
observar la situación. Era presa de una desesperación total. Se encontraba sola
en un infierno sin salida, llena de criaturas brutales, implacables, del que
solo se salía eliminando a todos.
Sintió un deseo inmenso de despertar de
aquella pesadilla, pero la realidad no desaparecía.
El sonido comenzó a comprimirse hasta formar
un agudo zumbido que la aturdió, mientras la imagen frente a sus ojos se salía
de foco, turbia e inestable.
A unos pocos metros pudo ver una gran mole
moviéndose a gran velocidad. El T-Magnus pasaba a paso rápido persiguiendo a
Sigurthiel, que corría en zig-zag evitando las dentelladas del Dinosaurio. El
suelo retumbaba ante su titánico paso.
Hacia la derecha escuchó gritos, desesperadas
llamadas de auxilio; era su hermana, y los Enanos que resistían ante el asedio
del Hombre Negro. Se dirigió en aquella dirección para ir a ayudar a Lorelian a
salvar a los Enanos, que se cubrían como podían ante las potentes estocadas del
oxidado espadón. Mientras se escabullían por la pista entre los escombros,
parecían insignificantes, impotentes ante aquellas monstruosas bestias.
En lo alto, el Mago logró quitar a la Bestia
del Dragón, que rugía de furia y desesperación, volando lejos de su alcance. La
Bestia cayó aparatosamente al piso, impotente. En medio de aquella furia, se
encontró con el Vampiro, que lo miraba con sorna, con una suerte de sonrisa
macabra en el rostro.
Había estado esperando un momento así para
probar su valía. Sabía que el evento estaba siendo visto por millones de
personas, y su orgullo le pedía protagonismo. No podía evitarlo.
El Vampiro sabía que debía hacer uso
de su extrema velocidad si quería tener una oportunidad ante la potente
criatura mitológica. Intentando despistarla, se quedó estático, simulando
prestar atención a otros choques de la batalla, dejando que la Bestia creyera
que lo tenía; cuando se abalanzó hacia él, hizo una finta, se detuvo en seco, y
con un giro de ciento ochenta grados y se posicionó detrás de la Bestia: le
propinó una serie de patadas y golpes de puño que dejaron a la Bestia atontada,
pero para nada debilitada.
El
Vampiro estaba contrariado. Cuando sus golpes encontraron el cuerpo de la
criatura mitológica, sintió que golpeaba a una montaña. No esperaba tal
resistencia. Podía ver las tremendas heridas que tenía la Bestia, y que sin
embargo se movía con una furia sin precedentes. Se dio vuelta con un revés
brutal, agitando el codo y la afilada cornamenta que tenía allí, y el Vampiro
tuvo que agacharse a toda velocidad. Sintió como la potencia del golpe le
agitaba los cabellos.
El
Vampiro se vio de repente esquivando a toda velocidad ataques furiosos de la
Bestia, que cada vez aumentaba su furia y las combinaciones de sus golpes, como
si la esencia misma del torneo lo pusiese furioso. Cada segundo que pasaba
ponía a la Bestia en un modo más y más implacable. Un rugido brotaba de su
cuerpo con cada movimiento.
La
idea de derrotar a la Bestia de repente llenó al Vampiro de ambición. Si había
alguien que derrotara a aquel fenómeno, sería él. Preparó un contraataque a
base de velocidad, freno y contramarcha, despistando a la Bestia; esperó el ataque
del brazo derecho de la Bestia, se agachó en el último segundo y cuando lo tuvo
a su merced se impulsó con el suelo y encajó un tremendo rodillazo en el centro
del pecho de la Bestia, que por un instante se vio derrotada, sin aire y sin
respuesta motriz.
Una
leve sonrisa se pintó en los labios del Vampiro. Era una sonrisa de triunfo,
que también se translucía en un brillo de orgullo en sus ojos.
En
ese momento, un ataque del Superhéroe lo encontró. El haz de energía lo impactó
de lleno en la espalda, derribándolo.
Y
para colmo, la Bestia, ya recuperada y doblemente furiosa, le propino un golpe
de puño doble en el pecho, poniendo su mundo en blanco y dejándolo
completamente sin aire y aturdido. Su cuerpo salió disparado hasta estrellarse
contra el costado del Domo. Esta jaula era realmente un reto insondable.
La
Bestia dio media vuelta, y comenzó a perseguir a lo primero que tenía cerca: la
pequeña Lithil, que se disponía a ayudar a su hermana y los Enanos del Hombre
Negro.
El
Vampiro estaba arrastrándose por el piso luego de chocar violentamente contra
la pared del Domo. Apenas llegó a recuperar el aliento, dándose vuelta lo más
rápido que pudo, vio que una masa negra se cernía sobre él. Era el Dragón del
Mago, dispuesto a bañarlo de fuego. Apresuradamente se desvaneció,
reapareciendo arriba de todo, en el centro de la pista, para recuperar el aire.
Sin embargo, no tuvo más de una milésima de
respiro, pues el Superhéroe lo perseguía incansable, buscando venganza. Una ira
lo alimentaba dotándolo de una energía que no podía ser contenida por su
cuerpo.
Se impulsó con una velocidad demencial, dejó
que los átomos de su mano se revolucionasen en un haz de luz, y con aquel puño envuelto
en un aura fulgurante buscó el rostro del Vampiro.
Sin embargo, éste, a pesar del estupor, tenía
una capacidad de reacción asombrosa. Se inclinó hacia atrás para disminuir el
impacto, y con ambas manos detuvo el puñetazo, desviándolo hacia arriba para no
absorber toda la fuerza del golpe.
La colisión fue épica. En medio del aire, su
encuentro destacaba entre las volutas de humo, las luces de las llamaradas, los
destellos y los estruendos.
A pesar de haber zafado de un impacto
directo, su orgullo no pudo disimular que sus inmaculadas manos le ardían de
una forma horrorosa. Y el Hombre Desintegrado seguía buscándolo con una rabia
creciente. De su piel brotaba una especie de aura brillante. Buscó provocar al
Superhéroe para que su furia le nublara el juicio.
—No esperaba verte aquí. Decían que estabas
muerto, pero yo sabía que no era verdad. Por cierto, te manda saludos el-Fakir.
Ante las palabras de aquel nombre
pronunciadas en voz alta, el Superhéroe se estremeció de ira.
—Maldito seas Luc. Rompiste el trato. ¿Es que
no conoces la palabra ‘Honor’?
El Vampiro insinuó una tediosa sonrisa. El
Superhéroe había mordido el anzuelo.
—El árabe gritaba tu nombre mientras lo
torturábamos. Creo que esperaba que aparecieses y lo rescatases —dijo entre
risas.
El Superhéroe, entre tanto, hervía de rabia
al tiempo que continuaba lanzando puñetazos, que el Vampiro esquivaba echándose
hacia atrás con movimientos de cintura.
—Todo vuelve —Rugió el Hombre Desintegrado—
Espero que lo sepas. Para bien o para mal. En esta vida o en la próxima. Aunque
tu paga se encuentra cerca, muy cerca.
Su rostro estaba desfigurado. Cubierto en mugre
y sudor, con el traje chamuscado y el cuerpo cubierto de tatuajes e
inscripciones, su expresión desencajada rozaba lo ridículo.
El Vampiro se hubiese reído, a no ser porque
el cuerpo del Superhéroe comenzó a fulgurar, y los tatuajes de su cuerpo
comenzaron a moverse y cambiar. La extrema vista del Vampiro logró ver que las
runas de los tatuajes estaban en constante cambio, como una catarata, una mano
que escribe en silencio.
Su garganta se tensó. Emitió un grito de
guerra, y comenzó a lanzarle poderes y haces de luz. El Vampiro se estremeció e
inició una retirada; por primera vez tuvo miedo. Había desatado algo que no
podía volverse atrás. Comenzó una huida mientras veía como El Hombre
Desintegrado cambiaba su condición y se transformaba en un ser temible.
Se trenzaron en una carrera abismal. El
Superhéroe lo perseguía a altísima velocidad, sin lograr atraparlo. Había
entrado en el juego del Vampiro.
En el costado opuesto de la arena, el
Príncipe Élfico había logrado burlar al T-Magnus, solo para toparse con el
Hombre Negro asediando a su hermana y a dos de los Enanos. Con un grito llamó
al ser acorazado, retándolo.
Éste hizo girar a su corcel en busca de quien
le había desafiado. Sigurthiel lanzó un rápido ataque con su espada, que
encontró a la espada del Zombie firme, aceptando el duelo.
Con un gesto de su cabeza, el Príncipe Elfo
indicó a su hermana que escaparan.
Ahora él y el Zombie se medían con extrema
cautela. La arena ya era un campo infernal de muerte y destrucción, con la
superficie calcinada y despidiendo pútridos vapores, con restos de chatarra y
surcos y grietas producto de los choques y ataques. Pero a ellos dos los
envolvía un extraño silencio, como si se encontrasen en una estancia de aire
tan turbio que los ruidos no penetraban la atmosfera.
Las manos de Sigurthiel sujetaban con extrema
tensión los mangos de sus milenarias espadas. Sus ojos se entrecerraban,
denotando la máxima concentración que exigía aquella prueba llena de estímulos
y escollos.
Sus negros cabellos bañados en sangre se le
pegaban en el rostro, dándole un aspecto fiero.
Todo se estaba yendo al demonio. El plan se
había echado a perder a los pocos segundos de empezada la pelea. Habían perdido
el auto, se habían dispersado, los cazaban como moscas, y apenas lograban
defenderse de aquellos terribles seres.
Pero no todo estaba perdido. Si lograba
cargarse al Hombre Negro, probaría su valía ante el resto de los participantes.
Tal vez con ese respeto pudiesen reorganizarse y buscar nuevos ataques
conjuntos.
La gloria debía ser suya. Él era el líder. El
hijo del Rey. El heredero. Los demás debían seguirlo, acatar sus directivas.
Era su única chance. Y para eso necesitaba cargarse al terrible caballero
muerto.
Sin embargo, antes de que comience la danza
de espadas, la Princesa Lorelian apareció sorpresivamente de un costado y
ensartó su espada en la parte trasera del Unicornio, tumbando a ambos caballo y
al jinete, al tiempo que el desdichado corcel gemía horriblemente.
Sigurthiel, encolerizado, rugió: — ¡Lorelian,
NO! ¡Déjame solo! Yo me encargo. Ya hablamos de esto. Vete.
Su hermana dudó un momento, pero los ojos del
Príncipe estaban cargados de un odio y una tensión que no admitieron discusión,
por lo que se volteó y dirigió a los dos Enanos hacia un costado, en busca de
una posición fuerte. Buscaba a su hermana pequeña, pero no podía encontrarla.
El Hombre Negro se puso trabajosamente de
pie, parándose primero sobre una rodilla. Volvió a encarar al Príncipe,
proponiéndole un duelo cuerpo a cuerpo, señalándolo con la espada, como si lo
estuviese condenando.
Nunca emitió palabra.
La potencia de las criaturas más grandes estaba
haciendo mella en los Elfos y Enanos. Tras los restos del Viper 1996, aquella máquina
perfecta convertida en chatarra, Lithil se escondía de la Bestia, que la
perseguía ferozmente. Con sus potentes brazos, arrojaba los escombros que había
en su camino hacia un costado como si se tratase de maleza.
La localizó detrás del auto, y aceleró su
marcha. Embistió el auto con su cornamenta, quitándola del camino. Lithil se
apartó justo a tiempo para no ser arrastrada por los restos del Viper, que se
estrelló contra la pared del Domo.
La Bestia comenzó una combinación de ataques
brutales, ágiles y rápidos considerando el tamaño de la criatura y el estado en
el que se encontraba. La pequeña Princesa se protegía de la Bestia con gracia,
alternando cambios de dirección, evasiones y saltos, pero los ataques eran
demasiados. Atacaba sin piedad, como un toro enzarzado, herido y furioso,
dispuesto a todo, sin medir las consecuencias, sin importar la muerte, sin
mañana.
La defensa de Lithil era impecable, pero el
cansancio comenzó a hacerla ceder. Su armadura resistía, y sus dos dagas iban
cortando constantemente a la Bestia, pero ésta no se detenía. Rugía y gruñía, y
desde su pecho brotaba un ruido pesado y estremecedor.
La Princesa comenzó a retroceder. En un
momento, su pie se topó con un pedazo de pista suelto, deteriorado por las
llamas, lo que la hizo perder el equilibrio y trastabillar. Fue entonces cuando
la Bestia realizó un fuerte ataque con ambos puños sobre el pecho de la pequeña
Elfa.
Lithil sintió con espanto como su armadura
cedía se desprendía. Su esbelto cuerpo quedaba a la intemperie. Por la fuerza
del impacto, su yelmo salió disparado, dejando sus cabellos castaños flameando
en el aire mientras la Princesa salía disparada hacia atrás.
Uno de los Enanos corrió a ayudarla, pero la
Bestia lo vio de reojo y lo mandó a volar con un codazo de media vuelta. Luego
se impulsó con sus piernas hacia Lithil y le propinó un fuerte mandoble en la
espalda.
Desde la derecha, otros dos Enanos se
acercaban desesperados para proteger a la pequeña Elfa. La Bestia ahora la
había agarrado por la espalda y la zamarreaba como uno oso furioso; Lithil
sollozaba mientras la Bestia la sacudía, golpeándola contra el piso.
En ese instante, dos hachas mordieron cada
una de las piernas de la criatura. Los brazos de los Enanos, acostumbrados a
trabajar la roca, atacaron con tal fuerza y destreza que lograron que el ataque
penetrase profundamente en el cuerpo de la Bestia.
Apretó las fauces en señal de dolor, pero no
gritó. Sus manos estaban ocupadas en la Princesa y no podía defenderse. Fue
entonces cuando la arrojó con toda su fuerza hacia arriba, con rabia, y con
cada uno de sus brazos detuvo justo a tiempo los nuevos hachazos de los Enanos.
En medio de aquel caos de choques, cada vez
más feroces, cada vez con menos estrategia y más desesperación, el cuerpo
inmóvil de la Princesa Lithil, tercera hija del Rey Élfico Ilirioth, la más
dulce de las todas las Elfas, flotaba suspendida entre la bruma, desprovista de
toda armadura.
La imagen parecía salida de una pintura
impresionista; el cuerpo bañado por un haz de luz, suspendido entre una serie
de texturas caóticas de tonos oscuros, rodeada en la parte baja por criaturas
enormes que batallaban entre sí sumidas en la negrura, con sus contornos apenas
destacados por los albores del desastre, creando una sensación de abismo
infernal intervenido por una divinidad que quería preservar algo de pureza
entre la anarquía.
Una delicada figura en el centro, recubierta
por una suerte de aura blanca, mostraba su oscura silueta en contraste con
aquel desastre.
El Vampiro, en un segundo fuera del tiempo,
posó sus ojos en esa imagen, quedando absorto, rendido. Vio a la Elfa volar con
su cuerpo extendido, llena de gracia, con sus cabellos al viento y su rostro
inerte iluminado, cobrando aún más belleza en su indiferencia ante la batalla.
Estaba esquivando ataques del Superhéroe,
pero la imagen de la Princesa Élfica lo absorbió. Se encontraba enceguecido.
Buscó la manera de quitarse de encima al Superhéroe y voló hacia la ella.
Los
ojos penetrantes del Vampiro vieron entonces un espectáculo maravilloso,
inédito hasta entonces.
El
mundo se detuvo. El resto de los participantes se quedaron inmóviles mientras
el Vampiro observaba. Era el ser más extraordinario que jamás había visto en
sus cientos de años vida. Una Elfa, la Princesa, la hija del Rey Elfo; conocida
era la leyenda de su incomparable belleza, y se decía no solo que era la Elfa
más bella del reino, sino más bella aun que todas las doncellas que jamás
habían existido. Y según el juicio del Vampiro, esa caracterización se quedaba
corta. Palabras faltaban para describir semejante belleza, que ahora estaba al
alcance de él, a solo unos metros, desprotegida.
Su
pequeño y dulce cuerpo era la personificación de una hermosura simple y exacta,
aumentada por la realeza de su linaje, cayendo en cámara lenta, como
suspendida.
Su
pelo flameaba en el viento. Su piel era el terciopelo más suave que jamás
existiera.
La
mirada del Vampiro se posó irresistiblemente en su cuello, terso como un cisne
impoluto.
Se
sintió salivar. Su cuerpo se revelaba. Su mano temblaba sutilmente, sus ojos se
abrían grandes y palpitaban. Sin poder resistirlo, se desvaneció y apareció
detrás de la desamparada Elfa. Disfrutó esa ínfima pero eterna milésima de
segundo en donde sus manos rodearon, una, el vientre de la Elfa, sujetándola
contra sí, la otra, el costado derecho del cuello y la aguda mejilla de la
Princesa, mientras la giraba hacia la derecha para dejar el lado izquierdo
listo para hincar los dientes en ese manjar milenario. Estaba a punto de
cometer un ultraje legendario, universal, sin precedentes, a la vista de
millones de personas. Acaso la idea de esa perversión, de esa laceración de lo
inmaculado, le acrecentó la excitación y el morbo. Acercó su rostro hacia el
cuello, mientras sentía como la Elfa se crispaba e intentaba vanamente
resistirse. Su olor llenó cada célula de su cuerpo. Con desesperación absorbió
su esencia, mientras abría la boca y dejaba que sus enormes colmillos
penetraran la barrera superficial para liberar el torrente de sangre de
Princesa añejada en aquel cuerpo perfecto y eterno.
Los
dientes ingresaron y el sabor de la sangre lo sobrecogió. Las descripciones del
éxtasis extremo que sintió en aquel momento son innecesarias de tan inexactas.
Sus
manos detenían a la Elfa y sentían como intentaba resistirse sin poder zafarse.
Su corazón desbocado, producto de la desesperación, bombeaba más y más sangre,
que desembocaba en la boca del Vampiro, llenándolo. El sabor se amplificaba con
el miedo de la víctima, su terror absoluto, mientras la muerte que se cerraba
sobre ella. Siguieron cayendo, sin tiempo, como en una realidad paralela,
mientras las pupilas del Vampiro se dilataban de un placer sin precedentes.
El
talismán que tenía Lithil entre los pechos tembló en el aire y centelleó por
última vez, como una epifanía.
Apenas
llegaron a ver la sobra que los engullía. Un leve fulgor, como un destello, y
luego la negrura. Una furia indescriptible los devoraba. El ruido del estadio
se apagó súbitamente, así como la vista de las gradas. No alcanzó a decirle
adiós al mundo cuando su cuerpo se estremeció y se partió en mil pedazos bajo
la potente mandíbula del T-Magnus, que lo destrozaba a él y a la Princesa en
menos de una milésima.
Puede
decirse, sin embargo, que su triste y solitaria vida se terminó en el mayor de
los placeres, bebiendo el dulce néctar de una vida milenaria, esa sangre de
Princesa Élfica, un manjar que el Vampiro nunca soñó con probar, y que acabó
con su vida. El Vampiro abandonó este mundo con ese precioso trago recorriéndole
la garganta, saturando su sistema sensorial, saturando todo su ser. Murió con
la boca llena de sangre de Princesa. Supongo que es algo que no muchos pueden
decir.
Se escuchó un grito.
Luego otros dos.
Los Enanos y Lorelian miraban con espanto
como el Dinosaurio, aquella bestia brutal e incontenible, aun en un estado
deplorable fruto de las heridas, masticaba con furia a la pequeña Lithil.
La consternación se había propagado, no solo
en la familia real, sino en un espanto general que recorrió las gradas, se
atascó en los estómagos de los espectadores que veían en sus casas, presos de
sus pantallas.
La forma en que aquel ser de tan
inconmensurable belleza era destrozado a la vista de tanta gente generaba una
repulsión que inducía al vómito.
Sin embargo, su hermano mayor no compartió
esa sensación. Sigurthiel no tenía tiempo para llantos. Casi parecía no
lamentar su perdida. Estaba demasiado concentrado en su combate con el Zombie.
Siempre fue rara, pensaba el Príncipe,
mientras rechazaba los ataques del Hombre Negro. Siempre causando problemas.
Nunca haciendo lo que la familia necesitaba de ella. Siempre vagando por los
bosques en soledad. Sabía que no era una buena idea que viniese.
Le había prevenido a su padre, le había dicho
que lo enviase solo a él, que como primogénito, él se encargaría de poner bien
en alto el nombre de su familia.
Pero su padre siempre tenía que hacer lo que
se él quería. Nunca tomaba consejo. Quería enviar a la familia real, sin
importar el costo. Decía que recuperar la gema con “la luz de oro y plata de
los primeros árboles” era tan importante que valía la pena arriesgarlo todo, a
cualquier costo.
Una ráfaga negra se movió a su lado. El
Zombie se desplazó a gran velocidad, tanto que casi lo perdió de vista. Lanzó
un ataque veloz a una mano desde la derecha. Sigurthiel alcanzó a verlo justo a
tiempo para bloquearlo con su espada izquierda, mientras se inclinaba hacia
atrás en una posición defensiva. Sin embargo, el espadón del Hombre Negro se
deslizó sobre el borde de su espada, sin que él pudiera retenerla; en el último
momento, el Zombie levantó apenas su arma, la cual se zafó de su defensa e
impactó en su hombro.
Su armadura era demasiado buena para ser
vulnerada por un golpe como ese, pero su hombro entero se adormeció, su cuerpo
se sacudió y sus pies dudaron, casi perdiendo la vertical antes de asentarse
nuevamente en una posición defensiva.
No podía estar pensando en su padre en aquel
momento. Cualquier distracción resultaría fatal, sumiéndolo en la vergüenza
eterna. No había tiempo para lamentos. La presión era demasiada. Se limpió el
pelo de la cara. Concentración, se dijo Sigurthiel, concentración.
El Príncipe Elfo se movía con una combinación
asombrosa de fuerza y elegancia. Su manejo de las espadas era excelso, y su
potencia hacía sacudir al enorme Zombie acorazado con cada golpe.
Sin embargo, su fuerza estaba en descenso, y
aun no había logrado darle un golpe definitivo a su rival, que atacaba y
defendía de forma pareja, sin apuros.
La frustración de Sigurthiel comenzaba a
notarse. Cada intento de cambiar la dinámica del ataque encontraba una
respuesta del Hombre Negro, que parecía anticipar sus movimientos.
Poco a poco, las defensas del Zombie se
convirtieron en ataques, cada vez con más fuerza, lo cual obligaba al Elfo a
hacer terribles esfuerzos por absorber esa potencia y no caer, desgastando cada
vez más su resistencia.
Pero Sigurthiel guardaba una carta bajo la
manga. Sabía que estaba cerca, que el Hombre Negro bajaría la guardia; sabía
que su única chance no se iba a mantener por mucho tiempo, porque sus energías
se agotaban y las del Zombie parecían aumentar cada vez más.
El duelo se destacaba en un campo yermo y
desolado, con olor a muerte y sangre, donde llamas rodeaban a los contrincantes
casi como en círculo, aislándolos del resto de los participantes.
La presión crecía dentro del Príncipe; en su
interior, sabía que era él quien debía cargarse al Hombre Negro, y que su
tiempo se acababa. Sabía que su padre le había prohibido usar la gran arma,
pero tenía que intentarlo; todas sus otras armas y estrategias habían
fracasado, su hermana había muerto, el resto de sus compañeros estaba disperso
en aquel Domo infernal, siendo cazado por los terribles contendientes, y pronto
seguirían ese fatal destino si no hacía algo pronto. Esperaba que su padre lo
perdonase por poner esta información en el conocimiento público, pero tenía que
hacerlo, no había otra alternativa: tenía que usar los anillos.
El tiempo transcurría de manera difusa;
parecía no poder contener la gran cantidad de cosas que sucedían
simultáneamente, en un espacio tan reducido.
Mientras el duelo del milenario Príncipe Elfo
y aquella criatura negra transcurría casi en cámara lenta, como suspendidos en
una estancia con otra gravedad, el resto del Domo ardía en esquirlas de fuego y
luces, como un meteorito que gira en círculos atraído por una fuerza
centrífuga, girando y girando, desgastándose hasta desintegrarse.
La atmosfera estaba oscura y enrarecida. El
humo, el fuego, los materiales fundidos, los haces de luz enviados por los
distintos participantes, pintaban al Domo con una paleta de grises, naranjas y
turquesas, y hacían parecer que el espectáculo se desarrollaba en el cráter de
un volcán en plena erupción, o en el momento de la concepción de un agujero
negro.
En el resto de la pista, los participantes
más potentes parecían haberse hecho dueños de la situación. El T-Magnus y la
Bestia perseguían a los personajes más vulnerables para rematarlos con su
fuerza bruta.
En medio del espanto por la muerte de su
hermana, la Princesa Lorelian resistía el embate del feroz Dinosaurio, que aun
con su rostro partido al medio de manera grotesca, chorreando sangre por todos
lados, atacaba con histérico frenesí.
Sin embargo, la Elfa también era presa de una
furia desesperada, muy cercana a un sentimiento suicida que decide arder con
todo el fulgor que le queda, resuelta a llevarse al infierno a cuantos pudiera.
La imagen de su hermana menor perdiéndose en
la negrura de aquellas diabólicas fauces no se le escapaba de la retina. Se
entremezclaba con recuerdos incontables de Lithil, con quien había compartido
miles de años. A pesar de la diferencia irreconciliable de personalidades,
albergaba una secreta admiración por la pequeña, una suerte de envidia por su
delicada hermosura y silenciosa sabiduría.
Y ahora estaba perdida. Ida para siempre.
Sentía que si había algo que podía hacer, era vengarla.
Sus rubios cabellos ondeaban con cada uno de
sus movimientos. Esquivaba y atacaba moviéndose a altísima velocidad. Cada
evasión de los ataques del T-Magnus se convertía en una furiosa embestida. Su
espada azul bebía cada vez más de la sangre del gigante animal, dibujándole heridas
en todo el cuerpo.
No había dudas que aquella Elfa de exuberante
belleza era una guerrera implacable. Sus curvas y su rostro felino no parecían
inspirar terror, pero sus movimientos eran tan aguerridos y firmes como un
guerrero berserk. Era impresionante
como ella sola se estaba cargando al monumental Dinosaurio.
El T-Magnus parecía agotado, aunque sus
ataques no cesaban; las heridas provocadas por la Princesa Lorelian parecían
estar debilitándolo y sus movimientos se hacían lentos.
A un costado, El Hombre Desintegrado se
acercaba a gran velocidad, dando maniobras rebuscadas. Estaba escapando ante un
doble ataque que pretendía borrarlo del mapa: las llamas del Dragón por un
lado, los ataques del báculo del Mago por otro.
Mientras volaba, veía con impotencia la
morbosa carnicería: el Dinosaurio buscaba cenarse a otra Princesa Elfa; la
Bestia bailaba con los Enanos; el Príncipe Elfo resistía contra el Hombre
Negro, y él mismo era cazado por el imponente Dragón.
Sentía que tenía que hacer algo. Su tamaño
debía serle de alguna ventaja. De pronto, se frenó en seco, cambio de
dirección, y viró con toda velocidad hacia el T-Magnus.
El vértigo lo inundó mientras la energía de
su cuerpo se revolucionaba, sus átomos burbujeaban con fuerza, y lo impulsaban
a una velocidad desconocida hacia el cuerpo del Dinosaurio. Se acercaba con
tanta rapidez que parecía que el T-Magnus era atraído hacia el mediante un
potente campo magnético.
Sentía las llamas del Dragón perseguir sus
pies con burda lentitud; también un haz de magia lanzado por el Hechicero
seguía su misma trayectoria pero a una velocidad de otra categoría.
En un minúsculo instante tuvo que calcular el
movimiento exacto para girar su cuerpo de manera tal de pasar entre las fauces
del Dinosaurio, que estaba lanzando una dentellada hacia la doncella Elfa.
Atravesó el ataque del Dinosaurio con gran
destreza. Una vez que se encontró del otro lado, giró su cuerpo, quedando de
frente a la criatura, y juntando sus dos manos, conjuró un potente ataque de la
energía que generaba su cuerpo, que impactó de lleno en el rostro del T-Magnus.
Para colmo, la persecución del Dragón a toda
velocidad no logró desviarse a tiempo, embistiendo del otro lado al Dinosaurio,
generando un choque estrepitoso.
La provocación del Hombre Desintegrado surtió
efecto. El Dinosaurio era tan básico que no medía su fuerza y carecía de toda
estrategia, como poseído por un espíritu de rockero insaciable. Comenzó a
perseguir al Superhéroe, rabioso.
La Princesa Lorelian tuvo entonces un respiro,
y usó ese segundo extra para ver donde estaban los Enanos.
La Bestia y los Enanos se atacaban sin
piedad. Aun el Enano que le faltaba una pierna peleaba con gran valentía,
frustrando los ataques de la Bestia.
Entre los cuatro lograban complicarla, pues
la fuerza y solidez de sus armaduras los hacía un duro rival para la Criatura
Mitológica. Su herrería y armas no estaban hechas con una forja convencional,
sino por artesanos milenarios que dominaban no solo los más extraños minerales,
sino también una serie de complejos hechizos rúnicos.
Muchos de los Enanos eran fieles a las viejas
tradiciones. Los antiguos dioses del norte vivían en el corazón y en las
prácticas de esta antigua raza, y un elemento sagrado los protegía. Había algo
en la Bestia que se sentía especialmente repelida por estos poderes.
La criatura mitológica por primera vez sintió
que se ha encontrado con un escollo que debía resolver de alguna manera. Había
ciertas magias que superaban la pura fuerza bruta. Y ciertas magias que, de
alguna manera, la Bestia sentía que ya conocía. Algo la descolocó, le trajo
extraños recuerdos que no podía relacionar completamente, no podía asociarlos
con nada pero sentía inconfundiblemente en su ser que algo le resultaba
familiar en esa magia de los viejos dioses que protegían las armaduras de los
Enanos. Espantosamente familiar.
Del otro lado del Domo, el Hombre Negro y el
Príncipe Sigurthiel seguían midiéndose. El Elfo seguía sin poder romper la
defensa del espectro.
La pista estaba más caótica que nunca. Había
un silencio raro, como un aturdimiento o un atasco de los sentidos.
Sigurthiel sintió que su momento había
llegado. Y no lo dudó. Era ahora o nunca. Una sensación de inminencia le
recorría el cuerpo. Acaso era la más pura y cruel desesperación del que se sabe
condenado. Pero tenía que hacerlo o morir como un cobarde en frente de todos.
La imagen de su padre decepcionado estuvo de pronto vívidamente ante sí, aun
por delante de la imagen del oscuro espectro que lo atacaba una y otra vez con
un potente espadón oxidado.
Cuando los anillos fueron puestos en acción,
a través de un compartimento en el mango de las espadas, una especie de espiral
convergió en el Príncipe Élfico, absorbiendo todos los ruidos y objetos
sueltos, como una bomba impresionante en sentido inverso, que en vez de
explotar absorbía todo con una potencia y velocidad sorprendentes.
Sus cabellos comenzaron a volar en todas
direcciones, presas de aquel torbellino, y la sangre que tenía pegada en el
rostro y en el resto de la armadura también fue despedida hacia fuera.
Sigurthiel pareció temblar un momento, pero
la energía que lo rodeaba inmediatamente lo puso a él mismo en el centro de un
vórtice de una maquinaria mágica y extraña, fijándolo fuertemente al suelo como
atraído por el más potente magneto.
Un vértigo sin igual lo embriagó.
De repente se encontró investido en una gran
potencia. Todo su cuerpo parecía haber crecido. La fuerza de sus músculos
reverberaba por dentro, estirando y contrayendo, estirando aún más, dotando
todo su ser de un vigor que excedía todo lo que jamás había experimentado. Su
silueta era recorrida por una gruesa línea de luz, que alternaba los colores
azul cobalto y rojo anaranjado, similar a un magma eterno.
Los ojos del Príncipe se abrieron a más no
poder, incrédulo ante la potencia que recorría su cuerpo. Sabía que los anillos
poseían una fuerza extraordinaria, pero no había esperado que fuese así. Tal
poder no era de este mundo. Era como beber una copa con los dioses.
El resto de los participantes miraba sorprendido
aquel cambio en los eventos. Aquella carta había estado bien escondida, y
aparecía ahora en un momento crítico, cuando más se necesitaba.
De sus manos brotaron luces de todos los
colores como un arcoíris hirviendo. Sus brazos parecían potadores de grandes
fuerzas, mientras sujetaban con creciente confianza aquellas espadas
milenarias. Un brazo rojo, el otro azul, en medio una armadura negra brillante
que relucía con renovado esplendor, la imponente imagen del hijo primogénito
del Rey de los Elfos dio un paso al frente para enfrentar su destino.
Su enemigo, aquel espectro negro, aquel ser
infernal que no conocía el dolor ni el miedo, lo esperaba desafiante.
El Príncipe Elfo avanzó. Comenzaba su ataque
final.
Sigurthiel inició con un ataque por el centro,
y luego girando trescientos sesenta grados esquivando el primer golpe y virando
hacia la izquierda. Se sorprendió a si mismo con la velocidad con la cual era
capaz de arremeter. Sus espadas giraban en todas direcciones, casi desbocadas,
pero sin embargo elegantemente, parando los ataques y contraatacando. Blandía
las espadas con espectacularidad.
Su rival apenas podía identificar el origen
de los ataques, y cada golpe tenía una energía renovada, que hacía que su
espada temblase en sus manos, a punto de escaparse, mientras el resto de su
cuerpo también se sacudía ante aquellos embates.
El Príncipe apenas tenía conciencia de lo que
pasaba, de donde estaba, de lo que él estaba haciendo. En su cuerpo había tanta
potencia, atacando a tanta velocidad, con cambios de ritmo, cambios de
dirección, saltos, que no podía controlar lo que hacía. Pero tampoco podía
parar. El huracán se había desatado. Y brotaba desde dentro de su cuerpo.
Comenzó a gritar.
Era un grito de rabia; un grito de guerra.
Pero también de desesperación, de vértigo ante la presión que generaba toda la
situación. Rogó que su cuerpo pudiese soportar aquella magia desconocida.
Con ambas espadas iba trazando dibujos de luz
en el aire. La imagen era maravillosa. En medio de aquel caos, de aquel aire
enrarecido por la bruma, dos pinceles de luz, uno cálido, frío el otro, iban
enredando en estelas de plata a un punto negro, en el centro, que desconcertado
perdía el rumbo y trastabillaba.
El Príncipe sintió que su rival había dejado
una pequeña ventana en su defensa. Sus brazos habían quedado bajos, sosteniendo
el potente espadón con dificultad, apuntando al suelo. Cuando Sigurthiel
percibió que su cuerpo estaba a punto de estallar de tanta energía, buscó
descargarla toda en un ataque definitivo.
Utilizando una irregularidad del suelo tomó
una pequeña carrera y dio un enorme salto. Su ligero cuerpo se elevó. Sus
espadas estaban rectas, apuntando al cielo, pero el Hombre Negro no atinó a
atacarlo mientras volaba.
El salto fue tan alto que sobrepasó la altura
del espectro. En el momento álgido, el Príncipe usó la fuerza del impulso para
darle aún más potencia al ataque. Estaba justo arriba del Zombie cuando con
ambas espadas alineó un ataque que apuntaba directo al pecho.
Sus brazos bajaron con completa velocidad y
potencia. De alguna incomprensible manera, el Hombre Negro logró subir su
espadón a tiempo, y pudo sujetarlo con la fuerza suficiente como para cubrir el
ataque doble.
Sin embargo, apenas fue capaz de impedir que
las espadas tocasen su cuerpo. Su espada salió disparada como una esquirla en
un estallido, ya fuera de su alcance, y perdió la vertical, cayendo hacia atrás.
El ataque no había sido fulminante, pero si
había sido un cruce fundamental a en favor del Elfo.
Una parte de su ser consideraba aquello ya
como una victoria. Sin embargo, la potencia y la energía entremezclada con una
ira incontenible lo obligaron a no demorarse ni siquiera un milisegundo antes
de arremeter contra su rival caído para rematarlo.
Con la sorprendente agilidad y velocidad que
ahora lo habitaban corrió en línea recta hacia el Zombie que, de espaldas y
desarmado, no había tenido ni siquiera
tiempo a incorporarse.
Debía acabar con aquel heraldo infernal.
Debía ser ahora. Con un salto hacia delante, espectacular, formando una escena
épica con su figura negra a contraluz entre los escombros y el polvo atravesado
por la luz y los destellos del fuego, en donde solo destacaba la silueta de su
armadura, delineada por la energía que brotaba de los anillos, y sus dos
espadas resplandecientes en alto, volvió a usar la técnica del ataque doble
desde arriba.
El Hombre Negro, rendido, boca arriba, ya no
tenía más nada que hacer. Alzó sus brazos para cubrirse, intentando, en vano,
agarrar las espadas con las manos.
Por la fuerza del impacto y el impulso de
Sigurthiel, las espadas se abrieron camino entre la carne pútrida, entrando por
las manos hasta llegar a los hombros.
Era el fin.
El Hombre Negro no gritó; tal vez no tenía
boca como para poder gritar, pero se contrajo de tal forma que espantó tanto a
espectadores como participantes restantes.
Sus dos brazos se habían abierto como flores
marchitas, de las cuales colgaban virutas pútridas de carne que despedía un
humo violáceo y se derretía en sordos borbotones.
El Príncipe no podía creerlo. Tenía su pie
izquierdo sobre el pecho del Zombie moribundo. Cada uno de sus brazos sujetaba
aun con fuerza los pomos de las espadas enterradas en el cuerpo de aquel
monstruoso ser.
Sigurthiel sintió algo moverse bajo su pie.
Aun no se había acabado, se obligó a pensar.
Remátalo. ¡Remátalo!
Comenzó a desesperarse sin motivo. Se dio
cuenta que se encontraba bañado en sudor.
El temblor debajo de su pie aumentaba. ¿O
acaso era su pie que temblaba?
Hizo un movimiento hacia atrás con los
brazos, asentando sus dos pies en el pecho del ser oscuro, para retirar las
espadas, pero encontró una resistencia.
Liberó de a uno sus dedos para que el agarre
de cada espada fuese lo más fuerte posible, mientras un terror sin nombre lo
invadía cada vez más.
Sus brazos hicieron el último gran esfuerzo,
se hincharon nuevamente, cargados con el poder de los anillos, y todo su cuerpo
resplandeció una vez más en un torbellino de luz. Comenzó a gritar, mientras
todo su ser tiraba hacia atrás para retirar las espadas.
Estas cedieron, tan solo unos centímetros, y
luego, el espanto. Una viscosidad cobró vida de los jirones de brazo que habían
caído a un costado del cuerpo, y comenzó a envolver las hojas de las espadas en
espiral, ante la incrédula mirada de Sigurthiel, que intentaba en vano liberar
sus armas de aquel cuerpo maldito para poder rematarlo.
Y el ser abrió los ojos como dos relámpagos.
Y una sonrisa espectral se dibujó en su
rostro.
Y el alma del Príncipe se le cayó a los pies
como una muerte súbita.
Por más que intentaba con desesperación
remover las espadas, estas apenas se movían. Parecían enterradas en un barro de
una densidad pútrida; era imposible zafarse. Las espadas parecían haber quedado
pegadas al cuerpo del Hombre Negro, como si un magneto de una potencia increíble
las estuviese sujetando, engulléndolas cada vez más.
Los tentáculos negros seguían avanzando,
comiendo cada vez más sus dos preciadas espadas, y los anillos de poder que
tenían incrustadas en los mangos.
Se comenzó a escapar de la boca del elfo un
sollozo, mientras aún se aferraba a los mangos de sus armas, tirando, tirando
en vano, tirando aún más.
La impotencia y el horror colmaron a
Sigurthiel, al punto de quedar absolutamente paralizado.
Lo peor que podría haber sucedido estaba
pasando.
Con sus brazos partidos, convertidos en una
maraña de carne muerta en forma de virutas, pero sujetando con esos muñones las
dos espadas luminosas empoderadas con los dos anillos, el Hombre Negro comenzó
lentamente a incorporarse, envestido en tal potencia que levantó con él al
Príncipe Elfo, el cual se negaba a soltar las espadas.
Levantó en vilo al Príncipe mientras se
incorporaba de manera fantasmal, sin utilizar sus brazos, como si una fuerza
invisible lo elevase. Sostenía al Elfo, suspendido en el aire, como un condenado
empalado, ensartado a una lanza, pronto a ser ejecutado.
Sigurthiel movía ahora sus pies en el aire,
pataleando, gritando, pero sin soltar las espadas. No podía hacerlo. No podía
dejar que aquel ser se las tragase. No con los anillos aun en las ellas.
Los tentáculos negros seguían avanzando. Ya
casi habían rodeado todo el mango de las espadas, y comenzaron a enredarse
entre los dedos del Príncipe.
Justo en el momento del horror, en el que la
mirada del Hombre Negro se posaba en los ojos de Sigurthiel, generándole el
mayor espanto, el Superhéroe pasó volando entre ellos a gran velocidad.
Una estela de aire los atravesó, cortando de
alguna manera el trance al que parecían haber entrado por su enfrentamiento
personal. La aparición de otro personaje los ponía por un segundo en contexto:
un Domo cerrado lleno de criaturas espectaculares batiéndose en un duelo a
muerte donde solo uno sobreviviría.
Se escucharon grandes estruendos; la tierra
temblaba. Persiguiendo al Hombre Desintegrado, se acercaba dando grandes
zancadas el T-Magnus, que lo seguía, enceguecido.
El vuelo oportuno del Hombre Desintegrado
hizo que el Príncipe Sigurthiel despertase por un segundo del horror del que
era presa, y soltase las espadas para liberarse del Zombie justo antes del
choque.
El Hombre Negro, desconcertado ante el escape
del Elfo y la veloz ráfaga del Superhéroe, se volvió para enfrentar el choque
del T-Magnus, que se acercaba como una tromba, cargándose todo a su paso. Pero
el Unicornio, que estaba caído en un costado, se incorporó rápidamente y se
interpuso entre el Hombre Negro y el Dinosaurio, protegiendo a su amo. En una embestida
desquiciada y suicida, ensartó toda su pútrida cornamenta en el vientre del
T-Magnus cuando este se acercaba con su topetazo, casi perdiendo su cabeza
dentro del Dinosaurio.
Un nuevo grito de dolor recorrió la pista,
mientras el monstruoso T-Magnus aullaba de agonía y perdía el pie. Se derrumbó
en medio de su demencial carrera, dando tumbos como un Monster Truck fuera de
control, llevándose por delante al Hombre Negro. El Príncipe Elfo tuvo que
moverse a puros reflejos, dando un salto mortal hacia atrás para evitar ser embestido
también.
El cuerpo del T-Magnus rodó inerte por la
pista como una gran bola de nieve, arrasando todo a su paso, tumbando también
al Hombre Negro, que cayó, aplastado por el agonizante Dinosaurio.
Una enorme humareda se alzó ante aquella
estampida, que hizo volar piedras y escombros, dejando una estela lisa en el
sueldo donde el Dinosaurio se arrastró finalmente hasta quedar inmóvil.
En medio del humo, el Espectro Negro luchaba
por apartarse sin manos, para zafarse debajo del cuerpo del T-Magnus,
arrastrándose entre los espasmos y la sangre que brotaba a lentos borbotones
del estómago del dinosaurio. Cuando se incorporó, tambaleante, Sigurthiel se
encontraba frente a él.
Tenía en sus manos el enorme espadón.
Con un movimiento rápido, sin pensar, usó
toda la energía que le quedaba disponible: asentó fuertemente su pie izquierdo,
y usando todo el peso de su cuerpo, inició un movimiento lateral. Su brazo
derecho hizo base en su cadera mientras el mandoble apuntaba al vientre del
Hombre Negro, que observaba atónito la situación, luciendo absurdo con sus dos
brazos ridículamente largos pendiendo al costado de su cuerpo, con las dos
empuñaduras de las espadas como manos. El oxidado espadón hizo impacto de un
lado de su abdomen, y salió limpiamente por el otro, partiendo al Hombre Negro
en dos, con tal impulso que sus dos mitades salieron despedidas en distintas
direcciones.
Se hizo un silencio en el Domo.
El Superhéroe y el Mago miraban desde arriba.
La Bestia, los Enanos y la Princesa Lorelian detuvieron su danza para observar.
La tensión se encontraba en un punto
altísimo.
El enorme cuerpo del Dinosaurio yacía sin
moverse, desparramado como una montaña derretida. Debajo de este se asomaban
los restos del infernal unicornio acorazado, ensartado en su estómago, moviendo
levemente las patas traseras en un acto reflejo.
Las dos mitades del cuerpo del Hombre Negro
estaban burdamente dispersas, lejos la una de la otra, armando una escena
grotesca.
En medio de aquella imagen, una pequeña
figura sujetaba una espada ridículamente grande para su tamaño.
El Príncipe respiraba agitadamente. Sus ojos,
abiertos en su máxima extensión, temblaban ligeramente, mientras miraban a la
nada, sin lograr enfocar.
Todo su mundo se había hecho borroso. La escena
se movía horizontalmente como una cámara posada en la proa de un barco en medio
de un mar picado.
Un sonido filtrado, entre saturado y agudo,
lo inundaba todo mientras su sistema perceptor presenciaba el colapso de sus
sentidos.
El rival más peligroso había sido derrotado.
Su cuerpo partido yacía ante él.
El rostro del Príncipe Elfo era pura tensión.
Sus hombros estaban agarrotados mientras mantenía el espadón entre sus manos.
No podía creerlo. Lo había logrado.
Sus parpados latían. Su corazón bombeaba
sangre con tanta presión que su pecho parecía a punto de romperse. Sus ojos
parecían querer salirse de las orbitas, mientras miraba el cadáver el Hombre
Negro partido en dos.
Una gota de sudor frío se precipitó por el
costado de su pálido rostro. Su cabello estaba empapado. Su tersa piel, cubierta
de mugre y sangre, pegoteadas por el sudor.
Finalmente, el Príncipe Elfo suspiró,
aliviado, agotado, rendido.
Intentó soltar el mandoble, pero sus manos
estaban duras, rígidas. No respondían.
Se obligó a desprenderse de aquel objeto
maligno. Acaso el asco de aquella sangre negra hizo que sus dedos disolviesen
el agarre. La pesada espada cayó al suelo con fuerza. Sigurthiel se quitó el
yelmo y cayó sobre sus rodillas.
La pista daba vueltas a su alrededor
incontrolablemente.
Quería irse a casa. No entendía porque su
coraje lo había abandonado en aquel momento. Solo quería irse. Quería volver a
los bosques donde había crecido, bajo la mirada orgullosa de su padre, bajo
aquel sol interminable que tanto lo hacía sentir en casa, o aquella larga noche
poblada de luces verdes y azules que adornaban el cielo y atestiguaban la
milenaria sabiduría de su pueblo y su majestuosa ciudad.
Quería volver a los grandes salones en donde
era amo y señor, donde nada ni nadie podía ponerlo en peligro.
Pero nada de eso era posible hasta no ser la
última persona con vida en aquel Domo.
Volvió un segundo en sí para mirar alrededor.
Le alegró encontrar la familiar mirada de su
hermana, a unos metros, al costado de la pista. Una cara conocida en aquel
infierno. Algo que lo recordaba a casa.
Sin embargo, aquel súbito recuerdo de su
hogar se desvaneció en llamas y oscuridad: el semblante de su hermana se tiñó
del más oscuro horror. Se tomaba el rostro mientras su expresión se volvía
grotesca, desfigurada por el espanto.
Miraba más allá de Sigurthiel. A su espalda.
A su costado.
Sigurthiel se dio vuelta lentamente, casi
como si no quisiera ver que fue aquello que causo el terror de su hermana.
Las dos mitades del cuerpo del Hombre Negro
estaban mostrando cierta actividad.
Las viscosidades que habían resultado de los
dos muñones de su torso estaban burbujeando. Se movían como un grupo de
lombrices infernales hambrientas, que se retuercen y pelean entre sí por un
trozo de carne fresca.
Para el asombro de todos, las dos mitades del
cuerpo comenzaron a arrastrarse por la pista, lentamente, hasta reunirse,
mientras las lombrices negras se abrazaban, se devoraban entre sí, penetrando
en la otra parte del cuerpo partido.
—Es imposible —dijo un Enano, que miraba la
escena junto a la Princesa Lorelian.
Sigurthiel, espantado, sin poder creer lo que
veían sus ojos, comenzó a retroceder lentamente, sin darle la espalda a aquel
vomitivo espectáculo.
Cuando el abrazo infernal entre aquellas
viscosidades negras se consumó, el cuerpo del Espectro volvió a mostrarse
completo.
El Hombre Negro se incorporó. Su cuerpo
estaba raro, inclinado en ángulos extraños, deformes, con su armadura aplastada
en distintas partes, mostrando una figura grotesca.
Sus brazos, con las espadas incrustadas, que
asemejaban dos manojos de cordeles deshilachados, comenzaron de pronto a
recobrar forma, refulgiendo como auroras boreales, borboteando pesadamente como
denso magma, engullendo las dos espadas y sus respectivos anillos.
De sus muñones en las manos brotaron
rápidamente cinco nuevos dedos. Uno de ellos creció como un tentáculo salvaje
hasta donde estaba el espadón, y una vez que lo hubo sujetado, se retrotrajo
hasta el cuerpo del Hombre Negro, para devolverle su arma.
Sin mediar instancia, blandió aquella
horrible arma, impactando en el pecho del Príncipe Elfo, que apenas reaccionó
ante aquella estocada, y cayó herido hacia un costado.
El Zombie dio dos largos pasos hasta
posicionarse ante Sigurthiel.
A sus espaldas se escuchaban los gritos de
Lorelian y otros personajes movilizándose.
En el suelo, el Príncipe Elfo se sujetaba la
herida, que le recorría el pecho desde el cuello hasta el abdomen, sintiendo
como la vida se le escapaba, como su sangre y vísceras lo desbordaban. Sintió
un frío profundo. Sus ojos temblaron. Ya no pensaba. En su mente circularon
algunas imágenes, pero ya no significaban nada. Pronto serían nada.
Una oscuridad ocultó las luces del estadio.
Una silueta negra con forma humana apareció en el tope de su campo visual.
Sintió algo agudo en su garganta, luego un dolor, un horrible dolor que lo
penetró en la boca, atravesando su lengua, su paladar, y cuando comenzó a
ahogarse en sangre todo se apagó.
En medio del espanto dentro de la pista, un estrépito comenzó a crecer del otro lado del Domo. Los participantes, en presa
del asombro de la unión del Zombie y la ejecución del Príncipe Sigurthiel, rompieron
aquel trance y volvieron sus rostros a las gradas. Crecía el fuego y el humo,
encapsulado en los estrechos pasillos del estadio. Un color turbio, como gris
oscuro con destellos de llamaradas, comenzó a rodear el Domo, hasta que ya no
se pudo ver más de lo que pasaba afuera de aquel vidrio impenetrable.
Final del segundo uno.
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