¡Bienvenidos a Laberinto de Sangre!

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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo III. Jill, el nervioso, el de los sueños de lobo

Capítulo III. Jill, el nervioso, el de los sueños de lobo



Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
5:53 A.M.
15:07 Horas para el inicio

—Solo quiero saber que es real y que no.
No podía dormir. La llamada del sistema me asustó, pero no me encontró dormido. Aparté la vista hacia un costado. Me molestaba la idea de que nos estuviesen mirando constantemente.
Nos entregan los pisos de departamento gratis, lo cual está bueno. Pero no te dejan decidir sobre ningún aspecto de la vivienda. Viene como viene. Con sus sistemas de alimentación automatizados, con las duchas a presión, los dispositivos de calefacción, y las cámaras. Las cámaras nunca dejaban de filmar. A veces hasta hablaban.
La bronca me recorrió la espalda. Cerré la mandíbula con fuerza, pero no dije nada. Las luces de la inmensa ciudad resaltaban contra el negro de los edificios sin fin. A través de la pantalla sentí nuevas preguntas, que apenas escuché. No podía concentrarme. No con la idea de la irrealidad asaltándome tan violentamente. Seguramente también registraron en su informe que no emití respuesta a ninguna de sus preguntas.
—No tengo ganas de hablar. Mañana sigo—. Corté. A la mierda la quita de puntos. No me puede importar menos.
Al momento en que sonó la llamada tenía el rostro a dos centímetros de la ventana. Miraba las extrañas luces, los extraños ángulos de los edificios y la luz recortada por la extravagante arquitectura sin fin de esta extraordinaria ciudad. La imagen cambiaba muy lentamente con el movimiento y la modulación del sol.
Los contrastes eran fuertes en un amanecer que empañaba todo de la luz del alba, saturaba los blancos y oscurecía los negros, con un fondo naranja y rojo pintado sobre nubes difusas. Hermosas tramas geométricas, imposibles, se armaban en el lienzo que era esa mañana, ese día histórico.
Miro extrañado las calles. Las calles que nadie camina. Las calles estéticas. Las calles desiertas. Las avenidas Main 2 y Main 5 dibujan perspectivas infinitas, abriéndose en ángulos distintos. Quién sabe en donde terminan. Quién sabe si alguien más está mirándolas ahora. A sus lados, edificios de distintas formas crecen como bellas enredaderas de un jardín inglés: nada se pasa de la línea, todo está en  armonía con el diseño de la ciudad. Funcionalidad, estética, creatividad, eficiencia.
La época en que los edificios eran altos rectángulos había acabado hace mucho tiempo. El cielo era el límite para la Nueva Arquitectura Alemana. Los recursos sobraban, y el SiGOC creía que crear un paisaje exterior que estimulase ir más allá de los límites era algo saludable. O tal vez solo era el regodeo de aquel que todo lo puede.
Había visto imágenes del Edificio Inclinado, La Pileta Flotante del Sunbeam, El Cilindro (una elipse que empezaba bajo tierra y sobresalía muchos metros en la superficie), El Ojo del Sol, Las Llanuras Interminables que se extendían en el nivel -100, o El Rayo de Cormac, pero simplemente no alcanza el tiempo para visitar cada rincón del imperio. Ya no hay forma de saber a ciencia cierta dónde uno está. El sentido de la orientación es completamente inútil en un mar de túneles, ascensores y torres. Si estaba bajo tierra o en el piso mil quinientos, imposible decirlo. Las interminables tramas, la movilidad en las esferas, las sorpresivas salas que aparecían de la nada detrás de puertas, las pantallas, los pasillos, las perspectivas infinitas, todo esto termina por marearte terriblemente. La ciudad te absorbe, de devora. Sin piedad.
El sentido de la realidad es algo difícil de medir. La conciencia. La existencia. El ser. Podes estar hablando horas con una máquina. Podes tener sexo con una, un humanoide que siente y gime como cualquiera. Podes pasar meses sin salir de la habitación o sin hablar con nadie. Podes moverte a través de mares de personas sin tocar a nadie, sin que nadie te mire. Ya no sé lo que es ser un humano.
No recordé cuanto tiempo estuve así, sentado, ido. Solo sé que, cuando recobré la conciencia, el sol se había movido, igual que las sombras.
Sabía que en esos momentos muchos de mis contactos estarían siendo llamados e interrogados sobre las conversaciones que habíamos tenido en las últimas horas. Sabía que estarían revisando toda mi actividad para entender el desencanto. Pude anticipar la notificación antes que me vibrara la nuca.
¡Clin!
Se me citaba a una reunión con el Gabinete de Asistencia Social por comportamiento extraño. También me sugieren llevar una vida más normal, sociable y saludable. Buen plan. Lo tendré en cuenta.
Una rabia silenciosa muy parecida a una tristeza irremediable me invadió. Intenté asimilar la lección. El sistema no puede hacer nada por mí. Si estoy enfadado con ellos, debo esconderlo. Debo aprender a fingir normalidad, camuflarme entre la masa. Debo volverme invisible.
—El mundo se está terminando— dije en voz alta, sin saber por qué. Mi voz rebotaba contra el vidrio. O tal vez era mi reflejo el que hablaba. —Hoy es el día del Torneo. Hoy se termina el mundo. Hoy es lo que tanto esperamos. La absolución. El gran choque entre los grandes. El día del Juicio.
No sé cuándo ni cómo había surgido esa idea, pero desde que ingresó en mi estructura mental, jamás pude erradicarla por completo. Vuelve con una furia tremenda en sueños, lo cual me hace no querer dormir.
—Tengo la inconfundible noción de que algo va a salir mal.
Independientemente de mi voluntad, imágenes de un sueño que creía haber olvidado se presentaron ante mí. Aunque no quería, mi mano tomó esa cuerda, y tiré.
La ciudad entera se desvaneció. Apareció vívidamente la imponente imagen de un lobo. El resto de mi percepción se apagó. Desde la negrura absoluta, una silueta se iba haciendo cada vez más clara. Una criatura monstruosa, con dientes del tamaño de brazos, con ojos de un rojo radioactivo, con un pelaje negro que sin embargo emanaba un fulgor parecido a una ira efervescente.
El lobo estaba atado con una inmensa cadena, de majestuosa forja, pero no dejaba de gruñir y de intentar zafarse.
En el sueño predominaba la sensación de estar perdido, buscando el camino de regreso a casa; las irregularidades del paraje en el que me encontraba me guiaban hacia adentro de una caverna.
Un suelo volcánico, resquebrajado, hacía que mis pasos fuesen inseguros. La brisa me llenaba la cara de humedad. A mis lados un musgo de color verde saturado cubría las irregulares colinas, que me rodeaban, empujándome a una hondonada que desembocaba en una playa negra. Al doblar un recodo apareció el mar, imponente, con su viento helado empujándome, advirtiéndome. Peludos animales me miraban desde lo alto de las colinas, donde pastaban, indiferentes. O tal vez no tanto. Sentía que me observan con especial atención.
No tenía alternativa, así que seguí caminando. Era una de esas situaciones en las que no se puede volver atrás, y una extraña e inexplicable energía me conducía como presa de un ensueño. En la cueva no entraba ningún tipo de luz, pero las paredes se veían reflejadas con tonos azulados, verdosos, magenta. Seguí adelante, entre hipnotizado y aterrorizado; no tenía control de mis actos. A medida que avanzaba los resplandores aumentaban, así como el gruñido del animal atrapado. Al doblar un recodo, pude ver esos dos faros rojos observándome, y la gran masa del enorme animal opacando y a la vez emanando una luz fuera de este mundo.
El terror me atrapó y me vi paralizado. La absurdidad de ver a una criatura en un tamaño completamente irreal y desproporcionado dislocó completamente mi realidad. No tenía sentido que un lobo, que suele tener un tamaño no más alto que una mesa, apareciese súbitamente con una altura superior a tres metros. Sufrí un bloqueo mental absoluto, inyectado con oleadas del más desaforado temblor, que me recorría la espina por dentro como un rasguño helado.
Pero de repente, como en un contraste, sentí concretamente unas manos que me tomaban por la espalda, y gentilmente me guiaban hacia atrás, me conducían a la salida de la cueva. Unos dedos cálidos se posaban en mis hombros, transmitiéndome serenidad y calmando mi terror. Percibí una serie de susurros en una lengua que jamás había oído, pero me tranquilizaba, me inducía a confiar en ese ser.
Caminé pasos secretos entre las rocas, los arroyos de aguas mágicas y otras formaciones minerales que surgían del suelo y el techo, guiado por ese misterioso sujeto. Mis pies nunca dudaron. Volví a ver la luz. Podía ver ahora en donde estaba. Un inmenso valle se presentaba ante mí, poblado de negras rocas volcánicas y una bruma cargada del olor a sal del mar y la frescura de amplios campos y praderas. Un sol ridículamente grande se encontraba bloqueado por una capa de bruma y nubes bajas. Miré hacia él, y luego el sueño terminó, o al menos mi recuerdo del mismo, desvaneciéndose, regresándome a mi inerte habitáculo gris.
Pensaba consultarlo con el sistema, pero ahora sé que no puedo confiar en ellos. Sería una locura contarles el sueño. Me recluirían en una olvidada celda o me adormecerían con narcóticos para acallar toda muestra de insatisfacción.
Aparte las máquinas no pueden entender los sueños. Nunca podrán. Es un terreno nuestro, no se puede medir en probabilidades y variables, no alcanzan para describirlo.
Esa idea, sin embargo, es a la vez esperanzadora y aterradora. Porque significa, por un lado, que aun preservo parte de mi humanidad intacta, conservo guardados esos secretos que son fundamentales para mi identidad; pero, por otro lado, si las computadoras no pueden ayudarme, estoy solo, estoy atrapado entre las bestias de mis pesadillas y mi inhabilidad para entender este mundo inmaterial y actuar en consecuencia.
Me siento tan impotente como alguien que intenta golpear a un fantasma o caminar sobre el agua.
Voy a terminar con mi vida. No veo otra salida. No quiero ver lo que va a pasar hoy. No quiero vivir después de este Torneo. ¿Qué pasará cuando esté solo, atrapado en este minúsculo recinto junto a los espectros de mi mente, sin ningún entretenimiento para aliviar el hastío, para apaciguar la inmensidad del abismo?
Comencé a agitarme.
— ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!— Me sentí gritar.
¡Clin!
Otra notificación. Esta vez el mensaje resonó artificial en mi cubículo a través del altavoz:
“Estimado Jill: hemos detectado un nivel alto de presión y nerviosismo. Le recomendamos encarecidamente que tome algunas de las opciones oficiales para tranquilizarse. No querrá perderse La Gran Final del Torneo. Tiene a pocos metros una terminal repartidora de sueños.
Estaremos monitoreando su mejora.
Atte.
SiGOC”
Es increíble. Ni siquiera tengo el consuelo de estar loco en la reclusión de mi solitaria habitación. Tengo que salir. Esta paranoia me va a volver loco, si es que ya no lo estoy. Me están vigilando. Es más, debo haber entrado en una especie de lista negra para ciudadanos peligrosos, o algo así. Debo tener más cuidado, debo aprender a fingir mejor. Debo ir por ese sueño. Ya. Tengo que salir. Me levanto de la sucia cama, tambaleándome. Pulso un botón de la puerta. Tal vez sea mi paranoia, o tardó un segundo más de lo habitual en abrir la puerta. ¿Qué pasaría si un día deciden ya no abrirme más? ¿Si me catalogan como un peligro para el resto y me dejan para siempre atrapado?
Esta ciudad es un infierno. Me abruma. Los controles, las cámaras, las conexiones. Subir, bajar, pasillo, pasillo, pasillo, paredes infinitas, torres altísimas, como tótems, como fantasmas sin rostro, arboles sin hojas, arboles fantasmas; laberintos, cruces, gente anónima por todos lados, máquinas observándonos constantemente, hablándonos, consolándonos, aconsejándonos. Es un laberinto arcano e inmemorial, sin minotauros, solo sombras, ecos de pasos, y el vacío. Nadie con quien hablar, nadie con quien compartir cosas. Tengo miedo de decir algo, algo incorrecto, y que me castiguen, me envíen a un lugar sin ventanas, y nadie se acordará de mí, nadie preguntará por mi ausencia. Nada es seguro. La gente a quien le hablo termina herida, termina investigada, no quieren acercarse a mí; pasillos y más pasillos, esferas que recorren la ciudad como espectros hechizados, flotantes, independientes del piso, del suelo, del mundo, no las controlamos, no tienen volante, pueden llevarnos a donde quieran. Tengo que parar. Tengo que parar. Tengo que parar. Tengo que parar, pero este mar de luces y tramas me enloquece, no puedo dejar de habitar estos grandes tramos de formas, irreales, abstractas, hipnóticas, líneas y líneas moviéndose a mi alrededor, luces cambiando todas las formas en una nueva serie de tramas infinitas en donde no hay un solo rostro, solo grandes campos coloreados de gris, blanco y negro. Ceros y unos. Puros ceros y unos. Todo y nada. Si, o no. Positivo o negativo. Incansables procesadores bebiendo esos ceros y esos unos, girando sin parar, girando y girando, girando, girando, bebiendo y escupiendo ordenes que pasan por infinitos procesos, como un volcán que envía su lava por  las rocas, con fuerza sobrenatural, y esas órdenes van recorriendo todo el sistema, y ese sistema va enviando órdenes a nuestra ciudad, y decide si nos abre la puerta o nos deja afuera, si nos lleva a donde le pedimos o notifica al departamento de irregularidades, si nos envía pollo, arroz, sopa o quien sabe qué. Puedo dejarme ir, y el sistema me atrapará y me reubicará. Seré un cero. Y luego un uno. Seré blanco y luego negro. Seré un elemento más de un número infinito. Una línea que avanza sin fin, no como el tiempo, en una línea con una leve curva que termina empalmándose con el comienzo para renacer en un círculo, sino una línea recta, infinita, hacia el futuro. Voy en ese tren hacia la nada, a toda velocidad, adentrándome en el abismo, el agujero negro más profundo, piloteado por un robot sin sentimientos. Sin rostro.




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