Todo
esto que voy a contarte es real. Realmente sucedió. Puedes creerlo, pero me
inclino a pensar que asumirás que nada de esto es posible. Me da igual. Tal vez
al final del relato cambies de parecer. Tal vez todo esto, que parece en
principio palabras en un papel llenas de tramas e historias, de circunstancias
inventadas por alguien para entretener o pasar el tiempo, tal vez realmente
sucedió. O quizás puede suceder. Tal vez el tiempo aun no llegó. Puede que los
destinos de las personas y criaturas involucradas aún no se cruzaron, y aún se
mantienen ajenos a todo esto, como dos autos que van en sentido opuesto por la
misma ruta, sin saber que en el kilómetro X van a encontrarse definitivamente.
Sea como sea, aquí va.
Todo
comienza antes de que uno se dé cuenta de que es lo que está pasando. No avisa,
no previene. Si sos despierto, tal vez percibas algo una milésima de segundo
antes del impacto, como un instante de lucidez previo a la muerte, antes de que
sea tarde, antes de ese momento en donde las consecuencias de todo afloran en
único punto como una primavera rabiosa hace estallar un capullo con la potencia
de una bomba atómica.
Una
milésima de segundo, para seres con habilidades tan monstruosas como los de la
Gran Final, para criaturas con potencias tan incalculables, es un mundo de
tiempo.
El
tiempo es relativo. Existe solo en nuestra mente, y en las pizarras de los
físicos y matemáticos. Cuando nuestra mente se va, o se altera, o se adultera,
el tiempo se vuelve un chiste, una abominación de mentes que funcionan sin
reglas, solo para confundirnos cuando el raciocinio regresa e intentamos
mesurar lo que nos pasó en horas, minutos y segundos.
Lo
que están a punto de leer ocurrió en tan solo tres segundos. Tanta planeación,
tanta euforia, tanta expectativa. Tres segundos.
Uno.
Dos.
Tres.
Fin.
Después
vino el fuego, los gritos, la gente empujando, tomándote de los hombros,
arrastrándote para poder pasar primero. Después vino el suelo, el rostro entre
los asientos, entre la basura y los desperdicios de la gente, la desesperación
de querer salir y no poder levantarte porque te pisan la espalda. Después vino
el ahogo en el pecho, el sudor en la frente, trepando camino abajo por tu
rostro, absorbiendo la mugre y el miedo. Después vino el olor a humo, a carne
quemada, a muerte, el inconfundible olor de la muerte montado en una alarma que
no paraba de sonar, cabalgando por los pasillos del estadio como un heraldo del
apocalipsis que canta su canción de muerte a través de un megáfono mal
calibrado, apabullando a cada uno de los miles de espectadores, que como vos,
solo había ido al estadio a ver un espectáculo. Simplemente queríamos ver un
show.
Estabas
ahí. Yo te dejé ahí. En las gradas. En el Domo. En el magnífico estadio con
forma de nido de pájaro ubicado en el punto más alto de las colinas New Gate.
Te invité a entrar, y entraste. Te invité a sentarse, y te sentaste. La butaca
era cómoda, de un material sintético, absorbente. La barrera transparente, a
tan solo unos centímetros; del otro lado la impoluta arena de combate esperaba
la sangre. En el aire se sentía la expectación. Pasaron los anuncios, las
publicidades, la previa terminó. Esperaste el inicio del Torneo; estaba tan
cerca. Y sin embargo apenas había comenzado y todo se desvaneció. Se convirtió
en un infierno inimaginable. En tres segundos.
Tal
vez haya que replantearse ciertas cosas. ¿Qué somos al final de algo que
creíamos que nos definiría? ¿Nada? ¿Algo nuevo? ¿Lo mismo, pero más vacío, más
viejo?
El
problema de las expectativas. El viejo, eterno problema. El deseo. ¿Quién se
borra a sí mismo como un software todas las noches, dejándose limpio, incluso
vacío? ¿Quién podría ser tan maquinal? ¿Cómo hacer, entonces, para vivir sin
desear? ¿Sin esperar nada?
El
deseo siempre se interpone entre lo que nos pasa, en esa realidad ínfima, ese
instante completamente efímero de la percepción. En una mecánica fabulosa,
apasionante, una serie de dispositivos auto administrados por nuestro aparato
psíquico y sensorial, en cada segundo el deseo nos dice cómo interpretar el
instante en base a lo que esperábamos que debía suceder, y como esperábamos que
ese suceso nos iba a impactar, qué nos iba a generar, qué debíamos sentir.
Y
en el momento exacto, evalúa si esa expectativa se cumplió o no, y genera
nuevas emociones en base a ese balance.
No
sé qué pensar.
Yo
no elegí que esto saliese del modo en que salió. No crean que hubo mala fe o
engaño deliberado. No creo en ese tipo de historias en donde se planean engaños
de ante mano. Todo comenzó tan rápido que no hubo tiempo de ponerse a pensar a
donde terminaría.
El
que imagine que estas cosas se planean no entendió nada del proceso creativo,
nunca va a entender el arte porque, justamente, piensa que el arte es algo que
tiene que entenderse. Nunca quise que nada de esto sucediera. Pero sucedió. Y
lo lamento tanto por todos los involucrados, por las personas que estaban en
ese estadio aquel fatídico día, y por todos los demás que fuimos arrastrados a
esto, por azar o por el devenir de las circunstancias. Supongo que es verdad lo
que dicen, que la historia se escribe con sangre.
Que
cada uno saque sus propias conclusiones. No puedo agregar mucho más. Esto no es
una de esas historias policiacas en donde al final el detective paria explica
como hizo para saber todo, o como esas historias fantásticas para niños en
donde al final el mago te llama a su despacho para explicarte todo lo que no
entendiste.
La
vida, tan implacable como un desperfecto en un avión que vuela sobre el
Pacifico, tan impredecible como un ataque cardiaco, tan súbita como un
estornudo. Las consecuencias, inevitables, más allá del bien o el mal, son
hechos concretos, sin voluntad o intención, sin esencia fuera de lo que son,
hechos generados por la acción y reacción, como un accidente, una muerte, un
enchastre.
Pero
no es correcto perturbar la narración de la Gran Batalla con esta serie de
reflexiones sobre la naturaleza del tiempo, la interacción de voluntades, el
deseo y el devenir. Tampoco es correcto, creo, empezar por el final de la
Batalla. Voy a volver al principio.
El
contador marcaba una cuenta regresiva. Quedaba un minuto. Eran las 20:59 en
Berlín, capital del Gran Imperio Alemán, y en el Gran Domo, donde bajo la
atenta mirada de un millar de eufóricos espectadores estaba a punto de
desarrollarse un espectáculo colosal.
Solo
treinta segundos. La gente en sus casas se aferraba fuerte a la silla; apartaba
los vasos o copas de bebidas a un costado, en señal de que la espera había
terminado y todo estaba a punto de empezar. Concentración. Abstracción.
Enajenación. Sea como sea, el momento había llegado.
Quince
segundos más. Solo eso. Solo un poco más. Pupilas dilatadas. Falta de aliento. Éxtasis.
La
arena del Domo aguardaba, vacía, la explosión de sangre y energía que daría
lugar en unos pocos instantes.
Diez
segundos. Las bestias en la cada celda se preparaban para pelear por sus vidas.
El
contador llegó a cero y una bocina anunció el comienzo.
En
el momento exacto en que las compuertas comenzaron a levantarse, un huracán se
desató en cada uno de los cubículos; antes de que el espectador pudiese darse cuenta
de lo que pasaba, el Superhéroe y el Vampiro salieron disparados del suelo con
violencia, y tanto la capa del héroe como el sacón del Vampiro ondearon en el
aire hacia el medio de la pista; las piernas de la Bestia se tensaron sobre el
suelo, desgarrándolo, y en el momento en que la puerta dejó ver algo de luz,
sus piernas estallaron como dos resortes liberados disparando su furia; las
alas del Dragón generaron un pequeño tornado al tiempo que lo impulsaban como
una bala hacia la pista y el Mago realizaba embrujos protectores que
inmediatamente repelieron unas flechas venenosas; el motor del Viper 1996 ya
rugía y echaba humo aun antes de que la puerta se abriera; el suelo sacaba
chispas y se ponía negro mientras las ruedas giraban en su lugar quemando el
caucho; las patas del corcel muerto picaban el suelo impacientes, y el T-Magnus
apoyaba una pata contra el fondo de la pared para darse impulso.
Apenas
se abrieron las puertas, el Superhéroe, la Bestia el T-Magnus y el Zombie
recibieron flechas venenosas en sus pechos. Las hebras de las plumas de las
flechas envenenadas sacaron el polvo de las compuertas a medida que estas se
levantaron en un instante. Todas y cada una de las flechas impactaron en su
objetivo, menos las destinadas al Mago, que activó un campo protector, y al
Vampiro, que las esquivó con extrema precisión, anticipándose a la acción de
los Elfos.
El
Zombie tenía armadura, pero esta no pudo evitar que la flecha la atravesase.
Los
siete participantes se dirigieron con violencia hacia el Domo en donde los
esperaba el destino que cada uno de sus laberintos personales les había
preparado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario