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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo XV. Santiago García, el que trabaja en la oscuridad

Capítulo XV. Santiago García, el que trabaja en la oscuridad



Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
19:21 P.M.
1:39 Horas para el inicio

Una atmosfera viciada reinaba en un pequeño habitáculo, sin ventanas y con apenas una pequeña puerta trampa en el techo.
La oscuridad era total, por la falta de luz exterior, con excepción de un destello tenue, proveniente de varias pantallas ubicadas a diestra y siniestra que iban moviéndose lentamente; algunas con un vaivén vertical, otras daban vueltas en círculos alrededor de la pequeña habitación, otras mostraban gráficos que se iban reproduciendo en loop o alimentándose con nuevos datos.
La luz se veía obstruida por una tupida vegetación de objetos, papeles y cuadernos apilados por doquier.
En medio del pequeño cuarto, se hallaba una escultura dinámica digital, que colgaba desde el techo. Tenía la forma de una flor geométrica, como el sueño arrebatado de un escultor cubista, e iba cambiando constantemente de color y forma, como un fractal. Era un simple programa de formas 4D con un algoritmo aleatorio complejo, que iba combinando todos los distintos presets de flores conocidas, con la condición de crear siempre una combinación de forma y color que no se hubiese creado antes.
En una silla pequeña, encorvado, un sujeto anotaba alocadamente números en un papel. Utilizaba cada parte libre que podía encontrar de aquel trozo de hoja, al punto tal que sería un absurdo garabato sin sentido para otra persona que lo viera, acaso el diario personal de un loco, un esquizofrénico sin remedio, que anotaba los rincones oscuros de su mente con una mano desquiciada.
El muchacho lucía un aspecto desalineado, llevaba una barba de varios días, desprolija y con algunas hebras de plata cerca del mentón, y la negra cabellera ligeramente enrulada estaba revuelta como la maleza de un jardín descuidado.
Dos pomposos gatos dormían acurrucados entre los papeles. Un tercero, más cachorro, caminaba haciendo equilibrio entre los diversos objetos apilados desordenadamente alrededor del cuarto, hasta llegar a la pequeña silla y rascarse el cuello con la pata del sujeto.
Al sentir a su gatito frotarse contra su pierna, perdió la concentración e interrumpió sus ecuaciones y cavilaciones. Dejó el lápiz a un costado y suspiró. Tomó al animal por la piel del cuello y lo puso frente a su rostro. El gato le miraba con los ojos abiertos, sin inmutarse. El sujeto, inesperadamente, hizo una morisqueta, puso cara de sapo, y luego le sopló el aire de sus cachetes hacia el hocico del felino. Éste puso cara de molestia, sin disimular del todo su pereza, con sus ojos entrecerrados. Luego el muchacho le dio un beso en la nariz, y lo acurrucó delicadamente en su pecho.
— ¿Tu no entiendes nada, verdad Hubber? A ti te da igual lo que haga el imperio, que la gente se deje estafar, que la miseria se perpetúe, ¿no es cierto?
El gato comenzó el ronroneo, ese motor que era a la vez canción y meditación, que tan bien le hacía a Santiago. Después de tanta convivencia con números, funciones, códigos, programación, algoritmos y lenguajes inteligentes, esa vibración sorda de aquella pequeña criatura lo sosegaba.
Era su mantra.
Acarició durante unos minutos sin tiempo al pequeño Hubber, agradecido por la compañía. La lealtad no era fácil de encontrar en aquel mundo frío y cruel.
—Se acerca la Gran Final. Faltan menos de dos horas. Voy a verlo, pero solo con fines científicos, no pienses que me convertí en la chusma. Es parecido a ver como empujan de a poco los clavos del ataúd, estando uno encerrado dentro. Nos están ganando. Nos están controlando. Nos están dominando. Pero supongo que soy el único que se preocupa por cosas como el monopolio mundial o la pérdida total de derechos de autodeterminación de los pueblos.
Pensó por un minuto que no debería decir esas cosas en voz alta, por la quita de puntos y sanciones, pero luego recordó que se había aplicado un parche para silenciar las grabaciones. Sin embargo, el efecto de autocensura a veces afloraba solo, sin que pudiera controlarlo.
Santiago dejó al gato junto a uno de sus hermanos, y se dispuso a prepararse para salir.
Eso significaba mover toda su habitación en busca de la ropa apropiada, y despejar la puerta, literalmente tapada de libros y otros aparatos.
—Quien hubiese dicho que la clave del dominio del mundo estaba en el entretenimiento. No sé si ha pasado esto antes. Los artículos históricos están todos intervenidos y cercenados. Lo más seguro hoy en día es desconfiar de toda fuente oficial. El único registro que tengo está en mi sangre, en mis sueños, en los comportamientos espontáneos e irracionales de los hombres.
Hablaba solo, rápidamente, con un nerviosismo depresivo. Tanto tiempo en soledad le había generado un vicio, una tendencia a hablarse y contestarse solo, tomando distintos personajes, recreando interacciones con la sociedad. Creía que era una buena forma de “testear” posibles argumentos.
—No hay tiempo. Usted me entiende. Tengo que sistematizar todo este conocimiento secreto, depurarlo, revisarlo, stockearlo, encriptarlo de forma segura, analizarlo. Ver evoluciones, ver tendencias. Tirar correlaciones. Soy mi propio motor. Si yo no me exijo, no puedo esperar resultados, no puedo esperar que los demás me empujen a ser mejor. Si quiero un cambio, para mí y mi familia, mi pueblo, no es momento de dejarse estar.
»Y sin embargo, soy uno en contra de todo un sistema, un arsenal de máquinas, software, y los mejores cerebros de todo el continente, trabajando en equipo.
Con movimientos histéricos iba moviendo las cosas de lugar, sin encontrar lo que buscaba.
—Un aplauso a los que se encargaron de extirpar tan satisfactoriamente la moral y la ética de todo el trabajo científico. ¡Bravo! ¡Eureka! Han hecho un trabajo tan bueno que ni rastros quedan del deber moral de un descubrimiento técnico.
Tomó un reproductor que estaba mostrando un gráfico y lo arrojó con fuerza hacia la pared, tirando una pila de discos duros. Pateó la silla a un costado con bronca. Una catarata de objetos comenzó a derrumbarse generando una reacción en cadena de colapsos, aumentando la sensación de caos general de la pequeña habitación.
“Tengo que despejarme la cabeza” pensó de pronto. “Ya es el tercer proyector que rompo. Y los lápices que parto de tanto morder. Me estoy arrancando el pelo. No me doy cuenta, pero estos tics nerviosos se ponen cada vez más fuertes. No los controlo”.
Se serenó un segundo, quedándose quieto con los ojos cerrados en medio de la habitación. Respiró profundo, y al soltar el aire, se sintió libre y despejado.
Con más tranquilidad, pudo encontrar la máscara que necesitaba para no enfermarse al respirar el aire contaminado. Tomó también su gruesa campera impermeable, acarició a los tres gatitos que seguían durmiendo en la mesa, y luego empujó la puerta trampa hacia arriba.
Salió a una habitación vacía, gris y deprimente, con huellas de corrosión en las paredes. Seis camas, dispuestas de tres en tres a ambos lados de la pequeña pieza reposaban desechas. En la cama más baja, del lado izquierdo, había decenas de paquetes de papitas sin abrir. Un pequeño escritorio y un armario completaban la pared del fondo. La puerta trampa estaba debajo del pupitre. Al empujar desde abajo, la tapa se levantó, dejando a la vista el túnel que llevaba al cuarto secreto.
La pieza con las seis camas se conectaba con una sucinta sala, donde su madre miraba una pantalla en una posición que le generó una inesperada a irrefrenable ternura.
Le dio un beso en la frente y salió, tratando de disimular una profunda tristeza que repentinamente le llenó los ojos de lágrimas.
— ¿Vas a salir m’hijo? —dijo antes de que llegara a la puerta, un una voz adormecida, como si se estuviera despertando.
—Solo un momento, ma, voy por unas papas y vuelvo. ¿Necesitas algo?
—Nada, está bien. Pero apúrate Santiago, por favor, o te vas a perder el inicio del Torneo.
—Ah, sí, eso. Claro, aquí estaré. No me tardo.
Abrió la puerta de entrada, que daba a un recinto de un metro cuadrado. Trabó la puerta tras de sí, se cerró bien la campera, se ajustó la máscara, y presionó el botón de presurización. Una sensación de succión le cosquilleó las extremidades y el pelo mientras torrentes de aire le recorrían el cuerpo para después salir por unas minúsculas ranuras en las paredes. Dos segundos después la puerta frontal se abrió, y Santiago Salió al exterior.
Estaba en el nivel menos doscientos sesenta y uno. Del cielo, ni rastros. Una gran boca, cruzada por puentes, pasillos, túneles y balcones, mostraba el camino a la superficie. Era como una inmensa grieta en la tierra, prolija y circular, llena de puertas, ventanas y sendas. Una amplia gama de texturas metálicas, gastadas y oxidadas, decoraban todos los bordes de aquellas construcciones, lo cual, sumado a alguna que otra lámpara cálida de bajo alcance, le daban a toda la escena un aire cobrizo, herrumbroso y lúgubre.
Los distintos niveles podían recorrerse a pie por finos pasillos con barandas, conectados por escaleras no mecanizadas. Cada veinte pasos, un oscuro círculo marcado con una luz roja indicaba la existencia de un gran pasillo, al que desembocaban millares de departamentos y otros túneles no respirables.
Había muchos caminos para subir, como ascensores y esferas, que uno podía tomar desde algunos centros comerciales o puntos de reunión, en donde no era necesario salir al contacto con el exterior. Pero a Santiago le gustaba ver la cara oscura de la mega polis. La necesitaba. Era parte de su combustible.
Al mirar hacia arriba, parte del camino visual se veía interrumpida por una masa densa. El aire contaminado. A corta distancia era imperceptible, pero en aquel embudo bajo tierra los gases se concentraban, tomando la forma de un oscuro fantasma gris. Un Ángel Exterminador que se cargaba a cualquiera que tocase, que recorría mortalmente todos los caminos de aquel panal laberíntico en el que vivían los olvidados del sistema.
El acostumbrado bullicio de aquella boca había sido reemplazado por un silencio inusual, que Santiago encontró relajante, a su pesar. Cada alma de esa ciudad estaba prendida a la pantalla que tuviese cerca para la previa de la Gran Final. El griterío de los chicos, corriendo y jugando con sus máscaras, el movimiento de la gente, habían sido reemplazados por una calma expectante, montada en un zumbido metálico imperceptible y remoto, acaso antiguo. O acaso viniese desde el interior de la tierra. No estaban tan lejos.
Se sorprendió al ver una silueta humana entre tanta desolación. Un vecino, del otro lado del canal, fumaba apoyado al barandal. No llevaba mascara ni traje. Otro resignado. Cada tanto aparecía un ciudadano de Los Bajos que, derrotado ante el avance irrefrenable de la enfermedad que producía aquella contaminación, desoía cualquier medida de precaución en contra de aquel aire mortífero y vivía sus últimos días con el maravilloso placer de salir y entrar sin reparos, como pancho por su casa.
Santiago alzó la mano en forma de saludo silencioso, que el resignado respondió con un gesto quedo de la cabeza. Expulsó una bocanada de humo de cigarrillo. El Ángel lo abrazaba. Se preguntó si su abrazo sería cálido. No esperó la respuesta. No quería saberlo. No aún. Su tiempo aún no había llegado.
Se obligó a moverse. Había pensado en subir a la superficie, en donde las vistas eran descontracturantes. Un respiro antes del Torneo, eso era lo que necesitaba, o acaso una inspiración para seguir luchando, un salvavidas, por más ridículo que fuera, para mantenerse a flote, para seguir intentando.
Bajó tres niveles a través de unas escalerillas en zig-zag hasta el transbordador sin techo que subía a tracción sobre uno de los laterales de la gran boca.
Lo encontró vacío. Nunca le había pasado. Abrió la portezuela, se subió, y pulsó el botón verde con el gran “cero” en medio. Un sacudón, luego un traqueteo, y el transbordador comenzó a moverse.
La subida era lenta. Se apoyó en uno de los bordes para ver bien los distintos túneles que había en cada piso. La desolación realmente era llamativa. Podía ver la extensa amplitud de los derruidos callejones, con restos de basura en los vértices, iluminados por las lúgubres luces, pero ni un alma los recorría. Un oscuro viento sopló violentamente, arrastrando unos residuos de paquetes de comida hacia la gran boca, perdiéndose en el abismo.
Miró hacia arriba. De a poco aparecían las grandes torres, con sus ventanales, con sus extravagantes formas. Los picos del diablo, como a veces les llamaba. No les tenía afecto.
Puso su mente en blanco un instante y se relajó mientras el transbordador llegaba a la superficie. Había trabajado como un maniático en los últimos días, procesando datos relativos a los cambios de hábitos de cara al Torneo. Necesitaba un respiro, o su cabeza estallaría.
Finalmente llegó al piso cero. Allí encontró la misma inmutable imagen de siempre: grandes calles, interminables, inhabitadas, extendiéndose hacia el infinito en perfectas perspectivas.
Caminó hacia la máquina expendedora hallada en uno de los laterales, pero se detuvo en seco al ver algo que le sorprendió. El mismo muchacho con aspecto mal disimulado de chico de los abismos, deambulaba como perdido buscando un acceso a los niveles sub zero. Varias veces lo había visto por aquí. Santiago sabía quién era. Un joven gerente. Solo alguien como él podría reconocerlo. Suponía que también él estaba haciendo experimentos. Se dio cuenta por su forma de actuar, de taparse. Pensaba que nadie lo veía. Y tenía razón. Santiago no era nadie.
Él podría haber sido ese gerente. Aún recordaba la proposición. “Deja tu nombre atrás. Deja tu nacionalidad, tus contactos, tu familia. Ven a trabajar para nosotros. Te acomodaremos bien, en uno de los niveles libres de polución, donde se puede caminar libremente sin máscaras, sin trajes. Una oficina con una amplia ventana, con altos niveles de automatización. Todo esto será tuyo si te unes a los grandes talentos que tenemos trabajando para el imperio, desarrollando software cada vez más avanzados, auto controlados, optimizados.”
Sin embargo, ese día dijo que no. No se arrepentía. El costo fue alto, y la paga miserable. Una vida furtiva, fingiendo ser algo que no era, trabajando en secreto, en condiciones deplorables, pero luchando por lo que creía. Realmente no fue una decisión. No había nada que decidir. No era una opción.
Pero ahora tenía que vivir una vida paralela solo para sobrevivir, escondiendo del sistema todas sus virtudes. De otra manera, la Administración lo detectaría y volvería a enviar gente por él. Y las próximas veces las ofertas no serían tan favorables. No podía poner a su familia en riesgo.
Tenía que salir y embrutecerse. No podía dejar ningún cabo suelto. Todo registro de su vida en el sistema tenía que ser el de un sujeto estúpido, sin rastros de inteligencia.
Solo en la clandestinidad podía ser abiertamente como era. Su tarea era trascendental. Oculto en las sombras, anotaba y aprendía el modus operandi de la Administración; aprendía de los desarrolladores a partir de los cambios que iban introduciendo.
Un día administraban dos dosis de sueños calmantes por mes; al periodo siguiente lo subían a una por semana. Un mes aumentaban las notificaciones incentivando las relaciones sociales. Al mes siguiente desaparecían. Y la gente tomaba todo lo que les daban como animales en un matadero.
Santiago anotaba todo esto. El método para tenerlo oculto era algo que las nuevas generaciones habían olvidado: el uso del lápiz y el papel. Y no solo eso: aplicaba también codigos encriptados, porque ante una eventual requisa no podía permitir que encontraran sus análisis. Pasaría a ser un subversivo, un criminal antisistema. Por eso anotaba sus cálculos y sus análisis en forma de dibujos, e iba cambiando los patrones para que un sistema estadístico no pudiera generar datos elocuentes.
Era increíble que sus mayores amenazas fuesen los mismos códigos y programas que genios como el habían ayudado a desarrollar. La máquina que todo lo ve. El lenguaje del robot. Él sabía hablarlo. Tanto que a veces no se diferenciaba a sí mismo de una máquina. A veces las dudas llegaban a un punto tan alto, que la única alternativa era un procedimiento maestro, a prueba de toda sistematización: la comprobación de humanidad. El tótem. El objeto salvador. El cable a tierra.
El viejo Test de Turing. Aquel tratado, encontrado en una caja de libros prohibidos que había traído su abuelo de Argentina, le había salvado la vida. En aquellas angustiosas noches en las que la duda de no saber si era un humano o un robot parecía conducirlo al suicidio o la locura, encontrar ese tratado fue como un cáliz de luz en la noche más profunda. Aunque aquel test era un pieza de museo, desactualizada y probablemente inaplicable a las técnicas de AI actuales, ese escrito en papel en una libreta olvidada había sido su piedra angular, a través de la cual había edificado su misión, y diseñado un test de humanidad auto aplicable que le despejaba todo tipo de dudas en sus horas más oscuras.
Tal vez él no llegase a probar nada. Tal vez no fuese su estocada la que hiriese de muerte al sistema, ni fuese su llama la que diera inicio al incendio, pero puede que fuese él quien sembrase pólvora en los cimientos, o forjase un arma implacable que diera nuevos bríos a un héroe venidero. Sabía que sus cálculos serían retomados por alguien, que futuras generaciones continuarían su lucha. Tenía que ser así. Santiago se repetía esa idea, una y otra vez. No podía pensar en otra alternativa. Era la única idea que lo separaba de sacarse la máscara y correr por alguna de las calles eternas hasta caer fundido por la putrefacción, como otro resignado.
Buscó una de las máquinas expendedoras de papitas. Presionó con su pulgar en el lugar indicado, y un aviso le informó el saldo de sus puntos luego de la compra. No quedaban muchos.
Un paquete con unas papas salió por la boquilla. Se apoyó contra una baranda para contemplar la ciudad desde abajo antes de volver. Miro el paquete de papas con desdén. No iba a comer esta porquería. Era veneno. Pero tenía que dar a entender que consumía esa mierda. Era el juego de imitación que le tocaba jugar.
A través del cristal de su máscara, miró hacia arriba. Llegaba a verse uno de los grandes complejos de recreación del imperio: Twisted Malls. En el centro comercial reinaba una paz irreal, etérea. Se preguntó cómo vivía la gente, aletargada, alienada, ajena a todo el dolor. Se preguntó si alguien de los que viven arriba de todo miraría hacia abajo alguna vez, pensando en los que viven bajo tierra, en los dominios del Ángel Exterminador y su bostezo mortal. Una desolación le recorrió los huesos.
No supo cómo, pero dominó los deseos de saltar por el gran canal. Recordó la promesa que le había hecho a su madre. Le estaría esperando para ver el Torneo. Y él lo vería. Quién sabe. Quizás hasta disfrutara de un buen espectáculo después de todo.



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