Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
7:50 A.M.
13:10 Horas para el inicio
Dos
sujetos esperan en la fila del repartidor de sueños. Delante de ellos, un
tercero selecciona opciones en un aparato con una pantalla y una boquilla de donde
salen unas pequeñas cápsulas.
—Jill
Miriandor, N° de Identificación RH1908183. Un sueño erótico, por favor. Dos
varones y dos mujeres, situación aleatoria.
Un
techo de vidrio cubría la fila de personas que esperaba. Ligeramente inclinado,
el material trasparente iba formando rombos y triángulos, de manera que cubría una
vasta superficie formando un gran invernadero. La luz del nuevo día se colaba
por la estancia como un manto cálido. Del otro lado, el jardín gigante de
edificios crecía como regado por el mismísimo dios y recortaba la luz del sol.
El
amplio domo se mostraba despejado, con pulcras plataformas, espaciadas una de
la otra, conectando distintos niveles que se entrecruzaban. Algunas personas
caminaban pausadamente por los pisos. Discretas pantallas a los costados
mostraban noticias y publicidades. Un murmullo leve circulaba prolijamente por
el recinto. Nada estaba fuera de lugar. El orden era tan magnánimo que casi asustaba.
La
caricia cálida de la luz matutina coloreaba levemente los blancos, grises y
ocres de las estructuras. Algunos destellos de las pantallas y los botones se
esparcían por la sala como pecas en un rostro, apareciendo y desapareciendo,
siempre en silencio.
Como
pidiendo permiso, retazos de color celeste aparecían en lo alto a través del
gran ventanal.
—Qué
raro que en esta ciudad todo funciona bien menos las entregas de sueños, ¿no?—
comentó una de las personas que esperaba atrás.
—Oye,
que no estamos en el nivel uno. En el nivel intermedio algunas cosas fallan.
Pero eso sí, no oirás a nadie quejarse— Contestó
otro.
—
¿Tampoco puedes dormir? —dijo el primer sujeto, un varón adulto de mediana
estatura, tez morena y un enrulado pelo negro.
—No,
ya ves. Siete de la mañana y no pegué un maldito ojo en toda la noche. —replicó
el otro, un muchacho bajo de pelo corto y piel oscura. —Si sigo así no voy a
llegar atento a la hora del Torneo. Así que me llegó una noti del sistema que
me tome un sueñito para dormir hasta las 19hs.
—Uff, sí, estamos todos igual, contando las
horas. La ansiedad te mata. ¿Cómo crees que va a salir?
—Y, es difícil. Me decanto por la Bestia. Ese
ser mitológico, o lo que sea que es, nunca vi nada tan brutal. Dicen que lo
encontraron petrificado en una gruta, en medio del océano. Lo revivieron con
técnicas moleculares de avanzada, o eso tengo entendido. Vaya a saber de qué
época es. Ese ser no debería estar vivo. Debe haber crecido luchando con
animales gigantes, no sé, pero hasta ahora nadie pudo hacerle frente.
—Sí, es implacable. Pero no creo que gane. Ya
viste como le costó pasar al Golem en semis. Cuando se enfrenta a seres más
fuertes que él, no tiene mucho ingenio para buscar otra salida más que el
combate cuerpo a cuerpo. Me inclino por el Vampiro. Ese sí que está loco.
—Sí, pero nadie quiere al Vampiro. Sería
realmente un caos si ganara. Cientos de suicidios, no menos. La gente va a
pedir reedición. No quiero que gane, me estremezco de solo pensarlo. Es cruel.
—Exacto, no lo dudo. Pero es el más despiadado
a la hora de buscar tácticas viles para ganar. Lo que le hizo a la pobre Ninfa
en cuartos… dios. Aun me persiguen en sueños esas imágenes. Amenazarle de esa
manera a la familia, obligarla a que se haga daño a sí misma, es una tortura psicológica.
Sí, es despiadado.
Se
produjo un silencio entre ambos, probablemente generado por el recuerdo de las
demenciales imágenes suscitadas por el recuerdo de las semifinales del Torneo.
—
¿Cómo te llamas? — preguntó el muchacho bajo, para cortar el sinsabor de
aquellas memorias.
—Carlos
Luna, encantado. —respondió el muchacho de rulos.
—
¿Americano?
—Sí,
pues. De Colombia. O lo que queda de ella. Y pronto va a desaparecer incluso de
nuestras memorias si siguen con tantas restricciones y nombres nuevos para
aprender.
—Tal
cual, es lo que yo digo. Nos llenan la cabeza con nombres de estrellas, de
estaciones espaciales, hasta de los nombres de los grandes edificios de la
zona. Y de dónde venimos, nada. Eh, un sueño erótico por favor. Solo hombres,
gracias. —le dijo el segundo sujeto a la máquina del mostrador cuando llegó su
turno. Una inscripción rápida apareció en la pantalla, solicitando el ID. Al
posar su pulgar sobre el láser, una bandeja se deslizó con la cápsula del sueño
pedida. —Me llamo Guille Arriaga. De Paraguay.
—Ah,
que bien. Hermano Sudamericano. ¿Dónde ven el Torneo? —Se volteó hacia la
pantalla —Un sueño marino, por favor.
—En
uno de los bares de las afueras. Los del centro van a estar…, que ni te digo.
—Seguro
que sí. Yo por suerte ahorré unos puntos y canjeé la transmisión exclusiva. Un
lujo, ¿no? Te invitaría, pero ya tengo invitadas a tres personas y sabes cómo
son con las cámaras, en cuanto se enteren que tengo más gente en casa de lo que
permiten las entradas, me cancelan la transmisión, me mandan a los robos y me
cortan toda la vaina.
—Sí,
ni lo digas, chera. Pero claro, no se puede decir nada o ya empiezan a sacar puntos.
Aunque supongo que esto es mejor que vivir entre los escombros de nuestros
pobres países. —El sujeto miró la hora en la pulsera que tenía en la muñeca —Bueno,
me voy a casa a ver el sueñito este y a dormir nomás, que se viene una noche
por demás interesante.
El
pasillo daba a un amplio salón vidriado. A los costados distintas puertas de
ascensores se alineaban, interminables.
Sobre
el piso, largas líneas iluminadas marcaban las zonas de precaución, que
ordenaban la circulación de los ciudadanos. Del otro lado, dos rieles con
pequeñas esferas ovaladas esperaban pasajeros.
Guille
tomó una de las esferas transportadoras y entró. La esfera se cerró tras de él,
y al instante se opacó. Luego siguió su camino por uno de los rieles, y en la
primera curva, viró hacia abajo. Carlos esperó su lugar en la fila; en menos de
cinco segundos, otra esfera vino suavemente hasta el andén y abrió su puerta,
sin hacer un solo sonido. Carlos se subió, se sentó en el cómodo asiento,
acolchonado con un material esponjoso y aterciopelado, de tono gris oscuro, y
la puerta se cerró tras de él.
La
esfera comenzó a moverse lentamente. —Hasta la Torre Toyne —Dijo Carlos. El vehículo tomó cierta velocidad, sin que se notara
dentro, salió del recinto pasando por un corto túnel, y luego la ciudad se
abrió completamente ante él. Había decidido no opacar su esfera, que se
mantenía transparente para apreciar la vista.
El
gran campo de edificios centelleaba con las luces del sol naciente de aquel día
histórico. Cientos de rieles se alineaban para luego dividir sus caminos hacia
las distintas rutas de la inmensa ciudad. No había lugar a donde no llegaran
aquellos diminutos rieles, y podían cruzar grandes distancias en pocos minutos,
sin jamás atascarse.
La
esfera de Carlos comenzó a trepar un inmenso edificio en busca de la ruta más
corta para llegar a su destino. Estructuras, ventanas y pasillos abovedados
pasaban a toda velocidad a sus costados mientras la esfera dejaba todo atrás. En el mundo exterior no había nada
aparte de los edificios. No era seguro por la contaminación, y la Administración
no permitía la libre circulación de ningún tipo de artefacto volador. Los
edificios se elevaban interminables a lo alto y a lo ancho, así como profundos
túneles mostraban la profundidad de la estructura de los niveles sub cero.
Enigmáticamente, no se veía un solo ser humano en todo el paisaje.
El
vehículo tomó un camino rodeando media circunferencia de la Torre Oscura, el mayor edificio del
imperio: una torre circular que besaba el cielo, construida con un material
oscuro que rechazaba todo tipo de luz. Era incluso mayor que El Dedo de Steiner, considerado como la
mayor referencia de la ciudad por su increíble construcción y su locación
céntrica. La Torre Oscura estaba
reservada a altos cargos de la administración, y a las familias más acomodadas:
los ciudadanos de primera categoría o nativos alemanes vivían en las partes
altas de los mejores edificios, en grandes pisos vidriados y amplias vistas;
las capas medias compartían parte de esos recintos respirables, pero no tenían
completo acceso, y muchas veces tenían que atravesar campos de aire no purificado,
montándose sus trajes y máscaras para evitar enfermedades. Las clases bajas,
los que vivían en Los Abismos, tenían casi un setenta por ciento de ambientes
no habilitados; prácticamente tenían que andar siempre con el traje encima.
La
mayoría de los americanos que dejaron entrar al imperio luego de la catástrofe
habían sido registrados como ciudadanos de tercera categoría, y vivían en Los
Abismos, como les llamaban vulgarmente a todas las propiedades que estaban al
nivel del suelo o por debajo.
Su
calidad de vida era penosa. Los trabajos eran más arduos. Los controles más
férreos, las recompensas mínimas y los castigos severos. Ante cualquier traspié
o infracción estaba la amenaza latente de ser deportado, y nadie quería volver
a las ruinas de América o probar suerte en la salvaje Asia.
Los
de tercera categoría estaban fuera del nivel de cápsula de contaminación, así
que tenían que vivir enmascarados. Los ciudadanos de segunda categoría en
adelante, tenían más facilidades. Había grandes complejos de aire respirable, y
si uno se mantenía dentro de ellos no tenía que ponerse la máscara durante
meses. Las comunicaciones entre complejo y complejo también estaban salvadas,
eran grandes tubos aislados por los cuales el aire era limpio. Y también
ayudaban las esferas transportadoras, que lo llevaban a uno a todos lados en
ambientes completamente herméticos. Si uno se tomaba el transporte en un lugar
puro, y se bajaba en otro, no había problemas.
De
hecho, algunas personas que vivían en grandes complejos de edificios, de las
clases más altas, en toda su vida no salían jamás al exterior. Los entornos
eran básicamente ecosistemas sustentables, donde el sujeto tenía todo lo indispensable
para vivir, trabajar, comer, entretenerse, sin necesidad salir. Los edificios
tenían tantos pisos, instalaciones y conexiones que a uno no le alcanzaba la
vida para recorrer todo lo que había en ellos.
La
cuestión era tener acceso a esos complejos puros, ya que no todos estaban
habilitados. Carlos había procurado hacer buena letra desde el principio, lo
que le permitió ascender a ciudadano de segunda, pero no era fácil mantenerse: el
sistema lo estaba poniendo a prueba a uno todo el tiempo.
La
esfera, entretanto, siguió su eficiente recorrido por la extensa red de rieles.
Después de bordear la parte exterior, uno de los grandes edificios la tragó, y
la esfera siguió camino por las entrañas de la gran ciudad, donde durante unos
segundos no se veía más que oscuridad, hasta que nuevamente se hizo la luz y su
vehículo emergió hacia un amplio hall de aire respirable, donde había no menos
de treinta ascensores que transportaban gente a distintos recintos.
El
globo transparente se detuvo y le abrió la puerta; no habían pasado más de
cinco minutos. Carlos descendió y atravesó el hall, en busca del ascensor que
lo dejaba en su habitación.
En
el radiante recinto transcurría todo con una parsimonia adormecedora: apenas
unas pocas personas caminando lentamente o mirando sus pantallas y algunas mesas
y sillas dispersas. En los costados, algunas tiendas mostraban sus productos, los
cuales se canjeaban con los puntos de la buena conducta y las tareas comunitarias.
Carlos
divisó la seña del ascensor que subía hasta lo alto de la Torre Toyne, y siguió
la indicación hasta la puerta del ascensor.
Se
subió y posó su pulgar en el identificador. El ascensor captó el piso donde él
vivía y automáticamente se puso en marcha. Mientras subía a razón de cincuenta
pisos por segundo, revisó sus notificaciones; nada importante. Nuevos
recordatorios del Torneo. Lo embriagó la emoción, pero debía esperar todavía
unas horas, y que mejor manera de pasar el tiempo que entregarse a un sueño
seleccionado a voluntad.
El
ascensor se detuvo y lo arrojó a un
pulcro pasillo, completamente desierto. Caminó unos metros y una puerta
identificó su GPS-ID y le abrió. Su piso constaba de una pequeña habitación en
lo alto de una torre, relativamente alejada del centro, más allá del tercer
nivel de anillos hexagonales.
Se
disponía a acostarse y aplicarse la pastilla del sueño cuando algo en la vista
exterior le llamó la atención. Del otro lado del edificio, a través del
pasillo, en la Torre Wutten, unos colores vibrantes, dibujados sobre una
ventana, llamaron su atención. Los pigmentos flúor destellaban claramente en contraste
con el predominante gris que bañaba los edificios. Un sujeto las pintaba.
Al
aguzar la vista, incluso le pareció ver detrás del sujeto una sombra, con forma
humana, o acaso un fulgor.
Se
dio cuenta que necesitaba dormir.
Se
volvió hacia su cama y se acomodó; se colocó la ficha en el plug de la mano, esperando
perderse entre el sonido del mar y el olor a sal. El viento pegándole en la
cara le recordaba días de su infancia, en los que salía a navegar con su
abuelo. El constante flujo de las olas, imperturbable, interminable, era lo
único que lo relajaba realmente. Se preguntó, antes de perderse, si se podía
ahogar uno en un sueño, y qué pasaría entonces.
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