¡Bienvenidos a Laberinto de Sangre!

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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Parte 2: Los primeros tres segundos

Parte 2: Los primeros tres segundos








Todo esto que voy a contarte es real. Realmente sucedió. Puedes creerlo, pero me inclino a pensar que asumirás que nada de esto es posible. Me da igual. Tal vez al final del relato cambies de parecer. Tal vez todo esto, que parece en principio palabras en un papel llenas de tramas e historias, de circunstancias inventadas por alguien para entretener o pasar el tiempo, tal vez realmente sucedió. O quizás puede suceder. Tal vez el tiempo aun no llegó. Puede que los destinos de las personas y criaturas involucradas aún no se cruzaron, y aún se mantienen ajenos a todo esto, como dos autos que van en sentido opuesto por la misma ruta, sin saber que en el kilómetro X van a encontrarse definitivamente. Sea como sea, aquí va.
Todo comienza antes de que uno se dé cuenta de que es lo que está pasando. No avisa, no previene. Si sos despierto, tal vez percibas algo una milésima de segundo antes del impacto, como un instante de lucidez previo a la muerte, antes de que sea tarde, antes de ese momento en donde las consecuencias de todo afloran en único punto como una primavera rabiosa hace estallar un capullo con la potencia de una bomba atómica.
Una milésima de segundo, para seres con habilidades tan monstruosas como los de la Gran Final, para criaturas con potencias tan incalculables, es un mundo de tiempo.
El tiempo es relativo. Existe solo en nuestra mente, y en las pizarras de los físicos y matemáticos. Cuando nuestra mente se va, o se altera, o se adultera, el tiempo se vuelve un chiste, una abominación de mentes que funcionan sin reglas, solo para confundirnos cuando el raciocinio regresa e intentamos mesurar lo que nos pasó en horas, minutos y segundos.
Lo que están a punto de leer ocurrió en tan solo tres segundos. Tanta planeación, tanta euforia, tanta expectativa. Tres segundos.
Uno.
Dos.
Tres.
Fin.
Después vino el fuego, los gritos, la gente empujando, tomándote de los hombros, arrastrándote para poder pasar primero. Después vino el suelo, el rostro entre los asientos, entre la basura y los desperdicios de la gente, la desesperación de querer salir y no poder levantarte porque te pisan la espalda. Después vino el ahogo en el pecho, el sudor en la frente, trepando camino abajo por tu rostro, absorbiendo la mugre y el miedo. Después vino el olor a humo, a carne quemada, a muerte, el inconfundible olor de la muerte montado en una alarma que no paraba de sonar, cabalgando por los pasillos del estadio como un heraldo del apocalipsis que canta su canción de muerte a través de un megáfono mal calibrado, apabullando a cada uno de los miles de espectadores, que como vos, solo había ido al estadio a ver un espectáculo. Simplemente queríamos ver un show.
Estabas ahí. Yo te dejé ahí. En las gradas. En el Domo. En el magnífico estadio con forma de nido de pájaro ubicado en el punto más alto de las colinas New Gate. Te invité a entrar, y entraste. Te invité a sentarse, y te sentaste. La butaca era cómoda, de un material sintético, absorbente. La barrera transparente, a tan solo unos centímetros; del otro lado la impoluta arena de combate esperaba la sangre. En el aire se sentía la expectación. Pasaron los anuncios, las publicidades, la previa terminó. Esperaste el inicio del Torneo; estaba tan cerca. Y sin embargo apenas había comenzado y todo se desvaneció. Se convirtió en un infierno inimaginable. En tres segundos.
Tal vez haya que replantearse ciertas cosas. ¿Qué somos al final de algo que creíamos que nos definiría? ¿Nada? ¿Algo nuevo? ¿Lo mismo, pero más vacío, más viejo?
El problema de las expectativas. El viejo, eterno problema. El deseo. ¿Quién se borra a sí mismo como un software todas las noches, dejándose limpio, incluso vacío? ¿Quién podría ser tan maquinal? ¿Cómo hacer, entonces, para vivir sin desear? ¿Sin esperar nada?
El deseo siempre se interpone entre lo que nos pasa, en esa realidad ínfima, ese instante completamente efímero de la percepción. En una mecánica fabulosa, apasionante, una serie de dispositivos auto administrados por nuestro aparato psíquico y sensorial, en cada segundo el deseo nos dice cómo interpretar el instante en base a lo que esperábamos que debía suceder, y como esperábamos que ese suceso nos iba a impactar, qué nos iba a generar, qué debíamos sentir.
Y en el momento exacto, evalúa si esa expectativa se cumplió o no, y genera nuevas emociones en base a ese balance.
No sé qué pensar.
Yo no elegí que esto saliese del modo en que salió. No crean que hubo mala fe o engaño deliberado. No creo en ese tipo de historias en donde se planean engaños de ante mano. Todo comenzó tan rápido que no hubo tiempo de ponerse a pensar a donde terminaría.
El que imagine que estas cosas se planean no entendió nada del proceso creativo, nunca va a entender el arte porque, justamente, piensa que el arte es algo que tiene que entenderse. Nunca quise que nada de esto sucediera. Pero sucedió. Y lo lamento tanto por todos los involucrados, por las personas que estaban en ese estadio aquel fatídico día, y por todos los demás que fuimos arrastrados a esto, por azar o por el devenir de las circunstancias. Supongo que es verdad lo que dicen, que la historia se escribe con sangre.
Que cada uno saque sus propias conclusiones. No puedo agregar mucho más. Esto no es una de esas historias policiacas en donde al final el detective paria explica como hizo para saber todo, o como esas historias fantásticas para niños en donde al final el mago te llama a su despacho para explicarte todo lo que no entendiste.
La vida, tan implacable como un desperfecto en un avión que vuela sobre el Pacifico, tan impredecible como un ataque cardiaco, tan súbita como un estornudo. Las consecuencias, inevitables, más allá del bien o el mal, son hechos concretos, sin voluntad o intención, sin esencia fuera de lo que son, hechos generados por la acción y reacción, como un accidente, una muerte, un enchastre.
Pero no es correcto perturbar la narración de la Gran Batalla con esta serie de reflexiones sobre la naturaleza del tiempo, la interacción de voluntades, el deseo y el devenir. Tampoco es correcto, creo, empezar por el final de la Batalla. Voy a volver al principio.
El contador marcaba una cuenta regresiva. Quedaba un minuto. Eran las 20:59 en Berlín, capital del Gran Imperio Alemán, y en el Gran Domo, donde bajo la atenta mirada de un millar de eufóricos espectadores estaba a punto de desarrollarse un espectáculo colosal.
Solo treinta segundos. La gente en sus casas se aferraba fuerte a la silla; apartaba los vasos o copas de bebidas a un costado, en señal de que la espera había terminado y todo estaba a punto de empezar. Concentración. Abstracción. Enajenación. Sea como sea, el momento había llegado.
Quince segundos más. Solo eso. Solo un poco más. Pupilas dilatadas. Falta de aliento. Éxtasis.
La arena del Domo aguardaba, vacía, la explosión de sangre y energía que daría lugar en unos pocos instantes.
Diez segundos. Las bestias en la cada celda se preparaban para pelear por sus vidas.
El contador llegó a cero y una bocina anunció el comienzo.
En el momento exacto en que las compuertas comenzaron a levantarse, un huracán se desató en cada uno de los cubículos; antes de que el espectador pudiese darse cuenta de lo que pasaba, el Superhéroe y el Vampiro salieron disparados del suelo con violencia, y tanto la capa del héroe como el sacón del Vampiro ondearon en el aire hacia el medio de la pista; las piernas de la Bestia se tensaron sobre el suelo, desgarrándolo, y en el momento en que la puerta dejó ver algo de luz, sus piernas estallaron como dos resortes liberados disparando su furia; las alas del Dragón generaron un pequeño tornado al tiempo que lo impulsaban como una bala hacia la pista y el Mago realizaba embrujos protectores que inmediatamente repelieron unas flechas venenosas; el motor del Viper 1996 ya rugía y echaba humo aun antes de que la puerta se abriera; el suelo sacaba chispas y se ponía negro mientras las ruedas giraban en su lugar quemando el caucho; las patas del corcel muerto picaban el suelo impacientes, y el T-Magnus apoyaba una pata contra el fondo de la pared para darse impulso.
Apenas se abrieron las puertas, el Superhéroe, la Bestia el T-Magnus y el Zombie recibieron flechas venenosas en sus pechos. Las hebras de las plumas de las flechas envenenadas sacaron el polvo de las compuertas a medida que estas se levantaron en un instante. Todas y cada una de las flechas impactaron en su objetivo, menos las destinadas al Mago, que activó un campo protector, y al Vampiro, que las esquivó con extrema precisión, anticipándose a la acción de los Elfos.
El Zombie tenía armadura, pero esta no pudo evitar que la flecha la atravesase.
Los siete participantes se dirigieron con violencia hacia el Domo en donde los esperaba el destino que cada uno de sus laberintos personales les había preparado.






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