Celda Tres: Vampiro
Ciudad de Berlín, Capital del Gran Imperio Alemán
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
20:07 P.M.
0:53 minutos para el inicio
—Aquí
en la Celda Dos esto se está poniendo complicado. Una sustancia emergió desde
la puerta y atacó al capitán Noriega.
—Esto se está saliendo de control. ¡Último
esfuerzo equipo! ¡Metamos a estas bestias al Domo donde pertenecen! Iniciando
control final de Celda Tres.
La tarea de controlar bestias monstruosas no
era de las más cómodas que había tenido el equipo policíaco del Gran Imperio
Alemán. Aun con la ayuda de las súper celdas infranqueables de arsénico
modificado en forma de plástico metalizado. No hay protocolo para lo que nos
enfrentamos.
La Celda Tres era extraña. No sé si más que
las otras. No me interesa realmente. Solo sé que esta celda es extravagante,
llena de objetos antiguos y personajes bizarros, como un museo de lo absurdo,
curado por un surrealista perturbador. Las cosas que hemos visto aquí no serán
fáciles de olvidar.
En
el cubículo que tenía frente a mí, ubicado en el extremo opuesto a la Celda Dos
en el diagrama de la estrella de siete puntas, los ruidos y la música de la
singular gente que desfilaba por el recinto sonaban apagados a través de los
paneles de seguridad, provenientes casi desde otro mundo. De un mundo extraño,
trastornado.
Dentro
de la celda parecía estar aconteciendo una fiesta o celebración. La música era
una especie de ópera. El resto de los comensales estaba sentado en los
costados. Habían montado una suerte de teatro, con tarima, telón y gradas. La Administración
no reparaba en ningún gasto o petición para los participantes del Torneo. Eran
ellos los que, a fin de cuentas, accedían a participar de este circo de sangre.
Y nosotros los necesitamos.
Arriba
del escenario, una mujer gruesa, con un pecho amplísimo, cantaba una pieza.
Estaba ataviada con un traje muy antiguo y ridículo: un vestido rosado, lleno
de bordados, tules y decorados. Tenía un peinado enrulado, alto, coronado con
una peineta dorada.
A
su lado, parado en la tarima, se encontraba el Vampiro. Era alto y pálido, y su
fino cabello negro le caía por la frente, ocultando a medias su agraciado
rostro. Dos enormes manos blancas recorrían un violín, sacándole un sonido
igualmente bello y aterrador.
La
mujer cantaba a todo pecho mientras el violín le hacía armonías y melodías
entrecruzadas. La boca de la cantante se modulaba y contorsionaba, presa de una
pasión profunda. Era una cadencia hermosa, cargada de drama. No podíamos
entender la letra, que cantaba en un idioma desconocido. A través de la
repetición, pude distinguir la frase “verus
dominus”.
El
canto, mezclado con el violín, llegó a un clima melodramático altísimo. Aun los
que veíamos de afuera sentíamos cierto escalofrío.
Finalmente
las melodías dieron una última danza, y terminaron juntas en una larga nota,
que se extendió hasta que el pecho de la mujer exhaló su última gota de aire.
Se
produjo un silencio. Algunos de los comensales se acomodaron como para
aplaudir, pero, de súbito, el violín esquivó el final de la canción y continuó
solo; la melodía comenzó a subir en una escalera infinita, que recorría una y
otra vez las más diversas, deformes y prohibidas escalas.
El
virtuosismo del vampiro era evidente. Sus manos parecían presa del demonio. Aun
en los momentos en que la melodía se tornaba lenta, los vibratos eran tan
intensos que la mano se movía en un baile macabro sobre el diapasón.
De
a poco, los tonos oscuros que tomaba la armonía comenzaron a crear una
atmosfera casi insoportable, entre deprimente y lúgubre. Las personas a su
alrededor estaban envueltas en un extraño ensueño, del que querían librarse,
sin éxito.
El
éxtasis del final se extendió hasta los límites de la locura, en donde el
virtuosismo del violín se entrelazaba con un sentimiento incorrecto, una fibra
de malicia, de demencia en su estado puro. El profundo silencio que era la gran
orquesta que acompañaba ese final improvisado se magnificaba, exponencialmente,
hasta convertirse en algo mucho más perturbador que un silencio: se convertía en
la esencia del miedo y la desolación de las almas, condensaba los ojos absortos
de los consortes, estrujaba las torturadas almas que eran testigos de aquella
aberración, y les exprimía un sonido sordo que alimentaba la atmosfera
enrarecida del recinto.
Los
espectadores del horror se tapaban los oídos con terror, con las muecas del
espanto en sus rostros.
Los
ojos del Vampiro estaban muy abiertos, desencajados, mostrando toda su
consistencia carmesí sobre fondo blanco. Eran dos corazones repletos de sangre,
latiendo a grandes borbotones. Esos ojos demoníacos se abrían y contraían de
formas extrañas mientras su mano desafiaba lo imposible en busca de la sucesión
de notas exacta que generaba precisamente lo que él quería generar.
Los
cabellos del Vampiro volaban a los lados de su rostro. Las hebras del arco se
rompían una tras otra, despellejadas por una mano violenta e insaciable. La
velocidad iba en aumento, así como la presión con que apretaba los corazones de
todos los presentes. Las personas abrían la boca en un grito vacío,
narcotizadas. En uno de los puntos máximos del crescendo, en una velocísima
ascensión de notas, se produjo un súbito estruendo, en el momento álgido.
La
cuerda más fina del violín se rompió.
Una
bomba pareció estallar en la celda. El impacto que tuvo la rotura de la cuerda
fue tal, que la sala entera se convulsionó: varias personas cayeron al suelo,
enajenadas. La gran mayoría gritaba, con los ojos cerrados, tapándose los
oídos. Los desmayos se producían a diestra y siniestra. Un señor muy anciano,
vestido de traje violeta, se ocultó bajo la mesa, y se envolvió con el mantel
armando una caperuza. Una doncella joven comenzó a arrojar copas de vidrio a
sus acompañantes. La sala se había convertido en una casa del horror.
Sin
embargo el espanto creció.
Una
risa. Una estridente risa en medio de los ecos del horror. En cada inferno
personal que cada uno de los presentes había experimentado, esa risa penetró
una y otra vez como un puñal.
Ese
ser reía. Saboreaba. Disfrutaba.
La
mordaz carcajada martillaba sobre las torturadas mentes de los presentes
mientras los observaba perder la razón.
El
sadismo de toda la situación me asqueó.
Me
dispuse a liberarme de aquel trance. Pulsé rápidamente el botón del tablero de
controles que muteaba el sonido de la celda, y súbitamente me sentí libre,
emancipado de una tensión que me había estado sometiendo. Ahora me doy cuenta.
Yo también fui presa del éxtasis. Me alejé con presteza de la puerta,
recuperando el dominio de mi psique. Observé la situación desde las cámaras.
El
Vampiro caminaba a pasos amplios por la pasarela central. Calzaba un pantalón
negro, brillante, una camisa blanca metida dentro del pantalón que resaltaba su
fina cintura, con un bordado pomposo en el cuello. Se recogió el pelo hacia
atrás. Era un rostro hermoso. No tuve vergüenza en reconocerlo. Blanco, perlado
por el sudor, de facciones afiladas y ojos largos, expresivos.
Con
infinito desprecio miró a las personas que compartían el recinto con él. Arrojó
el violín a un costado, mientras caminaba con gracia hacia el fondo del salón.
Su largo pelo negro ondeaba al andar, y contrastaba con su rostro lechoso,
desprovisto de rubor. Se sentó en un trono de terciopelo bordó que había al
final de la pasarela. La celda estaba alumbrada con luces tenues, cálidas, como
candelabros y antorchas dispuestas a cierta distancia unas de otras.
Los
rumores entre los soldados decían que tenía más de tres mil años. Sin embargo,
a juzgar por su rostro, no tenía más de veinte. Y sin embargo, su expresión
dictaba una melancolía, o un hastío, como alguien que tal vez había vivido
demasiado. No era el gesto de un chiquillo inocente.
De
pronto, desde un costado de la tarima apareció un hombrecillo pálido, que se
acercó al Vampiro y le susurro algo al oído. Éste asintió.
Luego
de la orden del hombrecillo, un séquito numeroso, que se encontraba allí para
atender al Vampiro, comenzó a ir y venir por todos lados. Mis ojos se posaron
en una jovencita situada en el fondo, que aguardaba como adormecida a un costado,
sujetada por dos personas de aspecto extraño.
Nos
habían obligado a no intervenir en cada una de las celdas. Los requisitos que
los personajes habían puesto para participar no podían quebrarse. Eran
condiciones sine qua non. No había
sido agradable, presenciar las cosas que presenciamos, y quedarse al margen.
Sabía
lo que pasaría a continuación.
Desde
las sombras, una numerosa comitiva de personas comenzó a limpiar el caos que
habían armado los espectadores del episodio musical. Con presteza, quitaron
todas las cosas que obstaculizaban el camino, los taburetes y los platos, los
escombros y los muertos, ordenaron la escena, y la prepararon para el ritual.
Las
dos personas de aspecto raro comenzaron a traer a la chiquilla por la tarima.
Tenía el rostro inocente, los labios rojos y los ojos grandes. Sus dos pomposas
mejillas sonrosadas le hacían bello el rostro, enmarcado por un pelo rubio muy
lacio. No parecía tener más de quince años.
El
Vampiro se levantó de su asiento con una pausa ceremoniosa. Dijo algunas
palabras a modo de anfitrión que no logramos oír. Había dejado el sonido
apagado, y no pensaba prenderlo.
El
infernal ser acercó su boca entreabierta al cuello de la niña. Lo recorría
lentamente, demorándose en cada centímetro. La joven estaba ida, presa de un
extraño trance. Sus ojos miraban embelesados una realidad que no alcanzábamos a
ver. Esperaba que fuera mejor que ésta.
El
pequeño conserje le acercó al Vampiro un delicado almohadón de pana. Sobre éste
se hallaban una milenaria copa de oro, adornada con zafiros y rubíes, y una
daga, cuyo filo podía apreciarse aun desde la sala de control.
El
Vampiro se aprestó para el final del culto: subió su rostro hasta la boca de la
muchacha. Ésta lo miraba fijamente, extasiada. Y sonreía. Entreabrió su boca, y
se encontró con la del Vampiro. Éste la besó.
Solo
un instante después, la daga besó el cuello de la niña. El Vampiro sostenía la
copa debajo de la herida. Nunca dejó de besarla.
Cuando
la copa se llenó, concluyó el beso, y con un ademán desechó a la chiquilla, que
se desplomó sobre los brazos de los sujetos que la sostenían, los cuales se la
llevaron a rastras por la misma tarima por donde había venido caminando hacía
tan solo un minuto.
En
el fondo de la sala, el Vampiro apuraba la copa de sangre fresca.
Mi
mano temblaba sobre el gatillo. Sabía que no debía, pero un acto reflejo me
tentaba la voluntad del brazo. Logré contenerme.
Maldita
sea. —Vámonos de aquí muchachos. Celda Tres clear.
El
cuerpo inerte de la chica, aun bella, aun inmaculada, con su pelo casi blanco y
su rostro pálido, yacía a un costado, desangrándose a lentos borbotones, con
los ojos perdidos, ya fuera de este mundo.
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