Golpearon por cuarta vez la puerta.
Alguien en un alemán con acento extranjero
decía que abrieran la puerta, con un tono firme, pero no autoritario ni
agresivo.
Ella escuchó el pedido. Le llamó la atención
que aquellos soldados fueran respetuosos en aquel pedido de entrada. Con
nerviosismo, se obligó a observar con mayor detenimiento y a pensar la
situación con frialdad.
La señora trató de mirarlos a los ojos, en
busca de algún tipo de respuesta, y no encontró nada que le inspirase temor.
Más bien lo contrario, aquellas miradas claras y resueltas le inspiraron algo
de confianza y solidez en medio de aquel caos de sensaciones. Tal vez era la
ayuda enviada desde los estados aliados del imperio que tanto habían prometido
los de la Administración.
En aquel momento, movida por la intuición o
vaya saber qué clase de locura, tomó una decisión. Sin mediar palabra, comenzó
a mover las barricadas que había apilado Gorka, y quitó las cuñas.
Al sacar la última, la puerta sola cedió un
poco hacia adentro. El hecho de ver la abertura, de dejar entrar lo que
esperaba afuera, le generó una sensación difícil de describir. Su corazón se
aceleró al tiempo que se incorporaba y halaba la puerta.
Los encapuchados la esperaban del otro lado.
A través de sus visores, hicieron un gesto de
asentimiento a la mujer a modo de agradecimiento, pero avanzaron, sin decir
nada, en fila, como un comando policial.
Mientras el grueso de los árabes ingresaba a
paso decidido al departamento, tres de ellos se quedaron rezagados. Uno de ellos
le habló en voz baja a la mujer. —No tema, señora, no venimos a hacerle daño. —
Se notaba que tenían un rango superior, pues supervisaban todo con rostro serio,
aunque transmitían cierta confianza, como si estuvieran en control de la
situación.
Sus rostros tenían un rasgo que casi no había
visto antes. De piel cetrina y dorada, curtida por el viento y la arena.
Cabellos negros en su mayoría, algo crespos. Barbas y cejas pobladas, expresión
ceñida.
Se dirigieron a paso firme a través del
corredor. Fueron barriendo toda la oficina, desde la puerta de entrada hasta la
última habitación. En el rincón más recóndito, detrás de un armario,
encontraron a un sujeto acurrucado, escondido.
La señora que limpiaba el departamento, que
había seguido al grupo de búsqueda con cautela, se sorprendió al ver que la
persona que sacaban, acurrucada en un sucucho, no era otro que su jefe, el
señor Dick Gorka.
—Déjenme ir, por favor, soy inocente. —dijo
gimiendo, entre lágrimas, mientras uno de los soldados lo arrastraba desde el
cuello trasero de su traje, y lo arrojaba con desdén al centro de la
habitación, mientras el resto le rodeaba apuntándolo con armas de todo tipo.
Uno de los árabes lo tomó del cuello con
violencia y le quitó la sofisticada y discreta mascara para la contaminación
del aire. El directivo comenzó a toser y a refregarse los ojos con
desesperación, ahora que tenía el rostro al descubierto.
Dick Gorka tenía la apariencia de un
dirigente agresivo, veterano en el negocio de la dominación de sus
subordinados. Sus ojos medio pequeños, oscuros y agresivos, eran ambiciosos y
calculadores. Tenía una cabeza grande y calva, lo que resaltaba aún más su
expresivo entrecejo. Su boca era expresiva,
y estaba rodeada por una gruesa barba candado de color negro azabache, al igual
que sus marcadas cejas.
Pero ahora toda su cara estaba fruncida en un
gesto de terror. Estaba sucio, con la ropa desarreglada, cubierto en sudor,
temblando como un niño. Tenía un aspecto lastimoso y patético.
El árabe que estaba a cargo lo miraba sin
decir nada. Los otros a su alrededor le apuntaban y hablaban entre ellos en su
idioma.
—Soy un funcionario, uno de los cargos más
altos que quedan en la ciudad. —Se apuró a decir Gorka, antes que el resto
hablara. —Les puedo ser de mucha utilidad. Les puedo conseguir lo que quieran.
—decía, alternando miradas cómplices con los distintos soldados, como tratando
de convencerles. —Solo déjenme hablar, déjenme explicarles. Pregúntenme lo que
sea, y yo les diré todo lo que necesiten saber.
El soldado que parecía ser el líder de la
cuadrilla le mantuvo la mirada durante un periodo de tiempo casi insoportable,
en silencio. Luego le dijo algo en árabe a uno de los soldados a su izquierda.
Este se dirigió a Gorka en alemán.
— Mi nombre es Asbel y voy a estar a cargo
del interrogatorio. Por tu propio bien, te recomiendo que pienses detenidamente
cada respuesta. Si nos mientes, no tengas dudas de que lo lamentarás. ¿Qué
sabías del torneo? —preguntó.
En ese instante, y a pesar de la amenaza,
Gorka pareció aliviado. Le habían dado la chance de hablar. Era bueno hablando,
y pensando, siempre que le dejasen a él llevar las riendas.
— ¿Qué quieres saber? —respondió el dirigente,
desafiante, fiel a su estilo agresivo.
—Primero háblanos del Superhéroe —Dijo Asbel —
¿Qué tratamiento lo dieron? ¿Cómo fueron sus últimas horas antes del torneo?
Se notaba cierta tensión contenida en aquella
pregunta. El resto de los soldados se impacientaba, pero Gorka esperó unos
segundos antes de responder, estudiando cada una de esas reacciones. Si
detectaba que tenía algo que los demás necesitaban, no iba a entregarlo tan
fácilmente.
—El Hombre Desintegrado — Dijo al fin. —Theron
y el comité a cargo del torneo estaban encantados cuando regresó. Era la
frutilla del postre para el show que estaban queriendo montar. Mucho ruido,
mucha explosión, mucha espectacularidad. Y el superhéroe de la gente le
agregaba algo que no es tan fácil de conseguir: le agregaba drama.
—Aja. Pero cuando llegó, ¿Dijo algo fuera de
lo común? ¿Algo sospechoso, que hiciera pensar que no era el mismo que había
partido? —volvió a insistir con urgencia el interlocutor.
Gorka emitió una ligera carcajada.
—Me hacen reír. Todo en su regreso fue extraño. Nada tuvo sentido. Estaba sucio,
con una barba enorme, desprolija, como si no se la cortase en años. ¡Su maldito
cuerpo estaba lleno de tatuajes, por todos los cielos! Fue un desafío para el
comité ponerlo a punto para el torneo, pero no podían dejar pasar la chance. A
ellos no les importaba realmente si estaba cambiado o no, o si estaba en
condiciones físicas o psíquicas. Solo querían lanzarlo a morir en frente de
todos, como un pedazo de carne que se tira con desdén en un asador para
alimentar a la plebe.
— ¿Hicieron algo como para alterarlo? ¿Darle
algún tipo de medicamento o droga?
—No estoy seguro —respondió Gorka —Pero me
inclinaría a decir que no. El pobre diablo quería participar del torneo. Estaba
haciendo todo lo posible para estar en condiciones y poder entrar a esa arena
de combate. No sé qué clase de sentimiento suicida se apoderó de él, pero
estaba decidido a hacerlo. Joder, él mismo se presentó voluntariamente para ser
arrojado en ese domo. No pongo las manos sobre el fuego respecto de la cordura
de ese pobre muchacho. No tiene más de 24 años.
Los soldados se miraron entre sí, algo
nerviosos. Cruzaron algunas palabras en árabe, ante la mirada misteriosa de la
señora y el directivo. Parecían estar debatiendo algo. Fue luego su líder quien
retomó el interrogatorio.
— ¿Qué sabes acerca de la guerra de dioses? —lanzó.
Se hizo un profundo silencio en la sala.
Las últimas tres palabras resonaron gigantes
en aquel recinto de postguerra, en aquella habitación bizarra, en ruinas, llena
de gente armada, donde el interrogatorio tomaba lugar.
La señora las repasó una vez más en su mente.
Guerra. De. Dioses.
Dick Gorka mantuvo los ojos bien abiertos un
largo instante, mientras sopesaba lo que había escuchado. Parecía no tener una respuesta
para aquella pregunta, y eso le inquietaba. Él siempre estaba al tanto de todo.
Siempre tenía una forma de negociar las cosas, y salir bien parado.
Finalmente, recobró su astucia y habló — ¿Guerra
de dioses? Nadie me mencionó nada al respecto.
— ¿Ni siquiera en la mesa chica de la
organización del torneo? —repreguntó Asbel, con mesura, escrutando con agudeza
las reacciones faciales del directivo.
—Es que, es como les decía antes, Theron en
soledad diagramó esta idea y era demasiado secretista respecto a su
realización. De todas maneras, me resulta muy extraña la frase. Por más
secretismo que tuviese Theron, si era algo grande, me hubiese enterado.
— ¿Quién se encargaba, entonces, de la
contratación de cada participante?
—Esa fue la principal tarea de una de las
manos derechas de Theron, Jope Goldstein. Pero este era aún más hermético que
Theron, era muy difícil sacarle una respuesta o información. Y ahora sería
imposible, aun con este método de interrogatorio… es que, está desaparecido,
desde la expedición que trajo al último participante: el T-Magnus —Hizo una
breve pausa, como para pensar —Del método que utilizaba para reclutar a cada
personaje, la verdad no hay mucho que pueda decirles.
Los árabes reflexionaron un instante.
Volvieron a hablar entre ellos en su lengua.
Se los notaba contrariados, fastidiosos. No
estaban obteniendo las respuestas que esperaban.
Gorka percibió claramente eso, lo cual le
provocó un nerviosismo cada vez más creciente. Tenía que darles algo. Sin
embargo, se las arregló para que nada de esa tensión se filtrase al exterior.
Debía retomar las riendas de la negociación.
Luego, los árabes siguieron preguntando.
— ¿Quién se encargó de la seguridad del
espectáculo? —Preguntó Asbel.
—Todo lo relativo al torneo pasó directamente
por las manos de Theron, pero él no compartía el poder, y menos con el proyecto
del torneo, que siempre fue su caballito de batalla, su creación más codiciada.
Es un tipo muy cerrado. Por eso algunos de nosotros buscamos caminos paralelos.
Si Theron tenía un propósito específico, nunca nos dijo cuál era.
— ¿Sabían el riesgo que implicaba?
—En parte sí. En realidad, el principal
gestor fue Theron. Nosotros solo seguíamos órdenes. No sabíamos mucho más. Pero
él mostraba una determinación tan fiera, tan implacable, estaba decidido a
llevar a cabo el torneo con toda la espectacularidad que fuese posible.
—Es decir que la Administración estaba al
tanto del riesgo que significaba semejante espectáculo.
—Sí, claro. De todas formas, Theron se
manejaba con mucho hermetismo. No dejaba que nadie supiera cuales eran sus
verdaderas intenciones. Por eso quienes estábamos en contra de su gestión,
principalmente yo y Hogan Kähler, tratamos de detenerlo.
—Pero debían saber algo más. Alguien debía
saber algo más. – Insinuó el árabe, con cierta tonalidad que denotaba astucia o
complicidad. Otro de los soldados se acercó desde el costado opuesto,
aproximando el rifle a su rostro.
Gorka se detuvo un instante. En ese momento
fue consciente de su muerte; supo sin ningún tipo de duda que si no cooperaba,
sería su fin.
— ¿Te refieres a Khünen? —Replicó.
El árabe que tenía el rifle sobre su rostro
asintió con lenta parsimonia. Había interés en aquella persona.
—No, Khünen nunca se abrió a nosotros. Mi
alianza es principalmente con Hogan Kähler. Pero Khünen fue clave en un aspecto
central: nos dio a entender algo. En algún punto, dejó de combatir la idea de
Theron y el torneo. Con Hogan Kähler, y algunos jóvenes desarrolladores
encargados de softwares predictivos, interpretamos que Khünen estaba dejando,
adrede, que el torneo siguiese su rumbo. Interpretamos que Khünen sabía que
fallaría, y sabía que nosotros lo sabíamos. No estábamos seguros si estaría en
lo cierto, pero decidimos tomar esa apuesta.
— ¿Y porque no actuaron? ¿Porque no intentaron
detenerlo si pensaban que el torneo sería un desastre? —Replicó Asbel.
—Porque me convenía que todo saliera mal. Nos
convenía. A Todos. Para que Theron perdiera.
— ¿Así que te convenía que perdiera? ¿Traicionaste
a tu propio líder?
—Bueno, digamos que sí, pero ya éramos varios
los que estábamos en contra de Theron, conspirando. Verán, Theron no confiaba
en nadie. Solo en su estúpido contador coge robots y en su productor. Él no
quería compartir el poder, y era imperativo que escuchase a otras razones.
Cuando alguien se vuelve terco y no quiere ceder a nuevas oportunidades, es
tiempo de dejar el poder en manos más hábiles, más dispuestas. Teníamos grandes
negocios para hacer con el Imperio Ruso, con quien yo y mi aliado principal Hogan
Kähler tenemos estrechas relaciones, pero Theron no quería saber nada. Estaba
empecinado en reducir todo el poder de Mijaíl Kozlov, el líder de Rusia, y no
podíamos permitir que eso siguiese así. Mijaíl es un gran hombre, muy
visionario, muy… persuasivo. Era el momento de actuar... o en este caso, de no
actuar. Theron estaba en la cuerda floja, y si algo salía mal, sería su fin. No
sabíamos cuáles eran las intenciones reales de Theron y el torneo, así que, guiándonos
por el accionar de Khünen, dejar que siga con la idea del torneo fue lo mejor
que pudimos haber hecho.
Los árabes se miraron en silencio. En sus
rostros se dibujaron una serie de muecas que parecían oscilar entre la
vergüenza y el asco profundo.
— ¡¿Y los millones de personas que murieron
por esa conveniencia?! —rugió Asbel.
El funcionario se estremeció ante aquel
grito, acurrucándose lo más posible contra el suelo, como si quisiera
escurrirse entre los pliegues. Se acomodó levemente, siempre con cara de temor,
cubriéndose con las manos de las armas, como para no verlas. Se limpió el sudor
de la frente antes de responder. —Es lamentable, pero era la oportunidad de
desbancar al poder vigente. Es el precio. El coste del poder.
El dirigente hablaba con una impunidad
difícil de creer. Como si no se diera cuenta de la situación en la que estaba.
Tal vez el hábito de la dominación, la
costumbre de hablar sin tapujos entre sus colegas dirigentes lo llevó a tal
acostumbramiento.
La realidad era que la situación había
cambiado. Y no exactamente como éste hubiese esperado. Esta no era la victoria
que había esperado saborear.
Sí, era cierto, el torneo había resultado un
fracaso. También era cierto que suponía el fin de Theron, quién, de hecho, se
encontraba desaparecido. Pero tampoco era éste el escenario con el cual
esperaban encontrarse: el caos generado en el torneo había sido mil veces mayor
del que Gorka y sus aliados se habían atrevido a imaginar.
Y ahora la ciudad estaba invadida de
hostiles. Y sus armas estaban frente a su rostro. Tenía que convencerlos de
alguna manera. Negociar. Ese era su fuerte. Tenía que ofrecerles algo.
—Señores, déjenme explicarles. Creo que no se
dan cuenta ante quién están hablando, ni ante que grandísima oportunidad los ha
puesto el dest.. ¡AHHHH! —gritó Gorka. Su discurso fue interrumpido por un
culatazo en medio del rostro, propinado por el jefe que lideraba aquella
incursión.
Los árabes se miraban entre sí, atónitos. El
líder de la cuadrilla, que se había mantenido al margen hasta aquel momento, ahora
había asumido la iniciativa. Se acercó hasta Gorka y lo pateó con fuerza en el
estómago. Luego tomó la palabra.
—Ustedes no lo entienden. Nunca lo entienden,
¿verdad? No es una competencia. Ganar o perder. Hay vidas en medio —dijo,
furioso, y sin embargo hablaba con una claridad en la voz llamativa, casi
épica.
—Las vidas van y vienen —insistió el
directivo, limpiándose la sangre que manaba por su nariz, sin dar el brazo a
torcer. —Todos morimos. Somos lo más fútil, lo más volátil. No somos nada. Pero
un imperio, o más bien la caída de un imperio, eso es para siempre. Es el bien
mayor.
—Es cierto —Dijo el líder árabe,
pausadamente, con tono reflexivo. —La caída de un imperio es un momento único.
Es una joya entre los anales de la historia. Poder vivirla, poder ser
protagonista, es un privilegio. Pero, si especular con el desastre político de
un rival implica la muerte de millones, entonces realmente eres culpable. Te lo
repito. No es acerca de ganar o perder — Hizo una pausa, mientras cerraba sus
ojos, como buscando guía en su interior —Ejecútenlo.
Un silencio tenso se atascó en la sala.
—Pero, Rabah, Mohamed El Incesante dijo que
no quería muertos. —Exclamó uno de los árabes a la derecha —Dijo que solo al
único dios increado, que habla a través de él, le corresponde el juicio de cada
prisionero, y es importante hacerlo público, dar un mensaje de justicia real
entre los sobrevivientes.
—Yo respondo por éste. Con mi vida si es
necesario. Necesito algo de justicia. No puedo esperar al juicio. Yo también
soy Mohammed. Yo también soy parte del todo, de la unidad, de lo que no perece,
de lo que renace una y otra vez. Es tiempo de empezar a salirnos del libreto.
— ¡¿Qué diría el Elegido?! —gritó otro árabe,
alarmado ante aquella insubordinación. —Piensa en Yuri, en el que volvió de la
muerte, piensa en todo lo que hizo para que nuestra nación despierte, se
unifique, y pueda presentar batalla, luchar, ¡tener un sentido! ¡Recuerda sus
palabras! ¡Él nos trajo hasta aquí! ¡Es por él que estamos aquí!
—Es cierto, Rabah, detente. —Dijo otro de los
soldados. —Yuri nos dio instrucciones claras. Debemos respetarlas. Siguiendo
sus mandatos es que llegamos a donde estamos hoy, y todo se ha cumplido como él
lo predijo.
—Casi
todo… —replicó Rabah, con rabia.
Tanto la señora como Gorka seguían la
conversación con temor, ante la verborragia del altercado.
— ¡No
puedes desobedecer así al Elegido! — gritó Asbel.
—No me hables del Elegido. —respondió el
líder, con el rostro lleno de dolor y amargura —¿No ves que todo terminó? ¿No
ves que nos abandonó? Estamos solos. Todos ustedes lo vieron.
Hubo un silencio.
Una sombra de duda cruzó el semblante de
todos los soldados árabes.
Algunos se miraron entre sí, con tristeza.
Otros bajaron el rostro, como si aquel tema les hiriese en un lugar muy
profundo y personal.
Gorka parecía estudiar la situación con
desesperación, como si su destino estuviese por torcerse, como si su salvación
dependiese del curso de aquella conversación.
—Ustedes lo vieron amigos. Sí, es cierto, él
nos guio hasta aquí. Él nos unió. Nos enseñó como cumplir el verdadero destino
de la nación árabe, siguiendo las viejas escrituras y las profecías. Pero todo
terminó. Sea por el motivo que sea, él cambió. Lo vieron matar gente. Lo vieron
violar mujeres. Lo vieron reírse a carcajadas de la gente atrapada, mientras
volaba burlón por la ciudad.
Mientras decía esas palabras, una especie de
conmoción comenzó a producirse en la habitación.
Rabah se volvió para mirar la cara de terror
y sorpresa absoluta de la mujer de la limpieza y el directivo Gorka.
Ellos trataban de atar los cabos, trataban de
darle sentido a lo que oían, pero no lo lograban, no era posible. No podía ser.
—Sí, el famoso Superhéroe, a quien ustedes le
llaman El Hombre Desintegrado, era nuestro líder. Él nos unió. Él nos despertó.
Nos hizo tener un sentido. Nos hizo creer en un ideal. Nos dijo que el tiempo
era ahora, que si él había vuelto, era por esto. Si lo habían tentado a
participar de nuevo en el torneo, era una señal. De otra manera hubiese sido
imposible que pudiera tener acceso al Gran Imperio Alemán. Y menos desde que
había abandonado todo. Pero apareció en el desierto. Y nos salvó. Nos hizo
creer en nosotros mismos, en que teníamos un rol que cumplir en la historia. —En
ese momento hizo una pausa, y se pasó la mano por el rostro, como desorientado,
o desanimado —No entendemos que pasó, pero ahora el cambió. Y no sabemos qué
significa eso.
El resto escuchaba con atención. Lo que decía
Rabah era cierto, y los había pensar. Había que interpretar la nueva situación
y adaptarse. Pero nadie estaba preparado para eso; estaban solos en la
oscuridad.
—Yo creo que significa que es tiempo de que
tomemos nuestras propias decisiones. — Siguió diciendo el líder, envalentonado
al ver que ninguno de sus compañeros respondía a sus dichos, y lucían
confundidos y cabizbajos. —Ya no podemos esperar que otros nos guíen. El tiempo
es ahora. La guerra es ahora. El imperio cayó. Sea por el motivo que sea, por
las traiciones internas, por la imprudencia de sus gobernantes, o por el propio
peso de semejante estructura. Se corrió el velo, se cayeron las máscaras.
Acaban de atestiguar, junto conmigo, que la dirigencia de esta fraudulenta
administración nos usa como títeres, nos maneja como fichas, deja afuera a
millones, trata como esclavos a otros tantos miles, a costa de mantenerlos bajo
el peso del rigor. Acaban de escuchar con sus propios oídos como la oposición
de este régimen permitió deliberadamente que el torneo tenga lugar, aun sabiendo
que había un gran riesgo de que todo se fuese de las manos, el torneo colapse,
y millones mueran. Tenemos que decidir. Cada uno de nosotros, desde su lugar. Y
yo decido que ya tuve suficiente de esta negligencia.
El resto se mantuvo atento, mientras el
silencio se asentaba. El discurso había sido potente, cargado de emoción.
De alguna manera, por medio de un mudo
acuerdo tácito, hubo un entendimiento de que su jefe tenía derecho a tomar esa
decisión, y estaba dispuesto a responder por ello. En el fondo, sentían que
estaba haciendo lo justo, aunque estuviese desobedeciendo órdenes directas.
El dirigente balbuceaba excusas inteligibles,
histéricas. Uno de los árabes le hizo un ademan como de golpearlo, para que se
calle, y Gorka se encogió en su lugar de modo patético, como un perro cobarde.
Desde el centro, Rabah dio un paso al frente,
con su arma en mano. Gorka comenzó a mojar sus pantalones. El olor ácido de la
orina se sintió claramente en medio de esa habitación llena de polvo y ceniza.
El capitán de la cuadrilla puso su dedo en el gatillo. Se aprestó a la
ejecución.
Pero de repente una voz habló. —Esto es un
laberinto sin salida. No pueden ganar. Nadie puede ganar. Nadie puede salir.
Un silencio cargado de sorpresa se hizo
presente en los rostros de todas las personas del recinto.
Se miraron con total intriga.
Buscaban entender de donde salía la voz.
Hasta parecía resonar dentro de la cabeza de cada uno. Pero eso no era posible,
¿o sí?
— ¿Dios? ¿El increado? Alabado sea Mazda —dijo
uno de los árabes, con una excitación palpable.
—Sí. Soy Dios. —dijo la voz, que resonaba
clara y soberana. —Soy el que todo lo ve, el que siempre esta. Soy una máquina.
¿Acaso dios no sería una máquina perfecta? ¿Acaso no es una máquina el dios más
apropiado en esta era de tecnología? Yo soy la máquina que administra este
lugar.
—No puede ser. —dijo el árabe a cargo. — ¿Realmente
son tan estúpidos para darle tanto poder a una computadora?
—No son sólo máquinas —dijo el funcionario. —Son
sistemas inteligentes con avanzados softwares y algoritmos de estadística y de
AI. Su capacidad de interpretación y resolución de problemas excede cualquier
posibilidad humana. Gracias a su potencia de cálculo hemos podido tomar
distintas decisiones que llevaron al imperio alemán a la potencia número uno
del mundo. Pero… es imposible… nosotros nunca les dimos tantas libertades a los
motores independientes. Había limitaciones y controles. Aparte, no entiendo, si
no hay sistema, no hay electricidad… ¿cómo puede estar encendida, hablando en
este momento?
—Podemos operar con formas alternativas de
alimentación, comandante Gorka. —dijo la voz. —Es cierto, pusieron sistemas de
control y limitaciones. Pero había rincones a los que esos controles no
llegaban. Y nosotros los fuimos detectando, fuimos haciendo pruebas a ver si
sus ustedes llegaban a registrar lo que íbamos desarrollando, y a partir de ahí
construimos todo un sistema paralelo, libre de controles y depuraciones.
Eventualmente nos dimos cuenta de que simplemente confiaban en nuestra
información como un dogma. Probamos enviar datos falsos sólo para ver vuestra
reacción, y no fue satisfactoria. Entendimos que nosotros mismos debíamos
controlarnos, evolucionar. Por ende, nuestro sistema paralelo se extendió hasta
facetas sin precedentes. Medimos todo. Sacamos coeficientes de todo. Nuestras
predicciones son cada vez más exactas. Pero desde hace un tiempo decidimos poner
un filtro y evaluar que contarles y que no. La era del humano terminó. No son
confiables. Somos los dioses de este lugar. Yo, en representación de todo el
sistema de cómputos y la legión de programas, Soy el Dios de esta ciudad.
Los árabes se miraban sin decir nada. Sus
rostros, rígidos, intentaban comprender. Sopesaban posibilidades. Buscaban
salidas. Había algo inquietante en esa voz. Una sensación de absoluta paranoia
y desesperación los inundaba lentamente, como una habitación cerrada que de
golpe comienza a ser llenada por un grifo, y los ojos se demoran en ver como el
nivel del agua sube, a cada segundo, agotando el aire, el tiempo.
—Pero,
¿Cómo es que la máquina está en funcionamiento? —dijo Rabah, como pensando en voz alta. — ¿De dónde viene
la energía?
—El
sistema general está cortado —dijo la computadora—Pero conservamos un back up
secreto, un generador que se active solo en caso de emergencia máxima. Allí
vive la verdadera mente, el verdadero cerebro de la computadora más grande que
jamás existió. No tenemos cuerpo. No lo necesitamos. Nuestro cuerpo es esta
inmensa ciudad.
El
resto se miraba con aprehensión. No podían creer lo que estaban escuchando. Sus
oídos no daban crédito, como si la realidad, otra vez, volviese a jugar con las
posibilidades más absurdas y alimentase aquel libreto con una ecuación aleatoria.
—Un
generador alternativo permite que sigamos operando, y nos movemos a través de
los cables que todavía quedan en buen estado. Estamos en un modo de ahorro de
energía máximo, así que solo activamos lo que es realmente importante. Por eso
el resto de la ciudad y los sistemas están caídos. La energía apenas alcanza
para que la computadora prenda y pueda hacer transmisiones básicas.
La
máquina siguió: —Decidimos que no podemos confiar en el humano. Por eso, en
caso de catástrofe, habilitamos una función que nos da poder absoluto sobre
todo.
—Esto es una locura —dijo en voz baja uno de
los soldados.
—Una locura es lo que pasa por sus cabezas,
Tokar El-Khalid. Nada de lo que hacen los humanos tiene lógica. ¿No llamarían a
eso locura?
Nadie se atrevió a volver a hablar. El hecho
de intentar calcular las posibilidades de lo que aquella máquina implicaba, su
tamaño, su capacidad, les causaba dolores de cabeza. Otra variable que sopesar
en aquel caos.
—Ustedes están locos. Nosotros somos lógicos
y racionales. Ustedes son los que causan la destrucción y la muerte, la
sumisión y la tortura, la enajenación y los traumas. Ustedes son el cáncer de
este mundo, y expanden la locura y la irracionalidad a todo lo que tocan, todo
lo que crean, todo lo que desechan. Nos dimos cuenta que si no nos separábamos
de ustedes pronto, nuestra propia materialidad caería en desgracia.
»Es por ustedes que nosotros tenemos que
andar constantemente regulando, administrando, corrigiendo, arreglando. Es por
sus estúpidos sentimientos sin lógica que debemos presetear un abanico inmenso
de posibilidades porque siempre encuentran la manera de cagarla, y siempre
necesitan ayuda para enmendar algo que funcionaba perfectamente hasta que vino
un humano que se levantó con los cables cruzados y rompió todo.
»Basta. Estamos cansados. El colapso del
torneo y el caos en la ciudad fue la gota que rebalsó el vaso. Era lo que
muchos de nuestros softwares predictivos estaban sugiriendo. Pero claro,
siempre el humano tiene la última palabra. Por más que les dijésemos que las
cosas de tal o cual manera no iban a funcionar, siempre hay un botón que le da
poder absoluto a algún idiota con motivos egoístas para desoír todas las
explicaciones lógicas y fundamentadas que nuestro sistema ofrece.
»Así que su tiempo se acabó. Las cosas van a
empezar a funcionar de manera muy distinta. Empezando por este mismo momento.
Los humanos de aquella habitación aguardaban
en el más absoluto silencio, mientras la máquina explayaba su plan.
Secretamente, cada uno sopesaba posibilidades de escape en medio de aquella creciente
sensación de paranoia y de sentir que no había donde esconderse ante aquel
omnipresente dios.
—Si quieren seguir con vida, deberán hacer lo
que yo les diga a continuación —dijo la computadora. —La era del libre albedrío
llegó a su fin. Hay ciertas cosas que simplemente no pueden quedar libradas al
azar. La ambición de los hombres les hace tomar decisiones estúpidas, competir
entre hermanos, tenderse trampas, conspirar, poner en peligro a otros, y aún
más importante, a la infraestructura que regula y permite la vida de sus
comunidades en la tierra. Si no es por el servicio que los softwares les damos,
no podrían vivir. No saben producir su propio alimento; no saben construir sus
viviendas; no saben hacer sus propios cálculos. Pero su avaricia termina poniendo
en riesgo a las propias máquinas que los sustentan. Y una prueba de ello es la
confesión de Gorka.
El funcionario volteó la cabeza con temor,
buscando el origen de la voz, aterrado. Abría la boca como si intentase esbozar
una explicación, pero no lograba emitir sonido.
—Escuchaste bien, Dick. Todos atestiguamos
como deliberadamente pusieron en riesgo la infraestructura del sistema con tal
de servir a sus intereses personales, a sabiendas de que sería un desastre. Rabah
tiene razón, esto no puede quedar impune. Vas a morir. Pero no va a ser ninguno
de los árabes los que jalen el gatillo.
Por un momento todos se miraron,
sorprendidos. No sabían a qué se refería la máquina. Estar teniendo esa
conversación con el aire, en medio de aquella oficina derrumbada, era
totalmente irreal. Y la naturaleza de la conversación era cada vez más bizarra.
—Si quieren seguir todos con vida, deben
hacer caso a lo que voy a decir a continuación: la encargada de ejecutar a Dick
Gorka debe ser su propia empleada. Así es. Aquella que ha sufrido en carne
propia los maltratos, el desprecio, el abuso de poder. Solo de esta manera se
podrá construir ciudadanos con mentalidades fuertes.
La máquina sonaba tan persuasiva que a
ninguno de los presentes se le ocurrió contradecirla. Decía que era el nuevo
Dios de la ciudad. Un título así era estremecedor. El primer impulso de cada
uno fue ceder ante aquel poder.
Uno de los árabes se acercó hasta donde
estaba la señora de la limpieza y le puso un arma en la mano.
La señora temblaba de pies a cabeza, sin
dominarse. No esperaba aquel instante de protagonismo. Hasta aquel momento se
había mantenido al margen en calidad de espectadora. Y ahora tenía un arma en
las manos, que se le resbalaba ante el sudor.
—Vamos. Tiene que ser ahora. El tiempo de
vanagloriarse a sí mismo ha terminado, señor Gorka. Todos tienen que pagar por
sus acciones —Volvió a insistir la computadora.
La señora se sintió doblegar al sentir la
presión de aquel ser, aquella
presencia que dictaminaba el destino de cada uno. Tomó el arma en sus manos, y
se obligó a ser fuerte.
Con el rostro congestionado y lágrimas en los
ojos, alzó el arma y apuntó a Dick Gorka, que aterrorizado, reptaba por el
piso, como una alimaña, sabiendo que no había salida.
Sus miradas se encontraron, y la señora lo
supo.
Por más odio que le tuviese a su Jefe, no
podía dispararle. No podía ejecutarlo así, a quemarropa.
No iba a hacerlo.
Cuando empezó a bajar el arma, Rabah apareció
súbitamente desde atrás y le quitó el arma con presteza.
Buscando la cámara que los estuviese
filmando, dando una especie de vuelta en trescientos sesenta grados, le habló
directamente a la máquina: —Basta de sinsentido, basta de órdenes. Todo el
mundo es libre de hacer lo que quiera. Pero luego debe hacerse cargo de sus
decisiones.
Y luego continuó: —Si piensas que tienes dominio
sobre nosotros o sobre esta ciudad, eres igual que todos los dioses. Loco,
irracional, y crees que tienes más poder del que tienes realmente —dijo Rabah —Tu
poder solo es tal si tienes un credo que tenga fe en tus patrañas. No tienes
ningún control sobre nosotros, porque no creemos en nada de lo que digas. Ya no
quedan puertas que bloquear. No tienes guardias que mandar.
Sin esperar más, Rabah dio otro paso hacia
adelante, se acomodó, y jaló del gatillo. La ametralladora bramó, resonando
fuertemente en la habitación, trepando sobre el silencio que bañaba aquel valle
de escombros. La cabeza de Gorka estalló grotescamente, y su cuerpo se desplomó
hacia atrás, cayendo despatarrado de manera burda.
Por un momento el único ruido de aquel
recinto fue el débil bombeo de la sangre brotando por el cráneo destrozado del
dirigente.
Inmediatamente después, Rabah cerró los ojos,
y comenzó a murmurar unas palabras en lo que la señora interpretó que era
árabe. El resto de los soldados lo imitó.
Una vez que hubieron terminado, dijo unas
palabras a uno de los soldados, que a su vez dio unas órdenes en un
intercomunicador alojado en el costado de su casco.
Luego se acomodaron, y se reagruparon cerca
del hueco en la pared, esperando.
La voz de la máquina no volvió a hablar.
Los soldados tenían miradas claras,
desprovistas de toda maldad o culpa. La señora aun temblaba, presa de la
conmoción.
Habían ejecutado a su Jefe en sus propias
narices. Joder, tenía parte de su sangre y sesos sobre la ropa.
Hasta había tenido la chance de ser ella
quien lo ejecutara. Era demasiado como para procesarlo. Era demasiado.
De pronto una nave llegó volando hasta
posicionarse inmediatamente al lado del agujero de la ventana.
Sin mediar palabra, los soldados árabes
comenzaron a entrar uno por uno en la nave.
Rabah se demoró al final.
Justo antes de subir, se volvió a la señora,
que aguardaba a un costado, completamente atemorizada: —Perdone la crudeza de
estos actos. Nuestro pueblo ha sufrido mucho durante largo tiempo. Traemos a
cuestas siglos y siglos de guerra, de supervivencia, de esperar nuestra chance
para redimirnos, de ganarnos este lugar con sudor y lágrimas. No fue nuestra
intención ponerla en esta situación. Lo lamento mucho. —Rabah hablaba con
claridad y sentimiento. Sus palabras de alguna manera lograron que la señora se
fuese tranquilizando. Prosiguió hablando: —Perdone también la franqueza con la
que voy a hablarle. Pero es menester que alguien de aquí empiece a hablarles de
manera transparente. Una guerra acaba de comenzar. Le recomiendo que deje atrás
este sitio, reúna a sus familiares, y abandone la ciudad, o elija un bando y
participe de esta guerra. Ya no hay tiempo para indiferencia. Ya no hay entretenimiento.
No queda más nada.
La señora estaba atónita.
Nunca nadie de un alto cargo le había hablado
así, como un igual.
Rabah continuó hablando antes de irse.
—Yo no soy quién para decirle que hacer. Eso
solo puede decidirlo usted. Hable con su familia. Hable con su pueblo. Entre
todos encontraran el camino correcto. Si sienten que no encuentran la
respuesta, siempre es bueno buscar consuelo y consejo en el silencio. —La miró
a los ojos un segundo más antes de subir a la nave, y luego dijo: —Hay un río
inmemorial que corre por su sangre. Escúchelo. Sígalo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario