Kat
Salónica, Grecia. Provincia Sur del imperio
Año 3029
1ro de Agosto. Día de la Gran Final
20:45 P.M.
0:15 minutos para el inicio
El
amor te puede hacer mal.
Te
puede llevar a hacer locuras impensadas.
Todo
parece tener una racionalidad, una fluidez acorde a nuestras decisiones y
expectativas, hasta que de pronto ¡Pam! y la lógica desaparece y nos convertimos
en seres dementes capaces de cualquier cosa, de morir incluso, de sacrificar
todo, por un momento más.
Por
ejemplo, nunca creí volver al continente. Sobre todo después de saber las
atrocidades que suceden allí.
Me
fui con una promesa de jamás regresar. De hecho, creí que jamás lo haría, teniendo
en cuenta lo bien que estuve estos años en New City 004, el lugar que hoy por
hoy llamo mi hogar y que tan bien me ha recibido. Pero cuando lo vi, mi corazón
dio un vuelco; en un súbito instante todo mi raciocinio se desvaneció. Mi
agitación me sofocó, casi provocándome un desmayo.
En
ese instante lo supe. No lo dudé un segundo. Tenía que ir. Y no solo venir de
visita: tenía que intentar detener esto, como sea. Solo espero que no sea
demasiado tarde.
Parece
mentira. Ahora que regreso, pienso en todas las cosas que ocurrieron aquí, no
puedo creer que haya pasado tanto tiempo. Partí siendo una chiquilla impulsiva,
y regreso como la capitana de un ejército de robots a punto de saquear la
ciudad.
Respiro
el aire desde afuera. No quería estar dentro de la cabina central de comandos.
Los pensamientos no fluyen de la misma manera encerrado en esas máquinas que
con el pelo al viento.
— ¡Hey!,
puedo oír eso. Eso ofende, viejo. Te recuerdo que esas máquinas te están llevando miles de kilómetros a combatir una
guerra.
—
¡Uy!, lo siento Yuks— dije a mi robot,
haciendo una mueca de niña avergonzada— A veces olvido la conexión sensorial
que tenemos. Sabes que no podría vivir sin vos.
—Ok,
disculpa aceptada. No puedo resistirme a esos ojos tuyos…
—Y
que por seteo estás obligado a cuidarme y perdonarme.
—Siii,
eso también. No hay necesidad de recordármelo. Bruja.
—Pedazo
de chatarra hermosa. ¿Cuánto falta?
—Cinco
kilómetros. Ahí te muestro el mapa.
—Gracias,
bello mío.
Avanzamos
a paso firme por las ciudades de Grecia. Las vistas de los edificios creciendo
como un virus por la bella geografía del país griego es un tanto agridulce,
pero no deja de ser asombrosa.
Estamos
ya cerca de la frontera, donde esperamos algunos problemas, pero nada que una
horda de robots gigantes no pueda controlar.
Inspiro
el aire fresco hasta llenar mis pulmones a su máxima capacidad. Hay olor a
cambio. O tal vez sea olor a aceite quemado y hollín contaminante de la mega
urbe.
Llegó
el momento. El fin de una era. El momento que tantos jóvenes de generaciones
anteriores estuvieron soñando, sabiendo que morirían sin ver caer el imperio.
Los que saben leer el ritmo de la historia, entienden que hay tiempos, hay
flujos y reflujos, y que hay que tener paciencia, saber leer, saber esperar, y
no intentar ir en contra de una corriente que va más allá de lo humano. O tal
vez intentar, con ese estoicismo característico de aquel que lucha una batalla
que sabe perdida. ¿Acaso la vida no es ese estoicismo? ¿No es un esfuerzo tratar de vivir con
alegría, sabiendo que todos los que conocemos van a morir, igual que nosotros?
¿Sabiendo que cada día es único e irrepetible, que el tiempo se acaba? ¿No es
acaso una batalla perdida de antemano?
Suena
ridículo, sobre todo viniendo de alguien con tanta tradición contracultural y
combativa como yo. Pero hablo desde otro
lado. Obvio que siempre deberíamos revelarnos a la corriente, no hacer lo que
nos dicen, no conformarse, no entregarse.
Pero
algo muy distinto es ir en contra de la historia. De las eras. De las épocas.
Negar
el peso de la estructura, de años, siglos de historia apilándose, encarnándose
en hechos, en saberes culturales, en cosas que el niño aprende de todo lo que
ve cuando crece, es ser un maldito necio, que elige vivir en una realidad que
se ajusta a su propio relato, a las justificaciones que necesita para respaldar
sus acciones, esas que necesita hacer para que los demás las vean y así
justificar su propia personalidad.
La
historia es caprichosa. El tiempo es imprevisible. Las personas se acumulan,
así como sus ideas, sus representaciones, generando las sociedades más
extrañas. Si a esto le sumamos imponderables, como el contexto, el ecosistema, el
curso de las religiones, nos queda un caos hermoso, que se repite una y otra
vez, se hace y se desarma, y se vuelve a crear desde las piezas. Desde los
restos del naufragio se arma un nuevo barco, que zarpa brioso contra viento y
marea hacia nuevas tormentas y catástrofes. Dentro del mismo barco se encuentra
escondido ese polizón maldito que se subió a la madrugada y lleva consigo la
desgracia. El que no ve la ironía en este bucle perverso necesita un toque de
cinismo en su ensalada. No hay que temerle al sinsentido.
El
imperio romano cayó cuando tenía que caer, no cuando a alguien se le ocurrió
que era una buena idea derrocarlo. De igual manera terminó el capitalismo, a
pesar de que muchos afirmaban que había llegado para quedarse, que era el
estadio natural de una sociedad de hombres. Los que se apresuran a hablar y
asegurar verdades universales ya hablaban del fin de la historia. Que idea más
ridícula.
El
cambio es inevitable. Y sin embargo nada cambia; todo se repite una y otra vez.
En realidad, es dar una vuelta, es volver todo al punto de salida. La esencia
es la misma porque los participantes somos los mismos, los que hacemos la
historia, los que habitamos la historia. Y los participantes queremos siempre
lo mismo. Somos testarudos. Somos amantes, cabezas duras en lo que queremos. Lo
elegiríamos una y mil veces si nos dieran la chance. Y en esa testarudez, en
esa revelación del deseo del corazón humano, todo vuelve a empezar una y otra
vez.
El
eterno retorno. El imperio crece, se deforma y muere, indefinidamente. Solo que
esta vez el turno es nuestro. ¿Eso significa que ya tomé esta ciudad? ¿Eso
significa que mi victoria esta sellada, solo porque tengo la certeza de que
tiene que pasar otra vez igual que antes? ¿O acaso que voy a morir otra vez, en
este intento ridículo de entrar en la región más impenetrable de todo el
Imperio Alemán?
El
viento sopla. Entrecierro los ojos. La mega ciudad de Berlín se ve a lo lejos,
incluso desde aquí. El imperio. Parece una montaña que tomó esteroides.
Dicen
que esta ciudad es un organismo vivo, similar a una célula, o un ecosistema.
Fractales,
otra vez. Lo pequeño replicado en lo grande. Lo grande replicado en lo más
grande.
Y
lo más grande, replicado otra vez en lo más pequeño. Es absurdo, y a la vez, no
lo es.
Me
arde la mano. La izquierda. La de los colores. La cierro y abro, tensando los
dedos. A veces pareciera que puedo hacer lo que quiera con ella, romper una
pared, agarrar una brasa encendida, empujar algo que está a cientos de metros
de mí. Casi como hacía él.
Maldita
sea. No quería pensar en él. Es todo muy confuso aun. ¡Dios! Que no sea tarde.
Que no sea tarde.
Siento
culpa por querer verlo. Siento culpa por todo lo que estoy generando. No le
dije a nadie, pero todo lo que tengo en contra el Torneo es tan solo una
corazonada.
¿Y
si todo lo que estoy causando, todos estos actos irreversibles, terminan siendo
en vano, y acaban llevando penuria y destrucción a mi gente, todo por una
sensación mía basada en la intuición?
Yo
no llamaría intuición a los sueños que estoy teniendo, llenos de magia y
revelaciones. Pero yendo a lo concreto, no tengo ninguna prueba. No tengo
ninguna justificación lógica. Ningún pretexto.
Pero
si tengo una horda de robots, y un pueblo que me ama, que me sigue sin chistar.
Es que, vamos, ser el líder político y espiritual de una nación tiene sus
beneficios.
Quiero
verlo desesperadamente, pero a la vez tengo miedo de llegar. Tanto poder y
tanta fragilidad, encerrada en un solo cuerpo, una sola persona. Tengo dudas,
tengo miedo, de lo que pueda llegar a ver, de entender alguna decisión difícil
en sus ojos.
O
tal vez es solo una farsa. Un impostor. Un doble.
Uf,
otro tema picante. El doble. Sigo teniendo esos sueños. Son tan reales. Nadie
en la ciudad supo decirme que son. Ni la mejor tecnología, ni los mejores
científicos y académicos. A veces siento que años y años de conocimiento se han
perdido, y siento que no pueden recuperarse. Como la biblioteca de Alejandría.
O los museos de New York, Washington y
Boston. O los saberes de las antiguas comunidades, los documentos egipcios
perdidos por los malditos cazadores de tumbas. Perdidos. Para siempre. Se corta
la línea de transmisión, y si no está en una pantalla, en una ruta, en un
ordenador, en un servidor, para nosotros no hay rastro.
No
hay back up.
Siento
que, a pesar de nuestro avance científico, no volveremos a pasar por esos
caminos. Y esta vez no es como decía antes, volver a cero, recorrer otra vez el
mismo camino, volver a elegir las mismas cosas.
Esta
vez no tenemos las mismas herramientas. Esta vez miramos otra película,
construimos con otro lenguaje. Y lo viejo, se perdió.
Mira
en lo que me pongo a pensar con tal de no pensar en él.
Viene
alguien desde atrás. —Kat, nos avisan que hay actividad acercándose.
—Son
las guardias fronterizas, como preveíamos. ¿Tres tanques y dos flancos de
aviones?
—Exactamente,
Kat. Siempre un paso adelante. También activaron el campo anti vuelos y
mandaron varios avisos de Stop, que ignoramos.
—Ok,
prepárense para un ataque preventivo. No tenemos tiempo para negociar. Y
díganle a los hackers que inicien el virus.
El
segundo se va con las órdenes, y quedo sola nuevamente. El cielo esta con
cierta nubosidad, lo cual me gusta, porque le da cierto matiz a los colores.
La
hora llegó. Si esto es un error, pagaré las consecuencias. Acaso soy una loca
por dejarme llevar por la intuición en una decisión tan trascendental. Pero
sentía que desoír esta llamada era un acto de cobardía sin precedentes. No
podría vivir con ese antecedente. No podría permitir tener en mis manos la
decisión de hacerle frente al imperio y dejarla pasar por mesura o mediocridad.
Era nuestro tiempo de responder, y en el momento de mayor vulnerabilidad del
Gran Imperio Alemán, de mayor descontento de su gente, de los opositores. En
medio de un asqueroso coliseo que se regodea del sufrimiento de otros. Todas
las señales se alineaban. Y verlo a él fue la confirmación final. Dioses, si
tengo que morir, que sea por esto.
Por
eso tuve que venir. Porque lo amo y creí que jamás volvería a verlo. Porque él,
aquel al que llaman El Hombre Desintegrado, no puede estar en el Torneo. Porque
yo, más que nadie en el mundo, sé que eso es imposible.
Sé
que es imposible por dos razones. La primera, porque sé que él estaba muerto,
sepultado en un lugar lejano y remoto, a miles de kilómetros de acá.
Y
la segunda, porque yo lo maté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario