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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Celda 3. Vampiro


Celda Tres: Vampiro


Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
20:07 P.M.
0:53 minutos para el inicio

—Aquí en la Celda Dos esto se está poniendo complicado. Una sustancia emergió desde la puerta y atacó al capitán Noriega.
—Esto se está saliendo de control. ¡Último esfuerzo equipo! ¡Metamos a estas bestias al Domo donde pertenecen! Iniciando control final de Celda Tres.
La tarea de controlar bestias monstruosas no era de las más cómodas que había tenido el equipo policíaco del Gran Imperio Alemán. Aun con la ayuda de las súper celdas infranqueables de arsénico modificado en forma de plástico metalizado. No hay protocolo para lo que nos enfrentamos.
La Celda Tres era extraña. No sé si más que las otras. No me interesa realmente. Solo sé que esta celda es extravagante, llena de objetos antiguos y personajes bizarros, como un museo de lo absurdo, curado por un surrealista perturbador. Las cosas que hemos visto aquí no serán fáciles de olvidar.
En el cubículo que tenía frente a mí, ubicado en el extremo opuesto a la Celda Dos en el diagrama de la estrella de siete puntas, los ruidos y la música de la singular gente que desfilaba por el recinto sonaban apagados a través de los paneles de seguridad, provenientes casi desde otro mundo. De un mundo extraño, trastornado.
Dentro de la celda parecía estar aconteciendo una fiesta o celebración. La música era una especie de ópera. El resto de los comensales estaba sentado en los costados. Habían montado una suerte de teatro, con tarima, telón y gradas. La Administración no reparaba en ningún gasto o petición para los participantes del Torneo. Eran ellos los que, a fin de cuentas, accedían a participar de este circo de sangre. Y nosotros los necesitamos.
Arriba del escenario, una mujer gruesa, con un pecho amplísimo, cantaba una pieza. Estaba ataviada con un traje muy antiguo y ridículo: un vestido rosado, lleno de bordados, tules y decorados. Tenía un peinado enrulado, alto, coronado con una peineta dorada.
A su lado, parado en la tarima, se encontraba el Vampiro. Era alto y pálido, y su fino cabello negro le caía por la frente, ocultando a medias su agraciado rostro. Dos enormes manos blancas recorrían un violín, sacándole un sonido igualmente bello y aterrador.
La mujer cantaba a todo pecho mientras el violín le hacía armonías y melodías entrecruzadas. La boca de la cantante se modulaba y contorsionaba, presa de una pasión profunda. Era una cadencia hermosa, cargada de drama. No podíamos entender la letra, que cantaba en un idioma desconocido. A través de la repetición, pude distinguir la frase “verus dominus”.
El canto, mezclado con el violín, llegó a un clima melodramático altísimo. Aun los que veíamos de afuera sentíamos cierto escalofrío.
Finalmente las melodías dieron una última danza, y terminaron juntas en una larga nota, que se extendió hasta que el pecho de la mujer exhaló su última gota de aire.
Se produjo un silencio. Algunos de los comensales se acomodaron como para aplaudir, pero, de súbito, el violín esquivó el final de la canción y continuó solo; la melodía comenzó a subir en una escalera infinita, que recorría una y otra vez las más diversas, deformes y prohibidas escalas.
El virtuosismo del vampiro era evidente. Sus manos parecían presa del demonio. Aun en los momentos en que la melodía se tornaba lenta, los vibratos eran tan intensos que la mano se movía en un baile macabro sobre el diapasón.
De a poco, los tonos oscuros que tomaba la armonía comenzaron a crear una atmosfera casi insoportable, entre deprimente y lúgubre. Las personas a su alrededor estaban envueltas en un extraño ensueño, del que querían librarse, sin éxito.
El éxtasis del final se extendió hasta los límites de la locura, en donde el virtuosismo del violín se entrelazaba con un sentimiento incorrecto, una fibra de malicia, de demencia en su estado puro. El profundo silencio que era la gran orquesta que acompañaba ese final improvisado se magnificaba, exponencialmente, hasta convertirse en algo mucho más perturbador que un silencio: se convertía en la esencia del miedo y la desolación de las almas, condensaba los ojos absortos de los consortes, estrujaba las torturadas almas que eran testigos de aquella aberración, y les exprimía un sonido sordo que alimentaba la atmosfera enrarecida del recinto.
Los espectadores del horror se tapaban los oídos con terror, con las muecas del espanto en sus rostros.
Los ojos del Vampiro estaban muy abiertos, desencajados, mostrando toda su consistencia carmesí sobre fondo blanco. Eran dos corazones repletos de sangre, latiendo a grandes borbotones. Esos ojos demoníacos se abrían y contraían de formas extrañas mientras su mano desafiaba lo imposible en busca de la sucesión de notas exacta que generaba precisamente lo que él quería generar.
Los cabellos del Vampiro volaban a los lados de su rostro. Las hebras del arco se rompían una tras otra, despellejadas por una mano violenta e insaciable. La velocidad iba en aumento, así como la presión con que apretaba los corazones de todos los presentes. Las personas abrían la boca en un grito vacío, narcotizadas. En uno de los puntos máximos del crescendo, en una velocísima ascensión de notas, se produjo un súbito estruendo, en el momento álgido.
La cuerda más fina del violín se rompió.
Una bomba pareció estallar en la celda. El impacto que tuvo la rotura de la cuerda fue tal, que la sala entera se convulsionó: varias personas cayeron al suelo, enajenadas. La gran mayoría gritaba, con los ojos cerrados, tapándose los oídos. Los desmayos se producían a diestra y siniestra. Un señor muy anciano, vestido de traje violeta, se ocultó bajo la mesa, y se envolvió con el mantel armando una caperuza. Una doncella joven comenzó a arrojar copas de vidrio a sus acompañantes. La sala se había convertido en una casa del horror.
Sin embargo el espanto creció.
Una risa. Una estridente risa en medio de los ecos del horror. En cada inferno personal que cada uno de los presentes había experimentado, esa risa penetró una y otra vez como un puñal.
Ese ser reía. Saboreaba. Disfrutaba.
La mordaz carcajada martillaba sobre las torturadas mentes de los presentes mientras los observaba perder la razón.
El sadismo de toda la situación me asqueó.
Me dispuse a liberarme de aquel trance. Pulsé rápidamente el botón del tablero de controles que muteaba el sonido de la celda, y súbitamente me sentí libre, emancipado de una tensión que me había estado sometiendo. Ahora me doy cuenta. Yo también fui presa del éxtasis. Me alejé con presteza de la puerta, recuperando el dominio de mi psique. Observé la situación desde las cámaras.
El Vampiro caminaba a pasos amplios por la pasarela central. Calzaba un pantalón negro, brillante, una camisa blanca metida dentro del pantalón que resaltaba su fina cintura, con un bordado pomposo en el cuello. Se recogió el pelo hacia atrás. Era un rostro hermoso. No tuve vergüenza en reconocerlo. Blanco, perlado por el sudor, de facciones afiladas y ojos largos, expresivos.
Con infinito desprecio miró a las personas que compartían el recinto con él. Arrojó el violín a un costado, mientras caminaba con gracia hacia el fondo del salón. Su largo pelo negro ondeaba al andar, y contrastaba con su rostro lechoso, desprovisto de rubor. Se sentó en un trono de terciopelo bordó que había al final de la pasarela. La celda estaba alumbrada con luces tenues, cálidas, como candelabros y antorchas dispuestas a cierta distancia unas de otras.
Los rumores entre los soldados decían que tenía más de tres mil años. Sin embargo, a juzgar por su rostro, no tenía más de veinte. Y sin embargo, su expresión dictaba una melancolía, o un hastío, como alguien que tal vez había vivido demasiado. No era el gesto de un chiquillo inocente.
De pronto, desde un costado de la tarima apareció un hombrecillo pálido, que se acercó al Vampiro y le susurro algo al oído. Éste asintió.
Luego de la orden del hombrecillo, un séquito numeroso, que se encontraba allí para atender al Vampiro, comenzó a ir y venir por todos lados. Mis ojos se posaron en una jovencita situada en el fondo, que aguardaba como adormecida a un costado, sujetada por dos personas de aspecto extraño.
Nos habían obligado a no intervenir en cada una de las celdas. Los requisitos que los personajes habían puesto para participar no podían quebrarse. Eran condiciones sine qua non. No había sido agradable, presenciar las cosas que presenciamos, y quedarse al margen.
Sabía lo que pasaría a continuación.
Desde las sombras, una numerosa comitiva de personas comenzó a limpiar el caos que habían armado los espectadores del episodio musical. Con presteza, quitaron todas las cosas que obstaculizaban el camino, los taburetes y los platos, los escombros y los muertos, ordenaron la escena, y la prepararon para el ritual.
Las dos personas de aspecto raro comenzaron a traer a la chiquilla por la tarima. Tenía el rostro inocente, los labios rojos y los ojos grandes. Sus dos pomposas mejillas sonrosadas le hacían bello el rostro, enmarcado por un pelo rubio muy lacio. No parecía tener más de quince años.
El Vampiro se levantó de su asiento con una pausa ceremoniosa. Dijo algunas palabras a modo de anfitrión que no logramos oír. Había dejado el sonido apagado, y no pensaba prenderlo.
El infernal ser acercó su boca entreabierta al cuello de la niña. Lo recorría lentamente, demorándose en cada centímetro. La joven estaba ida, presa de un extraño trance. Sus ojos miraban embelesados una realidad que no alcanzábamos a ver. Esperaba que fuera mejor que ésta.
El pequeño conserje le acercó al Vampiro un delicado almohadón de pana. Sobre éste se hallaban una milenaria copa de oro, adornada con zafiros y rubíes, y una daga, cuyo filo podía apreciarse aun desde la sala de control.
El Vampiro se aprestó para el final del culto: subió su rostro hasta la boca de la muchacha. Ésta lo miraba fijamente, extasiada. Y sonreía. Entreabrió su boca, y se encontró con la del Vampiro. Éste la besó.
Solo un instante después, la daga besó el cuello de la niña. El Vampiro sostenía la copa debajo de la herida. Nunca dejó de besarla.
Cuando la copa se llenó, concluyó el beso, y con un ademán desechó a la chiquilla, que se desplomó sobre los brazos de los sujetos que la sostenían, los cuales se la llevaron a rastras por la misma tarima por donde había venido caminando hacía tan solo un minuto.
En el fondo de la sala, el Vampiro apuraba la copa de sangre fresca. 
Mi mano temblaba sobre el gatillo. Sabía que no debía, pero un acto reflejo me tentaba la voluntad del brazo. Logré contenerme.
Maldita sea. —Vámonos de aquí muchachos. Celda Tres clear.
El cuerpo inerte de la chica, aun bella, aun inmaculada, con su pelo casi blanco y su rostro pálido, yacía a un costado, desangrándose a lentos borbotones, con los ojos perdidos, ya fuera de este mundo.






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