El viento resoplaba, silbando por el agujero
lateral. Las cenizas se arremolinaban, densas, quedando suspendidas cuando la
ráfaga de viento cambiaba de dirección, cayendo en cámara lenta como nieve en
una mañana invernal.
La mujer pasaba un trapo húmedo por las
distintas superficies, removiendo la pútrida capa de polvo. Repasaba escritorios,
sillas, paredes, cada recodo, cada relieve o hendidura donde podía acumularse
la ceniza, como resaltando los bordes de un boceto. Acomodó ropas tiradas,
pequeños objetos, muebles fuera de lugar. Apartó la basura un costado, para
poder barrer el piso. Aunque sabía que tendría que volver a barrerlo a los
pocos minutos. La misma tarea, una y otra vez.
En un momento, corriendo algunos pedazos de
mampostería, se tuvo que acercar a la abertura generada en el lateral del
edificio.
Mientras sostenía un trozo de metal que debía
haber sido parte de la estructura, se asomó levemente por el vacío, para
observar la perspectiva.
Un impulso inconsciente, casi infantil, le
sugería tirar el trozo de metal inservible por la brecha, simplemente para ver
qué pasaba, por diversión, o curiosidad.
Pero inmediatamente se contuvo, con cierto
temor, recordando las cámaras que constantemente grababan y reportaban todo lo
que hacían, notificándolos, controlándolos, reprimiéndolos. Tuvo miedo de ser
sancionada, de ser acusada de herejía, de insubordinación. Tuvo miedo que le
quiten puntos, que la dejen fuera del padrón de rescate, que le hagan una
reprimenda. Ella no era una insubordinada. Hacía fielmente todo lo que le
decían que haga. Era responsable. No había faltado nunca a su trabajo. Era todo
lo que sabía hacer. Y lo hacía bien, con esmero. No sabía otra manera de
hacerlo.
Dio un leve paso hacia atrás, desechando la
idea.
Pero luego se dio cuenta del contexto que la
rodeaba, de la desolación que había tomado la ciudad. Le resonaba en la mente
el hecho de no haberse cruzado absolutamente con nadie en casi dos horas de
recorrido. Sentía una extraña soledad, como si fuese la única persona del
mundo, como si esta realidad fuese en verdad un sueño, con leyes paralelas.
Se atrevió, tímidamente, a pensar, como quien
comente una acción indebida con cierto recelo, probando la maldad, a ver qué
pasaba.
¿Quedaban cámaras realmente? ¿Estaban
vigentes los controles? ¿Las notificaciones? ¿Seguiría funcionando el sistema
de puntos, en medio de aquel caos? Si no había luz, se atrevió a dudar de que
las computadoras centrales siguiesen activas. La idea inmediatamente la
horrorizó, pero se obligó a considerarla un segundo más. ¿Y si todo había
desaparecido? ¿Si el mundo como lo conocían ya no existía? ¿Qué ocurriría
ahora?
— ¿Hay alguien ahí? —dijo en voz alta.
Aguardó un segundo en silencio.
— ¡Maldito sea el torneo y todo el imperio
alemán! —gritó de pronto, entre asustada y expectante.
No recibió ninguna notificación. Ninguna
alerta o advertencia.
Se sintió súbitamente desnuda, como en medio
de una soledad profunda y desoladora.
Pero luego de que el silencio se prolongara,
y nada sucediera, nada cambiara, se obligó a no temer, de la misma manera que
se había obligado a avanzar por el diminuto riel a mil quinientos metros de
altura, al ser perseguida por un espectro muerto. La realidad muchas veces te
empuja a apretar los dientes y ponerte en marcha como sea. La vida seguía. No
sabía cómo, pero seguía.
Dio un paso hacia delante nuevamente. Levantó
el trozo de metal por el agujero, y luego lo soltó.
Una parte de su vida pareció caer con aquel
pedazo de hierro.
Caía en paralelo a las paredes vidriadas del
lujoso edificio. Era un objeto muerto, girando apenas por el contacto con el
aire.
Se perdió de vista antes de que llegase a oír
los sonidos del contacto con otra superficie, algún otro edificio o estructura
de la ciudad. Finalmente un estruendo lejano resonó ampliamente, como una onda
expansiva. La señora escuchó con atención cada fragmento de sonido, hasta el
último instante, hasta que el silencio volvió a acomodarse como se acomoda el
polvo luego de una explosión.
Nada había pasado.
Solo el eco de una ciudad muerta. Un
laberinto de materiales muertos, de viviendas vacías, de recintos de recreación
llenos de despojos y cadáveres, de esferas transportadoras obsoletas, quietas
en sus sitios, sin llevar ni traer a nadie, de puertas que no se abren, de
muertos que caminan entre la oscuridad con los ojos apagados.
La señora se paró un momento en aquel
vértice, interrumpiendo sin saber bien porque sus labores. Era como si al
descubrir que nadie la miraba ni reprendía, se permitiera relajares y
reflexionar. Apreció un momento la vista.
Pensó en todas las cosas que había visto en
las últimas semanas. Cosas que creía que nunca sucederían. Cosas que creía
imposibles.
Todas las barreras se habían corrido, dejando
pasar todos los caprichos de la probabilidad.
La imagen de la ciudad infundió a la señora
de la limpieza una inspiración sin precedentes. O tal vez había sido el sonido
del metal resonando en aquel desierto valle artificial. Su cabeza vibraba, con
vértigo, como si no diese abasto a la cantidad de pensamientos que la
atravesaban a toda velocidad.
El sol subía por la Colina del Tuerto,
filtrándose entre la Torre Imperial y el Dedo de Steinner. El cielo estaba
completamente despejado. Las nubes percibieron el caos y huyeron de la ciudad.
Lo mismo habían hecho los ricos, aunque no sabía si llegarían muy lejos. Se le
vino a la mente una historia que les contaba su abuelo, inmigrante de
Argentina, uno de los antiguos países de Sudamérica destrozados por la Gran
Grieta, sobre el virrey Cisneros, un gobernador de la Colonia Española, de la
época donde todavía había países y estados independientes. Este gobernador, en
plena revolución independentista, huyó en medio de la noche con un cofre de oro
que contenía las reservas de la ciudad. Al poco tiempo, lo agarraron en
Córdoba, una ciudad cercana, acobachado, donde lo despojaron de todas sus
pertenencias y lo mandaron desnudo de vuelta a España. O al menos eso dice la
historia.
La situación también le hizo acordar al rey
Luis XVI de Francia, aún más atrás en la historia, cuando aún no había
democracias ni constituciones ni derechos humanos. Bah, que gran patraña, pensó
la mujer. Se imaginó la cara de terror del pobrecillo rey cuando la horda de
gentiles abrió su carruaje para devorarlo, bajo el grito de “muerte al rey, pan
para el pueblo”.
No esperaba un destino mejor para los dueños
de este imperio. Ahora la ciudad estaba en manos del que decidiera tomarla,
para que la historia se repita una vez más. Pero lo que no dicen en los libros
de historia es que las armas arden, las papas queman y no todos tienen el
coraje de tomarlas, sabiendo que terminarán con las palmas cubiertas de llagas.
¿Cuántos son los que, viendo venir al toro corriendo furioso para la embestida,
se plantan en el suelo y lo toman por las astas, confiados de la propia fuerza,
o tal vez no, tal vez aterrados, pero igualmente manteniendo su posición,
arriesgándolo todo?
La mujer casi temblaba de emoción. Sentía que
una sensación sin precedentes le recorría el cuerpo. Pero luego se estremeció
levemente.
A pesar de la sangre, de los sacrificios, lo
que tampoco dicen los libros de historia es que es una época apasionante, donde
se siente que por primera vez no está todo dicho, no hay suelo donde caminar,
hay que ir armando la estructura mientras se avanza, y que vale la pena volver
a vivirla, volver a matar al rey, una y otra vez, y volver a construir una vida
prospera para que los astutos se lo apropien todo, para que piensen en lo bien
que les resultó la estafa, que son los dueños del mundo, una vez más.
Volvió a pensar en la cara de terror del rey
que lo ha perdido todo, que observa como la horda de gentiles sucios y
desdentados, enarbolando antorchas y armas improvisadas ya lo tienen rodeado,
en soledad, sin ninguno de sus aliados y secuaces, visualizó claramente el
rostro de ese rey que siente con impotencia que ha llegado el día de pago y se
ha quedado solo, sin amigos, frente a frente con toda la gente a la que embaucó.
Esa cara de terror no tenía precio, pensó.
Sin embargo, esa cara no paga los platos
rotos, no paga la sangre derramada, las vidas perdidas, las familias
destruidas, pero es algo, algo que alimenta la ironía de la vida, y con esa
ironía y una risa amarga se sobrevive algunos días más. No le buscaba sentido.
Era probable que no lo tuviera. Volvió a fijar su vista en el sol, el único que
no los había abandonado, el único que siempre, día tras día, volvía a subir. La
única fuente de luz que no se había apagado. El sol no se pregunta qué sentido
tiene salir todos los días. O tal vez sí. Pero la vida no es más de lo que hay
acá,
se dijo. La vida hoy es sobrevivir a la negrura que intenta devorarnos, desde
todos los costados.
Pensó
un momento en los primeros días.
Los
primeros días fueron terribles.
El
Dragón escapó, dejando un camino de ruinas y fuego, para perderse para siempre.
El
estadio estaba en ruinas. Y el caos se había expandido desde ese maldito punto
de convergencia hacia el resto de la ciudad, como un cáncer hambriento.
La
gente corría desesperada. En vez de ayudarse unos a otros se pisaban, se
estorbaban, se gritaban en la cara buscando respuestas. Se produjeron algunas
escenas graciosas, sobre todo entre algunos primera clase que se encontraban
completamente indefensos cuando su bendito sistema los había abandonado y su
status no ya no valía nada.
Le
habían contado algunas anécdotas, como un par de jóvenes metiéndose en cápsulas
transportadoras, tocando indicaciones como locos, y quedándose adentro, como
esperando a que el sistema arranque, chillando desesperados.
O
también como algunos se empujaban peleando por un lugar en una fila para tomar
un ascensor que no vendría nunca, mientras otros corrían en círculos como
gallinas sin cabeza, o hablaban como locos a sus transmisores, pidiendo ayuda,
pidiendo asistencia psicológica porque estaban angustiados.
“¡Pastillas!
¡Necesito pastillas!” había gritado uno. “¡La mascaraaaaaaa! ¡¿Cómo se pone la
maldita mascara!?!?” habían aullado otros. Había cierta satisfacción en ver
como las personas de clase alta fallaban en desempeñar algunas tareas tan
simples, cosas que para los de tercera eran de todos los días.
Pero
la empatía hacia otro humano que sufre no conoce distinciones de status o raza.
Hubo otras situaciones de las cuales uno no podía reírse. Los ahogos masivos de
millones de personas sin máscaras, cuando se rompieron la mayoría de las
estructuras de vidrio, dejando entrar el aire muerto a todos los rincones de la
estructura interconectada de edificios. Los de primera clase no solían tener
mascaras a mano; nunca las habían necesitado. Esos fueron los primeros en
asfixiarse. Solo se salvaron los que pudieron improvisar en medio del caos.
Las
fallas de los ascensores. Los atascos. Los edificios colapsados. Los atrapados
entre los derrumbes.
Otros,
cayéndose por los edificios, como tontos, o quedándose parados, como estúpidos,
sin saber a dónde ir.
La
histeria colectiva había sido de un nivel tan grande, que un manto de locura
parecía haber cubierto a toda la ciudad. La gente se encontraba en un estado
tal de excitación por el torneo, que el momento de un colapso masivo no podía haber
sido más inoportuno.
El
caos estalló en los niveles superiores, ante la desesperación por algo tan
inesperado como una falla masiva en pleno transcurso de “el evento del
milenio”, tal como lo habían promocionado sin cesar durante meses.
En
los niveles medios y en los calabozos, la gente estaba acostumbrada a más
actividad, por lo cual pudieron reaccionar más rápido y armaron resistencias.
En
medio del apagón, se sumó el fuego del Dragón, a sombra alada, y el paso del
gigante destrozando todo.
Pero
otras cosas habían ocurrido durante los primeros días. Cosas que fueron saliendo
a la luz cuando el horror inicial pasó, cuando pudieron reagruparse y armar los
centros de refugiados en lugares seguros.
Lo primero que salió a la luz fue la fuga de
Theron. Esto generó una conmoción sin precedentes. El Jäger había sido el único
líder político que había tenido la ciudad desde hacía cuarenta años. En todos
los reportes y apariciones se lo mostraba más fuerte que nunca, un auténtico caudillo
que tenía muchos años aun en su carrera política. Era difícil de creer. Tal vez
el caos lo había asustado. O tal vez alguien se lo había llevado. Tal vez lo
habían secuestrado.
Luego, algunos rumores indicaban que se había
fugado con toda la plata de la ciudad. Usando su pase y contraseña de máxima
seguridad para casos de emergencia, transfirió todos los fondos del imperio a
una cuenta particular, dejando todo vacío.
Fuentes capacitadas descubrieron que también
se habían bloqueado todos los sistemas, borrado los back ups, los datos
estadísticos, los registros de los ciudadanos. Se ignoraba como pudo hacer
aquello con la luz cortada, pero el hecho es que el timing coincidía con su
desaparición, y era algo que solo podía hacer alguien de su rango.
El caos parecía crecer cada vez más en vez de
apaciguarse. Si se confirmaba que todo esto era cierto, sería una vergüenza, un
ultraje sin precedentes. La gente en los refugios se negaba a creerlo. No podía
ser. Su líder siempre había sido justo, los había guiado a un sistema estable,
donde no tenían casi de que preocuparse.
Pero, ¿dónde estaba ahora? ¿Por qué no se
había apersonado para guiar al pueblo a la reconstrucción? Su contador,
Rabinowitz, también estaba ausente, junto con el robot Herr Timeus.
Parecía que estaban solos. Nadie se hacía
cargo del caos que habían generado.
El resto de las principales figuras sí se
había visto en los centros de refugiados, con excepción de Khünen, aquel
personaje extraño, inexpresivo, uno de los actores claves en la configuración
de los sistemas de control social a través de las confesiones, la
administración de sueños y pastillas, y las recomendaciones de las actividades
de cada individuo a través de índices y algoritmos.
Sin embargo, los líderes que sí quedaban
presentes, poco estaban haciendo para ayudar. Simplemente se habían limitado a
decirles que continúen sus tareas o se dediquen a limpiar el caos, si no
querían quedar afuera del padrón de rescate.
Menuda ayuda.
Después de aquella discreta aparición, no se
los había visto más.
Les habían anunciado la ayuda de otros países,
pero en concreto aún no había llegado nada, ni de Rusia ni de Asia, los dos
grandes imperios restantes. Era como si todos especulasen con el caos que se
había generado. Se escuchaban rumores, pero la ayuda no llegaba. Era todo
farsa. Los únicos que ayudaban eran los robots y los árabes.
Sí,
porque había nuevos invitados en la ciudad, aparte del fuego, el gigante negro
y sus alimañas.
Una
horda de árabes, armados, había entrado a la ciudad en el momento del inicio
del torneo. Se decía que habían tomado el camino de los Balcanes, y luego
cruzaron los ex estados de Republica Checa y Polonia, directo hacia Berlín.
Estaban preparados con armas y protecciones
para la contaminación. Vestían como refugiados. Los rumores, y lo que ellos
mismos contaron en algunas reuniones, decían que habían viajado por distintos
medios, desde todas las regiones empobrecidas de la nación árabe, guiados por
un líder, en un éxodo masivo que tenía como único objetivo hacer caer el cruel
imperio alemán.
De su conductor, poco hablaban. Se los notaba
recelosos por algún motivo respecto a aquel tema, como confundidos. Solo se
referían a él como “Zarathustra” o “El elegido”. Según su profecía, era el
enviado para reunificar la gran nación árabe y destronar el mal que se había
apoderado del mundo nuevamente.
Se
habían congregado en un grandísimo número alrededor del estadio, pero luego de
que el Dragón escapó y la arena de combate quedó vacía, se movieron, haciendo
base en un lugar seguro.
Armaron un refugio enorme en la zona central,
y desde allí colaboraban y dirigían la resistencia. Era un centro de libre
acceso, y todo aquel que se acercara o pidiera recibía ayuda. En la parte media
del refugio, se hablaba de un árabe que actuaba como juez ante todos los
asuntos, y obraba con gran sabiduría, y era respetado tanto por propios como
ajenos.
A
pesar de ser una nación prohibida en el imperio alemán, y tener el acceso
denegado, habían sido de grandísima ayuda en los primeros días. Nada que ver
con los desgraciados de la administración oficial y los ciudadanos de clase
alta del imperio alemán. Estos habían hecho poco y nada para ayudarlos.
Prácticamente les habían dicho, sálvese quien pueda, y arréglense solos,
límpiennos el caos, y después vemos si los evacuamos o no.
Pero
los árabes se portaron maravillosamente. Armaron una gran cantidad de centros
de resistencia, donde daban directivas de cómo tratar a los heridos y reforzar
las paredes. También rescataron gente atascada, y ayudaron a disponer a los
muertos, para que no resurgieran como caminantes negros. Estaban bien
preparados, eran combatientes, pero tenían un gran sentido humanitario, lo cual
fue fundamental para sobrellevar el monumental caos que había surgido.
En
el aspecto que más habían ayudado era con respecto a los espectros negros que
avanzaban como un ejército de la muerte sobre los sobrevivientes. A los espectros negros le decían “daeva” y les tenían un respeto casi
religioso. Pero sabían cómo acabar con ellos.
Tenían
rostros serios, curtidos, pero habían sido amables, mostrando un amor
desinteresado por desconocidos que los había conmovido. La señora nunca había
visto algo así. Todo el pueblo se había acostumbrado a una frialdad deshumanizada
que de pronto la hizo asquearse de sí misma.
El
otro grupo que había ayudado mucho fue el de los robots. Casi de igual manera,
como en sincronía, un ejército de robots también había entrado a la ciudad en
el momento del inicio del torneo. Por lo que se comentaba, habían librado una
corta batalla en la frontera sur, en el estado de Grecia, y luego se salir
victoriosos ante un mermado ejército alemán, que en su mayoría estaba dispuesto
debajo del Estadio para control de los participantes del torneo, habían puesto
rumbo a Berlín libres de obstáculos.
Según
los rumores, estaban liderados por una joven de ojos claros y cabello castaño,
una intrépida comandante que guiaba a su cuadrilla con resolución.
Iban
montados en inmensos robots de distintas características, en su mayoría antropomorfos,
pero muchos también cambiaban de formas según la necesidad.
Habían
preguntado con desesperación por el paradero del Hombre Desintegrado, el
aclamado Superhéroe, pero todas las respuestas habían sido iguales: que la
transmisión del torneo se había cortado, pero que al momento del corte él
seguía vivo.
En
el mientras tanto, habían usado los potentes robots para rescatar gente de los
edificios colapsados, construir refugios sólidos, y cazar a los espectros
negros que iban sembrando la muerte desde las sombras.
Este
tipo de cosas solo pasan cuando hay algo más grande sucediendo. Las
casualidades no existen, pensó la señora.
Sea
como fuere, era impresionante ver como la ciudad había cambiado tanto en solo
una semana.
Si
estaba gestándose un cambio, una crisis, o lo que fuera, lo tenían bien oculto
a los ojos de las masas. Tal vez, se le ocurrió a la señora, por primera vez,
tal vez las pantallas no les mostraban toda la verdad. Tal vez había muchas
cosas del mundo que estaban dejando fuera. Tal vez, visto desde afuera, el
cambio de era estaba tan visible, tan obvio, que era cuestión de que se
produjera una simple chispa para encender este infierno.
Eso
la dejó pensando.
¿Qué
era real? ¿Su vida anterior había sido real? ¿Este escenario apocalíptico era
la verdadera cara del mundo? ¿O aún quedaban máscaras por quitar?
Contempló
un minuto más el cielo. El sol avanzaba.
De
pronto algo pasó a través del sol que la sorprendió.
Era
una nave.
Y
luego recordó que las naves ya podían circular por el cielo. Tenía que
acordarse. Las reglas habían cambiado.
Las
fronteras espaciales estaban viendo una desregulación sin precedentes. Las
barreras se habían caído, y todo el mundo podía, por primera vez en la historia
del imperio alemán, entrar y salir sin permiso. Total libertad aérea.
Estaba
tan acostumbrada a ver los cielos limpios de naves, que ver pasar aquella nave
la shockeó.
Con
el corte total de luz y el colapso del ejército alemán, junto con su
administración y su ciudad-ecosistema, las fronteras aduaneras que permitían el
acceso y la salida desde el espacio exterior, y desde los otros imperios dentro
de la tierra, habían quedado librados al azar. El férreo control que alguna vez
había sido una de las políticas que más enorgullecía a los líderes Alemanes,
había quedado levantado completamente.
Y
los intrusos y oportunistas no se hicieron esperar.
Dicen
que la guerra despierta los sentimientos más nobles del humano, así como los
más bajos instintos, cuando todo el tapujo de la sociedad y sus modismos y
moralinas han quedado destrozados y el olor a sangre y muerte satura los sentidos
de los sobrevivientes.
En
este caso, la oportunidad de recorrer sin restricciones el imperio más grande
del planeta Tierra y tomar cualquier tesoro que estuviese disponible fue una
tentación para muchos. Una gran cantidad de naves comenzaron a entrar desde el
espacio. Piratas, bandidos, turistas, grupos empresarios de los imperios rusos
y asiáticos.
En
su mayoría, no habían sido tan benevolentes como los árabes y los robots. Se
dedicaron al pillaje y el saqueo. Hasta que se dieron cuenta de que había un
inmenso dragón descargando su furia sobre todo lo que se movía, y luego de que
un centenar de naves ardiera en el cielo como una lluvia de meteoritos, las
naves especuladoras se lo pensaron mejor, y solo se vieron circulando
esporádicamente, por algunos pasillos y calles bajas.
Había
llamado la atención la famosa nave de Rosario, la
chica de pelo rosa, hija del infame pirata del espacio John Peña. Por lo que
comentaban algunos testigos, había logrado burlar los controles aduaneros aun
antes del corte de luz. Se hablaba de una nave muy similar a su icónico
transbordador de doble propulsión, merodeando los alrededores del estadio, en
el momento en que las gradas empezaron a arder y la explosión en el costado
generó que un intruso entrase a la arena de combate. Luego se nublaron las
transmisiones, y nadie pudo seguir viendo que pasaba en la arena de combate.
La legendaria nave Sidney Fuckers, buscada
por la administración hacía tiempo, se especializaba en contrabando
interplanetario de artículos raros, y tenía fama de burlar siempre los
controles de las maneras más ingeniosas. Habían ganado renombre gracias a Peña,
el listo pirata, que había sido uno de los grandes referentes de la edad de oro
de la piratería espacial.
Se decía que, luego de la trágica muerte de John,
la nave estaba manejada por su joven hija Rosario, una esbelta muchacha morena,
de cabello rosa, intrépida e irreverente, de escasos veinte años, y un apetito
sexual insaciable. Había quienes aseguraban que, desde que ella capitaneaba la
nave, solo la tripulaban mujeres, y que allí ocurrían las más salvajes orgías.
Sin embargo, luego del colapso de los
sistemas, la Sidney Fuckers se había perdido entre el centenar de naves que
ingresó en malón al inmaculado cielo alemán como nunca antes se había visto. En
los otros Grandes Imperios, el Ruso y en los Estados Asiáticos, conformado pero
el cuarteto de Hong Kong, Shanghái, Beijing y Tokio, las naves estaban
permitidas sin restricción, y la vista estaba nublada por naves de distintos
tipos y tamaños, volando en todas direcciones, colmando el panorama. Lo había
visto en innumerables videos, y no entendía como podían moverse tan
caóticamente por aquel atestado circuito.
Pero Alemania siembre había tenido una
política de prolijidad del espacio libre. Para ello habían desarrollado el
sistema de transportes por esfera, y los sofisticados complejos habitacionales,
el gran acierto de Theron, que permitía una circulación más rápida y segura,
aparte de poder tener total control y vigilancia de lo que hacían sus
ciudadanos, evitando también que cualquiera fuese por donde quisiese, lo cual
lo había posicionado indiscutidamente en la cima del poder durante más de
cuarenta años.
Y ahora, todo aquello se había perdido.
Alemania era un caos. El cielo, sucio de naves, humo, fuego y derrumbes. Las
esferas, rotas y desactivadas. Las vías, colapsadas o usadas burdamente como
puentes que se cruzaban a pie entre las distintas pilas de escombros. Y el
poderío de Theron, perdido para siempre.
Sin
embargo, entre los sucesos de los primeros días, el que más había espantado a
la señora había sido verlo a él. Verlo así.
La
incertidumbre sobre el desenlace del torneo era uno de los temas más calientes
en los centros de refugiados durante la primera noche.
Lo
último que habían visto era que algo había explotado en un costado, que un
intruso con un sable intervino la batalla, pero que el Hombre Negro era el
participante más implacable, aunque el Mago y el Dragón parecían hacerle frente
con igual cantidad de oportunidades.
De
resto, la Bestia y el Superhéroe se las arreglaban por resistir, junto con la
Princesa Elfa, pero había un aura casi suicida en su conducta, por lo que
muchos dudaban de que siguiera con vida. Tal vez ya estaba en Valhala, el cielo
de los guerreros muertos haciendo grandes proezas en batalla, honrados por los
dioses, tal como les habían enseñado en las transmisiones previas al torneo
acerca de las creencias nórdicas.
Aparte
de las especulaciones, dos cosas se sabían con seguridad: que el Dragón había
escapado, pero no así el Mago que lo montaba; que el Hombre Negro había salido
del estadio, pero en un tamaño completamente desproporcionado, gigantesco.
Eso
les hacía pensar, en primera instancia, que el resto de los participantes había
muerto.
Estaba
la posibilidad de que se hubieran escondido, o hubieran escapado, tal como lo
hizo el Dragón. Si uno pudo salir, ¿por qué no el resto?
Pero
muchos dudaban de esa hipótesis. Si el Hombre Desintegrado hubiese escapado, ya
habrían tenido novedades de él.
Y
las tuvieron.
Pero
no de la manera que esperaban.
Cuando
ella escuchó los primeros rumores al segundo día, no quiso creerlo. Nadie en el
refugio daba crédito a esas noticias. Él no haría esas cosas. Nunca. Él estaba
allí para defenderlos. Siempre lo había hecho.
Hasta
que lo comprobó por sí misma.
El
torso desnudo, poblado de heridas y quemaduras. También de tatuajes, entre
negros y verdes, de runas extrañas, que iban cambiando de posición.
Y
los ojos. Por dios. Los ojos habían sido lo peor de ver. O casi lo peor.
Una
negrura abismal en los ojos le transformaba el rostro. Era increíble como una
variación tan mínima en la cara podía cambiar tan radicalmente el gesto. La
maldad se translucía en sus rasgos y en sus acciones, en un brutalidad, en la
crueldad con la cual destruía todo lo que quedaba pendiente de destruir y se
reía del dolor de los tristes mortales y su patética impotencia.
Por
lo demás, se lo veía con gran vigor, con todo el pecho tonificado y los brazos
y cuello fuertes.
Pero
esa vitalidad la usaba para devastar, para someter y torturar a quien se
cruzase en su camino.
En
ese estado, entró en el refugio, y comenzó a volar a toda velocidad entre los
confundidos ciudadanos que no entendían que pasaba.
Lo
vieron con una cara de loco inconfundible, los ojos desorbitados, la risa
diabólica, y una mueca extraña en su rostro, con facciones imposibles.
Cuando
todos lo miraban, giró completamente su cuello, en trescientos sesenta grados,
dejándolo estrujado como una toalla, mientas escupía fuego por la boca, entre
las más escalofriantes carcajadas, incendiando todo el refugio.
La
gente empezó a correr, incluida la señora, entre lágrimas de incredulidad,
mientras el Superhéroe les tiraba poderes con sus ojos, atravesando a los
evacuados como un francotirador que dispara por diversión.
Fue
una tortura. El techo se caía mientras los ruidos a explosiones y rayos laser
se mezclaban con los gritos agonizantes de quienes eran atravesados por los
rayos o golpeados brutalmente o arrojados contra las paredes o aplastados por
la estructura que colapsaba.
Y
el Hombre Desintegrado disfrutaba. Se reía con una malicia insoportable,
burlona y sádica. Aun ese sonido horroroso resonaba en su mente, produciéndole
una angustia profunda.
Era
como si la realidad se mofara de todos ellos, como si un dios cruel hubiese
escrito deliberadamente un guión pensado para atormentarlos.
El
héroe en el que siempre habían confiado, matándolos como moscas, divirtiéndose
con los restos de aquel infierno.
Luego
llegaron más rumores, pero ya no le costó creerlos. Violación de mujeres,
destrucción de más centros de refugiados, empujando gente desde las zonas
altas. Incluso niños.
El
sentido de la justicia se había perdido. Muchos abandonaron toda esperanza. El
último guerrero se había pasado al lado oscuro. ¿Por qué, entonces, tendrían
que seguir ayudando? El sentimiento más común entre la gente comenzó a ser el
de sálvese quien pueda, cada uno por su cuenta, y si tengo que matarte para
sobrevivir, no voy a dudar en hacerlo.
La mujer se encontraba procesando la
desesperanza en medio de aquel caos, junto con la horrible cara del superhéroe
vuelto villano, que no se le iba de la mente, cuando de pronto un brusco ruido
la sacó de su trance.
La puerta de entrada se abrió súbitamente.
La señora se estremeció, presa del estupor.
Se puso en guardia, aterrorizada. ¿Quién podía ser? No esperaba a nadie. Su
jefe había sido claro con ella: saldría de viaje por algunos días, y no sabía
cuando regresaría.
Buscó a tientas el arma que tenía en el
cinturón, del lado derecho. No sería la primera vez que se enfrentase a un
espectro negro, pero no era una de las experiencias más placenteras.
Se sintió extrañada, porque era la primera
vez que abrían una puerta. En su experiencia, eran criaturas torpes, que se
guiaban a tientas entre la oscuridad. Pero bien podía ser que estuviesen
evolucionando o adaptándose.
Presa de la tensión, empuño su arma con
fuerza y agudizó el oído, lista para atacar.
Una silueta humana se movió con velocidad a
través del departamento.
Quitó el seguro de su arma, asentó los pies,
y apuntó hacia el pasillo, esperando. Puso el dedo sobre el gatillo.
Apenas viese que algo apareciese, dispararía.
Los pasos se acercaban hacia ella, nerviosos,
rápidos. El sonido estaba cada vez más cerca.
De pronto la figura apareció desde el
pasillo. Su dedo presionó el gatillo, pero llegó a detenerse en la mitad.
Era una figura humana viva.
El rostro que iba a la cabeza de aquel
humano, con gesto alterado, le resultaba aterradoramente familiar, pero no
terminaba de creer lo que veía.
Era su jefe: Dick Gorka.
El funcionario entró velozmente al
departamento, luciendo nervioso, mientras lo atravesaba corriendo, desesperado
y sin mirar con claridad. Le pasó de largo a la señora y siguió hacia otra de
las habitaciones, sin prestarle particular atención.
En su ir y venir frenético, entró a la
habitación del agujero, donde la mujer estaba parada, casi en el vértice. Ella
se dio cuenta que tenía la cara transformada por el miedo.
Al ver que la señora, su propia empleada, de
tercera categoría le apuntaba con un arma, se volvió para enfrentarla. — ¡Qué
te pasa, mujer! ¡¿Sos estúpida?! ¡¿O te haces?! ¡¿Cómo me vas a apuntar con un arma?! ¡Esto no va aquedar así! ¡Maldita estúpida! No puedo
lidiar con esto ahora. Seguí limpiando, maldita imbécil. Vamos. ¡Vamos! —gritó
con rabia, y luego se volteó y se perdió por el resto del piso, con la misma
histeria con la que había entrado.
Vociferó los insultos con asquerosa
verborragia, y luego se volteó, como ido, mientras recorría torpemente el piso.
Se movía para todos lados, como si no supiera a donde escapar o para dónde ir,
hasta que de pronto, como si se acordara algo, se volvió hacia la puerta de
entrada. La mujer lo seguía con la mirada, temerosa. Su Jefe fue hasta la
puerta y la trabó con las cuñas. Luego comenzó a acumular muebles y otros
objetos pesados, como armando una barricada.
La señora guardó su arma con cierta
vergüenza, tomó la escoba y siguió limpiando, con un nudo en la garganta y los
ojos llenos de lágrimas. Ya se había cansado de esa mierda. Un fuego le ardía
en el pecho. Las manos le quemaban. Como si su escoba fuese un arma; una de las
armas que arden en la revolución.
Pero el hábito fue más fuerte. Los hábitos y
rutinas se entretejen en el esquema mental, aun en el propio cuerpo, como un
acto reflejo, una memoria corporal, que activan la repetición aun antes de que
seamos conscientes de ello.
Y su rutina era limpiar. Por lo tanto, siguió
limpiando.
A los pocos minutos, sin que ella tuviese
tiempo a seguir mascullando la incontenible rabia que la desbordaba, otro
evento volvió a perturbar la mañana.
Unos golpes en la puerta. Alguien llamaba.
Los pasos nerviosos de Gorka se detuvieron en
seco. Por un segundo pareció suspenderse el tiempo, mientras su Jefe escuchaba
con la más absoluta atención, casi como implorando que lo que habían escuchado
no había sido real sino un engaño de los sentidos.
Pero el sonido volvió a perturbar el silencio.
No había sido un sueño. Había alguien afuera queriendo entrar.
Gorka, moviéndose con sigilo, se acercó hasta
donde estaba la señora, con el rostro trastornado — ¡Ni se te ocurra abrir! ¡No
te muevas! ¡No respires! —murmuró con
un grito quedo, susurrante, como quien no quiere ser detectado.
Luego, en puntillas, corrió como desesperado
hacia la otra punta de la habitación y giró en un pasillo, perdiéndose de
vista.
Noc, noc, noc.
Nuevamente los golpes. Por tercera vez,
alguien llamaba.
La señora escuchaba esos sonidos sordos
paralizada, sin saber qué hacer. Le reverberaban en el interior haciendo ecos
en las paredes interiores de su mente. Se quedó absolutamente quieta, inmóvil como
una estatua. Era lo que su Jefe le había dicho que hiciera.
La transpiración le perlaba el rostro. Algo
en ella ardía. Como una llamarada. O como una llamada.
Sin saber bien porque, la señora comenzó a
caminar lentamente hacia la puerta, movida por una curiosidad, alimentada
también por un deseo de desobediencia casi inconsciente.
Tal
vez fuese el deseo de ver quien era, mezclado con una sensación de querer
desobedecer las órdenes que su superior le había comandado.
En
completo silencio, y presa de una ansiedad que oscilaba entre el miedo y la
imprudencia, se fue moviendo hacia el origen de aquel sonido. Al acercarse,
logró escuchar unas voces.
Las
personas que había detrás de la puerta hablaban en árabe, o al menos eso creía.
La mujer contuvo la respiración, y sin saber con qué iba a encontrarse, se
asomó por la mirilla y observó.
Del
otro lado, sobre el pasillo del edificio, vio un grupo de soldados vestidos de
forma extraña y portando grandes armas. Estaban alineados a lo largo del
corredor, y debían ser al menos diez personas.
Por un momento, sintió temor. Ver gente
encapuchada armada hasta los dientes del otro lado de tu puerta era
intimidante. Pero la señora se encontraba en un extraño estado de
efervescencia, y una valentía y desobediencia sin precedentes la invadieron. Se
sintió importante, como si tuviera al alcance de la mano cierto poder que hasta
hace un momento no sabía que tenía, o que le había sido largamente negado.
Estaba tomando una decisión.
Se acercó un poco más a la puerta, y puso su
mano sobre el picaporte.
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