Pateó una puerta, que se cayó ante ella. Del
otro lado, un túnel oscuro. Algunos ecos de luz se reflejaban a los costados
del corredor, hacia el fondo, indicando donde había otros pasillos habilitados
que conectaban el camino.
Avanzó entre aquella penumbra, guiándose con
las manos, con paso dubitativo. Sus pies estaban ciegos; se chocaban
constantemente con toda clase de escombros y obstáculos. A veces pisaba algo
blando. Prefería no saber que era.
A cada minuto se frenaba a escuchar, oculta
en algún recodo. Se llegaban a oír algunos gritos apagados. Y también los
gruñidos. Ya se había acostumbrado, pero no dejaban de asustarle y ponerle la
piel de gallina. Otros seres estaban poblando la ciudad. Como un cáncer, la
oscuridad crecía, los muertos se alzaban con la piel renegrida y los sentidos
nublados. Y no habían sido pocos los que no lograron sobrevivir en las nuevas
condiciones.
Agudizó el oído para saber de dónde venían
los gemidos, y si estaban cerca o eran ecos de alguna muerte que resonaba desde
otro piso, o hasta otra torre. Entre tanto silencio, cualquier ruido lejano
cruzaba los corredores vacíos, como una moneda cayendo en una sala acústica,
dando la sensación de que estaba a la vuelta de la esquina.
Calculó que el sonido era lejano, y se obligó
a ser práctica. Siguió moviéndose, aprovechando que el camino estaba despejado.
Dos recodos a la derecha. Tres pasos.
Esquivar un enorme bache en la escalera. Una baranda a medio metro, del lado
derecho. Cincuenta escalones y allí estaba el hueco en la pared, a través del
cual se salía del edificio colapsado.
Asomó su torso a través del boquete. El aire
fresco besó sus mejillas. Pero el ángel de la muerte no podía besarla. No por
ahora. Aunque tenía otras maneras de llevársela.
La máscara anti contaminación le cubría el
rostro. Oía su propia respiración entrecortada a través de los filtros de aire.
Las gafas le cubrían la vista, empañándola, pero protegiendo sus ojos del aire
pútrido, y de las cenizas. El sol aún no había salido. Percibió una imagen
negra, con algunos fragmentos de rojo. Era el fuego, que ardía por doquier.
La ciudad se había convertido en un oscuro
infierno de la noche a la mañana.
Todavía recordaba con nitidez aquel corte de
luz que había cambiado sus vidas. Todo había pasado tan rápido. Tanta
expectación por el combate, tanta publicidad, tanto stress, y luego simplemente
tres segundos, tres malditos segundos en donde todos se movían con tal
velocidad que era imposible distinguir nada. Y luego el caos, luego se empezó a
ver humo en las gradas, el fuego, los gritos de los comentaristas. La
transmisión quedó inservible, bloqueada por los gases. Mientras el desconcierto
y la histeria se expandían como una bomba, en aquel momento ella había temido
lo peor. Sujetó a su familia muy fuerte, y luego todas las luces que conocía se
apagaron.
Y no volvieron.
Habían pasado dos semanas desde el fatídico
torneo, maldito sea, pero no había señales de que la situación fuese a cambiar
pronto.
Mientras apreciaba la imagen plagada de
sombras, percibió una claridad hacia el Este, entre los restos del edificio
Valinor. El sol comenzaba a salir. Aparte del fuego, era la única fuente de luz
visible. El resto era un oscuro océano de luces negras, de estructuras y
superficies muertas que bloqueaban la luz y eran el hogar de cadáveres
atascados y otras alimañas que asomaban brazos desde la penumbra.
No se veía un alma en aquel valle desolador.
Salió completamente a la superficie.
A pesar de aquella vida entre el caos, los
escombros y la muerte, se tomó un segundo para apreciar la impresionante vista.
Emergiendo de aquel túnel, con el sol naciente como un corazón que no deja de
latir, la vida mostraba un nuevo día. Y la vista era preciosa. Los primeros
destellos de sol que se asomaban por el vértice del edificio colapsado dibujaban
dos distinguibles líneas rojizas. El resto de la luminosidad iba bañando todo
de una luz naranja, haciendo huir hacia arriba a los azules negros que quedaban
de la madrugada, que escampaba.
La cordillera de edificios se mostraba muy
distinta ahora de lo que había sido, y sin embargo, no dejaba de ser magnifica.
Aunque de otra forma, por supuesto: antes era impresionante ver aquel diagrama
de perfectas formas geométricas que desafiaban la gravedad y entrecortaban
majestuosamente las formas del cielo; ahora se mostraba una serie de figuras
llenas de relieves y accidentes, de siluetas interrumpidas por el derrumbe, el
fuego y los escombros. Ahora era una cadena montañosa negra, apagada, con
algunas chimeneas como volcanes, que asemejaban antorchas gigantes que no
servían para iluminar e indicar el camino, sino para marcar la ruta del caos,
las zonas donde el desastre había plantado bandera.
Para llegar al edificio al cual tenía que ir,
había que hacer doscientos metros a través de una de las guías de las esferas,
que ya no funcionaban, que actuaban como un puente improvisado, y luego
quinientos metros sobre las ventanas de un edificio derrumbado, hasta bajar por
la tercera ventana rota del lado derecho.
La primera vez que atravesó aquel fino puente
a pie la había invadido un vértigo paralizante, pero en aquella ocasión se
había visto obligada a avanzar, no tanto por las ganas de llegar del otro lado,
sino por lo que la perseguía detrás.
Ahora ya lo cruzaba con normalidad, como un
veterano acróbata. No podía sobrevivirse en aquella ciudad si no se caminaba a
través de las viejas vías de las esferas, ahora en desuso. Muchas veces
aquellos puentes eran la única manera de conectar los laberintos de canales
colapsados y edificios derrumbados.
La imagen de la mujer caminando al amanecer
en aquel puente de la ciudad colapsada era clara, silenciosa, cargada de una
emoción sin nombre, con su silueta oscurecida por el sol que la opacaba del
otro lado, mostraba la oscuridad arreciando y los reflejos anaranjados del sol
trepando por los bordes de los edificios apagados, cristales rotos y los otros
vestigios de la tempestad.
Al llegar del otro lado, caminó por el
edificio derrumbado, cuidándose de no resbalar por la superficie vidriada, y
bajó por la ventana que daba entrada a la torre.
Una vez adentro, otra vez a la ceguera.
La ciudad había perdido sus luces, pero tenía
nuevos invitados ahora. Y estos nuevos pobladores no necesitaban la luz para
saber por dónde moverse.
Ella había aprendido a esconderse, a esperar,
a correr cuando era necesario, y también a matar. Si es que aquellas criaturas
morían.
Pero por lo menos habían decidido plantarles
batalla, no ceder ante el terror, defenderse. No habían tenido mucha opción,
porque lo que quedaba de las autoridades poco habían intentado ayudarlos.
Durante cinco días todo fue apagón. Y con el
apagón, el colapso de todos los sistemas, transportes, comunicaciones. Entre
aquella desesperación, los estruendos, una sinfonía de estruendos en la
oscuridad conducida por el mismo demonio, que en vez de violines usaba gritos
de agonía, en vez de tubas y trombones usaba estructuras que se desplomaban, y
en vez de tambores usaba estallidos y explosiones, todo eso en medio de una
total tiniebla, en medio de la incertidumbre de no saber si tu familia sigue
contigo, en medio de la visceral desesperación de no saber si el túnel que
estas recorriendo va a tener salida al llegar al fondo.
Algo gigante estaba provocando una serie de
colapsos y destrucciones estrepitosas.
Los rumores circularon rápidamente. Se
hablaba de dos versiones: que el Dragón, de alguna inexplicable manera, había
escapado del Domo; y que el Guerrero Negro había absorbido a otros combatientes
al punto de volverse gigante, y recorría las calles de Berlín empujando
edificios por diversión.
Al poco tiempo, ella pudo comprobar, con sus
propios ojos, que habían sido ambas.
Lo más seguro, para personas de tercera
categoría como ella y su familia, había sido salir de los pasillos y refugiarse
en espacios abiertos, para evitar el colapso de las estructuras y tener acceso
a algo de luz natural.
Apenas lograron salir a la superficie, vieron
como el fuego iba prendiendo en las distintas torres, destruyendo todo.
Recordaba con claridad el momento en que una
sombra alada nubló de pronto todo el panorama, y como esa majestuosa bestia
había surgido entre dos edificios, casi como en cámara lenta durante un largo
segundo, para el asombro de todos los sobrevivientes, rugiendo con furia, y
perdiéndose tan rápidamente como apareció entre otra serie de torres.
Fue la única vez que vio al Dragón.
Más allá de que era uno de los causantes del
caos en la ciudad, atesoraba grandemente el recuerdo de aquella visión. Había
sido magnífico. Recordaba con gran detalle cada pliegue de la piel de la
criatura, el color de sus ojos, las formas de su cráneo, columna y alas
desplegadas. Poder ver por sí misma aquella criatura tan noble y esplendida
había sido un regalo del cual no quería desprenderse.
Del Dragón también conservaba lo que era su
sello inconfundible, el fuego destructor, que una vez que prendía era muy
difícil de que se extinguiese.
Sin embargo, había algo más.
También se veía, ocasionalmente, una sombra
negra. Parecía una silueta humana, pero de un tamaño monumental. Sus miembros
eran alargados y flacos, dotándolo de un aspecto grotesco, mientras iba y venía
con paso lento, como cansino, entre los pasillos que eran las calles infinitas
que nadie recorría, el diseño invisible de la ciudad de Berlín.
Pero aquel Espectro alargado, a pesar de esa
apariencia flaca y desgarbada, tenía una fuerza titánica.
Y tiraba edificios al piso como su fuesen
arboles podridos.
Según los rumores, el Dragón se había
perdido. Era incierto si se había refugiado en algún rincón recóndito de la
ciudad, o si la había abandonado para siempre.
Pero el Gigante Negro no parecía tener
intenciones de irse. Había acampado en la cima de La Torre Oscura, uno de los
edificios más altos, como si desde allí observara el colapso de la ciudad, regodeándose
ante el caos.
Entre la señora, su familia y su grupo de
vecinos, como pudieron, armaron una resistencia en los Bajos, que era la zona
estructuralmente más segura para resistir los derrumbes de los edificios.
Ningún edificio cae por el fuego. Habían
visto torres arder por días sin desplomarse, por lo cual los incendios no los
preocupaban, en la medida que las llamas se mantuviesen lejos de los Bajos. La
furia del Dragón había impactado en las zonas más altas, en las torres y
rascacielos que se cruzaban en su camino hacia la libertad.
Pero el paso destructor del Gigante Negro hacía
estragos por doquier. Se divertía empujando todo a su paso, como un niño celoso
que destruye el fuerte construido por su hermano, el preferido de los padres.
Aparte de las criaturas negras que sumaban
muerte a aquel caos, y que crecían en número cada vez más, se hablaba de otro
jinete del apocalipsis que rondaba aquel súbito infierno: un colosal
Dinosaurio, similar al que había participado en el maldito torneo, pero con la
carne muerta, un solo ojo, negro y rojo, y un apetito voraz por la destrucción.
También tenía la capacidad de derrumbar
edificios medianos y otras estructuras, así que las demoliciones se escuchaban
muchas veces desde dos latitudes distintas de la ciudad.
Por estas circunstancias, los refugios en las
partes bajas eran los más efectivos, donde las criaturas gigantes no podían
acceder, y donde los escombros no podían herirlos.
Y allí resistieron.
Y el infierno se desplegó por aquella megápolis
de edificios inmensos interconectados, y el ángel exterminador hizo su paseo
mortal, y se olvidó de ellos, la escoria de la sociedad.
Estaban acostumbrados a que los ignoraran.
Pero la ausencia total de comunicaciones era alarmante. Nunca se habían
encontrado tan desprovistos de vigilancia y control.
Lo más gracioso fue cuando la ayuda de la
Administración por fin se hizo presente en el centro de refugiados.
Uno de los jefes encargados de la
reconstrucción y reorganización de la ciudad armó una reunión masiva y comunicó
que tenían que seguir trabajando, si querían ser parte de los ciudadanos que
entrarían en un listado de rescate.
Les había dicho que se les daría prioridad a
los ciudadanos de primera categoría, y luego a los de segunda y tercera según
el orden de puntos y méritos.
Si querían estar en condiciones de entrar en
la lista de rescate, era imperioso que mantuviesen sus labores o acatasen las
nuevas órdenes que les fueran asignadas.
Si no había transporte, debían llegar a pie.
Podían hacer un reclamo y esperar una reasignación, pero con el caos que había
en la Administración (ella dudaba que realmente siguiese habiendo una
Administración como tal), más les valía acotarse a las tareas que tenían
asignadas, o perder los puntos y quedar fuera de cualquier padrón de rescate.
Así era siempre para los de tercera clase.
Siempre les tocaba los residuos del resto. Siempre esperar. Siempre la
injustica. El hábito la había acostumbrado a la docilidad, pero algo dentro
suyo realmente ardía de rabia.
Por lo tanto, al día siguiente de aquella
reunión, tuvo que tomar una decisión. O acatar las órdenes, como siempre,
esperando un rescate, o buscar una solución alternativa. Lo discutieron en
grupo. A ninguno se le ocurría ningún plan maestro. Era casi como si la
creatividad o la espontaneidad les hubiese sido extirpada del cuerpo.
Ante aquel silencio, ante la ausencia de
ideas y rebeldía, la resignación los inundó, y bajaron la cabeza nuevamente, y
la reunión se disolvió.
Así que allí estaba, caminando entre oscuros
túneles que solían ser pasillos llenos de vida y luces, yendo hacia el trabajo.
La mayoría de esos corredores eran boquetes
abiertos entre las habitaciones de los segunda y primera clase, conectando
pasillos de los edificios residenciales con distintos recintos de los complejos
habitacionales, armando caminos improvisados entre el caos, las puertas
cerradas y los espacios colapsados.
Ella nunca había estado en complejos de aire
libre de las clases más altas; antes llegaba al trabajo tomando una esfera que
la llevaba por afuera hasta la entrada a la oficina donde debía trabajar.
Pero ahora las esferas estaban caídas, y la
única manera de llegar era internamente, por los canales y corredores en penumbras.
Había sido un esfuerzo colosal encontrar el
camino entre los edificios sin luz. Mejor sería decir que tuvieron que armar el camino entre aquel laberinto de
pasillos tapiados, escombros y túneles.
Comenzó a subir por las últimas escaleras
antes de llegar. No se había cruzado con ningún espectro, algo relativamente
anormal. Tal vez su suerte empezase a cambiar.
Llegó finalmente al departamento donde tenía
que trabajar. Sacó una barreta de su mochila y comenzó a empujar hacia dentro
las cuñas plásticas que trababan la puerta. Ya no funcionaban las puertas
automáticas, los pases por huella digital o magnéticos. Todo estaba caído.
Para muchos tercera clase, las tareas que
solían tener a cargo ya no estaban disponibles, por el corte masivo de luz y los sistemas
informáticos, o directamente porque tal edificio o lugar donde trabajaban ya no
existía como tal, y solo era una pila de materiales fundidos.
A muchos los habían puesto a limpiar el caos,
como mano de obra gratuita. Los mandaban a distintos lugares a recoger
escombros, armar caminos, recuperar espacios. Era realmente degradante que los
pusieran a trabajar así, casi extorsionándolos, para que hagan las tareas pesadas.
Pero ella había tenido “suerte” en ese
sentido. Sus tareas de limpieza y orden seguían disponibles. La oficina de su
Jefe no había colapsado. Salvo un gran agujero en una de las ventanas de todo
el piso, probablemente producido por un coletazo del Dragón o un manotazo del
Gigante Negro, el resto se había mantenido relativamente en pie.
Ella trabajaba para un alto cargo de la
Administración. No tenía permitido hablar de él.
Su tarea consistía en mantener siempre el
lugar impecable, con todas las cosas ordenadas y limpias.
La cuestión era que esa tarea ya casi no
tenía objeto en aquel contexto de caos y cuasi apocalipsis, donde la
supervivencia era la prioridad, y donde hacer tareas de limpieza en una oficina
de lujo para un ejecutivo de alto rango que casi nunca estaba allí quedaba como
en un segundo plano, carecía de sentido en medio de una ciudad que se iba a
pique. Pero en cuanto se presentó a la oficina, su Jefe le dejó bien claro que
debía seguir yendo a trabajar, debía estar todo ordenado y limpio, porque él
seguía necesitando ese espacio. Le dijo, con una mirada amenazadora, que debía continuar
sus laboras si no quería lamentarlo.
Por lo tanto, allí estaba ella, escoba en
mano, barriendo. Debido a la constante ceniza y polución del aire que entraba
por el agujero de la ventana constantemente, las superficies se cubrían de una
densa capa de polvo corrosivo, por lo tanto había que volver a limpiar cada
superficie, una y otra vez.
Una voz dentro de su cerebro le había
ordenado seguir con su rutina, bajo la promesa de que el orden se restablecería
pronto, de que un ciudadano de tercera no podía darse el lujo de hacer lo que
quería, de que tenía que respetar las normas, aspirar a ascender en el sistema.
Esa misma voz le decía que no intentara nada
raro, que no era tiempo de hacerse la rebelde, que mucha gente dependía de
ella, que había que hacer buena letra y esperar lo mejor.
Aun así, la situación era inverosímil:
barriendo el polvo de una oficina en un edificio colapsado, con todo el
mobiliario hecho trizas, las luces cortadas, los vidrios rajados, sin apenas
ventanas.
El absurdo la envolvía. La rutina le sorbía
la vida. ¿Qué podía hacer? Había que seguir tirando del carro, como un burro
viejo, aunque el camino fuesen escombros y fuego, buitres y muertos tirados al
costado del camino, sin sepultura.
—Sigamos— se dijo, escuchando su voz resonar
asfixiada dentro de la máscara. —Sigamos un poco más.
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