Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
5:53 A.M.
15:07 Horas para el inicio
—Solo
quiero saber que es real y que no.
No
podía dormir. La llamada del sistema me asustó, pero no me encontró dormido.
Aparté la vista hacia un costado. Me molestaba la idea de que nos estuviesen
mirando constantemente.
Nos
entregan los pisos de departamento gratis, lo cual está bueno. Pero no te dejan
decidir sobre ningún aspecto de la vivienda. Viene como viene. Con sus sistemas
de alimentación automatizados, con las duchas a presión, los dispositivos de
calefacción, y las cámaras. Las cámaras nunca dejaban de filmar. A veces hasta
hablaban.
La
bronca me recorrió la espalda. Cerré la mandíbula con fuerza, pero no dije
nada. Las luces de la inmensa ciudad resaltaban contra el negro de los
edificios sin fin. A través de la pantalla sentí nuevas preguntas, que apenas
escuché. No podía concentrarme. No con la idea de la irrealidad asaltándome tan
violentamente. Seguramente también registraron en su informe que no emití
respuesta a ninguna de sus preguntas.
—No
tengo ganas de hablar. Mañana sigo—. Corté. A la mierda la quita de puntos. No
me puede importar menos.
Al
momento en que sonó la llamada tenía el rostro a dos centímetros de la ventana.
Miraba las extrañas luces, los extraños ángulos de los edificios y la luz recortada
por la extravagante arquitectura sin fin de esta extraordinaria ciudad. La
imagen cambiaba muy lentamente con el movimiento y la modulación del sol.
Los
contrastes eran fuertes en un amanecer que empañaba todo de la luz del alba,
saturaba los blancos y oscurecía los negros, con un fondo naranja y rojo
pintado sobre nubes difusas. Hermosas tramas geométricas, imposibles, se
armaban en el lienzo que era esa mañana, ese día histórico.
Miro
extrañado las calles. Las calles que nadie camina. Las calles estéticas. Las
calles desiertas. Las avenidas Main 2 y Main 5 dibujan perspectivas infinitas,
abriéndose en ángulos distintos. Quién sabe en donde terminan. Quién sabe si
alguien más está mirándolas ahora. A sus lados, edificios de distintas formas
crecen como bellas enredaderas de un jardín inglés: nada se pasa de la línea,
todo está en armonía con el diseño de la
ciudad. Funcionalidad, estética, creatividad, eficiencia.
La
época en que los edificios eran altos rectángulos había acabado hace mucho
tiempo. El cielo era el límite para la Nueva Arquitectura Alemana. Los recursos
sobraban, y el SiGOC creía que crear un paisaje exterior que estimulase ir más
allá de los límites era algo saludable. O tal vez solo era el regodeo de aquel
que todo lo puede.
Había
visto imágenes del Edificio Inclinado, La Pileta Flotante del Sunbeam, El
Cilindro (una elipse que empezaba bajo tierra y sobresalía muchos metros en la
superficie), El Ojo del Sol, Las Llanuras Interminables que se extendían en el
nivel -100, o El Rayo de Cormac, pero simplemente no alcanza el tiempo para
visitar cada rincón del imperio. Ya no hay forma de saber a ciencia cierta
dónde uno está. El sentido de la orientación es completamente inútil en un mar
de túneles, ascensores y torres. Si estaba bajo tierra o en el piso mil
quinientos, imposible decirlo. Las interminables tramas, la movilidad en las
esferas, las sorpresivas salas que aparecían de la nada detrás de puertas, las
pantallas, los pasillos, las perspectivas infinitas, todo esto termina por marearte
terriblemente. La ciudad te absorbe, de devora. Sin piedad.
El
sentido de la realidad es algo difícil de medir. La conciencia. La existencia.
El ser. Podes estar hablando horas con una máquina. Podes tener sexo con una,
un humanoide que siente y gime como cualquiera. Podes pasar meses sin salir de
la habitación o sin hablar con nadie. Podes moverte a través de mares de
personas sin tocar a nadie, sin que nadie te mire. Ya no sé lo que es ser un
humano.
No
recordé cuanto tiempo estuve así, sentado, ido. Solo sé que, cuando recobré la
conciencia, el sol se había movido, igual que las sombras.
Sabía
que en esos momentos muchos de mis contactos estarían siendo llamados e
interrogados sobre las conversaciones que habíamos tenido en las últimas horas.
Sabía que estarían revisando toda mi actividad para entender el desencanto.
Pude anticipar la notificación antes que me vibrara la nuca.
¡Clin!
Se
me citaba a una reunión con el Gabinete de Asistencia Social por comportamiento
extraño. También me sugieren llevar una vida más normal, sociable y saludable.
Buen plan. Lo tendré en cuenta.
Una
rabia silenciosa muy parecida a una tristeza irremediable me invadió. Intenté
asimilar la lección. El sistema no puede hacer nada por mí. Si estoy enfadado
con ellos, debo esconderlo. Debo aprender a fingir normalidad, camuflarme entre
la masa. Debo volverme invisible.
—El
mundo se está terminando— dije en voz alta, sin saber por qué. Mi voz rebotaba
contra el vidrio. O tal vez era mi reflejo el que hablaba. —Hoy es el día del Torneo.
Hoy se termina el mundo. Hoy es lo que tanto esperamos. La absolución. El gran
choque entre los grandes. El día del Juicio.
No
sé cuándo ni cómo había surgido esa idea, pero desde que ingresó en mi
estructura mental, jamás pude erradicarla por completo. Vuelve con una furia
tremenda en sueños, lo cual me hace no querer dormir.
—Tengo
la inconfundible noción de que algo va a salir mal.
Independientemente
de mi voluntad, imágenes de un sueño que creía haber olvidado se presentaron
ante mí. Aunque no quería, mi mano tomó esa cuerda, y tiré.
La
ciudad entera se desvaneció. Apareció vívidamente la imponente imagen de un
lobo. El resto de mi percepción se apagó. Desde la negrura absoluta, una
silueta se iba haciendo cada vez más clara. Una criatura monstruosa, con
dientes del tamaño de brazos, con ojos de un rojo radioactivo, con un pelaje
negro que sin embargo emanaba un fulgor parecido a una ira efervescente.
El
lobo estaba atado con una inmensa cadena, de majestuosa forja, pero no dejaba
de gruñir y de intentar zafarse.
En
el sueño predominaba la sensación de estar perdido, buscando el camino de
regreso a casa; las irregularidades del paraje en el que me encontraba me
guiaban hacia adentro de una caverna.
Un
suelo volcánico, resquebrajado, hacía que mis pasos fuesen inseguros. La brisa
me llenaba la cara de humedad. A mis lados un musgo de color verde saturado
cubría las irregulares colinas, que me rodeaban, empujándome a una hondonada
que desembocaba en una playa negra. Al doblar un recodo apareció el mar,
imponente, con su viento helado empujándome, advirtiéndome. Peludos animales me
miraban desde lo alto de las colinas, donde pastaban, indiferentes. O tal vez
no tanto. Sentía que me observan con especial atención.
No
tenía alternativa, así que seguí caminando. Era una de esas situaciones en las
que no se puede volver atrás, y una extraña e inexplicable energía me conducía
como presa de un ensueño. En la cueva no entraba ningún tipo de luz, pero las
paredes se veían reflejadas con tonos azulados, verdosos, magenta. Seguí
adelante, entre hipnotizado y aterrorizado; no tenía control de mis actos. A
medida que avanzaba los resplandores aumentaban, así como el gruñido del animal
atrapado. Al doblar un recodo, pude ver esos dos faros rojos observándome, y la
gran masa del enorme animal opacando y a la vez emanando una luz fuera de este
mundo.
El
terror me atrapó y me vi paralizado. La absurdidad de ver a una criatura en un
tamaño completamente irreal y desproporcionado dislocó completamente mi
realidad. No tenía sentido que un lobo, que suele tener un tamaño no más alto
que una mesa, apareciese súbitamente con una altura superior a tres metros.
Sufrí un bloqueo mental absoluto, inyectado con oleadas del más desaforado
temblor, que me recorría la espina por dentro como un rasguño helado.
Pero
de repente, como en un contraste, sentí concretamente unas manos que me tomaban
por la espalda, y gentilmente me guiaban hacia atrás, me conducían a la salida
de la cueva. Unos dedos cálidos se posaban en mis hombros, transmitiéndome
serenidad y calmando mi terror. Percibí una serie de susurros en una lengua que
jamás había oído, pero me tranquilizaba, me inducía a confiar en ese ser.
Caminé
pasos secretos entre las rocas, los arroyos de aguas mágicas y otras
formaciones minerales que surgían del suelo y el techo, guiado por ese
misterioso sujeto. Mis pies nunca dudaron. Volví a ver la luz. Podía ver ahora
en donde estaba. Un inmenso valle se presentaba ante mí, poblado de negras
rocas volcánicas y una bruma cargada del olor a sal del mar y la frescura de
amplios campos y praderas. Un sol ridículamente grande se encontraba bloqueado
por una capa de bruma y nubes bajas. Miré hacia él, y luego el sueño terminó, o
al menos mi recuerdo del mismo, desvaneciéndose, regresándome a mi inerte
habitáculo gris.
Pensaba
consultarlo con el sistema, pero ahora sé que no puedo confiar en ellos. Sería
una locura contarles el sueño. Me recluirían en una olvidada celda o me
adormecerían con narcóticos para acallar toda muestra de insatisfacción.
Aparte
las máquinas no pueden entender los sueños. Nunca podrán. Es un terreno
nuestro, no se puede medir en probabilidades y variables, no alcanzan para
describirlo.
Esa
idea, sin embargo, es a la vez esperanzadora y aterradora. Porque significa,
por un lado, que aun preservo parte de mi humanidad intacta, conservo guardados
esos secretos que son fundamentales para mi identidad; pero, por otro lado, si
las computadoras no pueden ayudarme, estoy solo, estoy atrapado entre las
bestias de mis pesadillas y mi inhabilidad para entender este mundo inmaterial
y actuar en consecuencia.
Me
siento tan impotente como alguien que intenta golpear a un fantasma o caminar
sobre el agua.
Voy
a terminar con mi vida. No veo otra salida. No quiero ver lo que va a pasar
hoy. No quiero vivir después de este Torneo. ¿Qué pasará cuando esté solo,
atrapado en este minúsculo recinto junto a los espectros de mi mente, sin
ningún entretenimiento para aliviar el hastío, para apaciguar la inmensidad del
abismo?
Comencé
a agitarme.
—
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!— Me sentí gritar.
¡Clin!
Otra
notificación. Esta vez el mensaje resonó artificial en mi cubículo a través del
altavoz:
“Estimado
Jill: hemos detectado un nivel alto de presión y nerviosismo. Le recomendamos
encarecidamente que tome algunas de las opciones oficiales para tranquilizarse.
No querrá perderse La Gran Final del Torneo. Tiene a pocos metros una terminal
repartidora de sueños.
Estaremos
monitoreando su mejora.
Atte.
SiGOC”
Es
increíble. Ni siquiera tengo el consuelo de estar loco en la reclusión de mi
solitaria habitación. Tengo que salir. Esta paranoia me va a volver loco, si es
que ya no lo estoy. Me están vigilando. Es más, debo haber entrado en una especie
de lista negra para ciudadanos peligrosos, o algo así. Debo tener más cuidado,
debo aprender a fingir mejor. Debo ir por ese sueño. Ya. Tengo que salir. Me
levanto de la sucia cama, tambaleándome. Pulso un botón de la puerta. Tal vez
sea mi paranoia, o tardó un segundo más de lo habitual en abrir la puerta. ¿Qué
pasaría si un día deciden ya no abrirme más? ¿Si me catalogan como un peligro
para el resto y me dejan para siempre atrapado?
Esta
ciudad es un infierno. Me abruma. Los controles, las cámaras, las conexiones.
Subir, bajar, pasillo, pasillo, pasillo, paredes infinitas, torres altísimas,
como tótems, como fantasmas sin rostro, arboles sin hojas, arboles fantasmas;
laberintos, cruces, gente anónima por todos lados, máquinas observándonos
constantemente, hablándonos, consolándonos, aconsejándonos. Es un laberinto
arcano e inmemorial, sin minotauros, solo sombras, ecos de pasos, y el vacío.
Nadie con quien hablar, nadie con quien compartir cosas. Tengo miedo de decir
algo, algo incorrecto, y que me castiguen, me envíen a un lugar sin ventanas, y
nadie se acordará de mí, nadie preguntará por mi ausencia. Nada es seguro. La
gente a quien le hablo termina herida, termina investigada, no quieren
acercarse a mí; pasillos y más pasillos, esferas que recorren la ciudad como
espectros hechizados, flotantes, independientes del piso, del suelo, del mundo,
no las controlamos, no tienen volante, pueden llevarnos a donde quieran. Tengo
que parar. Tengo que parar. Tengo que parar. Tengo que parar, pero este mar de
luces y tramas me enloquece, no puedo dejar de habitar estos grandes tramos de
formas, irreales, abstractas, hipnóticas, líneas y líneas moviéndose a mi
alrededor, luces cambiando todas las formas en una nueva serie de tramas
infinitas en donde no hay un solo rostro, solo grandes campos coloreados de
gris, blanco y negro. Ceros y unos. Puros ceros y unos. Todo y nada. Si, o no.
Positivo o negativo. Incansables procesadores bebiendo esos ceros y esos unos,
girando sin parar, girando y girando, girando, girando, bebiendo y escupiendo
ordenes que pasan por infinitos procesos, como un volcán que envía su lava
por las rocas, con fuerza sobrenatural,
y esas órdenes van recorriendo todo el sistema, y ese sistema va enviando
órdenes a nuestra ciudad, y decide si nos abre la puerta o nos deja afuera, si
nos lleva a donde le pedimos o notifica al departamento de irregularidades, si
nos envía pollo, arroz, sopa o quien sabe qué. Puedo dejarme ir, y el sistema
me atrapará y me reubicará. Seré un cero. Y luego un uno. Seré blanco y luego
negro. Seré un elemento más de un número infinito. Una línea que avanza sin
fin, no como el tiempo, en una línea con una leve curva que termina
empalmándose con el comienzo para renacer en un círculo, sino una línea recta,
infinita, hacia el futuro. Voy en ese tren hacia la nada, a toda velocidad,
adentrándome en el abismo, el agujero negro más profundo, piloteado por un
robot sin sentimientos. Sin rostro.
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