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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Capítulo II. Reflexiones sobre el caos

Capítulo II. Reflexiones sobre el caos



El viento resoplaba, silbando por el agujero lateral. Las cenizas se arremolinaban, densas, quedando suspendidas cuando la ráfaga de viento cambiaba de dirección, cayendo en cámara lenta como nieve en una mañana invernal.
La mujer pasaba un trapo húmedo por las distintas superficies, removiendo la pútrida capa de polvo. Repasaba escritorios, sillas, paredes, cada recodo, cada relieve o hendidura donde podía acumularse la ceniza, como resaltando los bordes de un boceto. Acomodó ropas tiradas, pequeños objetos, muebles fuera de lugar. Apartó la basura un costado, para poder barrer el piso. Aunque sabía que tendría que volver a barrerlo a los pocos minutos. La misma tarea, una y otra vez.
En un momento, corriendo algunos pedazos de mampostería, se tuvo que acercar a la abertura generada en el lateral del edificio.
Mientras sostenía un trozo de metal que debía haber sido parte de la estructura, se asomó levemente por el vacío, para observar la perspectiva.
Un impulso inconsciente, casi infantil, le sugería tirar el trozo de metal inservible por la brecha, simplemente para ver qué pasaba, por diversión, o curiosidad.
Pero inmediatamente se contuvo, con cierto temor, recordando las cámaras que constantemente grababan y reportaban todo lo que hacían, notificándolos, controlándolos, reprimiéndolos. Tuvo miedo de ser sancionada, de ser acusada de herejía, de insubordinación. Tuvo miedo que le quiten puntos, que la dejen fuera del padrón de rescate, que le hagan una reprimenda. Ella no era una insubordinada. Hacía fielmente todo lo que le decían que haga. Era responsable. No había faltado nunca a su trabajo. Era todo lo que sabía hacer. Y lo hacía bien, con esmero. No sabía otra manera de hacerlo.
Dio un leve paso hacia atrás, desechando la idea.
Pero luego se dio cuenta del contexto que la rodeaba, de la desolación que había tomado la ciudad. Le resonaba en la mente el hecho de no haberse cruzado absolutamente con nadie en casi dos horas de recorrido. Sentía una extraña soledad, como si fuese la única persona del mundo, como si esta realidad fuese en verdad un sueño, con leyes paralelas.
Se atrevió, tímidamente, a pensar, como quien comente una acción indebida con cierto recelo, probando la maldad, a ver qué pasaba.
¿Quedaban cámaras realmente? ¿Estaban vigentes los controles? ¿Las notificaciones? ¿Seguiría funcionando el sistema de puntos, en medio de aquel caos? Si no había luz, se atrevió a dudar de que las computadoras centrales siguiesen activas. La idea inmediatamente la horrorizó, pero se obligó a considerarla un segundo más. ¿Y si todo había desaparecido? ¿Si el mundo como lo conocían ya no existía? ¿Qué ocurriría ahora?
— ¿Hay alguien ahí? —dijo en voz alta.
Aguardó un segundo en silencio.
— ¡Maldito sea el torneo y todo el imperio alemán! —gritó de pronto, entre asustada y expectante.
No recibió ninguna notificación. Ninguna alerta o advertencia.
Se sintió súbitamente desnuda, como en medio de una soledad profunda y desoladora.
Pero luego de que el silencio se prolongara, y nada sucediera, nada cambiara, se obligó a no temer, de la misma manera que se había obligado a avanzar por el diminuto riel a mil quinientos metros de altura, al ser perseguida por un espectro muerto. La realidad muchas veces te empuja a apretar los dientes y ponerte en marcha como sea. La vida seguía. No sabía cómo, pero seguía.
Dio un paso hacia delante nuevamente. Levantó el trozo de metal por el agujero, y luego lo soltó.
Una parte de su vida pareció caer con aquel pedazo de hierro.
Caía en paralelo a las paredes vidriadas del lujoso edificio. Era un objeto muerto, girando apenas por el contacto con el aire.
Se perdió de vista antes de que llegase a oír los sonidos del contacto con otra superficie, algún otro edificio o estructura de la ciudad. Finalmente un estruendo lejano resonó ampliamente, como una onda expansiva. La señora escuchó con atención cada fragmento de sonido, hasta el último instante, hasta que el silencio volvió a acomodarse como se acomoda el polvo luego de una explosión.
Nada había pasado.
Solo el eco de una ciudad muerta. Un laberinto de materiales muertos, de viviendas vacías, de recintos de recreación llenos de despojos y cadáveres, de esferas transportadoras obsoletas, quietas en sus sitios, sin llevar ni traer a nadie, de puertas que no se abren, de muertos que caminan entre la oscuridad con los ojos apagados.
La señora se paró un momento en aquel vértice, interrumpiendo sin saber bien porque sus labores. Era como si al descubrir que nadie la miraba ni reprendía, se permitiera relajares y reflexionar. Apreció un momento la vista.
Pensó en todas las cosas que había visto en las últimas semanas. Cosas que creía que nunca sucederían. Cosas que creía imposibles.
Todas las barreras se habían corrido, dejando pasar todos los caprichos de la probabilidad.
La imagen de la ciudad infundió a la señora de la limpieza una inspiración sin precedentes. O tal vez había sido el sonido del metal resonando en aquel desierto valle artificial. Su cabeza vibraba, con vértigo, como si no diese abasto a la cantidad de pensamientos que la atravesaban a toda velocidad.
El sol subía por la Colina del Tuerto, filtrándose entre la Torre Imperial y el Dedo de Steinner. El cielo estaba completamente despejado. Las nubes percibieron el caos y huyeron de la ciudad. Lo mismo habían hecho los ricos, aunque no sabía si llegarían muy lejos. Se le vino a la mente una historia que les contaba su abuelo, inmigrante de Argentina, uno de los antiguos países de Sudamérica destrozados por la Gran Grieta, sobre el virrey Cisneros, un gobernador de la Colonia Española, de la época donde todavía había países y estados independientes. Este gobernador, en plena revolución independentista, huyó en medio de la noche con un cofre de oro que contenía las reservas de la ciudad. Al poco tiempo, lo agarraron en Córdoba, una ciudad cercana, acobachado, donde lo despojaron de todas sus pertenencias y lo mandaron desnudo de vuelta a España. O al menos eso dice la historia.
La situación también le hizo acordar al rey Luis XVI de Francia, aún más atrás en la historia, cuando aún no había democracias ni constituciones ni derechos humanos. Bah, que gran patraña, pensó la mujer. Se imaginó la cara de terror del pobrecillo rey cuando la horda de gentiles abrió su carruaje para devorarlo, bajo el grito de “muerte al rey, pan para el pueblo”.
No esperaba un destino mejor para los dueños de este imperio. Ahora la ciudad estaba en manos del que decidiera tomarla, para que la historia se repita una vez más. Pero lo que no dicen en los libros de historia es que las armas arden, las papas queman y no todos tienen el coraje de tomarlas, sabiendo que terminarán con las palmas cubiertas de llagas. ¿Cuántos son los que, viendo venir al toro corriendo furioso para la embestida, se plantan en el suelo y lo toman por las astas, confiados de la propia fuerza, o tal vez no, tal vez aterrados, pero igualmente manteniendo su posición, arriesgándolo todo?
La mujer casi temblaba de emoción. Sentía que una sensación sin precedentes le recorría el cuerpo. Pero luego se estremeció levemente.
A pesar de la sangre, de los sacrificios, lo que tampoco dicen los libros de historia es que es una época apasionante, donde se siente que por primera vez no está todo dicho, no hay suelo donde caminar, hay que ir armando la estructura mientras se avanza, y que vale la pena volver a vivirla, volver a matar al rey, una y otra vez, y volver a construir una vida prospera para que los astutos se lo apropien todo, para que piensen en lo bien que les resultó la estafa, que son los dueños del mundo, una vez más.
Volvió a pensar en la cara de terror del rey que lo ha perdido todo, que observa como la horda de gentiles sucios y desdentados, enarbolando antorchas y armas improvisadas ya lo tienen rodeado, en soledad, sin ninguno de sus aliados y secuaces, visualizó claramente el rostro de ese rey que siente con impotencia que ha llegado el día de pago y se ha quedado solo, sin amigos, frente a frente con toda la gente a la que embaucó.
Esa cara de terror no tenía precio, pensó.
Sin embargo, esa cara no paga los platos rotos, no paga la sangre derramada, las vidas perdidas, las familias destruidas, pero es algo, algo que alimenta la ironía de la vida, y con esa ironía y una risa amarga se sobrevive algunos días más. No le buscaba sentido. Era probable que no lo tuviera. Volvió a fijar su vista en el sol, el único que no los había abandonado, el único que siempre, día tras día, volvía a subir. La única fuente de luz que no se había apagado. El sol no se pregunta qué sentido tiene salir todos los días. O tal vez sí. Pero la vida no es más de lo que hay acá, se dijo. La vida hoy es sobrevivir a la negrura que intenta devorarnos, desde todos los costados.
Pensó un momento en los primeros días.
Los primeros días fueron terribles.
El Dragón escapó, dejando un camino de ruinas y fuego, para perderse para siempre.
El estadio estaba en ruinas. Y el caos se había expandido desde ese maldito punto de convergencia hacia el resto de la ciudad, como un cáncer hambriento.
La gente corría desesperada. En vez de ayudarse unos a otros se pisaban, se estorbaban, se gritaban en la cara buscando respuestas. Se produjeron algunas escenas graciosas, sobre todo entre algunos primera clase que se encontraban completamente indefensos cuando su bendito sistema los había abandonado y su status no ya no valía nada.
Le habían contado algunas anécdotas, como un par de jóvenes metiéndose en cápsulas transportadoras, tocando indicaciones como locos, y quedándose adentro, como esperando a que el sistema arranque, chillando desesperados.
O también como algunos se empujaban peleando por un lugar en una fila para tomar un ascensor que no vendría nunca, mientras otros corrían en círculos como gallinas sin cabeza, o hablaban como locos a sus transmisores, pidiendo ayuda, pidiendo asistencia psicológica porque estaban angustiados.
“¡Pastillas! ¡Necesito pastillas!” había gritado uno. “¡La mascaraaaaaaa! ¡¿Cómo se pone la maldita mascara!?!?” habían aullado otros. Había cierta satisfacción en ver como las personas de clase alta fallaban en desempeñar algunas tareas tan simples, cosas que para los de tercera eran de todos los días.
Pero la empatía hacia otro humano que sufre no conoce distinciones de status o raza. Hubo otras situaciones de las cuales uno no podía reírse. Los ahogos masivos de millones de personas sin máscaras, cuando se rompieron la mayoría de las estructuras de vidrio, dejando entrar el aire muerto a todos los rincones de la estructura interconectada de edificios. Los de primera clase no solían tener mascaras a mano; nunca las habían necesitado. Esos fueron los primeros en asfixiarse. Solo se salvaron los que pudieron improvisar en medio del caos.
Las fallas de los ascensores. Los atascos. Los edificios colapsados. Los atrapados entre los derrumbes.
Otros, cayéndose por los edificios, como tontos, o quedándose parados, como estúpidos, sin saber a dónde ir.
La histeria colectiva había sido de un nivel tan grande, que un manto de locura parecía haber cubierto a toda la ciudad. La gente se encontraba en un estado tal de excitación por el torneo, que el momento de un colapso masivo no podía haber sido más inoportuno.
El caos estalló en los niveles superiores, ante la desesperación por algo tan inesperado como una falla masiva en pleno transcurso de “el evento del milenio”, tal como lo habían promocionado sin cesar durante meses.
En los niveles medios y en los calabozos, la gente estaba acostumbrada a más actividad, por lo cual pudieron reaccionar más rápido y armaron resistencias.
En medio del apagón, se sumó el fuego del Dragón, a sombra alada, y el paso del gigante destrozando todo.
Pero otras cosas habían ocurrido durante los primeros días. Cosas que fueron saliendo a la luz cuando el horror inicial pasó, cuando pudieron reagruparse y armar los centros de refugiados en lugares seguros.
Lo primero que salió a la luz fue la fuga de Theron. Esto generó una conmoción sin precedentes. El Jäger había sido el único líder político que había tenido la ciudad desde hacía cuarenta años. En todos los reportes y apariciones se lo mostraba más fuerte que nunca, un auténtico caudillo que tenía muchos años aun en su carrera política. Era difícil de creer. Tal vez el caos lo había asustado. O tal vez alguien se lo había llevado. Tal vez lo habían secuestrado.
Luego, algunos rumores indicaban que se había fugado con toda la plata de la ciudad. Usando su pase y contraseña de máxima seguridad para casos de emergencia, transfirió todos los fondos del imperio a una cuenta particular, dejando todo vacío.
Fuentes capacitadas descubrieron que también se habían bloqueado todos los sistemas, borrado los back ups, los datos estadísticos, los registros de los ciudadanos. Se ignoraba como pudo hacer aquello con la luz cortada, pero el hecho es que el timing coincidía con su desaparición, y era algo que solo podía hacer alguien de su rango.
El caos parecía crecer cada vez más en vez de apaciguarse. Si se confirmaba que todo esto era cierto, sería una vergüenza, un ultraje sin precedentes. La gente en los refugios se negaba a creerlo. No podía ser. Su líder siempre había sido justo, los había guiado a un sistema estable, donde no tenían casi de que preocuparse.
Pero, ¿dónde estaba ahora? ¿Por qué no se había apersonado para guiar al pueblo a la reconstrucción? Su contador, Rabinowitz, también estaba ausente, junto con el robot Herr Timeus.
Parecía que estaban solos. Nadie se hacía cargo del caos que habían generado.
El resto de las principales figuras sí se había visto en los centros de refugiados, con excepción de Khünen, aquel personaje extraño, inexpresivo, uno de los actores claves en la configuración de los sistemas de control social a través de las confesiones, la administración de sueños y pastillas, y las recomendaciones de las actividades de cada individuo a través de índices y algoritmos.
Sin embargo, los líderes que sí quedaban presentes, poco estaban haciendo para ayudar. Simplemente se habían limitado a decirles que continúen sus tareas o se dediquen a limpiar el caos, si no querían quedar afuera del padrón de rescate.
Menuda ayuda.
Después de aquella discreta aparición, no se los había visto más.
Les habían anunciado la ayuda de otros países, pero en concreto aún no había llegado nada, ni de Rusia ni de Asia, los dos grandes imperios restantes. Era como si todos especulasen con el caos que se había generado. Se escuchaban rumores, pero la ayuda no llegaba. Era todo farsa. Los únicos que ayudaban eran los robots y los árabes.
Sí, porque había nuevos invitados en la ciudad, aparte del fuego, el gigante negro y sus alimañas.
Una horda de árabes, armados, había entrado a la ciudad en el momento del inicio del torneo. Se decía que habían tomado el camino de los Balcanes, y luego cruzaron los ex estados de Republica Checa y Polonia, directo hacia Berlín.
Estaban preparados con armas y protecciones para la contaminación. Vestían como refugiados. Los rumores, y lo que ellos mismos contaron en algunas reuniones, decían que habían viajado por distintos medios, desde todas las regiones empobrecidas de la nación árabe, guiados por un líder, en un éxodo masivo que tenía como único objetivo hacer caer el cruel imperio alemán.
De su conductor, poco hablaban. Se los notaba recelosos por algún motivo respecto a aquel tema, como confundidos. Solo se referían a él como “Zarathustra” o “El elegido”. Según su profecía, era el enviado para reunificar la gran nación árabe y destronar el mal que se había apoderado del mundo nuevamente.
Se habían congregado en un grandísimo número alrededor del estadio, pero luego de que el Dragón escapó y la arena de combate quedó vacía, se movieron, haciendo base en un lugar seguro.
Armaron un refugio enorme en la zona central, y desde allí colaboraban y dirigían la resistencia. Era un centro de libre acceso, y todo aquel que se acercara o pidiera recibía ayuda. En la parte media del refugio, se hablaba de un árabe que actuaba como juez ante todos los asuntos, y obraba con gran sabiduría, y era respetado tanto por propios como ajenos.
A pesar de ser una nación prohibida en el imperio alemán, y tener el acceso denegado, habían sido de grandísima ayuda en los primeros días. Nada que ver con los desgraciados de la administración oficial y los ciudadanos de clase alta del imperio alemán. Estos habían hecho poco y nada para ayudarlos. Prácticamente les habían dicho, sálvese quien pueda, y arréglense solos, límpiennos el caos, y después vemos si los evacuamos o no.
Pero los árabes se portaron maravillosamente. Armaron una gran cantidad de centros de resistencia, donde daban directivas de cómo tratar a los heridos y reforzar las paredes. También rescataron gente atascada, y ayudaron a disponer a los muertos, para que no resurgieran como caminantes negros. Estaban bien preparados, eran combatientes, pero tenían un gran sentido humanitario, lo cual fue fundamental para sobrellevar el monumental caos que había surgido.
En el aspecto que más habían ayudado era con respecto a los espectros negros que avanzaban como un ejército de la muerte sobre los sobrevivientes. A los espectros negros le decían “daeva” y les tenían un respeto casi religioso. Pero sabían cómo acabar con ellos.
Tenían rostros serios, curtidos, pero habían sido amables, mostrando un amor desinteresado por desconocidos que los había conmovido. La señora nunca había visto algo así. Todo el pueblo se había acostumbrado a una frialdad deshumanizada que de pronto la hizo asquearse de sí misma.
El otro grupo que había ayudado mucho fue el de los robots. Casi de igual manera, como en sincronía, un ejército de robots también había entrado a la ciudad en el momento del inicio del torneo. Por lo que se comentaba, habían librado una corta batalla en la frontera sur, en el estado de Grecia, y luego se salir victoriosos ante un mermado ejército alemán, que en su mayoría estaba dispuesto debajo del Estadio para control de los participantes del torneo, habían puesto rumbo a Berlín libres de obstáculos.
Según los rumores, estaban liderados por una joven de ojos claros y cabello castaño, una intrépida comandante que guiaba a su cuadrilla con resolución.
Iban montados en inmensos robots de distintas características, en su mayoría antropomorfos, pero muchos también cambiaban de formas según la necesidad.
Habían preguntado con desesperación por el paradero del Hombre Desintegrado, el aclamado Superhéroe, pero todas las respuestas habían sido iguales: que la transmisión del torneo se había cortado, pero que al momento del corte él seguía vivo.
En el mientras tanto, habían usado los potentes robots para rescatar gente de los edificios colapsados, construir refugios sólidos, y cazar a los espectros negros que iban sembrando la muerte desde las sombras.
Este tipo de cosas solo pasan cuando hay algo más grande sucediendo. Las casualidades no existen, pensó la señora.
Sea como fuere, era impresionante ver como la ciudad había cambiado tanto en solo una semana.
Si estaba gestándose un cambio, una crisis, o lo que fuera, lo tenían bien oculto a los ojos de las masas. Tal vez, se le ocurrió a la señora, por primera vez, tal vez las pantallas no les mostraban toda la verdad. Tal vez había muchas cosas del mundo que estaban dejando fuera. Tal vez, visto desde afuera, el cambio de era estaba tan visible, tan obvio, que era cuestión de que se produjera una simple chispa para encender este infierno.
Eso la dejó pensando.
¿Qué era real? ¿Su vida anterior había sido real? ¿Este escenario apocalíptico era la verdadera cara del mundo? ¿O aún quedaban máscaras por quitar?
Contempló un minuto más el cielo. El sol avanzaba.
De pronto algo pasó a través del sol que la sorprendió.
Era una nave.
Y luego recordó que las naves ya podían circular por el cielo. Tenía que acordarse. Las reglas habían cambiado.
Las fronteras espaciales estaban viendo una desregulación sin precedentes. Las barreras se habían caído, y todo el mundo podía, por primera vez en la historia del imperio alemán, entrar y salir sin permiso. Total libertad aérea.
Estaba tan acostumbrada a ver los cielos limpios de naves, que ver pasar aquella nave la shockeó.
Con el corte total de luz y el colapso del ejército alemán, junto con su administración y su ciudad-ecosistema, las fronteras aduaneras que permitían el acceso y la salida desde el espacio exterior, y desde los otros imperios dentro de la tierra, habían quedado librados al azar. El férreo control que alguna vez había sido una de las políticas que más enorgullecía a los líderes Alemanes, había quedado levantado completamente.
Y los intrusos y oportunistas no se hicieron esperar.
Dicen que la guerra despierta los sentimientos más nobles del humano, así como los más bajos instintos, cuando todo el tapujo de la sociedad y sus modismos y moralinas han quedado destrozados y el olor a sangre y muerte satura los sentidos de los sobrevivientes.
En este caso, la oportunidad de recorrer sin restricciones el imperio más grande del planeta Tierra y tomar cualquier tesoro que estuviese disponible fue una tentación para muchos. Una gran cantidad de naves comenzaron a entrar desde el espacio. Piratas, bandidos, turistas, grupos empresarios de los imperios rusos y asiáticos.
En su mayoría, no habían sido tan benevolentes como los árabes y los robots. Se dedicaron al pillaje y el saqueo. Hasta que se dieron cuenta de que había un inmenso dragón descargando su furia sobre todo lo que se movía, y luego de que un centenar de naves ardiera en el cielo como una lluvia de meteoritos, las naves especuladoras se lo pensaron mejor, y solo se vieron circulando esporádicamente, por algunos pasillos y calles bajas.
Había llamado la atención la famosa nave de Rosario, la chica de pelo rosa, hija del infame pirata del espacio John Peña. Por lo que comentaban algunos testigos, había logrado burlar los controles aduaneros aun antes del corte de luz. Se hablaba de una nave muy similar a su icónico transbordador de doble propulsión, merodeando los alrededores del estadio, en el momento en que las gradas empezaron a arder y la explosión en el costado generó que un intruso entrase a la arena de combate. Luego se nublaron las transmisiones, y nadie pudo seguir viendo que pasaba en la arena de combate.
La legendaria nave Sidney Fuckers, buscada por la administración hacía tiempo, se especializaba en contrabando interplanetario de artículos raros, y tenía fama de burlar siempre los controles de las maneras más ingeniosas. Habían ganado renombre gracias a Peña, el listo pirata, que había sido uno de los grandes referentes de la edad de oro de la piratería espacial.
Se decía que, luego de la trágica muerte de John, la nave estaba manejada por su joven hija Rosario, una esbelta muchacha morena, de cabello rosa, intrépida e irreverente, de escasos veinte años, y un apetito sexual insaciable. Había quienes aseguraban que, desde que ella capitaneaba la nave, solo la tripulaban mujeres, y que allí ocurrían las más salvajes orgías.
Sin embargo, luego del colapso de los sistemas, la Sidney Fuckers se había perdido entre el centenar de naves que ingresó en malón al inmaculado cielo alemán como nunca antes se había visto. En los otros Grandes Imperios, el Ruso y en los Estados Asiáticos, conformado pero el cuarteto de Hong Kong, Shanghái, Beijing y Tokio, las naves estaban permitidas sin restricción, y la vista estaba nublada por naves de distintos tipos y tamaños, volando en todas direcciones, colmando el panorama. Lo había visto en innumerables videos, y no entendía como podían moverse tan caóticamente por aquel atestado circuito.
Pero Alemania siembre había tenido una política de prolijidad del espacio libre. Para ello habían desarrollado el sistema de transportes por esfera, y los sofisticados complejos habitacionales, el gran acierto de Theron, que permitía una circulación más rápida y segura, aparte de poder tener total control y vigilancia de lo que hacían sus ciudadanos, evitando también que cualquiera fuese por donde quisiese, lo cual lo había posicionado indiscutidamente en la cima del poder durante más de cuarenta años.
Y ahora, todo aquello se había perdido. Alemania era un caos. El cielo, sucio de naves, humo, fuego y derrumbes. Las esferas, rotas y desactivadas. Las vías, colapsadas o usadas burdamente como puentes que se cruzaban a pie entre las distintas pilas de escombros. Y el poderío de Theron, perdido para siempre.
Sin embargo, entre los sucesos de los primeros días, el que más había espantado a la señora había sido verlo a él. Verlo así.
La incertidumbre sobre el desenlace del torneo era uno de los temas más calientes en los centros de refugiados durante la primera noche.
Lo último que habían visto era que algo había explotado en un costado, que un intruso con un sable intervino la batalla, pero que el Hombre Negro era el participante más implacable, aunque el Mago y el Dragón parecían hacerle frente con igual cantidad de oportunidades.
De resto, la Bestia y el Superhéroe se las arreglaban por resistir, junto con la Princesa Elfa, pero había un aura casi suicida en su conducta, por lo que muchos dudaban de que siguiera con vida. Tal vez ya estaba en Valhala, el cielo de los guerreros muertos haciendo grandes proezas en batalla, honrados por los dioses, tal como les habían enseñado en las transmisiones previas al torneo acerca de las creencias nórdicas.
Aparte de las especulaciones, dos cosas se sabían con seguridad: que el Dragón había escapado, pero no así el Mago que lo montaba; que el Hombre Negro había salido del estadio, pero en un tamaño completamente desproporcionado, gigantesco.
Eso les hacía pensar, en primera instancia, que el resto de los participantes había muerto.
Estaba la posibilidad de que se hubieran escondido, o hubieran escapado, tal como lo hizo el Dragón. Si uno pudo salir, ¿por qué no el resto?
Pero muchos dudaban de esa hipótesis. Si el Hombre Desintegrado hubiese escapado, ya habrían tenido novedades de él.
Y las tuvieron.
Pero no de la manera que esperaban.
Cuando ella escuchó los primeros rumores al segundo día, no quiso creerlo. Nadie en el refugio daba crédito a esas noticias. Él no haría esas cosas. Nunca. Él estaba allí para defenderlos. Siempre lo había hecho.
Hasta que lo comprobó por sí misma.
El torso desnudo, poblado de heridas y quemaduras. También de tatuajes, entre negros y verdes, de runas extrañas, que iban cambiando de posición.
Y los ojos. Por dios. Los ojos habían sido lo peor de ver. O casi lo peor.
Una negrura abismal en los ojos le transformaba el rostro. Era increíble como una variación tan mínima en la cara podía cambiar tan radicalmente el gesto. La maldad se translucía en sus rasgos y en sus acciones, en un brutalidad, en la crueldad con la cual destruía todo lo que quedaba pendiente de destruir y se reía del dolor de los tristes mortales y su patética impotencia.
Por lo demás, se lo veía con gran vigor, con todo el pecho tonificado y los brazos y cuello fuertes.
Pero esa vitalidad la usaba para devastar, para someter y torturar a quien se cruzase en su camino.
En ese estado, entró en el refugio, y comenzó a volar a toda velocidad entre los confundidos ciudadanos que no entendían que pasaba.
Lo vieron con una cara de loco inconfundible, los ojos desorbitados, la risa diabólica, y una mueca extraña en su rostro, con facciones imposibles.
Cuando todos lo miraban, giró completamente su cuello, en trescientos sesenta grados, dejándolo estrujado como una toalla, mientas escupía fuego por la boca, entre las más escalofriantes carcajadas, incendiando todo el refugio.
La gente empezó a correr, incluida la señora, entre lágrimas de incredulidad, mientras el Superhéroe les tiraba poderes con sus ojos, atravesando a los evacuados como un francotirador que dispara por diversión.
Fue una tortura. El techo se caía mientras los ruidos a explosiones y rayos laser se mezclaban con los gritos agonizantes de quienes eran atravesados por los rayos o golpeados brutalmente o arrojados contra las paredes o aplastados por la estructura que colapsaba.
Y el Hombre Desintegrado disfrutaba. Se reía con una malicia insoportable, burlona y sádica. Aun ese sonido horroroso resonaba en su mente, produciéndole una angustia profunda.
Era como si la realidad se mofara de todos ellos, como si un dios cruel hubiese escrito deliberadamente un guión pensado para atormentarlos.
El héroe en el que siempre habían confiado, matándolos como moscas, divirtiéndose con los restos de aquel infierno.
Luego llegaron más rumores, pero ya no le costó creerlos. Violación de mujeres, destrucción de más centros de refugiados, empujando gente desde las zonas altas. Incluso niños.
El sentido de la justicia se había perdido. Muchos abandonaron toda esperanza. El último guerrero se había pasado al lado oscuro. ¿Por qué, entonces, tendrían que seguir ayudando? El sentimiento más común entre la gente comenzó a ser el de sálvese quien pueda, cada uno por su cuenta, y si tengo que matarte para sobrevivir, no voy a dudar en hacerlo.
La mujer se encontraba procesando la desesperanza en medio de aquel caos, junto con la horrible cara del superhéroe vuelto villano, que no se le iba de la mente, cuando de pronto un brusco ruido la sacó de su trance.
La puerta de entrada se abrió súbitamente.
La señora se estremeció, presa del estupor. Se puso en guardia, aterrorizada. ¿Quién podía ser? No esperaba a nadie. Su jefe había sido claro con ella: saldría de viaje por algunos días, y no sabía cuando regresaría.
Buscó a tientas el arma que tenía en el cinturón, del lado derecho. No sería la primera vez que se enfrentase a un espectro negro, pero no era una de las experiencias más placenteras.
Se sintió extrañada, porque era la primera vez que abrían una puerta. En su experiencia, eran criaturas torpes, que se guiaban a tientas entre la oscuridad. Pero bien podía ser que estuviesen evolucionando o adaptándose.
Presa de la tensión, empuño su arma con fuerza y agudizó el oído, lista para atacar.
Una silueta humana se movió con velocidad a través del departamento.
Quitó el seguro de su arma, asentó los pies, y apuntó hacia el pasillo, esperando. Puso el dedo sobre el gatillo.
Apenas viese que algo apareciese, dispararía.
Los pasos se acercaban hacia ella, nerviosos, rápidos. El sonido estaba cada vez más cerca.
De pronto la figura apareció desde el pasillo. Su dedo presionó el gatillo, pero llegó a detenerse en la mitad.
Era una figura humana viva.
El rostro que iba a la cabeza de aquel humano, con gesto alterado, le resultaba aterradoramente familiar, pero no terminaba de creer lo que veía.
Era su jefe: Dick Gorka.
El funcionario entró velozmente al departamento, luciendo nervioso, mientras lo atravesaba corriendo, desesperado y sin mirar con claridad. Le pasó de largo a la señora y siguió hacia otra de las habitaciones, sin prestarle particular atención.
En su ir y venir frenético, entró a la habitación del agujero, donde la mujer estaba parada, casi en el vértice. Ella se dio cuenta que tenía la cara transformada por el miedo.
Al ver que la señora, su propia empleada, de tercera categoría le apuntaba con un arma, se volvió para enfrentarla. — ¡Qué te pasa, mujer! ¡¿Sos estúpida?! ¡¿O te haces?! ¡¿Cómo me vas  a apuntar con un arma?! ¡Esto no va  aquedar así! ¡Maldita estúpida! No puedo lidiar con esto ahora. Seguí limpiando, maldita imbécil. Vamos. ¡Vamos! —gritó con rabia, y luego se volteó y se perdió por el resto del piso, con la misma histeria con la que había entrado.
Vociferó los insultos con asquerosa verborragia, y luego se volteó, como ido, mientras recorría torpemente el piso. Se movía para todos lados, como si no supiera a donde escapar o para dónde ir, hasta que de pronto, como si se acordara algo, se volvió hacia la puerta de entrada. La mujer lo seguía con la mirada, temerosa. Su Jefe fue hasta la puerta y la trabó con las cuñas. Luego comenzó a acumular muebles y otros objetos pesados, como armando una barricada.
La señora guardó su arma con cierta vergüenza, tomó la escoba y siguió limpiando, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Ya se había cansado de esa mierda. Un fuego le ardía en el pecho. Las manos le quemaban. Como si su escoba fuese un arma; una de las armas que arden en la revolución.
Pero el hábito fue más fuerte. Los hábitos y rutinas se entretejen en el esquema mental, aun en el propio cuerpo, como un acto reflejo, una memoria corporal, que activan la repetición aun antes de que seamos conscientes de ello.
Y su rutina era limpiar. Por lo tanto, siguió limpiando.
A los pocos minutos, sin que ella tuviese tiempo a seguir mascullando la incontenible rabia que la desbordaba, otro evento volvió a perturbar la mañana.
Unos golpes en la puerta. Alguien llamaba.
Los pasos nerviosos de Gorka se detuvieron en seco. Por un segundo pareció suspenderse el tiempo, mientras su Jefe escuchaba con la más absoluta atención, casi como implorando que lo que habían escuchado no había sido real sino un engaño de los sentidos.
Pero el sonido volvió a perturbar el silencio. No había sido un sueño. Había alguien afuera queriendo entrar.
Gorka, moviéndose con sigilo, se acercó hasta donde estaba la señora, con el rostro trastornado — ¡Ni se te ocurra abrir! ¡No te muevas! ¡No respires! —murmuró con un grito quedo, susurrante, como quien no quiere ser detectado.
Luego, en puntillas, corrió como desesperado hacia la otra punta de la habitación y giró en un pasillo, perdiéndose de vista.
Noc, noc, noc.
Nuevamente los golpes. Por tercera vez, alguien llamaba.
La señora escuchaba esos sonidos sordos paralizada, sin saber qué hacer. Le reverberaban en el interior haciendo ecos en las paredes interiores de su mente. Se quedó absolutamente quieta, inmóvil como una estatua. Era lo que su Jefe le había dicho que hiciera.
La transpiración le perlaba el rostro. Algo en ella ardía. Como una llamarada. O como una llamada.
Sin saber bien porque, la señora comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, movida por una curiosidad, alimentada también por un deseo de desobediencia casi inconsciente.
Tal vez fuese el deseo de ver quien era, mezclado con una sensación de querer desobedecer las órdenes que su superior le había comandado.
En completo silencio, y presa de una ansiedad que oscilaba entre el miedo y la imprudencia, se fue moviendo hacia el origen de aquel sonido. Al acercarse, logró escuchar unas voces.
Las personas que había detrás de la puerta hablaban en árabe, o al menos eso creía. La mujer contuvo la respiración, y sin saber con qué iba a encontrarse, se asomó por la mirilla y observó.
Del otro lado, sobre el pasillo del edificio, vio un grupo de soldados vestidos de forma extraña y portando grandes armas. Estaban alineados a lo largo del corredor, y debían ser al menos diez personas.
Por un momento, sintió temor. Ver gente encapuchada armada hasta los dientes del otro lado de tu puerta era intimidante. Pero la señora se encontraba en un extraño estado de efervescencia, y una valentía y desobediencia sin precedentes la invadieron. Se sintió importante, como si tuviera al alcance de la mano cierto poder que hasta hace un momento no sabía que tenía, o que le había sido largamente negado.
Estaba tomando una decisión.
Se acercó un poco más a la puerta, y puso su mano sobre el picaporte.









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