Celda Seis: Superhéroe
Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
20:35 P.M.
0:25 minutos para el inicio
Cuando los canales de noticias publicaron la
novedad, hace unos meses, nadie podía creerlo. El regreso soñado, señalado por
las teorías. La última punta de la estrella. Era más que una señal. Era el
destino.
Había vuelto. La verdad, yo no sabía que
pensar. Lo había dado por muerto, como todos. El Hombre Desintegrado realmente
se había desvanecido para siempre, como una especie de alegoría a su nombre.
Creo que los superhéroes solían hacer ese tipo de cosas.
Pero ahora él volvía de entre los muertos
para llevarse nuevamente la gloria del Torneo, redimirse, y ganarse nuevamente
el corazón de la gente.
El héroe del pueblo regresaba para deleitar a
su pueblo una vez más. El que nos libró de los villanos más temibles, el que
sacó energía de donde no la había para sobreponerse, el que innumerables veces
derrotó enemigos más fuertes que él.
La gente lo ama, es indiscutido; uno de los
grandes favoritos.
Y no voy a ocultarlo: es mi favorito también.
Pero esto no debe volverme parcial a la hora
de mi trabajo. Nada sale, nada entra. Esa era la regla. Era clara. Era simple.
Los recintos estaban bien armados. Eran
seguros, impenetrables. Solo tenía que asegurarse de que nada este sucediendo
fuera de lo normal. “Normal”, sin embargo, era una palabra un tanto inexacta a
la hora de definir a las siete criaturas que tenían cautivas para largar en una
jaula a despellejarse entre sí.
Pero volvamos a lo importante. Está de
vuelta. Él está de vuelta.
El hecho de volver a verlo surcar el aire, de
ver ondear su capa, me hace poner la piel de gallina. Todo aquello que nos
habíamos resignado a ver solo en películas cobraba vida nuevamente.
El Hombre Desintegrado había vuelto. Un
milagro impensado. Algarabía para millones de admiradores y fanáticos.
Sin
embargo, había algo extraño. Una doble personalidad. O acaso una cuádruple.
¿Cuántas versiones de sí misma puede tener una persona? ¿Cuántos pueden
convivir en un mismo cuerpo?
Nunca
lo hubiese creído, hasta que lo vi. No todo lo que se muestra en sociedad es
igual tras bastidores. Hay mucho engaño, mucha careta, mucho maquillaje. Todo
producto necesita su envoltorio.
Cuando
me encargaron por primera vez el control de la Celda Seis, hace cinco años, durante
la edición anterior del Torneo, estaba histriónico, dando saltos de felicidad
por todos lados, contándoselo a mis amigos. Iba a vigilar de cerca al Hombre
Desintegrado. Mi héroe, mi referente. No podía creerlo.
En
aquella ocasión, previo al primer día del control de la celda, apenas pude
dormir. La emoción me invadía. En los vestidores del cuartel militar, los
nervios y la ansiedad me volvieron torpes las manos. Deseaba volver a verlo con
toda mi alma. No sé qué era lo que esperaba.
Sin
embargo, cuando lo tuve cerca, lo noté inmediatamente: había algo muy diferente
en él. No sé si era su mirada, o
simplemente su expresión. No era el mismo Hombre Desintegrado que se veía en
las noticias. Había algo muy extraño en toda esa situación.
Los
ojos joviales y burlones que veíamos en las pantallas no coincidían con esa
mirada cargada de resentimiento y soledad que encontré detrás de la celda. La
sonrisa fácil no coincidía con esa mueca desolada y rebelde. Se veía serio,
callado. Hasta podría decirse que estaba amargado. Tenía una tristeza encima
que le convertía la expresión en un gesto de odio y rabia mal guardada. Se
notaba.
Nunca
lo había visto así. Nunca se había mostrado así en público.
Pero
aquello no era público; era lo que sucedía cuando caía el telón. La aguja
detrás de la máscara.
Fue
un duro golpe ver a mi ídolo así. El verdadero rostro del Hombre Desintegrado
era un enigma que no podía resolver.
Antes
de que pudiera procesar aquella dualidad, el tiempo hizo su trabajo, la rueda
siguió girando, y el Hombre Desintegrado fue ganando una a una las instancias
del Torneo, hasta consagrarse campeón. Y sin embargo, aquella victoria fue
quizás la más amarga, pues apenas terminado el certamen, el superhéroe más
querido por la gente se esfumó, y durante cinco años nadie lo volvió a ver.
Muchos
lo habían dado por muerto. No tenía sentido aquella ausencia tan brusca, no
había forma de explicarlo racionalmente con la información que teníamos. Los
medios oficiales nunca dieron una explicación satisfactoria, y todo quedó
envuelto en misterio.
Por
eso fue que, cuando volvió, tampoco podía creerlo. Una parte de mí lo sentía
como una segunda oportunidad, una revancha. Cuando me dirigí de vuelta para la
Celda, después de los años que pasaron, algo en mi esperaba un cambio. Esperaba
verlo como siempre se había mostrado en el exterior: jovial, radiante, atento,
dispuesto, fácil para la risa. Galante con las damas. Dado para las cámaras.
Nuevamente
me llevé una sorpresa. No solo que su expresión de odio había sumado un tono
cruel y cínico, sino que su aspecto se mostraba notablemente desmejorado.
Estaba
delgado, con la piel tenía de un tono verdoso, y el rostro ojeroso, colmado de
heridas.
Vestía
unos harapos viejos y gastados del color de la arena y la tierra reseca. Tenía
la vista ida y una inconfundible expresión de locura. Se decía que había estado
al borde de la muerte, que una pandilla de árabes lo había encontrado divagando
en el desierto.
Yo
estaba de servicio aquel majestuoso día, en que el Hombre Desintegrado
retornaba al cuartel central de Alemania. Incluso vi como lo ingresaban a la
sala de cuidados médicos: un cuerpo menudo y desgarbado era cargado por los
hombros por dos guardias a través de un oscuro pasillo del complejo de máxima
seguridad. Recordaba el sonido sordo que hacían sus pies al ser arrastrados por
el suelo.
Tenía,
cuanto menos, un aspecto extraño. Una sucia y desprolija mata de barba le
cubría el rostro. Llevaba su pelo marrón oscuro muy largo, apelmazado y
deforme. Y había algo más, algo inesperado: Una serie de misteriosos tatuajes que
le cubrían la totalidad del cuerpo, desde los brazos, hasta el cuello y el
rostro. Negras serpientes le reptaban por la piel dejando su rastro de sombra.
Un
aura de incertidumbre rodeaba toda la situación. La Administración estaba
tratando el tema con el máximo secretismo, manejando la situación con el equipo
de Relaciones Públicas y los Ingenieros Sociales. Había una serie de rumores
que rápidamente debieron ser cortados de raíz.
Algunos
altos cargos no querían dejarlo participar. El motivo era claro: no estaba en
condiciones, ni psíquicas, ni físicas.
Pero
los grandes productores no vislumbraron ni por un segundo esa posibilidad: el
gran personaje, el favorito del pueblo, el más amado, el reticente, el que
había renunciado, ahora volvía, voluntariamente, se ofrecía a retornar al
Torneo, al evento más visto de toda la historia, justo para la Gran Final.
Estaba servido en bandeja. No podían rechazarlo. No lo hicieron.
En
el segundo en que lo tuvieron en su poder, lo encerraron en una de las celdas
infranqueables. No volvería a salir al exterior. Esa celda solo tenía una
salida: el Gran Domo. La arena de combate más espectacular de toda la historia.
La
Administración todo hizo lo posible por presentarlo de la mejor manera. Él se
dejaba, como un niño al que le cambian los pañales. Le recortaron los cabellos.
Lo vistieron con el legendario traje negro con tonos índigo en los costados; le
colocaron su clásica máscara oscura que le cubría la mitad del rostro, dejando
descubierto el mentón. El viejo logo del hombre en posición de vuelo con el
cuerpo dividido en decenas de particiones volvía a ilustrarle el pecho.
Mi
ilusión máxima era que gane el Torneo y que quede libre nuevamente. Esperaba
verlo en su traje de nuevo, surcando los aires de la ciudad, realizando heroicas
proezas. Recordaba aquella vez en que lo vi, a tan solo tres metros de mí. Las
noticias de sus rescates en Rusia habían inundado las pantallas de nuestro
imperio. El mito crecía. La leyenda ya era una realidad.
A
mí me inspiraba tremendamente su bravura, su capacidad de sobreponerse a
situaciones imposibles. Tenía todo mi cuarto empapelado de afiches con su
imagen. Había vuelto de mi turno como guardia de seguridad, estaba cansado, y
miraba por la ventana con la vista perdida. De pronto, una figura pasó a toda
velocidad ante mí, para luego volver y quedarse suspendida un momento. Pude
verlo claramente, en un segundo sin tiempo. Hasta podría asegurar que él volteó
hacia mí y me miró. Luego esbozó una sonrisa alegre, se volvió, y voló a toda
velocidad hacia el cielo. Más tarde ese día, las noticias mostraban las
imágenes del violento ataque de la nave pirata del capitán contrabandista Kirk
Vonegroot y como El Hombre Desintegrado detuvo la nave y evitó una colisión que
hubiese sido una catástrofe de proporciones masivas.
La
visión de mi recuerdo se desvaneció en un instante. Una tristeza me invadía,
desde que lo vimos volver en tan deplorable estado. No era solo su cuerpo; su
mente también estaba ida. No entendía aquel regreso. Había cambiado la dinámica
de toda la situación. El equilibrio se había roto, pero ya no se podía volver
atrás. El Torneo esperaba, estaba a solo veinte minutos.
Abandoné
mi ridícula ilusión de volver a verlo en libertad. Ya no habrá tiempo. O tal
vez lo haya, dependiendo de cómo se desarrolle la Gran Final. Solo uno sale con
vida. Solo uno vivirá mañana. Y por la debilidad con que lo vimos en los
últimos días, sería improbable volver a verlo surcando los cielos entre los
edificios gigantes.
Cuando
finalmente llegamos a la Celda Seis, me di cuenta de que venía divagando en mi
mente durante todo el recorrido.
Me
paré frente a la celda. Supongo que no tenía grandes expectativas. Tal vez por
eso fue que lo que vi me sorprendió enormemente, y disparó emoción a mi corazón
como una ráfaga de viento salvaje e indomable.
El
traje, impecable. La figura, lista, a contraluz, aguardaba en el aire como un
astro, una estrella ansiosa.
De
repente, comenzó un ascenso, de espaldas. Flotaba, ligero como una pluma, lleno
de gracia, lleno de poder. La negra capa ondeaba, flamante y radiante.
El
ascenso cobró velocidad, y en un segundo se encontró volando en increíbles
formas por toda la celda, como dando un espectáculo para nosotros. Parecía una
abeja fuera de control, o acaso dominaba el vuelo como si lo viniese haciendo
desde que nació. Finalmente se detuvo, en medio de la enorme celda, de frente a
las ventanas de seguridad. Suspendido en el aire, dos rojos ojos fulguraron
ante nosotros.
El
Hombre Desintegrado estaba de vuelta.
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